lunes, 9 de agosto de 2010

El converso

Enrique Serna

a la Chiquis Mendoza

Estaba gozando en sueños a doña Leonor Acevedo, la presidenta del patro­nato de obras pías, cuando un llanto infantil me despertó en la alta madruga­da. Era un llanto sostenido y rabioso, que poco a poco fue ganando intensidad hasta perforar mis tímpanos. Tan hechizado me tenía el voluptuoso cuerpo de Leonor, que en el primer momento no quise dar crédito a mis oídos. Por fortuna, los berridos me apartaron de la cópula imaginaria antes de tener po­luciones. Pensé primero que se trataba de una criatura enferma. Lo extraño era que el llanto provenía de la calle principal del pueblo, en donde estaban instalados los juegos mecánicos de la feria. Cuando logré aplacar la erección con un chorro de agua helada, bajé las escaleras de la casa parroquial, te­miendo que alguna madre soltera hubiese abandonado a su retoño. No sería nada raro: el hospicio del pueblo está lleno de niños a quienes sus madres de­jaron tirados en cualquier parte, porque los jóvenes preñan a sus novias antes de irse de braceros al otro lado, y luego no les quieren cumplir las promesas de matrimonio. Por si acaso necesitaba arropar al expósito, salí a la calle desierta con una cobija, crucé la plaza de armas y di vuelta a la derecha en avenida Morelos, guiado por el estridente llanto. En esa noche gélida de no­viembre, con la niebla a ras de suelo, ni la criatura más robusta y bien abriga­da podría sobrevivir a la intemperie. Llegado a los puestos de tiro al blanco, me sorprendió ver la rueda de la fortuna dando vueltas en medio de la brumosa luz mercurial. ¿Quién demonios la había puesto en marcha a las tres de la mañana? La sonoridad del llanto me indicaba la cercanía de la criatura, que imploraba socorro con toda la potencia de sus pulmo­nes. Cuando llegué al pie de la rue­da me froté los ojos, incrédulo: el llanto se oía con más nitidez que nunca, pero la rueda estaba de­sier­ta, girando a solas como un viejo planeta insomne. Jalé la palanca de fierro para detenerla, y enton­ces el llanto cesó como por arte de magia.
Busqué una canasta o un huacal entre los puestos de fritangas y los tambos de basura, creyendo que el bebé se había callado de improviso por haber perdido el aliento. ¿O tal vez ya lo hubieran devorado las ratas? No, por Dios, tenía que encontrarlo vivo. Deambulé entre los juegos mecánicos, husmeando en los rincones oscuros. Pero después de una larga búsqueda in­fructuosa deduje que la madre, arrepentida de su mal proceder, había salido corriendo con su retoño cuando me vio llegar. Era una hipótesis tranquili­zante, aunque un poco reñida con la lógica. Volví a la cama y dormí de un tirón sin sueños obscenos hasta las siete de la mañana. A la hora del de­sayuno le pregunté a doña Simona, la señora que me hace el aseo, si no la había despertado el niño llorón.
—¿Cuál niño? Yo no oí nada.
—Chillaba bien fuerte, ¿a poco no lo escuchó?
—Tengo el sueño muy pesado, ni las campanas de la iglesia oigo.
Más tarde pregunté lo mismo a Jerónimo, el organista de la parroquia que vive en la vecindad de al lado.
—No, padre, anoche nadie lloró.
—¿No tendrás tapones de cerilla?
—¿Cómo cree, padre? Si yo me baño diario.
Ni él ni Simona eran confiables, pues ambos rondaban los sesenta años y a esa edad el oído se atrofia. Pero tampoco Lauro ni Sofía, los porteros de la casa parroquial, ambos jóvenes y con buenas orejas, habían oído el llan­to que me despertó. Sorprendidos por mi agitación nerviosa, durante el inte­rrogatorio cruzaron una mirada de suspicacia, como si dudaran de mi salud mental. Picado en el orgullo, caminé a grandes zancadas rumbo a la feria. Liborio, el velador de los juegos mecánicos, un exadicto a quien yo saqué del vicio, se quitó la gorra en señal de respeto y me llevó hacia la tienda de campaña instalada en el Parque Morelos, donde dormía el operario de la rue­da. Estaba lavándose las axilas a jicarazos con el agua que sacaba de una cu­beta. Era un cuarentón prieto, de bigote entrecano y labios gruesos, con el aliento perfumado por el pulque.
—Buenos días, soy el padre Genaro, de la parroquia de la Asunción.
—David Rosas, para servirle.
—Anoche me desperté como a las tres de la mañana y vi su rueda dan­do vueltas. ¿Se le olvidó apagarla?
—No, padre, la apagué como a las diez de la noche. Y el motor tiene llave. Nadie puede encenderlo.
—Pues anoche estaba girando sola.
—Yo no la prendí, se lo juro —el operario besó la cruz.
—¿Anoche no se perdió ningún niño en la feria?
—Que yo sepa, no —David se dirigió a Liborio—. ¿Tú sabes de alguno?
El muchacho negó con la cabeza.
—Bueno, si les reportan alguna criatura extraviada, avísenme, por favor.
Me sentía culpable, vejado, expuesto al ridículo, y si hubiera estado en el pueblo el padre Quintero, mi confesor, esa misma tarde lo hubiera buscado para sanar mi alma. Pero Quintero había salido a llevar víveres a una comunidad indígena de la sierra de Zitácuaro, y tuve que apaciguar a solas mi desasosiego, rezando de rodillas ante el Santísimo. Estaba seguro de ha­ber salido a la calle de madrugada, eso no lo había soñado, el lodo de mis zapatos lo corroboraba. Pero sólo yo había escuchado ese llanto, sólo yo ha­bía visto la rotación fantasmal de la rueda. Había tenido quizá una revela­ción. ¿Pero era divina o diabólica? Hasta los santos pueden ser engañados por el demonio, cuantimás un pobre cura pecador como yo. Pero el llanto me había arrancado de un sueño lúbrico. ¿Era, pues, una trompeta celestial llamándome al orden, o una queja del Niño Dios, que reprobaba desde el cielo mis fantasías obscenas? La mera verdad, nunca fui un sacerdote muy dado a creer en señales divinas. Más aún, he deplorado siempre que las bea­tas ávidas de milagros confundan la religión con el pensamiento mágico. Toda la vida viendo aparecidos, nahuales, almas en pena, sin dar importancia a la creación del universo, el verdadero milagro que debería tenerlas en vilo. Entre tanta gente supersticiosa como abunda en este pueblo, alguien debía mantener los pies en la tierra y limpiar la fe de adherencias frívolas. Pero la visión había sido demasiado real y, por si las dudas, esa noche hice un ejer­cicio de mortificación, azotándome la espalda con un rebenque.
