lunes, 26 de abril de 2010

Un cuchillo para Eastwood

José Homero

When a man grows old his joy
Grows more deep day after day,
His empty heart is full at length
But he has need of all that strength
Because of the increasing Night
That opens her mystery and fright.
Para Ezra, A chuisle mo chroí

El filme número veinticinco de Clint Eastwood es un manto de protección y pérdida. Si me abrigo con tal figura para designar los hilos imbricados en Million Dollar Baby es porque tal prenda entraña el diseño textil, las ondulaciones del texto: la implicación paternal, los visos de arraigo y desarraigo, las connotaciones de pérdida y sustitución, el marco católico de culpa y redención.
Hay una asentada relación paterna o mejor dicho de índole paternal que en apariencia restaña heridas de carencia. Como en toda cruz céltica, la car­ta cuyo significado determina la lectura se encuentra oculta siendo el elemento que otorga, rige, la significación. No sólo porque el significador, la ima­gen oculta es una carta, sino porque la hija ausente, la destinataria de la narración que urde Strap —el relato fílmico propiamente—, convertido en un auténtico narrador, un testigo, un sobreviviente, es la corresponsal a quien Frankie escribe infructuosamente y cuyo silencio lacera al entrenador. Cuando Dunn emprende su propio intento de arraigo remontándose a las raíces gaélicas, a quien busca es a su propia y perdida arteria, el significado real de “mo chuisle” —escrito incorrectamente en el filme como “mo cruishle”; un rasgo de vero­similitud, recordemos que Dunn estudia el gaélico—. Y no sólo la hija perma­nece ausente, extraviada en algún lugar entre la na­da y el adiós, según fórmula de Scrap, sino igual­mente Frankie terminará extraviado. Nada extraño en un filme que modula con eficacia el tema del anonimato y la pérdida.
Si la relación entre Dunn y Maggie Fitzge­rald, la peleadora proce­dente de las montañas de Teo­dosia —Hilary Swank, es­pecialista en encarnar gentuza— parece avanzar sobre las vías de la relación por sustitución —él ex­traña a su hija, una hija disgustada por motivo desconocido; ella, extraña a su padre, muerto de cáncer—, y otras líneas igualmente complejas e imbri­cadas. Una de ellas es el tema de la culpa. Dunn asiste diariamente a misa, patentizando el socavador sentimiento. “Sólo los que cargan una culpa muy grande vienen a misa diario”, sentencia socarrón el cura, un irlandés que exige una fe pueril para comprender los misterios de la divinidad. Si tal car­ga no fuera sufi­ciente para agobiar los hombros del entrenador y cutman —el encargado de parar la sangre cuando ocurre un corte—, conlleva el remor­dimiento de la pér­dida del ojo de Strap, a pesar de que éste no lo culpa. Su desdichada tra­yectoria como entrenador, siempre cerca y siempre lejos de un título mundial, obedece a idéntica razón: no quiere arriesgar a sus boxea­dores y éstos, ávidos de un título, lo abandonan, como Big Willie, quien en vísperas de una pelea de campeonato cambia de manager, pese a admitir que todo lo ha aprendido de él. Strap le dice a Frankie que desde hace dos años el chico estaba listo para el campeonato y Dunn, por defenderlo, por sobreprotegerlo diríase, no lo permitió.
De manera semejante se comportará con Maggie. No acepta en principio entrenar a la chica porque es demasiado salvaje y demasiado vieja para convertirse en una buena boxeadora. Frankie, en el fondo, teme que sea lastima­da. Después, una vez que ha aceptado la responsabilidad, cuando conseguir peleas se dificulte debido a la contundencia de Maggie, sólo queda una opción: el combate por el campeonato mundial con la sucia peleadora Blue Bear (in­terpretada por la boxeadora en la vida real, Lucia Rijker), una exprostituta de Berlín oriental, que recurre a toda suerte de artimañas y golpes prohibidos para ganar.
Notamos ya tres cabos: la relación con una hija ausente, con la que presumiblemente ocurrió un conflicto tan terrible que las cartas que Frankie le escribe son devueltas y por cuya causa va a misa; los sentimientos de culpa de Frankie, por la hija y por Strip; y la renuencia en un principio a acep­tar a Maggie como pupila para no propiciar nuevos remordimientos. Pero también el miedo al dolor, inducido acaso por la pérdida del ojo de Strap o por el conflicto con la hija, lo que provoca una conducta sobreprotectora, una cautela que para los pupilos de Frankie raya en la pusilanimidad. Teme tomar riesgos, como si deseara apartarse de la corriente vital cuyas ondas im­plican precisamente redención y muerte. Sólo cuando Maggie está perdiendo en su primer pelea, él acepta la responsabilidad abriéndose al entusiasmo, a sentir que otra vez puede conseguir el elusivo triunfo, redención del fracaso.
