lunes, 7 de marzo de 2011

Las lecciones del vampiro

Miguel Terry Valdespino

Tú eres la culpable de este juego sangriento.
Pablo Neruda

para Alberto Guerra, por sus amantes del segundo piso

Una semana antes de que yo cumpliera los 49, mi esposa armó sus maletas y se fue a vivir con un tío que decidió dejarle su casa en herencia. El viejo no viviría demasiado. La herencia vino a acelerar el fin de un matrimonio muerto. Clara se llevó la mayor parte de sus cosas y aseguró que muy pronto vendría por el resto. También me sugirió escribir a Hamburgo para contarle a Marcela, nuestra hija, que nos habíamos separado. En breve retornó con una camione­ta para cargar “el resto de sus cosas”, entre las cuales no incluyó un poemario donde yo le había escrito un par de décadas antes: “Estos veinte poemas de Neruda no alcanzan para decirte cuánto te amo.” Contemplé la soledad de mis palabras. El tiempo puede hacer añicos la más sentida dedicatoria. Concluyó nuestro matrimonio de veintisiete años. Concluyó nuestra carrera de resisten­cia. Tanto desamor acumulado nos hacía boquear.
Cuando tuve conciencia de mi soledad, de la falta de compañía en mi ca­ma, primero vino la depresión, una especie de etapa invernal en la que sólo ves nubes grises y no dejan de atacarte pequeños y grandes rencores y la eter­na pregunta sobre cómo será la próxima mujer que se acueste o viva contigo. Y siempre llega la próxima mujer. La mujer que no perdura. Era una cuaren­tona simpática, se teñía de rubio cada tres semanas y tenía un hijo obeso de catorce años. Vestida lucía estupenda. Desnuda lucía fatal: una suma de carnes fláccidas con manchas oscuras que sabía disimular, como una artista del enga­ño, debajo de sus ropas. Ella buscaba un marido, un padre para su muchacho enfermo, y yo buscaba el amor. En esa frase envolví el pretexto para pedirle que se fuera. Después llegó la segunda. Otro desastre, pero con mal aliento, incapaz de disimular su barriga debajo de las ropas. Me negué a buscar la tercera. Quizás yo estaba destinado a cumplir los 50, los 54, los 68… sin que otra mujer entrara a mi vida. Palabras. Necias palabras. En breve no sería un hombre resignado a la soledad y la abstinencia, sino un lobo hambriento, ca­rente de alguna presa, vulgar o decorosa, para practicar el sexo. Pasaron los días y ninguna mujer interesante volteó la cabeza cuando yo cruzaba por su lado, ninguna me comió con la vista, ninguna confesó de pronto que siempre me había deseado. Comencé a desesperarme. Quizás estaba en hora de com­prender que ya era un hombre insignificante para cualquiera de las mujeres que en realidad me atraían. Fue entonces que apareció ella… Tenía apenas 17 años, un cuerpo para perturbar al ser más indiferente y una sonrisa espléndida, y andaba en busca del profesor Aramís, ¿es usted?, porque ya se le venían encima, como una tragedia, los últimos exámenes de matemáticas en el Pre­universitario. Le dijeron que yo era un experto en la materia, que había dado clases en la Universidad y que ahora trabajaba en un instituto muy importante. Me disparó aquellos elogios en el portal de mi casa, sosteniendo contra su cuer­po una bicicleta montañesa. ¿Usted cree que pueda ayudarme, profe? ¡Claro que sí, muchacha! Claro que puedo ayudarte. ¿Cuál es tu nombre? Rebeca. Lo más importante, Rebeca, es no tenerle miedo a la asignatura. Y si te ataca el miedo, pues dale el frente, igual que un capitán a una tormenta, igual que un torero al toro que lo embiste. Rió con ganas Rebeca, le saltaron los pechos como rocas vivas bajo un pulóver color mamoncillo, resplandecieron sus dientes y unas gotas de sudor en su barbilla. La sangre se me animó en las venas. La invité a sentarse y abrí la puerta de la calle para evitar las incómodas sospechas de cualquier vecino. Fui a