Al día siguiente, después de haber desayunado chayotes fríos sin sal, para castigar también mi paladar, las damas de la Congregación del Divino Verbo vinieron a rezar un novenario en honor de su fundadora, doña Hila­ria Martínez, que cumplía un año de muerta. Les permití poner su retrato en el altar mayor, que adornaron con cirios y arreglos florales, como si doña Hi­laria fuera una santa. No acostumbro malgastar el tiempo en responsos fú­nebres, tarea que por lo general delego en el sacristán, pero acepté dirigir el novenario para aplacar un remordimiento. Me avergonzaba y aún me aver­güenza no haber asistido a la pobre Hilaria en el último trance. Falté a mi deber porque el día de su muerte, cuando vinieron a pedirme que le admi­nistrara el viático, estaba en el balneario de la Malinche, ocupado en vergon­zosos menesteres con mi amante de turno, Adriana, la insaciable esposa del ingeniero Dueñas. Perdóname, Dios mío, la flaqueza de haber sucumbido a sus coqueteos. Por andar fornicando con ella en esa cabaña privé de los san­tos óleos a una cristiana ejemplar. Cuando supe que la vieja se había muerto sin auxilio divino hice un acto de contrición y terminé de una vez por todas con ese amorío culpable. Fue un arrepentimiento tardío, pues el mal ya esta­ba hecho. Después de haberle fallado a la difunta no tenía autoridad moral para rezar por ella en su aniversario, lo admito. Pero ese gesto político era necesario para complacer a las damas de la congregación, que no me repro­chaban directamente la negligencia pero sí murmuraban a mis espaldas.
Por la tarde tuve una charla con el doctor Güemes, el encargado del dispensario. Por falta de vacunas, medicinas y material quirúrgico ya no se daba abasto para atender a sus pacientes, que bajaban de la sierra en busca de atención médica por no tenerla en sus comunidades, donde las clínicas de Salubridad estaban en ruinas desde la última inundación. Necesitaba con urgencia la remesa de antibióticos que nos había pro­metido el presidente municipal, don Heberto Pineda, pero esa mañana su secretario particular había vuelto a postergar la entrega de las medicinas para las calendas griegas.
—Dice que andan escasos de fondos por el recorte presupuestal. Pero eso sí, Pineda acaba de estrenar una camioneta Land Rover y le está construyendo una casa a su querida, la profesora Robles, con dinero del erario.
—Hijo de la chingada —estallé—, para sus lujos y sus viejas sí tiene dinero, pero a los indios de la sierra que se los lleve el diablo.
Desde mi llegada a la parroquia había tenido fuertes roces con Pineda, no sólo por su falta de apoyo al dispensario, sino por su velada complicidad con los narcos que han asolado el pueblo. De nada sirve predicar desde el púlpito la honradez y el amor al pró­jimo, cuando afuera de la iglesia, en pleno kiosco, las bandas de rufianes reclutan sica­rios entre los jóvenes desempleados, en las narices de la policía municipal. De camino al Palacio de Gobierno me topé con una caravana de infieles que llevaban en andas la efigie de La Santa Muerte, con capucha, guadaña, y un lujoso vestido de encaje que ya quisieran las vírgenes empolvadas de la parroquia. Iban cantando alabanzas a La Niña Blanca, el mote de cariño de su falsa diosa, con un fervor que me atrevería a calificar de satánico. Maldije al pre­sidente municipal por permitir esas procesiones sacrílegas a cambio de gene­rosas dádivas. Por su culpa el culto a la patrona de los narcos ha proliferado en toda la comarca. En la oficina de la presidencia tuve que hacer una larga antesala, en la que me dio tiempo de serenar los ánimos. Como siempre, Pi­neda me recibió con fuertes palmadas en la espalda, simulando profesarme una calurosa amistad. Prieto, de ojillos ladinos, con una sonrisa pétrea de ído­lo tarasco, domina a la perfección el arte de ocultar sus emociones. Le seguí el juego y eso me permitió ponerlo contra las cuerdas sin perder las buenas maneras.
—Buenos días, licenciado, vengo a molestarlo por un asunto que me preocupa desde hace tiempo. Como usted sabe, el dispensario tiene muchas carencias y la ayuda que nos prometió no ha llegado. Me dolería tener que enviar una queja al gobernador, porque usted es mi amigo y no quiero perjudicarlo. Pero está en juego la salud de la gente y si la remesa de vacunas sigue tardando me veré obligado a…
—No se preocupe, padre, mañana mismo tendrá esos medicamentos —me interrumpió con un destello de bilis negra en los ojos—. Le ruego que me disculpe por este retardo, la contraloría del estado nos han tenido muy cortos de fondos.
Otra batalla ganada, pero en el fondo del alma sabía que estaba perdiendo la guerra. Pineda era un político soberbio, mi cortés reclamo sin du­da le causaría urticaria y debía prepararme para nuevas zancadillas. Angus­tiado por el futuro, esa noche tardé un buen rato en conciliar el sueño. Mi autoridad moral no tenía suficiente fuerza para frenar la oleada de nihilismo que envenenaba a la juventud. Cada vez que daba la comunión a un mu­chacho me preguntaba: ¿cuánto tardará este pobre infeliz en renegar del Señor y rendirle vasallaje a los matones que se pavonean en la calle con sus esclavas de oro macizo? La ostentación del dinero sucio convertía mis ho­milías en letra muerta. Agotada la capacidad de indignación popular, la apa­rición de un cadáver decapitado en la plaza de Armas ya no sorprendía a nadie. Teníamos la corrupción incrustada en el mapa genético de la raza. No sólo Jungapeo, el país entero estaba hundido en una crisis moral, y ese proceso degenerativo arrastraba consigo a la Iglesia. Los escándalos de cu­ras pederastas menudeaban en los noticieros, y ahora los niños veían con recelo a cualquier hombre con tonsura. Como soldado de Cristo, yo también dejaba mucho que desear. Había trabajado con tesón por llevar la fe a los rincones más apartados de mi curato, por socorrer a los pobres y por combatir el egoísmo que estaba destruyendo los viejos lazos comunitarios. Pero aunque la gente me respetaba, yo sabía que no era digno de su aprecio. Cuan­do una mujer guapa entraba a la parroquia se me iban los ojos tras ella, no po­día evitarlo ni con todas las penitencias del mundo. Hasta las indias feas de buen cuerpo me alebrestaban. ¿Cómo podía redimir a sus fieles un pastor de almas con pezuñas de macho cabrío?
Cuando por fin había logrado dormir un rato, el llanto de la víspera me volvió a despertar. Esta vez se oía más cerca de mi alcoba y las orejas me ar­dieron como tizones. Como ya sabía que ese lamento no venía de este mundo, bajé a la sacristía armado con un crucifijo. Descarté la idea de despertar a Lauro, el portero, pues temí que me tomara por loco. Sólo yo, entre todos los mortales, tenía el dudoso privilegio de oír esa serenata. Al abrir la puerta que comunica la sacristía con la nave lateral de la parroquia arreció la fuer­za del llanto: la criatura abandonada, si acaso existía, debía de estar en algún rincón del templo. Rezando el Credo en voz baja me aproximé al altar ma­yor, donde refulgía entre los cirios el retrato de la beata Hilaria en sus mo­cedades. Tenía las mandíbulas tensas y un velo de melancolía en la mirada. Un hilillo de cera había caído sobre su rostro, a la altura del ojo izquierdo, de manera que parecía verter lágrimas. Conmovido y asustado por esa se­ñal, oprimí el retrato contra mi pecho, como un padre que consuela a una hi­ja afligida. Entonces el llanto cesó de súbito. Cuando volví a ver la foto a la luz de los cirios, el hilillo de cera había desaparecido.
