lunes, 26 de abril de 2010

Perro erizado de rayos

Rafael Juárez Sarasqueta
1

El visitante llega puntualmente a la casa del hombre. Se saludan sin agregar más palabras que las señaladas por las reglas de urbanidad. Ambos visten del modo tradicional, lo que parece inapropiado durante ésta época del año. Las vestimentas los asemejan. Lo mismo que la manera de caminar, cuando se internan bajo la sombra del árbol que aboveda el pasaje lateral de la casa y conecta el jardín en la entrada con los fondos del terreno.
Se detienen durante unos segundos frente a la edificación que, en la exten­sa bibliografía de la escuela, se conoce como sala de silencio.
Y es el silencio de la contemplación el que el hombre rompe, al mencio­nar que la construyó sin obviar ninguna de las especificaciones, de acuerdo al plano y a los diagramas explicativos.
El invierno ha deshojado la hiedra que cubría las paredes y algunas fisu­ras aparecen aún bajo gruesas capas de brea. La sala luce, más que nunca, como un inmenso bloque surgido repentinamente de las entrañas de la tierra.
Las bisagras suenan cuando el visitante empuja la puerta. Debe inclinar­se un poco al entrar. La abertura no sólo es estrecha, sino que el dintel está demasiado bajo para su estatura. Se demora en la oscuridad de la sala. El hom­bre espera afuera, algunos pequeños gestos delatan su impaciencia. Observa el cielo donde nada pasa, y los reflejos del sol sobre las ramas. Ve cómo en cierto momento el súbito cambio de dirección del viento provoca un remolino que arrastra la hojarasca y algunas pequeñas flores marchitas.
*
El visitante deja la sala sosteniendo una caja de cartón de embalaje. La de­posita sobre una pequeña mesa ubicada bajo el árbol y procede a sellarla con cinta adhesiva del tipo industrial. El hombre lo asiste. Va aportando las herra­mientas dispuestas en un estuche de cuero, girando apropiadamente la caja sobre la mesa para facilitar la tarea. Da un paso hacia atrás, de manera respe­tuosa, cuando el visitante cruza un cordel sobre la caja y coloca un lacre se­llándolo con su propio anillo.
*
Ahora el visitante monta al hombre a horcajadas. Con visible esfuerzo, el hom­bre camina sosteniéndolo por debajo de los muslos. Sin despreciar el valor simbólico del acto, ambos sonríen al comenzar el paseo: la gran diferencia de estaturas hace que el visitante casi arrastre los pies por el suelo. Va aferrado al hombre con ambos brazos y coloca la cabeza junto a la suya, como un ani­mal bicéfalo o un extraño parásito gigante. Traga puñados de semillas que éste extrae de su bolsillo y le deja en la boca con dificultad, equilibrando momen­táneamente el peso de los cuerpos sobre un costado. Un bocado por cada vuelta alrededor de la sala.
Al completar la séptima circunvalación, el hombre se paraliza. Tiembla so­bre sus piernas y grandes gotas de sudor le cubren el rostro enrojecido. El visi­tante baja de su cabalgadura, le desliza un puñado de barro ensalivado por la espalda. Observen, el hombre tiene los ojos en blanco.
*
Lavan sus manos en una pileta junto a la puerta trasera. En el agua flotan al­gunas hierbas y pétalos colorados. El visitante retira el barro de entre sus dedos.
Dice que ha sido un honor colaborar con el hombre. Ha dejado su anillo sobre la barra de jabón. Tiene la efigie grabada del feroz personaje de las fá­bulas infantiles. Afirma que la próxima tarea exigirá mayor concentración y resistencia. El hombre asiente mientras intenta recuperar el aliento. Le seca las manos y el rostro con una toalla esponjosa. Con un ademán y una leve inclina­ción de cabeza lo invita a entrar a la casa.
*
El visitante se sienta en una cómoda butaca junto a la estufa. Se adormece mientras observa, no las llamas, sino unas brasas alejadas que comienzan a apagarse. Un banquete espléndido se despliega a sus espaldas. El hombre, que sufre una leve cojera producto del esfuerzo realizado, se desplaza una y otra vez desde la cocina hasta la mesa, hacendoso, ordenando fuentes y platillos aromáticos sobre el mantel.
El tachón de barro en su camisa comienza a secarse y el polvo se va des­prendiendo poco a poco de la tela. La prenda sucia contrasta notoriamente con la pulcritud de la mesa servida. La disposición de los diversos platos y la esme­rada presentación de los alimentos recuerda algunos detalles arquitectónicos de la sala de silencio. El barro en la espalda se relaciona de manera inequívoca con los toscos brochazos de brea que cubren las grietas de sus paredes.
Al visitante, aún entregado a sus ensoñaciones, le rugen las tripas.
*
Los líquidos se escurren por las comisuras de sus labios. El visitante se mues­tra complacido por la calidad de los alimentos. Reitera sus elogios entre boca­do y bocado.
Más de una vez, cuando levanta su copa de vino, recorre con la mirada las paredes de la habitación. Observa las diferencias de color en la pintura, los rectángulos claros en el espacio de los marcos que han sido retirados.
Nota que la casa, aunque acogedora, carece de imágenes y elementos de­corativos. Ni siquiera se encuentra presente la familia de simpáticas ratas anu­dadas por las colas de la leyenda local, ni los gatos de cabeza articulada, tan populares en los hogares de la región.
Producto de alguna extraña asociación mental, el visitante menciona una superstición muy arraigada: al momento de nacer, cada niño queda vincula­do, durante el resto de su vida, a un animal que habita en las cercanías.
Suele suponerse, dice el visitante, que la posibilidad de encontrar anima­les en las ciudades es escasa. Afirma que esa apreciación carece de fundamen­tos. El hombre parece perplejo. Ha detenido la copa en medio del trayecto que va desde la mesa hasta sus labios. Satisfecho por haber atraído la atención del hombre, el visitante agrega que, aun sin considerar los zoológicos y las colec­ciones particulares, las ciudades cuentan con parques y paseos arbolados que aseguran la presencia de infinidad de insectos y pájaros de pequeño porte, ade­más de una población siempre abundante de roedores en los basurales de las afueras y en cada ramificación de las redes cloacales.
Dice, el caso de mellizos humanos vinculados a un mismo animal, está documentado de manera fehaciente. Menos frecuente resulta el caso inverso, y ciertamente excepcional, el de una camada completa de cerdos vinculados a un único niño de piel sonrosada y rabo en forma de tirabuzón.
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El hombre comenta acerca de lo breve que suelen ser las vidas de estos animales con respecto a la duración de la existencia humana. De manera conveniente, como un mínimo espectáculo fugaz que ilustra sus palabras, una mariposa nocturna revolotea desorientada entre los comensales. Se acerca a la estufa, atraída por la luz, hasta caer sobre las llamas.
Ambos guardan silencio mientras el fuego consume al insecto.
El visitante vuelve a concentrase en su plato y después de un buen trago de vino, cuenta, jugueteando con una costilla de cordero, que en las zonas ru­rales miles de niños padecen severos malestares cuando su animal es faenado para el consumo. Las convulsiones suelen pasar desapercibidas por la brevedad de su duración y por la ausencia de secuelas visibles. El sacrificio de un animal asociado, dice el visitante, ocasiona en el humano una mezcla surtida de irreparable trastornos mentales.
El hombre insiste una vez más en la calidad de las legumbres seleccio­nadas y el maridaje perfecto entre los vinos tintos y los quesos azules.
*
Sobre la mesa quedan los restos de la cena. El hombre lo cubre todo con una ligera tela. Las llamas de la estufa se han extinguido y la casa está en penum­bras. Sólo ilumina el fulgor de las brasas y la tenue luminosidad nocturna que se cuela entre las cortinas.
Se desnudan junto a la cama. Los dedos del visitante, entorpecidos por el alcohol, desabotonan lentamente la camisa de espalda embarrada. El hombre inhala el aire frío que entra por la ventana. Algunas costillas crujen mientras la prenda se des­liza y cae arrugada sobre la alfombra. Se tienden de espaldas sobre el colchón, sobre la sábana de blan­cura inmaculada.
La casa vuelve a col­marse de silencio. La sala en el terreno del fondo abre su puerta a los so­nidos de la madrugada. Los ojos del hombre se agitan bajo los párpados.
Pronto se quedan dormidos.
Poco después del amanecer, el visitante se retira de la casa con la caja de cartón lacrada y media docena de bollos recién horneados. El hombre lo despide junto al portón, lo ve dirigirse rumbo a la plaza central. Pronto lo pier­de de vista.
Algo reclama su atención desde la sala de silencio, tal vez un breve mur­mullo o la cálida oscuridad de su interior. El hombre cruza descalzo el jardín y el pasaje lateral rumbo al terreno del fondo. La visión de una línea irregu­lar de cenizas esparcidas frente a la puerta de la sala le impide la entrada, o es tal vez un intenso cólico abdominal lo que le obliga a correr hacia el retrete.