mi cuarto por papel y lápiz. Rebeca me siguió sin pedir permiso y se detuvo sorprendida ante mi librero, inclinado por el peso de tantos ejemplares, casi ninguno de matemáticas. ¿A usted le gusta la litera­tura, profe? Me encantan las matemáticas y el cine, y soy un fanático de la literatura, me gustan desde Homero hasta esos muchachos que escriben cuentos eróticos, le dije con sorpresivo descaro. A ella no le gustaba Homero, pero sí los cuentos eróticos, tanto como los poemas de amor, las novelas policiacas, juveniles, y las de García Márquez. ¿Y a usted no le ha dado por escribir no­velas, cuentos, no sé? Siempre he querido, pero comienzo a escribir y entonces me asusto. ¿De qué se asusta, profe? Me asusta convertirme en un mal escri­tor. Reímos. Yo, más alto que Rebeca. Confesó haberse leído un cuento erótico donde la autora ponía a todos en cueros, metidos en un gran relajo en el patio de un museo colonial. Un cuento que pasó de mano en mano por cada grupo del Pre y ya algunos de sus amigos se lo sabían de memoria. Sí, Rebeca, los cuentos eróticos tienen su encanto, se le meten a uno por el cuerpo del mismo modo en que le gusta meterse al diablo. ¿Y usted ya se leyó toda esa bibliote­ca? Le respondí que no leía, sino que releía por tercera, quinta ocasión, aquellos ejemplares infinitos. Abrió la boca sorprendida. Rebeca también tenía decenas de libros que le compraba su madre o que compraba ella misma. Pero no tantos. No tantos como usted, profe. Me aseguró que vendría el sábado siguien­te, a las diez de la mañana. No preguntó si yo estaría dispuesto a recibirla a esa hora. Ella misma decidió mi horario de servicio, como una patro­na; yo afirmé como un obrero obediente. Salió dejándome con una erección indomable. Un lobo comenzó a pasearse dentro de mí. Escuché cómo aullaba. Un lobo hambrien­to devorando las carnes de Rebeca debía ser un espectácu­lo inolvidable.
El reloj fue una tortura hasta el sábado a las diez. Apenas amaneciendo, limpié la casa, sacudí los muebles, preparé un jugo de naranja y compré unos dulces. Planché un pulóver y un pantalón, me bañé y vestí cuando aún el reloj no daba las nueve, y me senté a esperar. Mil veces abrí y cerré una re­vista de ciencias, sin que pudiera concluir la lectura de un solo párrafo. Dentro de una hora la tendría enfrente. Fue imposible que en ese tiempo no tramara las una y mil estrategias para la conquista. Nada de apuros. Mi lobo debía ser precavido, saltar en el momento exacto, no con la rapidez de un lobo, sino con la precisión de un tigre. Rebeca llegó con nueve minutos de retraso. Traía el pelo recogido en una cola, un cuaderno y un bolígrafo, unas sandalias de cuero, un vestido corto, bajo el cual resplandecían sus muslos y sus vellos, y se había perfumado con una colonia para bebitos. ¿Y la bicicleta? Sólo viajaba en bi­cicleta cuando estaba apurada. Y ese sábado no tenía ninguna prisa. Dejé a medio cerrar la puerta de la calle y la invité a sentarnos en la terraza. Co­mencé por explicarle lo que cualquier profesor de matemáticas debía enseñar a sus alumnos en el primer día de cla­ses: que en el antiguo Egipto está el ori­gen de esta ciencia, con mucho de magia, que en 1600 a.C. se redactó el Papiro del Rhind, primer texto matemático de la Historia, que con las matemáticas se han resuelto problemas sociales, econó­micos, políticos y hasta religiosos, que hasta los escri­to­res necesitan emplearla cuando compo­nen un soneto, una décima o cualquier obra con rima… Si un alumno recibe una explicación humana, Rebeca, comienza a mirar las matemáti­cas como una cien­cia agradable y muy necesaria. Rebeca me atendió con interés y después escribió de prisa. ¿Comenzaba a impresionarse con mi inteligencia? Mien­tras escribía, la observé sin pudor. Rebe­ca es un núme­ro