En vez de volver a mi alcoba me quedé rezando en la sacristía. ¿De modo que ese lloriqueo era una reprimenda de Dios por no haberle dado la extremaunción a Hilaria? ¿O era ella misma quien lloraba con voz de niña? Qui­zás haya muerto en pecado mortal, pensé: hasta las beatas más devotas guar­dan en los entresijos del alma pecados añejos, hinchados de pus, que sólo se atreven a confesar al pie de la sepultura. ¿Pero por qué me había llama­do primero desde la rueda de la fortuna? ¿Tenía un mensaje para mí o sólo quería espantarme? Confundido por tantos enigmas, al día siguiente recu­rrí al auxilio espiritual del padre Quintero, que había vuelto ya de su misión en la sierra. Veinte años mayor que yo, Quintero fue párroco de Jungapeo en su juventud, antes de consagrarse a la tarea pastoral en las comunidades indígenas, y lo he admirado siempre por su temple de carácter, por su lucidez humilde y serena, que lo man­tiene a salvo del engreimiento virtuoso. Apasionado del bien, puede indignarse ante la vile­za humana cuando la ocasión lo amerita, pero el ánimo justiciero jamás nubla su inteli­gencia. Para mí ha sido un segundo padre y, como nos te­nemos tanta confianza, conoce todas mis infracciones al voto de castidad. Quintero me oyó con una mirada severa y a la vez paternal, como si escrutara los negros soca­vones de mi conciencia. Cuando terminé de soltar el borbotón de angustias se rascó la barba entrecana con una sonrisa incrédula.
—Quien lo dijera: tú no creías en las ánimas en pena y mírate ahora, elucubrando cuentos de aparecidos.
—Tengo miedo, si usted oyera ese llanto me entendería.
—¿Y no has pensado que la culpa te puede estar poniendo trampas? Pri­mero oyes el llanto después de un sueño pecaminoso, luego vuelves a oírlo cuando te atormenta el remordimiento por no haberle administrado el viático a doña Hilaria. Es tu alma quien está llorando, Genaro, es ella quien te atormenta.
—Pero le juro que esa rueda de la fortuna se estaba moviendo y el retra­to de Hilaria lloraba. No estoy inventando nada.
—Dime una cosa, Genaro, ¿has vuelto a caer en pecado con alguna mujer?
—No, padre, en los últimos tres meses me he dominado.
—¿Y no has tenido tentaciones?
—Bueno, sí, he mirado con deseo a Leonor Acevedo. Con ella estaba soñando la primera noche que me despertó la llorona.
—Pues apártala de tu mente y verás cómo cesan los llantos. El deseo nubla la conciencia y deforma la realidad, Genaro. Cuando te hayas vencido a ti mismo, cuando Cristo sea el guardián de tus sueños, ningún fantasma se atreverá a perturbarlos.
Aunque no me convencían del todo los consejos de mi director espiritual, tomé la precaución de cancelar una cita de trabajo que tenía al día siguiente con la tentadora presidenta del patronato. La deseaba demasiado, y si bien ella me trataba con distante respeto, temía perder los estribos al aspirar su perfume. No volví a escuchar el llanto en varias noches y atribuí mi sosiego al santo remedio del padre Quintero. Recuperada la energía es­piritual, emprendí una colecta de cobijas para evitar que los indios de las montañas se murieran de frío en el invierno. Gracias a mis recorridos de casa en casa, en tres días logré juntar más de cien edredones, sarapes y co­bertores que mi abnegado confesor se llevó a la sierra en una camioneta. Li­bre de pensamientos mórbidos, volví a la brega cotidiana con el infatigable celo que me había valido el respeto de la comunidad. Actué como mediador en un conflicto de tierras, evitando que unos campesinos fueran despojados de sus parcelas; comenzamos las obras de ampliación del hospicio y, con la llegada de las vacunas, logramos salvar muchas vidas en el dispensario. En esos días, los trabajadores de la feria desarmaron la rueda de la fortuna. Creí ver en ese feliz acontecimiento una señal de la Providencia, que despejaba de signos maléficos las calles del pueblo. Pero entonces, cuando ya me sentía absuelto de culpas y curado de espantos, las damas de la Congregación del Divino Verbo vinieron a verme con un grueso legajo de papeles.
—Hemos reunido estos testimonios sobre la vida de nuestra hermana Hilaria Martínez para pedirle que promueva su canonización —me dijo do­ña Genoveva, una vieja desdentada, de carnes magras y ojos amarillentos—. Cuando la vimos en el altar, rodeada de crisantemos, pensamos que ahí se debería quedar para siempre. Nadie lo sabe, porque Hilaria fue muy discre­ta, pero varias de nosotras fuimos testigos de sus curaciones milagrosas. Sa­nó las llagas de una leprosa rociándola con agua bendita, hizo caminar a un organillero tullido, salvó de la muerte a una criatura atropellada, yo misma lo vi con estos ojos que se han de comer los gusanos. Era una mujer que se quitaba el pan de la boca para dárselo a los pobres. Nunca tuvo nada de su propiedad, a cada rato pescaba catarros por haber regalado su chal o su re­bozo. Y después de muerta ya se nos ha aparecido tres veces, ¿verdad, mu­chachas?
Todas asintieron con aire grave, los ojos refulgentes de esperanza. Di­simulando mi turbación, contuve el impulso de revelarles que Hilaria también se comunicaba conmigo, pues no debía comprometerme a nada mientras ig­norara el significado de sus mensajes.
—Un proceso de canonización puede llevar años o décadas —advertí a Genoveva, circunspecto y frío—. La Santa Sede recibe miles de peticiones co­mo ésta y tiene requisitos muy estrictos para admitir a los candidatos. Pero voy a leer el expediente con mucho cuidado. Les prometo que si doña Hila­ria reúne méritos suficientes, contarán con todo mi apoyo para interceder ante la diócesis.
—No nos falle, padrecito —Genoveva besó mi mano—. Hilaria se lo me­rece y usted más que nadie tiene el deber de honrar su memoria.
El “usted más que nadie” se quedó zumbando en mi oído cuando la parvada de urracas salió de la sacristía. Traducido al lenguaje directo significaba: “Sabemos que anduvo en malos pasos mientras la santa del pueblo entregaba el alma al Señor, o sea que ahora le toca lavar sus culpas.” Viejas chimoleras, qué exagerada importancia le daban a los pecadillos carnales. Tendré mis deslices, hubiera querido decirles, pero me parto el alma por el prójimo más que ninguna de ustedes.
Devoré el legajo con ansiedad, en busca de una clave para entender las extrañas manifestaciones de Hilaria. La mayor parte de los documentos daba fe de sus obras pías y de sus curaciones milagrosas. Como todas las beatas de pueblo había tenido levitaciones, ayunos de 40 días a pan y agua, raptos vocales en los que hablaba en latín con el Espíritu Santo. Enérgica defensora de la maternidad, montaba guardias en las casas de las comadro­nas para interceptar a las muchachas que iban a abortar, y con palabras dul­ces, pero vehementes, las disuadía de asesinar al inocente fruto de sus entrañas. Muy conmovedor, pensé, pero el alma de una mujer tan devota no tendría motivos para llorar. Hilaria había muerto atormentada por algo y ese recuento de acciones virtuosas no daba noticia alguna de sus pecados. En busca de indicios delatores leí con rapidez las páginas sobre su infancia:

Hija de un trabajador ferroviario y de una costurera, Hilaria vivió en la infancia una tragedia familiar que la marcó de por vida. En 1958, cuando tenía doce años, su padre, Agustín Zárate, llegó a casa en estado de ebriedad, después de haberse corrido una larga parranda. Ofuscado por los celos, acusó a su esposa, Remigia Huerta, de haberle sido infiel durante uno de sus largos viajes en tren y la mató de 24 puñaladas. Hilaria llegó a casa justo cuando Agustín terminaba de consumar el vitando crimen, montado a horcajadas sobre la occisa. Perdió el habla durante varias semanas y ni siquiera pudo rendir testimonio durante las diligencias del ministerio público. No era para menos, un trauma de ese calibre hubiera trastornado para siempre el juicio de cualquier muchacha menos devo­ta. Pero recién ingresada al internado de las madres clarisas, donde asumió es­toicamente su condición de huérfana, Hilaria recuperó el habla y se sobrepuso a la adversidad con una entrega absoluta al trabajo comunitario. Un año des­pués del asesinato, pidió permiso a sus mentoras para visitar al uxoricida en el penal de Tacámbaro. Se lo concedieron a disgusto, pues temían que el encuentro pudiera volver a hundirla en el desconsuelo. Pero Hilaria salió ilesa de la entrevista y siguió visitando al reo para llevarle un poco de alegría hasta su muer­te en 1970. Sólo algunos elegidos del Señor tienen el don de perdonar a quie­nes los han mutilado. La infinita misericordia de Hilaria, su ausencia total de rencor, acreditan que ya desde entonces era una elegida de Jesucristo.

