martes, 1 de marzo de 2011

La lectura del crítico




Angelo Duarte

Christopher Domínguez Michael, El XIX en el XXI, Sexto Piso, México, 2010, 324 p.

Al leer a Christopher Domínguez uno sien­te que está leyendo a un semejante, es de­cir, a un lector común. No siente uno la distancia que usualmente el crítico acadé­mico, quienquiera que sea, establece de inmediato entre él y el lector mediante su especializado aparato analítico. En las 324 páginas de El XIX en el XXI, su último li­bro, apenas encontré dos palabras de la jerga académica: metalenguaje, una vez, y polisemia, dos veces. Tal vez esa ausencia de jerga académica sea una de las razones por la cual uno puede disfrutar de todos y cada uno de los ensayos, menos uno, que for­man su libro. Esta cualidad de los en­sayos, la de ser disfrutables, se convierte, además, en una invitación, conforme los va uno leyendo, a leer las obras de las que nos habla, y a conocer más de los autores que las escribieron. Cualidad esta que, por desgracia, está ausente de la crítica acadé­mica, aunque en su descargo habría que decir que está dirigida no al lego sino al colega académico.
Por supuesto, Christopher Domínguez no es un lector común. Sus textos, por más accesibles que nos resulten, tienen tras ellos la lectura y relectura cuidadosa de cientos de libros: la lectura del crítico. En otro de sus libros (Servidumbre y grande­za de la vida literaria) Domínguez cuenta que cuando tenía 20 años, hoy tiene 49, Hugo Hiriart le dijo: “En ti nació primero el impulso crítico que el impulso creador. Pero vives en una cultura que desprecia a la crítica.” Sobre el desprecio hablaremos después, lo que nos parece sumamente pro­bable es que a los 20 años Domínguez de­bió haber tenido ya una muy buena cantidad de lecturas en su haber. En otras palabras, que a temprana edad descubrió, como Bor­ges, según recuerda Susan Sontag en un ensayo sobre Barthes, que la lectura es una forma de felicidad, una forma de ale­gría. Y esto nos lleva a preguntarnos si en casa tenía una buena biblioteca, como Adol­fo Castañón,1 o adquirió su lectura libresca en alguna biblioteca pública o universitaria. La edición de algunos de los libros que cita se remonta a la primera mitad del siglo XIX.
¿Quiénes son los escritores del siglo XIX que permanecen, gracias a sus obras, vi­vos en el XXI? Entre los autores que pueblan las páginas de este libro algunos, sin duda, lo están, sus obras se siguen reedi­tando y son objeto constante, en lenguas ajenas a la suya, de nuevas traducciones, algunos más siguen vivos gracias al trabajo de los críticos. Al recordarlos y al recordár­noslos los críticos les dan una nueva vida y los vuelven nuestros contemporáneos.
Domínguez agrupa a los escritores del siglo XIX, es decir, a algunos de ellos, pues el suyo no es un recuento exhaustivo, en cuatro grandes apartados: los románticos, los reformadores, los decadentes y los casi contemporáneos. Entre los románticos se encuentran Chateaubriand, Balzac, De Quincey, Saint-Beuve, Juan Valera. Entre los reformadores Tolstói, Victor Hugo, Gal­dós, Chejov, Oblomov. Entre los decaden­tes Rachilde, Huysmans, Manuel Acuña, José María Eça de Queiroz, Daudet. Entre los casi contemporáneos, Mary Shelley, Les­kov, Verne. Algunas veces el ensayo se centra más en el autor que en la obra, como en el caso de Henry James, en que el ensayo es la reseña de un par de novelas que recrean la vida del gran escritor norteamericano por nacimiento y británico por elección: The master, de Colm Tói­bin, y ¡El autor, el autor!, de David Lodge o, en un solo caso, en el papel de un elemento, el hotel, en las obras de Kafka (América), Thomas Mann (Muerte en Ve­necia), Rainer Maria Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge), Joseph Roth (Ho­tel Savoy). Pero jamás el análisis de una obra deja de ser, al mismo tiempo, un re­trato de su autor. Resulta interesante leer los encomios que le merecen a Domínguez algunas de las obras o de los autores abor­dados en este libro. Me pregunté, leyéndolos, si Domínguez se siente atraído por algunos autores, además de por sus obras, por algunos rasgos que él reconoce, incons­ciente o conscientemente, como suyos. Por ejemplo, del casi olvidado ya Paul de Saint Victor dice: “un espíritu alimentado por lecturas inmensas y extendidas, por una memoria de folletinista enciclopédico”; “un verdadero divulgador cuyos artículos, fue­sen sobre Esquilo o sobre Shakespeare, aspiraban a ser páginas que pudieran con­vertirse en páginas de libro: la crítica efímera convertida en crítica perdurable.” “Víctima de la tiranía del artículo semanal e impedido de estudiar con detenimiento las nuevas obras, el crítico sufre al despren­derse de sus textos y lanza al público lo que no puede ser sino imperfecto.”
De otro de los autores analizados dice: “A diferencia de los románticos alemanes (…) Nerval, autor de Los iluminados, mi libro preferido entre los suyos, no nació hecho, se hizo. Y se hizo en el periodismo.” En ese libro, por cierto, Nerval cuenta la vida de “los santos fabuladores” que lo precedieron. Y de Juan de Valera dice: “fue uno de esos escasos críticos literarios que despliegan su inteligencia ante el pre­sente con la misma penetración que frente al pasado, aptitud de la que se desprende la lucidez en la analogía y el acierto combinatorio”.