perfecto que los egipcios nunca descubrieron. Llegaría el instante en que pudiera decírselo. A las doce me­nos siete la escuché resoplar y le pedí hacer un alto. Rebeca me lo agradeció. La invité a los pasteles y al jugo de naranja… Jugo de naranja, sí; pasteles, no, dijo Rebeca. ¿Engordan demasia­do, verdad?, pregunté. Sí, los pasteles eran fatales, aunque se volvía loca por los dulces de frutas, las mermeladas…, igual que les pasa a mami y Alicia, una amiguita su­ya que también le tenía pánico a los números y por eso contrató a un profesor privado. Pero yo no soy privado, Rebeca, no voy a cobrarle a nadie por darle una ayuda. Yo estaba intentando ser Dios, dibujando un per­sonaje perfecto, tras el cual se ocultaba el demonio que pretendía seducirla y tenerla, en el siguiente minuto, prendida del cuello, invitándolo a vibrar, a sacarle del cuerpo la soledad y la derrota a quien casi tocaba las puertas del medio siglo, una edad en que los hombres ya han perdido el atractivo para las hembras hermosas. Rebeca tomó el refresco y secó los labios con un pase de lengua. Un gesto de­licioso. Estaba terminando nuestra primera cita. Pare­ce que me entendiste bien, Rebeca, ¿viste que las matemáticas no son tan terribles? Rebeca dijo que yo enseñaba de manera fácil los ejercicios más complicados. Me dio las gracias y se dirigió a la puerta de la calle. Entonces le pedí detenerse y le entregué, sin rubores, Lolita, de Vladimir Nabokov, y una antología con varios cuentos, en­tre ellos uno, el que más me conmovía, de amores imposibles, como son en ver­dad, Rebeca, los grandes amores: “Rap­sodia para los amantes del segundo piso”. Hojeó los dos ejemplares, los guardó en su mochila y dijo que me traería su opinión el sábado próximo. Si Rebeca no regresaba, podría dar por seguro que veía en mi persona a un viejo decadente, a un tarado que, de un momento a otro, comenzaría a sobarle los muslos por debajo de la mesa. Viví la semana en ascuas, comiendo apenas, proyectando en mi cerebro una película interminable: imaginaba y volvía a imaginar a Rebeca desnuda, abierta entre los azulejos de la bañera, abierta de par en par en mi cama, abierta sobre la mesa del comedor… y no paré de masturbarme como en mis años de adolescencia.
Perdí de pronto el interés por asistir al instituto y llamé a la dirección para contarle una mentira: no andaba bien de salud, me dolía, cómo rayos la co­lumna, y padecía de mareos con frecuencia. ¿Podía tomarme al menos una semana para reponerme un poco? No se preocupe, Aramís, la dirección lo au­toriza, resuelva sus problemas de salud, que eso sí es importante para usted y para nosotros. ¡Yo, que bufaba como un toro, con dolores de columna y ma­reos con frecuencia! Me aislé del mundo. No quise hablar ni con amigos ni conocidos. La mayoría son viejos, o empiezan a serlo. Y la vejez sólo inspira lástima y asco. Pretendía no inspirarle a Rebeca ni la una ni lo otro. Quería tener su cuerpo como el último acto decente de mi vida. Después podría mo­rirme. Las matemáticas, mis libros y Clara no iban a echarme de menos. Y el dolor que sufriría mi hija era un asunto distante. Rebeca volvió al sábado si­guiente. Pantalones ajustados, pelo suelto, una colonia más fuerte sobre la piel. Aunque viniera vestida con harapos, yo perdería el aliento. Para ella guardé refresco y mermelada de mango. Había leído Lolita, aunque algunas partes, profe, eran aburridas y tuvo que saltarlas, y “Rapsodia para los amantes del segundo piso”. Pero no trajo los libros porque Alicia los estaba leyendo. Ella los cuida, profe, no se preocupe. Miró hacia el techo para pensar lo que iba a decirme. Esos dos hombres, el profesor de Lolita y el profesor de “Rapsodia”, tienen el diablo en el cuerpo, profe, no pueden ni respirar porque el sexo los tiene como