miércoles, 3 de marzo de 2010

¿Narrativa “joven”?

Gabriel Wolfson
En el número 160 de la revista Tierra Adentro (octubre-noviembre de 2009) Ignacio Sánchez Prado publicó una re­seña sobre dos novelas recientes de escritores mexicanos “jóvenes”: Los es­clavos, de Alberto Chimal, y Tempora­da de caza para el león negro de Tryno Maldonado. A poco de empezar, Sán­chez Prado escribe: “Mi interés es sus­citar un debate sobre el estado de la narrativa mexicana actual a partir de mi lectura de estas dos novelas.” Mi primera reacción fue de suspicacia an­te tan enfáticos “mi”, incluidos los dos de esta misma frase; la segunda consis­tió en pensar si no sería mejor debatir sobre la conveniencia o necesidad de tales debates: en general, me parece que a los narradores no les interesa debatir porque, a diferencia de los poe­tas, comienzan a moverse en un ámbito donde sí hay dinero real que repartir (dinero de regalías, de adelantos, de derechos para traducción o cine, etc.), y cuando el dinero suena y alcanza pa­ra muchos —no para todos—, debatir cansa. Eso, por una parte. Por la otra, creo que los debates a veces prolonga­dos y encarnizados en el medio poético a menudo han revelado su carácter eu­femístico (se habla de “poéticas” cuan­do en realidad se habla de trueques de becas y premios, siendo que discutir sobre tales pecuniarios asuntos sería igualmente importante siempre que ocu­rriera sin el disfraz del delirio estético) y a menudo han llegado a grados de inaudita infamia justo porque lo que se disputan es puro espejismo simbó­lico maltrecho o un dinero que, por co­modidad, llamaré irreal (el restringido y a veces vejatorio dinero del Estado). Ahora bien, es claro para mí que ciertos debates entre poetas o, mejor, diga­mos las bravatas, los mensajes gangs­teriles, las autodefensas de opereta, han motivado algunas respuestas escla­recedoras (por ejemplo, las reseñas o artículos de Julián Herbert, quien no sólo distingue entre discusiones “es­téticas” y discusiones pecuniarias sin eludir ninguna de las dos, y no sólo llama a los poetas y a los funcionarios involucrados por sus nombres sino que se toma la molestia de leer los textos de sus contrincantes, de sus amigos y de muchos poetas más, incluidos poetas no sólo jóvenes sino púberes).
El problema es que, ya concluido el largo párrafo anterior, se hace evidente que no pude resistirme al in­terés de Sánchez Prado. Pero primero me gustaría debatir sobre su asevera­ción inicial: “No creo en las reseñas negativas, propias de un medio litera­rio camarillero que suele confundir la crítica con el ataque ad hominem. Por esta razón, suelo abstenerme de rese­ñar libros que no me gustan (…). Fiel a mis principios como crítico, no plan­teo [esta reseña] ni como un ataque a los autores ni como un intento de di­suadir a los lectores de aproximarse a los libros.” Yo sí creo en las reseñas negativas o, más bien, creo en las rese­ñas negativas, en las positivas y en las tibias de los reseñistas en quienes con­fío, así como no creo en ningún tipo de reseña de los reseñistas que suscitan mi desconfianza. Supongo que no serán siempre falsos los chismes sobre las reseñas encargadas —y cargadas, como negativos dados— de algunas revistas o suplementos, pero eso no es suficien­te para fundar una relación necesaria entre reseña “negativa” y ataque personal, ni para pensar que todo reseñis­ta se mueve amparado en el cobijo de tan sólidas camarillas (y menos para deducir que las reseñas positivas no puedan ser también, de alguna manera, ad hominem, o bien trabajo de marke­ting eufemizado como reseña). Yo tam­bién suelo abstenerme no ya, digamos, de reseñar sino de leer libros que sé que no me gustarán, pero unas cuantas veces la intuición no funciona, o bien, como ha sido mi caso, el libro a rese­ñar no lo he escogido yo, y, ya hecha la lectura y aceptado el compromiso, lo mejor ha sido intentar ser serio y since­ro con respecto a mis posiciones e ideas. Por último, pienso que en el argumen­to de Sánchez Prado se olvida la función más simple de los reseñistas, una función plenamente servicial: antes que suscitar apasionados debates, ofrecer­le al lector que confía en tus reseñas una ayudita para orientarse en los mons­truosos anaqueles. Yo agradezco críticas y reseñas por haberme descubierto libros increíbles tanto como por haber­me evitado la lectura de muchos otros (y nadie pierde nada si el libro despre­ciado era en realidad una joya, ni yo ni mucho menos el mundo entero).