Empezaba a brotar el lodo por debajo de la leyenda áurea. Quizás el recuerdo de esa tragedia seguía atormentando a Hilaria, por eso lloraba des­de el otro mundo. ¿Pero toda una vida de oración y penitencia no había bastado para cerrar esa herida? En el relato hagiográfico de su niñez no pude hallar más información sobre el crimen, pero en la última sección del legajo, la del álbum fotográfico familiar, una vieja foto en color sepia me deparó un hallazgo perturbador: la niña Hilaria, de trenzas y moño en el pelo, sonreía de la mano de su madre, una señora menuda y coqueta, de busto ge­neroso y cintura breve, con un vestido entallado que realzaba sus ampulosas caderas: la típica vampiresa municipal capaz de enloquecer de celos a cual­quier marido. No fueron los encantos de doña Remigia, sino el paisaje de fondo, lo que me heló de estupor: la foto había sido tomada en la feria, al pie de la rueda de la fortuna.
La hipótesis del padre Quintero cayó por su propio peso: no estaba sugestionado por la culpa, esa mujer imploraba mi auxilio. Yo era el culpable de que estuviera penando en la oscuridad por no haber acudido a su lecho de moribunda. Los niños lloran cuando tienen hambre, sed o frío, ¿qué alivio esperaba de mí esa pobre mujer? Necesitaba conocer más a fondo las circunstancias del crimen, solo así descifraría su mensaje. Había pasado más de medio siglo desde entonces, pero quizá los ancianos del pueblo pudieran aportarme datos reveladores. Hoy en día las ejecuciones a sangre fría se suceden a un ritmo vertiginoso y pasado un mes nadie las re­cuerda. Pero en aquellos tiempos de paz, cuando las muertes violentas eran hechos insólitos, el asesinato de Remigia debió de quedar grabado con fue­go en la memoria colectiva.
Acababa de guardar el legajo bajo llave en el cajón de mi escritorio, resuelto a investigar por mi cuenta las circunstancias del crimen, cuando recibí la inesperada visita de Leonor Acevedo. Alta, de cuerpo firme y an­chas caderas, con el pelo negro ondulado y los ojos de aguamarina, su gar­bo de señora principal llenó la sacristía de efluvios magnéticos. Esposa de Rogelio Bringas, un ganadero millonario, Leonor era la máxima benefactora de la parroquia. Siempre nos habíamos visto en reuniones concurridas y nunca hasta entonces su belleza me había golpeado a quemarropa. Me le­vanté a saludarla con un vacío en el estómago, las manos húmedas de sudor.
—Tuve el atrevimiento de venir a buscarlo, padre, porque necesito ha­blarle de un asunto importante.
—Siéntate, por favor, hija —le ofrecí una silla sin poder ocultar el temblor de mis labios—. Perdona que no haya podido recibirte ayer, pero las obras del hospicio me tienen muy ocupado.
—Voy al grano porque no quiero quitarle tiempo. Se trata de mi hijo Lalo, padre: ha vuelto a las drogas.
Quebrada por la confesión, que debió costarle un gran esfuerzo, prorrumpió en sollozos de mater dolorosa. Los espasmos de llanto le agrandaron el pecho y me asomé al abismo de su escote con una sed de lactante. La deseaba tanto que no pude condolerme como hubiera debido. Andaba por los cuarenta y cinco, más o menos mi edad, pero conservaba la lozanía y la figura espigada de la juventud. Imaginarla en el gimnasio, haciendo largas rutinas de ejercicio para tener ese cuerpo, me empañó la conciencia de vaho.
—Perdón, padre, me duele mucho hablar de esto.
—No te preocupes, conmigo puedes desahogarte con toda confianza.
—Hice todo lo que pude para darle una buena educación, se lo juro, padre. Le inculqué mis valores: el respeto a la familia, la caridad con los pobres, el amor al estudio. Pero mi esposo no me ayuda en na­da —gimoteó con indigna­ción—. Rogelio es un patán engreído por sus millones, si usted supie­ra lo que le he aguantado. Se la vive en los antros de putas, a cada rato le encuentro bolsitas de coca en el saco, y claro, de tal palo tenía que salir tal asti­lla. Lalito se ha echado a per­der por los amigos que tiene, pero sobre todo por seguir el mal ejemplo de su papá.
—No te sientas culpable, tú has cumplido con tu deber de madre. Lalo ha errado el camino pero puede corregir el rumbo.
—¿Usted cree, padre? ¿Usted cree que mi Lalito pueda sentar cabeza?
Un rayo de esperanza iluminó sus ojos zarcos y al sentirme traspasado por esa mirada tuve una briosa erección.
—Claro que sí, nunca debemos perder la fe en el Señor —me levanté del escritorio y con aire paternal le puse una mano en el hombro—. El pro­blema de tu hijo y el de muchos jóvenes de hoy es que tienen el alma vacía y quieren llenarla con sensaciones fuertes. En el fondo están angustiados por un exceso de libertad.
—¿Pero qué puedo hacer yo sola, padre? Mi fuerza espiritual ya se agotó —dijo, y en busca de consuelo me tomó la mano que había dejado caer en su hombro. Se la acaricié con los dedos trémulos, como un chamaco tímido haciendo avances con su primera novia.
—Nunca te des por vencida, hija. Debes de actuar con madurez y fir­meza para ayudarlo a superar la crisis.
—Eso es lo que me falta, padre, tengo los nervios desechos y el yoga ya no me sirve de nada —doña Leonor se levantó de la silla y quedamos frente a frente tomados de la mano, sus senos rozando mi pecho—. Para enfrentarme al mundo necesito el apoyo de un hombre que de veras me quiera.
No me pude contener y le planté un beso en la boca, ciñéndola con fuerza de la cintura. Que Dios me perdone por abusar de su congoja. Leo­nor me correspondió con pasión y comprendí el ardiente significado de sus miradas furtivas en misa. Devorado por un fuego sacrílego, le besé el cue­llo con la lengua en brasas y aventuré mis manos hacia la dulce eminencia de sus nalgas, mientras ella me hincaba las uñas en la espalda. Entonces es­cuché el llanto recriminatorio, primero a lo lejos, luego incrustado en el ca­racol de mi oído, como un furioso clarín de guerra. Ahora el fantasma ya no penaba en las cercanías, chillaba dentro de mí, pero estaba demasiado ca­liente para asustarme, y aunque la estridencia era insoportable seguí besando a doña Leonor. Iba a poseerla ahí mismo, de pie, como en el sueño lascivo de la otra noche, cuando irrumpió en la sacristía Lauro, el portero de la casa parroquial, que se quedó perplejo al vernos abrazados.