enloquecidos. Si tienen sexo, sufren, y si no tienen ninguno, sufren también. No es el sexo por el sexo, Rebeca, es la pasión por el sexo. El hom­bre es una pasión. Si no existe una pasión, no existe el hombre. Rebeca hizo el gesto de quien no supo entender la diferencia. Es que los hombres son así: aun cuando parece que están dormidos, gastados por la edad, son como un volcán: cuando despiertan lo incendian todo porque nunca dejaron de llevar por dentro el fuego más implacable. ¿Entiendes lo que te digo? Rebeca afirmó y me di por satisfecho. Sentada en la terraza resolvió hábilmente algunos ejer­cicios. Le aseguré que iba muy bien, que no me extrañaría si de pronto se convirtiera en una fanática de los números y las ecuaciones. No, no, ni pensar­lo, profe. ¿Y qué crees tú, Rebeca, si dejamos un poquito para el sábado que viene? Aceptó con placer la mermelada y mientras comía le entregué otro li­bro: Historia sexual de la nación. No estaba tan excitado como la primera vez. Quizás el miedo al fracaso maltrató mis erecciones. Le di otra cita llena de an­gustias y deseos. Y al terminarla, le di otra… De pronto me decidí a voltear la página. ¿En qué locura me estaba enredando? Debía mirarme al espejo, viejo decadente, recordar quién era, cerdo pervertido, contar mis arrugas, cuaren­tón corrupto… y hasta pensar en la cárcel. Para la cuarta cita Rebeca llegó ojerosa, espantada, como si presintiera el rumbo que tomarían mis instintos. ¿Te sientes mal, Rebeca? Negó con un susurro poco convincente. No me preo­cupé por eso. Los jóvenes también se cansan. Para la quinta ocasión, apenas dormí un par de horas. Pasé la madrugada escuchando rock de los años se­senta y setenta. La voz de Mike Jagger se oía más vital que nunca en esas ho­ras: I can’t get no satisfaction / I can’t get no satisfaction… Seguro que todavía el rockero inglés se acostaba con muchachitas como Rebeca y después ni las columnas más sensacionalistas se atrevían a llamarlo viejo verde. Con la pri­mera luz del día, me afeité, perfumé y me puse una camisa blanca, pensando que el blanco incidiría de forma favorable en la opinión de Rebeca, en ha­cer que viera en mí el ejemplo más exacto de la ternura, la transparencia y el amor profundo, y comprendiera que es imposible dejar pasar de largo a un tipo de mi clase. Compré mermelada de guayaba y queso amarillo. Pasaron las 10 y 45 y Rebeca continuaba ausente. El lobo sentía que lo habían enjaulado. Cuando la vi pararse en el umbral de la puerta, mi cara se iluminó con una mezcla de miedo y alegría. Pero Rebeca era el desgano con cuerpo de perso­na. Comencé a sentir que un muro invisible nos distanciaba. No traté de con­graciarme, no traté de impresionarla. No era, definitivamente, un día para el lobo. La invité a sentarnos en la terraza. Dejé a medio cerrar, como siempre, la puerta de la calle. Rebeca se desplomó en una silla. Entonces me dijo que no volvería más, que le era suficiente con cuatro o cinco sesiones, que nadie era tan bueno como yo para enseñar matemáticas, que en unas semanas aprendió más conmigo que en un curso completo con cualquier profesor de su escuela, y me extendió la Historia sexual de la nación. Está simpático, profe, pero no entiendo por qué se llama así. No tomé el libro de vuelta, le dije que era un re­galo, que si no se lo dedicaba era porque sólo el autor debía hacerlo. Mi corazón galopaba. Cerré los ojos. Se me fue el mundo. No me di cuenta que estaba de rodillas, vencido frente a Rebeca, como un cristiano pecador ante la cruz re­dentora. No pude hablar. No me salieron las palabras. Rebeca apretó mi cara contra su vientre y yo estreché su cintura. La fui mordiendo sin hacerle daño. Hundí más mi nariz entre sus piernas y mis manos se aferraron a sus nalgas. Un olor salvaje y limpio me provocó