No es lo único que discuto del texto de Sánchez Prado. No me conven­cen, por ejemplo, varios elementos que se dan por hecho, o cuya atractiva ex­posición no constituye en el fondo un argumento. Así, la insistencia en hablar de Chimal (de Maldonado no digo nada porque no sé qué edad tiene) como es­critor “joven”, cuando muchos se han referido a lo pernicioso y hasta gracio­so que resulta cuadrarse ante los crite­rios de edad del FONCA, que establece el fin de la adolescencia en los 34 años. Tampoco, la facilidad con que se hace de ambas “novelas sintomáticas de la narrativa mexicana reciente”, frente a las cuales los libros de Yuri Herrera o Eduardo Montagner le parecen a Sán­chez Prado propuestas alternativas pero menos visibles: no dudo de la posible pertinencia de este juicio, pero otros críticos han apuntado, con la misma rapidez, que las novelas sobre narcos —Los trabajos del reino, de Herre­ra— constituyen no una alternativa sino la línea dominante de la narrativa me­xicana actual. En todo caso, ¿por qué no discutir mejor los mecanismos que otorgan visibilidad a las novelas o, mejor aún, el acatamiento a lo que los críticos y reseñistas a menudo imagina­mos como “lo visible”, sin reparar en la mansa inercia que suele motivar nues­tras elecciones? No dudo que cierta na­rrativa mexicana actual pueda confluir en esa “área gris que mezcla antinacio­nalismo, antirrealismo, decadentismos superficiales y metaliteratura”, como dice Sánchez Prado, pero eso tal vez ocurra en un grupo de escritores que aún busca disputarse el prestigio simbólico además del dinero, porque en­tre otro grupo que ya únicamente se disputa los grandes tirajes y las adap­taciones al cine creo entrever que no impera, de ninguna manera, el anti­rrealismo sino un realismo convencio­nal, bien enclavado en la cultura y la historia mexicanas y que, por decirlo así, sigue confiando en la transparencia de los signos y en las generosísimas posibilidades de la representación.
Podría discutir más asuntos del texto de Sánchez Prado, por ejemplo la caracterización de Los esclavos como una posible novela “reaccionaria, nihi­lista en el mejor de los casos, protofascista en el peor”, cuando lo que ni siquiera está claro es que, si lo fuera, una novela reaccionaria y nihilista nece­sariamente debiera causarnos “alarma”, ni por qué a un folletón romántico o político mexicano no se le cuestionen sus posibles implicaciones ideológicamente reaccionarias. Pero llevo ya va­rias páginas sobre Metaficciones (2008) y aún no digo nada del libro. Lo peor es que aún no lo haré porque antes me interesa resaltar un punto central o, mejor, una actitud básica en el texto de Sánchez Prado que en líneas genera­les comparto y de la cual echaré mano para encuadrar mi opinión sobre To­riz. Sánchez Prado detecta una “escri­tura excesivamente autorreflexiva” en la narrativa mexicana actual que, no obstante, concentra su esfuerzo en un puñado de gestos formales, en ciertas conductas puramente retóricas, sin ex­tender la reflexividad al entramado de relaciones e instituciones que conforma ese medio donde los escritores pue­den existir en tanto escritores. Como síntomas, Sánchez Prado apunta la obe­diencia a dos o tres tópicos indiscutibles, por ejemplo la “aversión a cualquier cosa que parezca realismo o, incluso, México”; el desinterés de muchos auto­res por las implicaciones políticas de esas tomas de posición materiales llamadas libros; la falta de agudeza para advertir los significados que puede agre­gar o restar al texto el sello editorial que lo publica o las instancias que lo circulan y lo hacen visible; la ausencia de espíritu agonista o la miopía que impide catar como “fantasmas” a los supuestos enemigos que se combate; la “enorme cantidad de certeza” que desbordan unas voces narrativas en apariencia encantadas consigo mismas.
