martes, 23 de febrero de 2010

Perfil ausente

Gabriel Bernal Granados

Gabriel Zaid, El secreto de la fama, Lumen, México, 2009, 168 p.

Confrontados con la mayoría de los textos de prosa crítica que se escriben en la actua­lidad, los ensayos de Gabriel Zaid resultan ser un modelo de concisión, transparencia y sobriedad. Un modelo de­moledor, habría que añadir. Porque si los ensayos de Zaid aspiran a establecer una complicidad funda­mental con sus lectores, un contubernio amo­roso, digamos, basado en la mayor claridad y entendimiento posible entre autor y lector, al­go hay en la selección de sus temas y en su tratamiento que vuelve las discusiones de Zaid áridas, agrestes, difíciles de transitar. Los die­cinueve ensayos que conforman El se­creto de la fama no esca­pan a esta condi­ción. Más bien, la acentúan, acentuando tam­bién el per­fil intelectual de Zaid y definiendo uno de los temas que recorren las páginas de sus libros con una frecuen­cia casi obse­siva: la función de la litera­tura en el mundo contemporáneo.
En el caso de Zaid y su obra, hablar de “función” de la literatura equivale a pregun­tarse por la función de la lectura en nuestro tiempo. Y hablar de la función de la lectura es señalar uno de los grandes vacíos que aquejan a la sociedad actual. Éste es el punto de partida, y el punto de llegada, de la re­fle­xión de Zaid sobre el predominio de la ima­gen en una socie­dad como la nuestra. Porque, si bien no lo confiesa abiertamente, el foco de su reflexión no radica en la generalidad de la so­ciedad, sino en la particulari­dad re­presen­tada por las sociedades literarias de los últimos cincuenta años (si hemos de si­tuar el origen de los males que estamos vi­viendo en el boom de la novela latinoa­mericana).
Dicho con sencillez, porque Zaid aspira a decir las cosas con sencillez, la función de la lectura es la de hacer a los hom­bres más inteligentes e imaginativos en su trato coti­diano con la realidad. El hom­bre que no lee, según Zaid, es un hombre menos feliz y menos competente. Antes de llegar a un acuerdo con esta forma simple de ver las cosas, hay que entender algo: Zaid es un escritor, un intelectual, que viene de otro tiempo. Un tiempo mu­cho más feliz que el nuestro, cuando la lectura, lejos de ser un fenómeno obligado, era un motivo de gozo. Una fuente ina­gotable de placer que permite el convivio de uno consigo mismo y, en segunda ins­tancia, de uno con los demás.
La lectura permite el convivio y es un reflejo civilizado de eso que Zaid entien­de por conversación. Conversación con los di­funtos, decía el poeta Eliseo Diego, un habi­tante de ese otro mundo del que Zaid es un sobreviviente.
Una tendencia natural de su carácter a la soledad, o al aislamiento, como se le quiera ver, ha distanciado a Zaid de sus contem­poráneos al grado de convertirlo en una presencia y una ausencia al mismo tiempo. Es de sobra conocido que Zaid no permite que se le tomen fotos ni que se le hagan en­trevistas. Al escritor hay que conocerlo por sus obras, parece decirnos con su actitud inflexible. Y es en este sen­tido que un libro como El secreto de la fama, concebido de una manera perfectamente orgánica y unita­ria, aunque en un principio cada uno de sus textos fuera publicado por separado en revis­tas o su­plementos, es una declaración de principios. Y una toma de distancia frente a las costumbres y los vicios de la socie­dad inte­lectual y literaria de nuestro tiempo.
Son pocas, seis o siete, en un índice ono­mástico que abarca las siete páginas finales del libro, las referencias a escri­tores vivos o contemporáneos suyos; sin embargo, al hablar de la fama en tono despectivo, Zaid está hablando de la situa­ción actual de la literatura en México. Y algo más específico que eso: se está refi­riendo al comportamien­to de la clase inte­lectual mexicana, en la que se han cebado los vicios de los que hace escarnio Zaid mismo con el poder corrosivo de una ló­gica aplastante.