—Perdone, padre, no sabía que tenía visita —quiso retroceder, cohi­bido.
—Pasa, Lauro, doña Leonor ya se iba —traté de componerme el alzacuello—. ¿Vienes a traerme el correo?
—No, padre, hubo un accidente. Se derrumbó el techo del hospicio y hay dos albañiles atrapados bajo las vigas.
La noticia apagó el llanto acusador. Pero en las ruinas de la construcción, mientras ayudaba a remover el cascajo con una cuadrilla de voluntarios, arrepentido de mi donjuanismo contumaz, atribuí el accidente al ven­gativo poder de Hilaria, que me castigaba por partida doble: con el derrumbe físico del hospicio, una obra de remodelación onerosa y difícil, que había em­prendido a costa de grandes esfuerzos, y con el derrumbe de mi reputación, enlodada ahora por el descubrimiento de Lauro. Por fortuna, los dos albañi­les sólo tuvieron fracturas y Lauro no me hizo ningún comentario malicioso. Pero yo caí en el insomnio crónico, esperando en ascuas que en cualquier mo­mento la beata llorona me anunciara una nueva catástrofe. Si se hubiera con­formado con manifestar su pena, como la famosa plañidera de la leyenda colonial, tal vez habría podido ignorarla. Pero me había declarado la gue­rra y era capaz de tomar represalias cruentas si no encontraba la manera de apaciguarla. Era urgente, pues, descubrir cuál era el pecado que se había lle­vado a la tumba. So pretexto de obtener información complementaria para enriquecer su expediente, acudí a la delegación de policía en busca de in­formación sobre el asesinato de Remigia. No conservaban car­petas con más de treinta años de antigüedad, me informó la empleada de la ventanilla, pero si quería conocer los pormenores del caso podía hablar con don Federico Bustos, el anciano que en aquella época se desempeñaba como agente del Ministerio Público. Conocía bien a don Federico y, de hecho, acababa de sa­ludarlo en la boda de una nieta suya: era un anciano afable y parlanchín que todavía empinaba el codo en las fiestas del pueblo. Cuando iba en camino a su casa, me lo encontré por casualidad en el parque, dando mi­gas a las pa­lomas. Desdentado, con las manos tiesas de artritis, y la cara sal­picada de manchas violetas, conservaba, sin embargo, algunos rescoldos de juventud en su penetrante mirada de gavilán. Como estaba medio sordo tuve que recordar­le a gritos el asesinato de doña Remigia. Fue necesario repetir­le seis veces el nombre de la víctima para iluminar las galerías subterráneas de su memoria.
—Remigia, pobrecita muchacha —lamentó con nostalgia—. Estaba rete­chula la condenada, pero tenía el demonio en el cuerpo.
—Usted llevó el caso de su asesinato. ¿Recuerda por qué la mataron?
—Sí, claro, por ponerle los cuernos a su marido —arrojó un puñado de migajas a las palomas—. Le voy a confesar algo, acá entre nos: yo también le traía ganas, pero conmigo no quiso.
—¿Y recuerda usted quién era su amante?
—Todo el pueblo lo sabía —sonrió con sorna—. Como el marido se la pasaba viajando en los trenes, cuando instalaron la feria ella se enredó con el operario de la rueda de la fortuna, un tal Melquíades, carita él y bien ponchado.
Me quedé atónito, embonando en la mente la pieza clave del acertijo.
—¿Y el marido cómo se enteró? ¿Los encontró en la cama?
—Eso no lo supe —se encogió de hombros—. Los agentes de la policía estatal se lo llevaron a Ciudad Hidalgo y allá lo interrogaron. Yo sólo levan­té el acta del crimen.
—¿Existen archivos donde pueda consultar las actas del proceso?
—El expediente ha de estar en el juzgado penal de Hidalgo, pero quién sabe, ha pasado tanto tiempo que a lo mejor ya lo trituraron.
Le agradecí su ayuda con gran­des efusiones de afecto. Necesitaba consultar ese archivo enseguida, pero como tenía el alma llena de sapos y culebras, acudí a la modesta casa del padre Quintero en el Carrizal, una aldea de agricultores a 15 kilóme­tros de Jungapeo. Sólo él podía tenderme una mano para salir del hoyo. Lo encontré alfabetizando a un gru­po de campesinos adultos en una pequeña aula con techo de asbesto, y me senté a esperar en una banca del patio, con un periódico local en las rodillas. Pasaba revista a las últimas ejecuciones de policías federales acribillados por La Familia Michoa­cana, la banda de narcos más po­derosa de la región, cuando sonó mi teléfono celular.

—Necesito verte, Genaro —Leo­nor me tuteó por primera vez—. ¿Cuán­do nos vemos, mi cielo?
Juro por la Santísima Virgen que estaba arrepentido de corazón y ha­bía ido al Carrizal asqueado de mi vida pecadora, en busca de una dura penitencia. Pero esa voz susurrante y húmeda echó por tierra mis propósitos de enmienda. En vez de apagar el teléfono, como me ordenaba la conciencia, cité a Leonor el día siguiente en la plaza mayor de Ciudad Hidalgo. De cualquier modo tenía que ir allá para consultar el archivo del juzgado y en ese lugar corríamos menos peligro de ser descubiertos. Después de sucumbir a la tentación no tuve aga­llas para enfrentarme con el padre Quintero. Asomado a la ventana del salón, le avisé con señas que regresaría más tarde y volví a Jungapeo a toda velocidad, can­turreando con cínica euforia el bolero que sonaba en el radio.
A las diez de la mañana del día siguiente, con ropas de civil, y una boina para ocultar la tonsura, me encontré con Leonor en el kiosco de Ciu­dad Hidalgo. Se había cubierto la cabeza con una pañoleta y la cara con unos grandes anteojos oscuros de aro redondo, pero de cualquier manera estaba seductora. Los dos teníamos coartada para quedarnos un par de no­ches: oficialmente, Leonor había venido a pasar unos días con una prima al­cahueta, aleccionada para cubrirle las espaldas ante el marido, y yo dije en el curato que venía a pedir fondos para continuar las obras del hospicio. Éra­mos, pues, libres de pecar a nuestro antojo y decidí posponer mi visita al juzgado para consagrar esa mañana al amor, si se le puede llamar así al egoís­mo salvaje de los cuerpos en llamas. Repleta de retenes militares y escua­drones motorizados de policías federales, la ciudad parecía en estado de sitio. De camino al hotel, Leonor se acurrucó en mi hombro, intimidada por el relumbrón de las metralletas y los gestos fieros de los federales, la mayo­ría mocitos imberbes recién salidos del cascarón. Tienen más miedo que tú, le dije, los pobres se están jugando la vida. Nos registramos con nombres falsos en el Hotel Ojo de Agua, un conjunto de búngalos con alberca situado a las afueras de la ciudad, en medio de una apacible floresta. No debo ni quiero recordar lo que pasó en esa alcoba. Las delicias de la carne crean una vana ilusión de inmortalidad, pero todo himeneo es en realidad la obertura de un réquiem. Sólo puedo decir que la amé tanto como ahora me aborrez­co. A las ocho de la mañana salí con sigilo para no despertar a mi amante, hundida en el sueño abisal de las hembras saciadas, y después de un abundante desayuno en el restaurante del hotel, para recuperar las proteínas de­rrochadas en las lides de Venus, me dirigí en el coche al centro de la ciudad. Pasé por dos retenes donde los soldados me revisaron la cajuela en busca de armas, y por otra revisión más en el decrépito edificio del juzgado, a cargo de un policía que me pasó por el cuerpo un detector de metales.