2

El hombre se distrae mientras el empleado de la oficina de correos busca su encomienda en los anaqueles de una sala contigua. Observa el escudo de latón colocado en la pared, muy cerca del techo. So­bre el texto que identifica la sucursal hay un par de sandalias aladas, rodeadas de una corona trenzada de laurel y de cintas que os­tentan los colores patrios. El esmalte dorado que real­zaba las plumas de las alas se ha desprendido. Cuel­gan algunos fragmentos descascarados, sostenidos por una densa red de te­larañas. Según el ángulo de visión, las alas desapa­recen o se distinguen sólo con imaginación y esfuerzo. Las sandalias han sido retocadas burdamente con esmalte y pincel. Perdida la gracia de su trazo original, se han convertido en toscos zapatos embetunados.
El empleado regresa con el paquete y un sobre cubierto de matasellos. Los deposita sobre el escritorio. Sin dejar de mirar al hombre, que sigue con­centrado en los detalles del escudo, sube a una pequeña escalera plegable y, con un plumero, retira las telarañas que lo cubren. Algunos restos de es­malte dorado caen sobre su rostro. Dentro del hueco oscuro de su boca.
*
El paquete contiene un punzón metálico y un pesado martillo rústico. El hom­bre los deposita en una tela extendida sobre la mesa. Pliega el grueso papel de embalaje y lo hace a un lado, junto al pequeño ovillo de cordel.
Lee con atención las instrucciones del visitante. Nada menciona acerca de su visita.
En las herramientas, notoriamente viejas, son visibles las huellas de un uso severo y reiterado. El desgaste de los materiales aparece entre la herrum­bre y una capa de sustancia untuosa.
Considerando el peso probable de ambos instrumentos, se deduce que el costo del envío por correo triplica con facilidad su precio de venta en cual­quiera de las tiendas del lugar.

El hombre prepara su almuerzo. En varias oportunidades, mientras rebana las legumbres, mira por la ventana que da hacia el terreno del fondo, donde la puerta de la sala continúa entreabierta, o se detiene a releer algunos fragmentos de la carta del visitante que ha pegado en una puerta de la alacena. Ha subrayado las palabras “Hablar con los ausentes”. Las repite pausadamente, con el ceño fruncido, una y otra vez, hasta que el significado comienza a modificarse. El olor a comida quemada lo saca de sus pensamientos. La mesa, sin mantel, con un solitario plato blanco y un tazón de leche a su lado, recuerda el servicio de una austera celda monacal.

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