escalofríos. Salté y le chupé los labios. Rebeca me devolvió el impulso con maestría. Quise aspirar su aliento, sorber­lo de un modo tan fuerte que acabara por tragarme hasta sus vísceras. Me des­prendí de su cuerpo y corrí a cerrar la puerta de la calle. Volví tembloroso al cuarto. No me atreví a tocar a Rebeca mientras se desnudaba. La ayudé a lanzar al piso la sobrecama de flores y se dejó caer sobre el colchón. Respiró excitada, se alborotó el pelo, abrió las piernas igual que en mis fantasías y se desplegó ante mí un paisaje rosa, carnoso, protegido por un diminuto campo de vellos castaños. Rebeca esperó que me desnudara y nos trenzamos en un abrazo. Lamí sus senos firmes, su axila, su ombligo, los lunares repartidos a lo largo del vientre, chupé su sudor, aspiré, penetré… Rebeca pasó al ataque con una agilidad de matrona. Su inocencia le dio paso libre a una maestra del arte porno. Dios existía para mí esa mañana. Jamás estuvo mi verga tan hermo­samente recta, tan bárbara y eficaz sobre el campo de batalla. Al despedirnos, Rebeca me prometió que volvería a la semana siguiente. Esperé aturdido. No pude concentrarme en algo que no fuera mi última batalla de sexo. Rebeca cum­plió su promesa. Pero su cara estaba mustia. Le pregunté si tenía algún ma­lestar o si habían descubierto nuestra relación. Juró que nadie sospechaba ni sospecharía. Nos arrancamos la ropa y acabamos en el piso, gozando sobre las mesas, las sillas, la cama... Cien veces la penetré por donde quise y Rebeca gimió sin temor a que la escucharan. ¡Ay, Rebeca, Mi Carmencita, mi trigue­ñita fogosa del segundo piso! Entonces ocurrió lo inesperado: un hilo de sangre comenzó a escurrirse entre sus muslos hasta manchar la sábana. Al darse cuen­ta, rompió a llorar. No es nada, muchacha, intenté explicarle. Pero Rebeca lloró sin consuelo. No es nada, Rebeca, eso le pasa a cualquier mujer, cambia­mos la sábana y punto. Si tú no quieres, paramos por hoy, le dije con el temor de que quisiera parar. Pero el llanto de Rebeca tomó altura y el sexto sentido me ordenó silencio. Entonces se puso de pie y vi que el hilo de sangre le lle­gaba hasta el tobillo. Rebeca se fue descalza hasta el baño y se sentó en la taza del inodoro. Al pararme frente a ella, estaba ya convencido que no era la menstruación la causa de su llanto. Le entregué un cubo con agua, un jabón y una toalla limpia, revisé en el botiquín, saqué un pedazo de algodón y se lo di con el blúmer. Regresé al cuarto. La mancha de sangre se había vuelto ne­gruzca. Rebeca volvió para acurrucarse en una esquina del colchón. No quiso hablar sobre el tema. Yo tampoco. Me puse a acariciarla como a un cristal muy fino. Tenía miedo de que el cuento hubiera terminado apenas en su co­mienzo. Rebeca, con voz muy pálida, contó que estaba sorprendida, que debía caer con el periodo después del 18 y apenas estábamos a 9, hizo una pausa, cambió su tono a una nota más dramática, pero evitando ser ridícula, y dijo que yo parecía un hombre especial, distinto, y por eso iba a contarme lo que en verdad le ocurrió, que si yo no la entendía no la entendería nadie… Rebe­ca me confesó estar loca por Alicia, la amiga que pretendía alquilar un profesor de matemáticas, que las dos se estuvieron encontrando en un cuarto donde el dueño les cobraba a treinta pesos la hora, pero Alicia ya no la quería, o no sabía quererla, porque llevaba una vida promiscua donde cabían alumnas, alumnos, cocineros, profesores y cualquiera que le hiciera un cuento chino y la invitara a meterse en la cama. Es verdad que decenas actuaban como Ali­cia en el Preuniversitario. Pero no Rebeca. No. Imposible. No podría. Y por cul­pa de esas diferencias estaban separadas y no tendrían forma de reconciliarse. Y no tener el amor de Alicia y sentirse muerta era casi lo mismo.