—Disculpe, padre —me explicó—, pero el otro día vinieron a lanzarnos granadas y tuvimos que implantar medidas de seguridad.
Caminé por un pasillo flanqueado por viejos archiveros llenos de polvo y estantes con altas pilas de legajos que hacían prodigios de equilibrio para no derrumbarse. Cuántas atrocidades estarán consignadas en cada expedien­te, pensé, y me sentí amenazado por enemigos invisibles, como un intruso alla­nando una casa embrujada. El licenciado Lucas Herrejón, con quien había concertado una cita, me recibió en su modesto despacho de funcionario me­dio. Por fortuna, había encontrado el expediente judicial de Agustín Zárate, una polvorienta carpeta de más de seiscientas páginas.
—No acostumbramos abrir nuestro archivo al público, padre, pero por tratarse de usted hemos hecho una excepción.
Para revisar el legajo me cedieron un cuartucho infestado de telarañas, sucio y mal ventilado, en donde me acomodé como pude en una mesabanco de patas disparejas. Desempolvé el expediente con mi pañuelo y al abrirlo me saltó a las piernas un alacrán güero. Mala señal, pensé, quizás el Señor quie­re decirme que no debo continuar. Pero la curiosidad era más fuerte que mi temor y aplasté de un zapatazo al cancerbero de los secretos de Hilaria. Con extrema cautela, por temor de encontrar nuevas alimañas, me puse a hojear las actas del proceso. Algunas páginas estaban carcomidas por la polilla, otras eran ilegibles porque el tiempo había borrado párrafos enteros. Me salté el informe del forense, de más de cincuenta páginas, las prolijas descripciones de la escena del crimen y las declaraciones de los vecinos que oyeron los gri­tos. En mitad de la carpeta, en una sección de hojas azules, encontré lo que de verdad me importaba: la trascripción estenográfica de los interrogatorios practicados al detenido.

Declara el de la voz que durante más de quince años vivió en matrimonio con la occisa, Remigia Huerta, y que procreó con ella una niña, de nombre Hilaria, que en la actualidad tiene doce años de edad. Interrogado sobre sus conflictos matrimoniales, responde que con anterioridad no había tenido celos de su espo­sa, pues confiaba en ella, y por eso nunca la creyó capaz de engañarlo, a pesar de ausentarse de casa durante largos periodos por su trabajo como ferrocarri­lero. Con visible consternación, el de la voz guarda un largo silencio cuando se le pregunta cómo descubrió que su mujer lo engañaba. Ya saben que yo la ma­té, voy a firmarles mi confesión, responde compungido, pero no quiero perjudi­car a inocentes. El comandante Durán le advierte que si oculta información, el juez le aumentará la pena. El detenido calla y pide un cigarro. Se lo proporcionan y entonces rompe en sollozos. No quiero meter en problemas a la persona que me lo dijo, ella no tiene la culpa de nada. Si no está involucrada la dejaremos en paz, promete el comandante, pero necesitamos saber si usted actuó con premeditación. Está bien, se quiebra Zárate, pero Dios los ha de castigar si faltan a su palabra. Había regresado de un viaje largo, molido de cansancio, con ganas de tirarme en la cama y en la casa no encontré a mi esposa, que había salido al mercado. Sólo estaba mi hija Hilaria, pálida y triste, con sus ojitos hinchados, haciendo la tarea en la mesa del comedor. ¿Qué te pasa, muñeca?, le pregunté. Nada, papi, me dice muy seria. ¿Cómo que nada? A ti te pasa algo. Entonces la pobre se suelta a llorar y me dice: Mi mamá te engaña. Cuando estás de viaje se acuesta con Melquíades, el señor que maneja la rueda de la fortuna. El de la voz tiene un acceso de llanto. Cuando termina de desahogarse añade, con voz más serena: Los hijos de la chingada se metían a coger a mi casa, delante de la po­bre niña. Ni siquiera tuvieron la decencia de ir a un hotel.

El maligno tumor de Hilaria palpitó en mis guantes de cirujano. Estaba atormentada por haber delatado a su madre. Pero ella era inocente del cri­men, pues no podía saber que Agustín iba a matar a Remigia. ¿O sí lo previó? ¿La odiaba tanto que le deseaba la muerte? ¿Siguió visitando a su padre en la cárcel porque aprobaba el asesinato? Para descifrar esos enigmas hubiera tenido que darle la extremaunción. Al continuar la lectura, de pronto sentí una quemadura en la mano derecha. Al soltar la carpeta vi un mensaje garabateado en grandes letras rojas, que atravesaba la página en diagonal:

BUELBE AL HOTEL CON TU PUTA

Tenía los dedos manchados de rojo y al chuparme la punta del índice reconocí el sabor de la sangre fresca. Salí corriendo del despacho, con un escalofrío en el espinazo, sin despedirme del licenciado Herrejón. Al parecer mi descubrimiento había ofendido a Hilaria y, conociendo la violencia de sus rencores, me temí lo peor. ¿Pero no estaba enviándome esas señales por una necesidad de expiación? ¿Había malinterpretado su llanto de niña? Sólo algo me quedaba claro: ese recado sangriento no podía presagiar nada bue­no. Manejé de vuelta al hotel como un cafre, pasándome semáforos en rojo, y en la carretera a Guadalajara, cuando me faltaba medio kilómetro para lle­gar al hotel, me quedé atrapado en un embotellamiento. Llamé al celular de Leonor para avisarle que no tardaba en llegar. Sonó el timbre más de seis veces hasta que entró el buzón de llamadas. Caraja madre, contesta por el amor de Dios. Me bajé del coche para otear el horizonte: la fila de coches era infinita y no se veía ningún movimiento a lo lejos. Un arriero que jalaba un burro venía caminando por la cuneta en sentido opuesto al flujo de autos.
—¿Sabe qué pasó allá adelante? ¿Hubo algún accidente?
—No, la policía federal acordonó la zona. Parece que hubo una bala­cera en el hotel Ojo de Agua.
Abandoné el coche en mitad de la carretera y corrí en dirección al ho­tel, borracho de adrenalina. Al llegar a la zona acordonada, una pareja de policías federales me cerró el paso con sus escudos antimotines.
—No puede pasar, hay un operativo.
—Pero mi esposa estaba en el hotel.
—Hágase a un lado, tengo que verla —traté de abrirme paso a empujones, pero un federal me cortó cartucho.
—No me obligue a lastimarlo. Son órdenes de arriba.
Los periódicos amarillistas han difundido hasta el hartazgo lo sucedido en el tiroteo, de modo que no abundaré en detalles. Cuando pedimos la habitación, nadie tuvo la bondad de informarnos que en ese hotel se hos­pe­daban dos altos mandos de la Policía Federal, que tenían cuentas pendien­tes con la Familia Michoacana. Los acribillaron en el jardín, cuando iban saliendo de sus alcobas, y una ráfaga de metralla alcanzó a Leonor, que leía una novela echada en una tumbona junto a la alberca. Pese a mis intentos de soborno, los federales no me concedieron siquiera el privilegio de abra­zar su cadáver. Si me quedaba a los interrogatorios habría tenido que reve­lar mi identidad, y el escándalo me hubiera obligado a colgar los hábitos. Yo soy el “sujeto no identificado” que según los partes policiales acompañaba a la única víctima civil de la balacera. Descubierta su infidelidad, ella quedó cubierta de ignominia ante su familia, pero esa misma noche yo volví a Jun­gapeo con mi reputación ilesa, pues gracias a Dios o al demonio el empleado de la recepción olvidó anotar en el registro las placas de mi auto.