Hay una configuración del triunfo como satisfactor y redención de la culpa y de los yerros personales. Para acentuar el movimiento telúrico, la ex­periencia del temor y temblor, de la actualización del tema de Job, el triun­fo no se consigue. Queda entonces aceptar la carga con entereza, pero esa búsqueda de redención —que concluye en una nueva culpa— lleva a un au­téntico callejón sin salida. Ya no se trata únicamente de asumir la culpa, sino de paliar algo de ésta, efectuando un acto radical de insolencia humana ante la divinidad. Si X asesinaba a Y en Río místico, en un acto trasgresor de los valores humanos para salvaguardar la comunidad, Dunn debe asumir la muer­te de Maggie aunque trasgreda las nociones religiosas. He aquí la hondura de Eastwood: de cuestionar los valores comunitarios ha pasado a cuestionar los valores divinos, la axiología de un pacto entre el hombre y la divinidad. Al mismo tiempo ese cuestionamiento es incisivo al enunciar correctamente la pregunta: ¿de verdad la muerte es una decisión divina? Ante la angustia de Dunn, el bueno pero limitado sacerdote no puede resolver el dilema, y contesta que no debe hacerlo porque se perderá “en un sitio tan profundo que nunca se podrá encontrar”. Lo cual puede ser una atinada metáfora del in­fierno —el sitio que alberga a quienes han perdido la gracia divina, oscuro por la ausencia de luz— pero asimismo una perogrullada. El sacerdote no sabe qué responder ante un acto que enfrenta al hombre con Dios.
Historia de equivalencias, al decidir que el triunfo es la ecuación que redime el fracaso, aceptar una derrota toral implica perderse. No en ese lugar oscuro, pero sí también en un sitio donde nadie pueda encontrar a Dunn. Quizá la taberna de Ira, la penitencia del eremita.
Eastwood otorga a su filme una honda resonancia. Detrás de cada vía de sentido, o de significación, detrás de cada posible onda de significancia, viene una segunda ola que modifica el movimiento original, como si asistiéramos a una suerte de lectura cuántica donde cada onda/corpúsculo po­see distinto comportamiento aunque coincidan en la dirección. El afecto entre Frankie y Maggie va más allá de una tópica relación paternal, que se supone rige las relaciones entre mentor y discípulo, más allá incluso de las figuras de sustitución que representan el uno para el otro, hasta resonar como una auténtica relación de amor —y éste es uno de los méritos mayores de una pe­lícula que para mí es ya una de las grandes de la historia: recordarnos que amar implica comprender al otro, trascenderse; en este sentido, estamos ante una de las historias de amor más extraordinarias, justamente por su elusión del tema, un poco como Lo que queda del día de James Yvory, aunque aquí el sentimiento es menos insinuado, y sólo finalmente mostrado, con el beso que sella la decisión final—. De igual modo, la sobreprotección o la necesidad de protección, la cautela, la conducta precavida ante los riesgos, no deriva sólo de una actitud paternalista sino que aparece en intrínseca relación con el boxeo. Hay que protegerse porque el boxeo implica una apuesta límite, una puesta en linde de la condición humana. “Nada es natural en el boxeo”, sen­tencia Scrap y enumera las causas para tal conclusión. Hay que educar al cuerpo para que asimile los movimientos que distinguen a un boxeador de un bravucón. Incluso, dentro de estas resonancias que sutilmente modifican el sentido aparente, bajo el tema, digamos, de la naturaleza y la cultura, palpita el tema de la pa­sión y la educación. Quie­nes defienden la emotividad y la inocencia, el mito del buen salvaje, deben ver esta película que ex­hibe que el box, en apa­riencia uno de los deportes más primitivos e impulsivos, es también uno de los deportes más sutiles y culturales, en tanto la técnica aspira a domeñar el instinto. El boxeo, puntualiza Scrap, decepciona los impulsos: “quieres salirte y tienes que atacar, quieres ata­car y debes retroceder”. Eso es lo que los entrenados, educados ojos de Fran­kie y Scrap ven: un boxeador no necesita pasión o talento, sino educación. Por eso Danger, el retardado huérfano que convierte el gimnasio en su hogar, no será nunca un boxeador —no uno bueno, siquiera un boxeador, alguien capaz de entablar una pela—, porque es sólo entusiasmo; “si he visto a un boxeador que fuera pura pasión, ése era Danger”, dice Scrap, cuyo tono de­sencantadamente ensayístico recuerda a un Voltaire del cuadrilátero. Y ese entusiasmo, la carta de presentación de Maggie, es lo que repele a Frankie. Ella acomete con brío