Yo también, de pronto, comencé a morir. No porque Rebeca fuera lesbiana… o bisexual, una tendencia en auge. Tampoco porque esperara amor eterno. Ni siquiera temporal, sino porque sentía, de un modo inevitable, que una montaña de piedras se estaba derrumbando sobre mi suerte. Rebeca, ¡Dios mío!, ¿qué hiciste?, recoge ya mi cadáver, envuélvelo en una bolsa, quémalo donde mejor te parezca, no dejes ni un mínimo rastro para que la justicia no te obligue a responder por la muerte de un tipo sucio hasta los huesos. Desde mi desconcierto le sugerí calmarse y que volviera a vestirse. Rebeca saltó ha­cia mí, pegó su cara a la mía y se mantuvo respirando fuerte contra mi oído. Una escena tierna, entre ridícula y paternal. ¿Cuánto duró? ¿Dos minutos, tres minutos, diecinueve? Debíamos separarnos, olvidarnos de esta locura, tomar cada uno por caminos que no volvieran a juntarse… Pero una idea relampa­gueó en mi cerebro. Yo no sería un rival para Alicia. Ningún macho lo sería: ni el Marlon Brando de Nido de ratas, ni el Richard Gere de Gigoló america­no o el John Travolta de Pulp fiction. Pero una criatura exótica y repulsiva sí podría. Aparté de mi cuerpo el cuerpo de Rebeca, la tomé por los hombros y la recosté en el colchón. Intentó ofrecer resistencia cuando vio que mis ma­nos tiraban del blúmer, pero después desistió. Tiré a un lado el blúmer y el algodón y abrí sus piernas de par en par. ¡Bella obra! ¡Bellísima! Rugiente obra de orfebre. Rebeca debió pensar que sólo la penetraría. Pero no pudo contener un grito de sorpresa cuando vio que mi lengua se hundía en el canal descompuesto de su vulva, adonde entró y salió sin remilgos, volvía a entrar y salir, investigaba ciegamente arriba, analizaba locamente abajo, en el fondo, libando y gozando el dulzón salitre de la sangre, el estado esponjoso de la vul­va en días como aquel. Disfruté sus jugos más íntimos, tragué sus coágulos veloces. Hice un alto para mirar a Rebeca. Puro espanto. Lo esperaba. Parece sangre del grupo AB. Tomé un respiro. Lo digo porque tu sangre, Rebeca, no tiene tanto salitre, es una sangre con un sabor más suave, por eso eres tan melancólica; estoy seguro que la de Alicia pertenece al grupo A, que es una sangre con más salitre y con más demonio. Cerró temerosa las piernas y pro­tegió su sexo con las dos manos. Usted está loco, profesor, ¿qué está diciendo?, ¿no siente asco? Y por qué habría de sentirlo, Rebeca, si en la sangre viajan juntos, en absoluta armonía, la vida y la muerte; nada en el mundo pesa más que la sangre. ¿Nunca leíste El paciente inglés, de Michael Odontaje? ¡Qué lástima no tener la novela! Mordí sus manos, sus pechos, su ombligo, volví con mi lengua a hurgar en el centro de sus muslos y la sangre estalló en su vulva, contra mis labios ¿De verdad que no la leíste? Usted está loco, profesor, usted está loco. No estoy loco, Rebeca, soy un vampiro, déjame curarte, vida, déja­me darte todo mi amor. ¿No dice así una canción de Maná? ¡Oh, rojísimo y glorioso maná de Rebeca! ¡Oh, glorioso maná a la altura de mi hambre! ¿Tenía esta mujercita un mínimo de conciencia acerca del gran poema que se escu­rría entre sus muslos? ¿Del gran poema que un vampiro estaba lamiendo?
Permanecimos abrazados y desnudos la tarde entera, envueltos en un suave silencio, entre caricias y besos largos, en una fiesta para mis cinco sen­tidos. Pero no nos engañamos con discursos amorosos ni promesas fatuas. Rebeca se despidió al caer la noche. Se despidió sin mirarme a los ojos. No dijo que volvería el próximo sábado, ni el martes, ni el jueves… ni nunca. No le pregunté ni le exigí nada. Pasé la noche en insomnio, saboreando en mis instintos su sangre generosa. “El corazón es un órgano de fuego”, escribió Michael Odontaje… La lengua también. Las lenguas buscan, bucean, descu­bren, trasmiten decepciones… y hasta se enamoran, como escribió el poeta Luis Cernuda o dijo el catalán Serrat. No sentí asco. No me sentí un tipo perverso. Quizás amar deba ser un arte muy sucio si en realidad pretende ser un arte hermoso. Seguí masturbándome con una dignidad invencible. No es tan desas­troso masturbarse cuando uno está más cerca de los húmedos banquetes del profesor de Lolita que de las húmedas hambrunas del profesor de “Rapsodia…”