La indicación más atractiva de Sánchez Prado deriva, sin embargo, de su lúcida observación panorámica de la literatura mexicana del XX, donde encuentra un proceso que convirtió en norma, en institución confortable, la autonomía literaria. En principio, esta apuesta se presentaba como combativa y radical frente al nacionalismo y el mi­metismo hegemónicos: “el matrimonio entre cosmopolitismo e institucionaliza­ción resultó en la nefasta emergencia de una cámara de ecos”.
A esta refle­xión cabría agregarle la pregunta, parti­cularmente importante para la narrativa, qué ocurre ahora, qué matiz se añade en nuestro tiempo, cuan­do la institución literaria se ve asediada y erosionada en niveles nunca antes vistos pero no desde dentro —no por un neorrealismo o una reideologiza­ción, digamos— sino, llanamente, desde el mercado edi­torial y mediático, es decir, por agen­tes en principio externos a un campo literario cada vez más heteróno­mo. Así, sucede entonces que la auto­nomía li­teraria se mantiene en el nivel de puro discurso, de lingua franca —có­modo bagaje para responder en las entrevistas o en las proliferantes presentaciones de libros—, pero inexisten­te en cuanto toma de posición efectiva, en cuan­to práctica, ya casi por completo dilui­da no en el poder político sino en el mediático. En otras pala­bras: en nues­tros días habría que pedir no ya la “gran novela mexicana o postmexicana”, ni siquiera la “gran novela del facebook” sino, básicamente, la Gran Novela de la Feria Internacional del Libro.
¿Y qué papel puede jugar la me­taficción en este escenario nuestro donde la mayor aspiración es ser elogiado en Barcelona y leído en los aeropuertos? El primero es, sin duda, el que ya jue­ga según Sánchez Prado: el de una po­sible metaficción divertida —aun cuando se supone que apueste por asustar al burgués—, codificada según paráme­tros asumidos incluso por las narrativas visuales para el grato desciframien­to del lector, y más próxima, valga la exageración, a una revista de crucigra­mas. Pero imagino que puede desempeñar otros papeles, en la medida en que no se la asuma justamente como un código y en la medida, sobre todo, en que su capacidad metadiscursiva in­cida no sólo en el discurso sino en las instancias de producción, circulación y uso del discurso. Entre estos dos po­los osciló en mi lectura el libro de Ra­fael Toriz, cuyo título, a la luz de estas notas, pareciera provocar la misma am­bigüedad: un sumarse explícito a lo im­perante o una aguda toma de partido.
Compuesto de nueve textos de muy distinta extensión y características, Metaficciones enseña una disparidad que —mera conjetura— puede deberse a un rasgo más o menos típico de los “primeros libros”: la reunión de traba­jos ya sólidos, las primeras conquistas verdaderas del autor, con meros ejercicios de aproximación, distancia que en un escritor “joven” (las comillas son menos vergonzosas aquí: Toriz nació, según la solapa, en 1983) revela no tan­to un cambio de intereses o registros sino un auténtico abismo, como si de dos personas se tratara: el que va de las imitaciones o los tanteos presuntuo­sos a la discreción de lo propio, lo que ya le pertenece plenamente al autor. Entre los ejercicios están “El bibliófago”, estructuralmente esquemático, de juego cómodo y donde un paréntesis autoirónico y metaficcional que más bien se querría problematizador termina por reforzar el carácter complaciente del texto; “Voces de arena”, pieza solem­ne y excesivamente retórica que valdría, supongo, como escalón para llegar a otra cosa pero que no es ésa otra cosa (casi lo mismo que podría decirse de “Mientras pasa el tren”, donde Pessoa y Drácula no dejan de constituir una especie de “Homenaje a mí mismo”, un brindis por las lecturas del autor); “Invi­tación a la estética”, que, para mi gus­to, desperdicia un buen comienzo con tal de introducir una diversión meta­ficcional arquetípica de los talleres li­terarios (el personaje que se rebela frente al autor y traba con él un fascinante diálogo); e incluso “Periódicas”, último texto del libro, que incluye di­versas tipografías, recuadros, algún dibu­jo y que metaficcionaliza casi todos los textos previos y el conjunto en sí, aun­que sin conseguir, me parece, que esa metaficción diga algo más fuera de sí misma y sin evitar que termine celebrándose como un recurso retórico más ganado para la causa.