y fuerza el saco, del mismo modo que Danger golpea el aire “como si fuera capaz de devolverle el golpe”, dice Frankie. El secreto está no en qué tan fuerte golpear sino dónde golpear. Y algo más, evitar que te golpeen. Porque la frontera entre un deporte que claramente exhibe que naturaleza y cultura son dos espacios distintos está en el riesgo, en la posibili­dad no de perder, sino de morir. En el box late siempre la amenaza mortal. Y por ello las resonancias heideggerianas de una película que acaso para mu­chos no sea más que una fallida relectura de la fábula de cenicienta y una desdichada copia de Ro­cky —desdichada y falli­da porque Million Dollar se acrecienta ante la de­cepción, es una película que siguiendo la idea de Jorge Cuesta convierte a la decepción en arte—. Si es posible encontrar a Edi­po en la discotheque, no sorprenden las connotaciones metafísicas, las in­sinuaciones a Heidegger, con su cabaña en medio de los pinos y de la niebla matinal —una lectura pa­ranoica debería de explo­tar las resonancias entre cuadrilátero y la cuadratura que conforman el cielo, la tierra, el hombre y la divinidad, el Gelviert heideggeriano—, y por supuesto la implicación kierke­gaardiana.
Million Dollar Baby decepciona sus premisas, sus pautas narrativas, para virar y enmendar la trayectoria —anunciada por la prolepsis fílmica, la profecía narrativa, que representa el automóvil, cuando Frankie y Maggie vuelven de las montañas, donde visitaron a su familia: en un plano medio casi en contrapicada vemos al automóvil tomar una curva y de pronto el paisaje se ensombrece merced a un fundido— con lo que una historia en apariencia de éxito —una sucess movie— remonta sus acciones hacia lo sublime.
Million Dollar Baby es una extraña, compleja, sutil película llena de pe­queños motivos que no son aislados sino significativos, como suele ocurrir en las grandes obras de arte. La niña a la que ven en la gasolinera —la propia hija de Eastwood, Morgan, quien inspira la lullaby elegíaca “Blue Morgan”, tema principal de la cinta— encausa la lectura no sólo de la relación paternal, la onda evidente, sino también implica la menos evidente resonancia, la onda secuencial, del tema de la eutanasia. Y hay una sutileza más profunda en esta escena: niña y perro representan para ambos, Frankie y Maggie, la pérdida, el significado ausente de sus vidas. Es la hija perdida, es el perro y el padre perdidos.
Lectura trágica del mundo, Million Dollar Baby es la obra más estreme­cedora de un director que como pocos está pulsando las cuerdas de la tragedia. Me conmueve especialmente la dimensión de esta empresa. En algún momento muchos pensamos que Eastwood componía una obra sinfónica en torno a la antiépica. La distancia ha permitido apreciar mejor los timbres, más que minimalistas, impresionistas en el sentido musical —la tonada del piano posee el colorido de las notas de una pieza de Debussy o del Grieg pianísti­co—, de esta obra. Hay líneas que se encuentran: la ausencia del padre —en Un mundo perfecto, Río místico, Poder absoluto—, la necesidad de redención —Los imperdonables—, el elogio de la masculinidad —y los valores masculi­nos en un momento en que se impone el retroceso y se exaltan únicamente los valores femeninos, actuando justamente cómo no debe actuarse: sin com­prender que la unidad requiere de elementos complementarios—, pero Million Dollar Baby es la tragedia más lograda de Eastwood. Superior a la extraordinaria y majestuosa Río místico. La diferencia entre una y otra cinta la ilustra un relato borgeano. En “El espejo y la máscara” un rey encomienda a un bardo —la fábula es celta, para que la alusión sea adecuada a los climas gaé­licos que envuelven el filme de Eastwood— componer una oda que celebre la victoria sobre los nórdicos. Tras un año, el poeta lee al rey una composi­ción destinada a perdurar en la memoria poética merced al apego, dominio de las convenciones. A cambio le entrega un espejo de plata y de nuevo le encomienda intente una nueva obra que aprehenda el pálpito de la batalla. Un año después, el bardo entrega una obra de lenguaje más agreste e inéditas metáforas. El rey le corresponde con una máscara de oro. Encomendada una nueva obra, al cabo de un año el bardo recita una obra de una sola frase, que sólo escucha el rey. A cambio del logro que implica comprender el universo en una frase y acceder a la prohibida, secreta belleza, el rey obsequia al bardo un cuchillo, para que se suicide, mientras él decide abdicar y se con­vierte en vagabundo. Demasiada belleza, demasiada sabiduría, para la comprensión humana.

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