El lunes salí temprano en busca de un librero. Hallé al más prestigioso: un moreno de frases lentas que juraba hacer lo imposible para complacer a los clientes. ¿Usted quiere libros que hablen de vampiros? Sí, quiero algo; pero, por favor, que no sea Drácula, esa historia ya pasó de moda. El moreno asin­tió con la cabeza. Ann Rice, ¿la conoce?, tiene una novela extraordinaria: En­trevista con el vampiro. No es difícil de conseguir. ¿La que llevaron al cine? Sí, esa misma… Es una obra fabulosa, pero, si me da un plazo aceptable, puedo buscarle joyas mejores. ¿El paciente inglés, por ejemplo? Pero esa novela no es de vampiros, ni la película tampoco. Óigame, yo la vi dos veces, y no creo que sea una película de vampiros. ¿Quién sabe?, no esté tan seguro: el arte se presta para múltiples lecturas y múltiples usos. El moreno se encogió de hom­bros y me pidió un plazo de tres días para cumplir el encargo. Me pareció un tiempo razonable. Pues en tres días le lleno la bolsa de vampiros y de sangre, ¡ah!, señor, ese tipo de obras cuesta caro, ¿sabe? Por supuesto, lo que sirve cuesta caro. Me alegro, señor, que lo sepa. Lo que cueste no es importante, puedo darle hasta propina. Caminé sin rumbo toda la mañana, tropezando con los transeúntes y pidiendo disculpas. Sobre la una encendí la computadora y vi de pronto la pantalla en blanco, esperando mis primeras palabras, mi alargado debut como escritor de ficciones. Mis manos se enredaron en el teclado antes de que pudiera escribir la primera frase: “Soy un vampiro”. Es­cribí sin parar durante seis horas y, desde el amanecer siguiente, continué inventando fábulas grotescas sobre los grupos sanguíneos, sobre la estrecha relación entre el color de los ojos y el sabor de la sangre, conté vidas y sobre­vidas de vampiros que jamás existieron, fui amontonando historias que un crí­tico literario haría trizas, pero que Rebeca leería con asombro. Tomé un des­canso al sentir un mareo. Estaba hambriento. Compré pollo y frijoles y comí con apetito. Sentí que tomaba por los cuernos mi relación con Rebeca. ¡Ah, Re­beca, cuántos placeres te dará este vampiro! Entre un hombre y una lesbiana, una lesbiana; entre una lesbiana y un vampiro, ya lo veremos, Rebeca. Nada puede ser más exótico, deseable y repulsivo que un vampiro. Nada esclaviza más que las perversiones. El día señalado busqué la encomienda. El moreno me entregó El paciente inglés, la Entrevista…de Ann Rice, la novela Vampi­resas, descarga light de una escritora puertorriqueña, y el cuento “La dama pálida”, de Alejandro Dumas, con una foto en portada de una mujer exangüe, con un siniestro atractivo, muy parecida a la actriz Mary Astor. Pagué con en­tusiasmo aquella carga de chupasangres y fui a ponerla junto a mis relatos. Es­tarían a disposición de Rebeca en nuestro próximo encuentro. Comencé a preparar una actuación conmovedora: Rebeca, tú eres melancólica porque tu grupo sanguíneo… Entonces abriría para ella la página inolvidable de El paciente inglés, en la que el conde Almasy descarga sus instintos (bellí­simos instintos) de animal enamorado en la vagina de su amante muerta: ¿Qué tiene de terrible lo que hice? En cierta ocasión ella me chupó la sangre de un corte en la mano, como yo había probado y tragado su sangre menstrual. Imaginé la cara de Rebeca mientras escuchaba la angustia de Almasy. Imaginé la cara sórdida de Alicia mientras escuchaba contar a Rebeca la angustia alucinante de Almasy a través de mi angustia.