Inmaculado frente a los demás, tenía sin embargo la certeza de haber quedado preso en una telaraña. Me dolía más haber perdido a Leonor que haber traicionado a Cristo, y luchaba en vano por salvar mi conciencia del naufragio. Si acudía a confesarme con el padre Quintero me pediría que re­conociera mi culpa ante la justicia y afrontara el escándalo con todas sus con­secuencias. Por menos que eso otros curas habían sido sancionados con una suspensión a divinis, pero yo no estaba dispuesto a echarme de cabeza. Cuan­do el marido de Leonor se presentó en la parroquia, al día siguiente de la tra­gedia, creí que venía a partirme la madre. Pero sólo quería que oficiara la misa de difuntos en la capilla de su rancho gana­dero, en una ceremonia privada para la familia y sus íntimos. Tuve, pues, que ha­cer votos por el descanso eterno de mi examante con el gesto consternado de un político marrullero.
—Blanquead, señor, y limpiad su corazón —dije al rociar el ataúd con el hi­sopo— para que, purificada con la sangre del Cordero, disfrute de los gozos ce­lestiales en compañía de nuestro señor Je­sucristo.
Mis balsámicas palabras de consue­lo hicieron llorar a Lalito, el joven desca­rriado a quien Leonor me rogó meter en cintura. Por si fuera poco, terminada la ceremonia, cuando regresé a la parroquia, Lauro, el portero de la casa parroquial, vino a verme a la sacristía con la carita mustia y la mirada esquiva de los bribo­nes recién maleados.
—Quería pedirle una merced, pa­dre —dio vueltas con nerviosismo al som­brero de paja que se quitó al entrar—. Mi esposa y yo estamos esperando un niño. No lo deseábamos, pero Dios nos lo mandó, y como la vida se ha puesto tan dura, quería preguntarle si sería posible que me conceda un aumento de sueldo.
Su extorsión era tan obvia que me dieron ganas de soltar una carcajada: o me aumentas el sueldo o rajo que usted se tiraba a doña Leonor. Pero me mantuve circunspecto y frío, como lo manda el código de los valores en­tendidos.
—Estoy muy satisfecho con tu trabajo y, sobre todo, con tu discreción, Lauro. Voy a revisar el presupuesto de la parroquia y espero conseguirte el aumento.
Después de comprar su silencio me di a la bebida para escapar de la zozobra o, por lo menos, para ignorarla. Pero el mezcal apenas si logró en­tibiar la marea de chapopote donde me hundía. Predicaba en misa con la monótona seguridad de los actores aburridos de sus propios clichés. He de­testado siempre la simulación de los fariseos, y ahora, me gustara o no, mili­taba en el bando de los hipócritas que se dan golpes de pecho en la iglesia, cuando sólo piensan en cogerse a la vecina o en robar al prójimo. Hilaria ya no me intimidaba: más bien le guardaba rencor y quería vengarme de ella. Pero no podía responsabilizarla del todo por mi derrumbe moral. Ella escri­bía el cuento de terror que yo protagonizaba, pero ningún personaje doblegado por la corrupción colectiva puede alegar inocencia. El Cordero de Dios no puede redimir a los borregos del mal, ni el demonio se ocupa ya de tentar a santos varones. ¿Para qué, si tiene bajo su yugo a sociedades enteras? Cuando se han roto los lazos fraternos entre los hombres, cuando está permi­tido envenenar o matar al prójimo para hacer fortuna, cuando los hampones gobiernan o suplantan a la autoridad, cuando el deseo carnal pisotea institu­ciones y sacramentos, los poderes sobrenaturales ya no tienen mucho campo de acción para sembrar el terror en el mundo.
Semanas después de la tragedia en el Hotel Ojo de Agua, recibí un donativo anónimo de medio millón de pesos para continuar las obras de am­pliación del hospicio, que se habían quedado truncas por el derrumbe. En la caja de cartón donde venía el dinero en efectivo sólo había una tarjeta sin firma con la frase “Saludos cordiales de La Familia”. Deduje que los jefes locales del hampa querían ganarse mi voluntad y estuve a punto de romper el cheque en pedazos. Pero me detuvo el sentido práctico, uno de los disfra­ces favoritos de la perfidia. En cierto modo ese donativo era una justa in­demnización por todas las atrocidades que los narcos habían cometido en el pueblo. Si dejaban huérfanas a tantas criaturas ¿no debía yo aceptar ese dinero para darles techo? Me convertiría, es cierto, en una pieza más del en­granaje podrido que nos había sumido en la barbarie y el caos. Y no tardarían en cobrarse el favor, invitándome a bautizar al hijo de algún capo devoto. Pero a esas alturas no podía andarme con escrúpulos timoratos: a caballo re­galado no se le mira el diente, pensé, si les devuelvo el dinero se lo van gastar en parrandas, mejor invertirlo en una obra de caridad. ¿O sería mejor cum­plir mi sueño de viajar a Roma en la Navidad, para oír la misa de gallo en la Basílica de San Pedro?
Mi conciencia, cada vez más elástica y sobornable, no me reprochó la decisión de conservar el dinero, y caí en la cama con un sueño de plomo. Co­mo a las tres de la madrugada, cuando soñaba en los deleites de mi ence­rrona con Leonor, a quien seguía deseando con la tenacidad de un buitre, me despertó una vez más el llanto de mi perseguidora. Esta vez no me asus­tó: esperaba que en cualquier momento reestableciera el contacto, pues te­nía muy claro que su alma no encontraba sosiego.
—¿Quieres confesarte? Habla de una vez —la increpé en voz alta.
El llanto venía de lejos, me estaba pidiendo que saliera a la calle a buscarla. ¿Era una trampa o esta vez sí quería decirme algo? Tomé el estuche de los santos óleos y salí a la calle abrigado con un jorongo. Los sollozos, agudos y prolongados como chillidos de rata, me guiaron entre los charcos y los tambos de basura hacia los portales del mercado. Los perros famélicos se apartaban a mi paso, aullando con pavor, como si presintieran que iba al en­cuentro de una condenada. Al llegar a la esquina de Morelos y López Ra­yón, donde el llanto se oía más recio, me detuve frente a la siniestra capilla de la Santa Muerte, una casita blanca con techo de teja, el zaguán enmarca­do por un friso con tibias y cráneos de yeso, semejante a los zompantlis az­tecas. Me opuse con terquedad a su construcción, empleando todos los medios políticos a mi alcance, pero en un acto de abyecta sumisión a sus benefacto­res, el presidente municipal autorizó ese ultraje a la religión católica, invocan­do la libertad de cultos. Empujé la puerta entreabierta con más indignación que miedo. Adentro, a la tenue luz de un cirio, vislumbré la silueta de una niña arrodillada frente al altar de la calavera. Viciaba el aire un olor amonia­cal a flores muertas que parecía emanar de la deidad venerada en el templo. El llanto cesó en cuanto la niña advirtió mi presencia. El ánima de Hilaria, con cuerpo infantil y cara de anciana, me dirigió una mirada implorante y a la vez retadora.