Hay, sin embargo, dos textos en Metaficciones que me interesaría des­tacar, y no ya precisamente como ejer­cicios sino como piezas acabadas. Lo paradójico, no obstante, es que los que aquí he llamado ejercicios son los que con más claridad se presentan como piezas acabadas, piececitas cerradas y correc­tas para regocijo de los colegas, mientras que los dos textos de los que ahora me ocupo enseñan menos esa abrumadora seguridad de la que hablaba Sánchez Prado y se proponen más co­mo acontecimientos, experiencias posi­bles de habitar a través de un texto. El epígrafe del libro es una cita de los Thundercats, caricatura horrorosa de fines de los ochenta, según recuerdo, y que, como la monótona Atari que Sánchez Prado tuvo que soportar en la novela de Tryno Maldonado, no es más que un chiste (y malo) para los ami­gos y, añado yo, un buen ejemplo de este boxeo de sombra que suele practicarse últimamente: como si quienes vayan a leer Metaficciones fueran de verdad a escandalizarse todavía por tal intrusión tecnoarrabalera en el ámbito sacrosanto de los libros. En “La noche de la rataTM”, en cambio, la disonancia existe porque no depende exclusivamen­te del repertorio de un lector idea­liza­do sino de la malicia desplegada en la escritura, que logra incluso ironizar y tomar distancia de los raptos solem­nes de Toriz que ahogan otras páginas: un diálogo con ecos de Torri, con fuga­ces destellos de Walser o Polgar, entre un Batman casi pordiosero y un Robin devenido exitoso sexoser­vidor. Creo que el texto debe mucho también a la lectura de Gerardo Deniz: en él, Toriz asu­me por fin la mezcolan­za, la posibilidad de yuxtaponer por ejemplo, en una gran escenificación, las “incorrecciones” gra­maticales propias de un cómic con el anacronismo de al­go que se asemeja a una traducción del siglo XIX.
El otro texto destacable es el pri­mero, “Como si fuera”, que logra inclu­so reponerse de un inicio para mi gusto tan engolado como este: “Escribir es conjurar la mejor de las muertes; la más infame, la más corrupta, la más ridícu­la (…). Escribir es una actividad para temperamentos indignos, cobardes que no merecen la horca ni la bala”, y que, como una versión opaca de ese cuento genial de Rodolfo Walsh que es “Nota al pie”, por fortuna va dejando de to­marse en serio, lo que le permite nave­gar con mayor ligereza y mordacidad a través de desdoblamientos, notas, mi­nificciones autobiográficas, citas inútiles, hasta alcanzar dos momentos que, se­gún mi lectura, constituyen los núcleos críticos del texto: una ficción fragmen­tada que ironiza el fragmentarismo y sobre todo cierta tendencia actual que se solaza en autofábulas de sujetos hi­pocondríacos, y el esbozo de un cuento que escribe el protagonista llamado “A sentimental journey through el país de los ojetes”, planteado como un no­table distanciamiento de la enunciación costumbrista sobre cantinas y narcos que sostiene muchos ejercicios narrativos en la actualidad. Ahora bien: ¿son suficientes dos o tres textos de nueve para animar al lector a acercarse a Me­taficciones? No lo sé, pero me interesa­ría animarlo no tanto por tal número de textos sino por la imagen de verdade­ra encrucijada que puede desprender­se del libro. Sánchez Prado terminaba su reseña con estas líneas: “Quizá no quede más remedio que esperar diez años y rezar a los dioses laicos del Ate­neo que la generación de los ochenta sea la que finalmente renueve la lite­ratura mexicana.” No entiendo bien a qué viene la invocación al Ateneo, gru­po que a fin de cuentas fundó la lógica sobre la que descansa la institución li­teraria que se querría renovar; tampoco entiendo si el reclamo pudiera orientarse no sólo a los nacidos en los setenta sino a sus inmediatos predecesores, quienes en general sí dijeron querer encargarse de tal renovación; ni estoy seguro de si el tiempo y nues­tro conocimiento necesaria y fuertemen­te parcial de lo que escriben los ya nunca más jóvenes narradores mexica­nos alcanza para la conjetura. Pero me parece que, en caso de advertir igualmente la urgencia de dicha renovación y de coincidir en que tuviera que pro­venir de la narrativa —y más aún, o peor: de la novela—, el libro de Toriz podría constituir un gran objeto de ob­servación justamente por su provisiona­lidad, su talante ambiguo: una inscripción que aún no se deja leer del todo