De Madame de Stäel afirma que fue una de las escritoras más sublimes, pero agre­ga entre paréntesis: (en el olvidado sentido que Burke daba a la palabra). Lo cual me hizo correr a la computadora para in­vestigar, en google, por supuesto, cuál era ese sentido. ¿Era una muestra de la pedan­tería de la que algunos a veces acusan a Christopher Domínguez o, sencillamente, una especie de broma. Me inclino por es­ta segunda posibilidad, pero a los lectores de esta reseña les recomiendo que cuando lean el libro y se topen con esa frase busquen en: http://en.wikipedia.org/wiki/Sublime_(philosophy), el sentido que Burke le da a la palabra sublime. O, en su defecto, lean el artículo de Michel Tournier: “Ger­maine Necker de Stäel, retrato de una mu­jer”, en el libro El vuelo del vampiro.2
Entre los libros preferidos del autor se encuentra la Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket, la cual leyó a los 11 años y después a los 15 y a los 18 y ha resistido su lectura crítica y, por lo tanto, no es de “aquellos libros amados que lue­go decepcionan”. De Monsieur Venus, de Rachilde, dice que es uno de los relatos “más deliciosos de las letras francesas”. Y a La regenta, de Leopoldo Alas, Clarín, y El conde de Montecristo las considera obras perfectas.
Pero no hay una obra que lo haya “im­presionado tanto” como Memorias de ultra­tumba, de Chateaubriand, obra que usa “como libro de cabecera, enciclopedia y oráculo manual: son las escrituras sobre las que se puede jurar por la libertad de los modernos”. De hecho, en el libro hay dos ensayos dedicados a esta obra, uno es­crito en 1988 y el otro en 2005 (el libro recoge ensayos escritos entre 1986 y 2009). En el primero afirma que escribir sobre las Memorias de ultratumba le parece un sinsentido pues “la más ambiciosa de las reseñas maltrataría la majestad del todo” y a continuación le dedica el ensayo más largo del libro, catorce páginas, en el apar­tado de los románticos, y al final, en el de los casi contemporáneos, doce páginas más. Una lectura deliciosa (en el sentido que le da el Pequeño Larousse a esta palabra) en ambos casos. Como deliciosa es la lectura de todo el libro.
Y un autor que le suscita un cálido re­conocimiento, desde el título de su ensayo, es Sainte-Beuve (“Nuestro padre: Sainte-Beuve”). No citaremos más que dos frases de su ensayo: “Desde Sainte-Beuve, a los críticos se les recuerda más por sus pecados que por sus virtudes. Es bueno que así sea: es más importante la regla que la excepción.” Y la otra, en la que re­cuer­da El crepúsculo de los ídolos, donde Nietzs­che habla de Sainte-Beuve como una suerte de mujer infértil: “Desde entonces se pre­senta invariablemente al crítico, dice Chris­topher, como un creador frustrado, un vampiro alimentándose de la sangre de los genios, el parásito que vive de la obra maes­tra. Es bueno que así sea: la crítica debe siempre estar bajo sospecha.”
Dos cosas para terminar, una duda: ¿por qué incluyó el autor unos apuntes que pergeñó en 1986 (el ensayo más antiguo del libro) sobre Manuel Acuña, que, co­mo él dice, es un poeta menor y que, en consecuencia, contrasta fuertemente con el resto? Las razones que da no suenan convincentes. Por el ensayo desfilan Mu­sil, Carmen Toscano, Starobinski, David Huerta, Roland Barthes, Sade, Corín Te­llado, Ugo Foscolo, Goethe, Manuel Ale­jandro, Manuel Ramírez Aparicio, Hugo Hiriart, Durkheim, A. Alvarez, Manuel M. Flores, la Güera Rodríguez, Antonieta Ri­vas Mercado. Y a pesar de eso el ensayo acaba resultando pobre, incluso si su úni­ca intención fue presentar el apéndice: el poema “Para una rescritura de Acuña”, de Eduardo Lizalde.
Finalmente, las palabras que Hiriart le dijo a Christopher Domínguez (“vives en una cultura que desprecia a la crítica”) tal vez sean hoy más ciertas que hace 29 años. Abundar sobre ello requeriría mu­cho más espacio del que aquí tengo, pero tal vez valdría la pena considerar el papel que en ese desprecio juega la opinión de unos críticos respecto a otros. Después de leer el ensayo de Christopher sobre Sainte-Beuve quise ver lo que otros críticos contemporáneos decían sobre el crítico francés. El primero que cayó en mis manos fue Stephen Vicinczey, el cual, al reseñar una nueva edición de Contre Sainte-Beuve de Proust, se pregunta, en Verdad y menti­ras en la literatura, después de desechar por banal la figura del crítico como artista fracasado, “por qué estas mediocridades envidiosas alcanzan posiciones dominantes en la burocracia de la cultura”, y se respon­de él mismo: “La respuesta parece hallar­se en el desasosiego de la clase gobernante ante la exuberante confianza del talento y la autoridad moral de los artistas.” Y algu­nas polémicas mexicanas me hacen pensar que la descalificación y el desprecio que algunas veces ha enfrentado Christopher Domínguez tienen, como la crítica de Vi­zinczey a Sainte-Beuve, un origen puramen­te ideológico, en el peor sentido de la pa­labra. Pero, por mi parte, no creo que sea bueno que así sea.
 
1 Adolfo Castañón, “Bibliotecas propias y ajenas”, en Crítica, núm. 139, agosto-septiem­bre de 2010
2 Michel Tournier, El vuelo del vampiro, México, FCE, 1996.

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