—Te escucho, hija —dije con aplomo—. He venido a darte la extre­maunción.
Hilaria exhaló un suspiro agó­nico.
—Llega usted un poco tarde. Ya no quiero el perdón de Dios.
Su voz quejumbrosa parecía emerger de un hondo barranco.
—¿Entonces por qué me llamaste?
—Quería darle las gracias por no haberme confesado in extremis. Gracias a usted encontré la salvación y he descubierto la verdadera fe —mi­ró con fervor a la muerte encapuchada—. Venga conmigo, vamos a rezarle a la Niña Blanca, ella sí nos comprende.
—Pero tú eras una beata, Hilaria. Consagraste tu vida a Cristo.
—De dientes para afuera, pero siempre fui mala, muy mala.
—Eres injusta contigo. Si estás en el purgatorio todavía puedes salvarte —intenté conmoverla mostrándole un crucifijo—. La misericordia de Dios es infinita, no reniegues de tu fe. Delataste a una pecadora sin saber que tu padre la iba a matar.
—No, padre, yo la condené a muerte y no me arrepiento. Se lo merecía por puta. Melquíades era mío y ella me lo robó. Estaba yo en la edad en que una empieza a desear a los hombres y él fue el primer varón que me gus­tó de verdad. Era muy atento conmigo en la feria, me compraba algodones de azúcar, súbete otra vez a la rueda, mi reina, tú no pagas boleto, qué linda te ves con esas trencitas. Me cargaba con sus fuertes brazotes de luchador cada vez que me subía al asiento de la rueda, y yo hubiera querido que­dar­me ahí, enredada en su cuello, aspirando el olor a espliego de su pecho ve­lludo. Qué bien olía el condenado. Cuando estaba en sus brazos hasta sentía cosquillas en la entrepierna. Él no lo supo nunca, pero entre las niñas del colegio yo corrí la voz de que éramos novios.
Transfigurado por el recuerdo, el rostro de Hilaria recuperó la tersura de la pubertad. Parecía gozar un éxtasis inocente, pero enseguida su boca se contrajo en una mueca de amargura.
—Por eso me dolió tanto descubrir que el cabrón sólo quería congraciarse conmigo para seducir a mi ma­dre —enronqueció la voz, al borde del sollozo—. Mientras yo daba vueltas en la rueda de la fortuna ellos se quedaban platicando en el puesto de los elotes, y mi madre se reía de sus piropos, dándole entrada. No se ima­gina cuánto la odiaba por tener ese cuerpo de rumbera, esa boquita obs­cena en forma de corazón. Cuando Melquíades empezó a visitarla yo me empeñé en estorbarles. Nunca los de­jaba estar a solas, me interponía en­tre los dos con cualquier pretexto. No entiendo la tarea de aritmética, mami, ¿me puedes explicar este problema? ¿Me das vueltas en el aire, Melquía­des? Yo también quiero helado, voy con ustedes a la nevería. Era tan la­tosa y metiche que les colmé la pacien­cia. Un día me llevaron a la feria, como a las nueve de la noche, cuando ya no había gente. Me subieron a la rueda de la fortuna, Melquíades la puso a girar, y se les hizo fácil abandonarme ahí para poder agasajarse a solas en mi casa. Por suerte la rueda se detuvo a la décima vuelta, cuando yo estaba en su punto más alto, si no me hubiera vomitado de tanto mareo. Y entonces empecé a llorar recio, a todo lo que daban mis pulmones. Que­ría llamar la atención pero nadie vino en mi auxilio. Ahí arriba, tan cerca de las estrellas, muerta de frío, comprendí que un artero egoísmo gobierna el cielo y la tierra, que la maldad es una ley de la naturaleza, que el daño ajeno aviva el fuego del placer. Juré vengarme de la peor manera y lo cum­plí cuando regresó mi papi. Soy una asesina, padre, lo tenía todo calculado. Pobre papá, le echaron 25 años de cárcel por defender su honor y vengar mi despecho. Pero ahora estamos juntos, gracias a esta bendita señora. El infierno no existe, padre, los dos dormimos contentos bajo el amparo de nuestra madre.
Su aspecto atormentado la desmentía, y sin embargo me horrorizó pensar que la condenación eterna fuera una mentira piadosa. Si los asesinos y la gente de bien corrían la misma suerte en la otra vida, si la impunidad de prolongaba en el más allá, ¿qué sentido tenía predicar la palabra de Dios? Para ahuyentar esas reflexiones desoladoras pasé a la ofensiva:
—Lamento mucho que estés condenada, Hilaria —me arrodillé también, blandiendo el crucifijo como un escudo— y te pido perdón por no ha­berte asistido en el último trance. Pero dime una cosa, ¿qué ganas con torturarme?
—¿No lo has entendido, mi rey? —sonrió con malicia, transfigurada en la voluptuosa Remigia—. Tú me gustabas, estuve enamorada de ti desde que llegaste a la parroquia. O mejor dicho, enculada, si es que una se puede encu­lar con el pensamiento. Eras Melquíades redivivo: fuerte, guapo, calavera, castigador con las viejas. Las beatas de la congregación te condenaban por mujeriego y yo fui la inquisidora más severa de tu conducta. Pero en el fon­do de mi alma pensaba: algo bueno tendrá el cabrón, donde ha seducido a tantas mujeres. Si la edad me lo hubiera permitido, te habría lanzado las pan­taletas como la mosquita muerta de Leonor Acevedo. Pero ya era una vieja encogida como una pasa y no podía hacer el ridículo. Me resigné a querer­te de lejos, envidiando a las güilas que lograban meterse a tu cama. Hijas de la chingada, cuánto las odiaba y las sigo odiando. Pensarás que soy una loca, pero me daba ilusión tenerte en mi lecho de muerte. La última confesión es un acto de amor, un diálogo íntimo entre las sábanas, y yo quería revelarte mi secreto en el último suspiro, para entregarte con él mi virginidad. Pero no llegaste a la cita: esa tarde andabas ungiendo a otra. Tu abandono me do­lió casi tanto como el de Melquíades. Me dejaste con las ganas, papito, por eso ahora no te permito andar de caliente y voy a atormentarte cada vez que violes el voto de castidad, aunque sea en tus sueños. Pobre de ti si vuelves a engañarme. Desde mi reino de sombras te voy a traer con la rienda corta.
Había ido envejeciendo hasta volverse un tasajo de carne macerada, y al final del monólogo me tendió su brazo de anciana con los pellejos colgan­tes. El roce de su mano con el crucifijo produjo un fuerte chispazo, acompañado de fumarolas con olor a azufre. La silueta de Hilaria se esfumó en el aire y en el reclinatorio donde había estado rezando sólo quedó un montículo de ceniza, pero no puedo ufanarme de una victoria sobre el maligno porque el choque de fuerzas carbonizó también mi crucifijo. Volví a la casa parroquial atolondrado, con la presión baja, deteniéndome en los postes de luz para tomar aliento. Eso sucedió hace cuatro días y desde entonces no he vuelto en mis cabales. Oscilo como un péndulo entre dos extremos: buscar la salvación o pactar con el enemigo, pedir audiencia con el padre Quintero pa­ra hacer una confesión en regla o seguir ahogando mis angustias en el mezcal. Otros elegirán por mí, pues tengo la fe agusanada y ahora soy un guiñapo sin albedrío. Haré lo que Dios disponga, si me lo permite la Niña Blanca.

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