Ensayé el performance y la esperé. Pero no regresó. Un desánimo cósmi­co comenzó a invadirme. Crucé varias veces frente a su casa, pero la puerta nunca estuvo abierta. Sentí que ya no iba a volver. Sentí que se desmoronaba mi papel idiota de vampiro. Volví a ocultarme en mi soledad como un vampiro se oculta de la luz. Una tarde me tiré vestido en la cama, dormí mal durante una hora, y después fui a la cocina para freírme unos huevos, meterlos dentro de un pan, untarle catsup y mostaza, y acompañarlos con un té de limón. Cuando me disponía a comer, sonó con insistencia el teléfono. Desde el otro lado de la línea llegó la voz de Clara. Preguntó por mi salud y mi estado de ánimo. Le res­pondí cualquier cosa. Me dijo que había enviado fotos suyas a Hamburgo, que Marcelita la encontró muy bien, más joven y bella que de costumbre. El tono almibarado de Clara pretendía irritarme. Tal vez estaba teniendo sexo del bue­no, o no tenía sexo de ninguna clase, dos pretextos distintos, pero igual de vá­lidos, para lanzar ataques contra su antigua pareja. Le respondí que yo no ha­bía enviado ninguna foto a Hamburgo, pero también haría lo imposible por acabar siendo más joven y bello que de costumbre. Clara se rió con gusto. Su risa me provocó náuseas. No pude impedir que cruzaran por mi cerebro mis últimos años de matrimonio con ella, años repletos de desganos, depresiones, sexo mal hecho… Entonces decidí agredirla: te ríes con risa de vieja menopáu­sica, con risa de mujeres que están secas. Clara enmudeció. Mi estocada le había atravesado el pecho. Mujer decadente, inservible, mujer sin brillo en los ojos, mujer en guerra con la pasión y el sexo y, casi seguro, con la felicidad, ¿de quién pretendes burlarte?, debí gritarle al teléfono, pero Clara fue muy ve­loz en el contraataque. Sí, ya no le daba la menstruación, pero estaba viva y no estaba seca, chilló en mi oído y continuó los insultos sin tomar aire. No me hagas caso, soy un vampiro, perdona que te pregunte por la sangre, logré a duras penas intercalar mis palabras entre su rabieta. No eres un vampiro, eres un imbécil. Me harté de escuchar insultos, colgué el teléfono y terminé de co­mer. Sobre las ocho tocaron a la puerta. Abrí sin apuro. No imaginé que fuera Rebeca. De pronto tuve ante mí a una mucha­cha con el cabello pintado de rojo estridente, una figura de atleta y un cuader­no escolar en la mano. Buscaba al profesor Aramís, ¿es usted?, me da pena molestarlo; pero tengo problemas con las matemáticas. Si me dices que eres Alicia, te digo que soy Aramís y que pue­do ayudarte con las matemáticas. Sí, claro que era Alicia, ¿cómo lo supo? Los vampiros siempre saben quién es quién. Alicia se cubrió la boca con el cua­derno para que no la viera reírse. ¿Enton­ces?, preguntó bajando el cuaderno. Puedo ayudarte, claro que puedo. Alicia se acarició la cabeza con orgullo. Un color especial, le dije en un susurro mor­boso. Me han dicho, profe, que es un tinte muy agresivo, que parece sangre, ¿qué cree usted?, ¿está muy escanda­loso? Estoy por pensar, Alicia, que el escándalo es lo único que salva al hom­bre, lo único que lo mejora. Alicia pa­reció no comprender la frase, o quizás la comprendió a la mitad, o la enten­dió como quiso. Tocaba entonces preguntar por Rebeca. No me decidí. O quizás ya no me interesaba preguntar. Sin embar­go Alicia me leyó el pensa­miento. Rebeca es muy buena, profe, pero es muy cobarde. No respondí ni a favor ni en contra. Y tú, por supuesto, Alicia, sí eres muy valiente. Alicia asegu­ró que sí, que de haber nacido hombre sería alpinis­ta, o corredora de motos, o intentaría atravesar en camello el desierto del Saha­ra. ¿Te gustan las historias de vampiros, Alicia? Le encantaban las historias de vampiros. Pues hoy sacas­te tu número de suerte: en esta casa vas a encontrar las mejores, y hasta podrías leerte las que yo estoy escribiendo. ¿Y qué cuen­tan sus vampiros, profe? Mis vampiros se chiflan por las personas con sangre del grupo A, que es sangre de personas atléticas, aventureras y provocadoras. Alicia me corri­gió de inmediato. Entonces es muy posible que mi sangre no les guste porque mi sangre es del grupo B positivo. No me perturbó mi de­sacierto, puse una mano sobre su cabeza y le di unos golpecitos amables. No te preocupes, los vampiros de mis cuentos son muy flexibles. Alicia comenzó a mirarme, estoy seguro, con el hechizo macabro de Mary Astor. La sangre B no está mal, se lo juro, profe. Sobraban ya las palabras. Entonces cerré la puerta y pasé el cerrojo sin preocuparme de nadie.

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