Pero, ¿por qué no decirlo directamente? ¿Por qué no, al hablar de “obras tontamen­te completas”, señalar sin rodeos la edición de las obras completas de Alfon­so Reyes o de Octavio Paz? ¿Y por qué no, al criticar la aparición de esa tendencia en las nuevas generaciones, trasladar eso mismo a una si­tuación local? El trata­miento del tema propo­ne facetas de orden histórico e idiosincrásico, por mencionar sólo dos. Lo cierto es que ni Reyes ni Paz compartieron las ideas de Zaid a ese res­pecto, cuando concibieron la edición de sus obras completas anteponien­do el cri­terio de la monumentalidad a la le­gibilidad y la distribución inteligente (es decir, a bajo costo) de sus libros. Y las “nue­vas” genera­ciones de escritores, las que se for­maron incluso bajo el magisterio inme­dia­to de la lectura de los libros de Zaid, no parecen haberlo tomado en cuenta a la hora de planificar sus destinos; o bien, si lo toma­ron en cuenta, no estimaron que llevar sus ideas a la práctica fuera a ren­dirles tan bue­nos di­videndos como el re­corrido de su sentido inverso.
Visto desde esta perspectiva, el proble­ma de la superabundancia y la prerrogativa del yo sobre la existencia de la obra presenta demasiadas aristas como para ser abordado de manera directa en un libro de diecinue­ve ensayos y 168 pá­ginas. La deci­sión más sabia era limitarse a ofrecer un guiño que per­mitiera contemplar con mayor amplitud y de­sen­can­to el estado de las letras en México.
Pese al desenfado con que incorpora pa­labras actuales como web o blog a los con­tenidos de su prosa, y pese a virtudes como la transparencia y el ritmo con que va desa­rrollando sus argumentos, Zaid no deja de ser un escritor conservador. El autor de Óm­nibus de poesía mexicana (1971) y de Asam­blea de poetas jóvenes de México (1980) no ha visto con buenos ojos la proliferación ni de los muchos li­bros ni de los muchos poe­tas y escritores. Sus razones son de orden prác­tico y, en el fondo, estético. No se puede leer tanto pero, sobre todo, no se puede pro­du­cir en grandes cantidades y respetar al mis­mo tiempo altos estándares de calidad.
Una consecuencia natural de la superabundancia es la paja. “Lo ideal, por su­puesto —dice Zaid en la página 88 de su libro—, es que los autores mismos destru­yan buena parte de su obra y sus archi­vos. Muy pocos tienen algo importante que añadir des­pués de sus mejores mil páginas. Ninguno, después de sus mejores diez mil. La mayor parte de los grandes poe­tas escribieron menos de un centenar de poemas memorables. Esconder un texto memorable en unas obras tontamente com­pletas es des­truirlo. Lo ra­zonable es des­truir lo de­más.” El párrafo anterior está escrito con una sangre fría que podría helar la espina dorsal de cual­quie­ra. En esto, como en otros razonamientos que comparten una misma preocupación, Zaid sigue la misma línea argumentativa de un moderno Maquiavelo que propone cortar la cabeza de tus competidores —so­bre todo si se trata de competidores me­diocres— antes de que ellos hagan lo mismo con tu cabeza. “Muchos lo lamentan, sin ver que todo em­pieza abajo: cuando maes­tros, jurados, edi­tores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del traba­jo mal hecho. Y luego un pobre diablo, aprobado por compasión, can­sancio, irres­ponsabilidad, se convierte en su jefe, su juez, su verdugo” (“¿Qué hacer con los mediocres?”, p. 137). El secreto de la fa­ma no es sólo un manual de estilo, donde la prosa está regida por una economía de recursos expresivos que tiene a lo breve por lo más letal y a lo más transparente por lo más profundo, sino un manual de discipli­na y estrategia. Al desmontar la estrategia de los más ambiciosos y corruptos, monta una nueva estrategia: la suya propia. Culti­var un estilo transparente y sencillo también im­plica una posición política. El deseo de ser leído y entendido puede tener más re­percu­sión y reportar una injerencia mucho mayor en una sociedad que el deseo de aparecer, ser comentado y discutido en cuanto imagen por los públi­cos masivos.
Zaid parte de la certidumbre de que la imagen demerita la obra, y retrotrae su ico­noclasia al judaísmo y el Islam, religiones que condenan la exaltación de las imágenes. Es­to le sirve para dinamitar el fetiche de la fama, ya que lo que se dice de una obra —su imagen pública— no es precisamente el conte­nido de la obra en sí. Para confron­tarse con este contenido no hay más remedio que leer. La lectura es el eje en torno al cual gira la política, la estética y la ética de Zaid. Y decir esto, a la larga acarrea consecuencias de peso. Al decidirse a ser un escritor sin imagen, Zaid se pronuncia en favor de una apuesta grande: confiar la per­manencia de su lega­do literario a la sola valoración de sus libros. No sabemos con qué líneas de su obra com­pleta Zaid pasará a la historia. Acaso en­cuen­tre una compensación sorpresiva si el desti­no decide conservar los versos de un incipien­te poema sobre las bondades del Pequeño Larousse Ilustrado.*

* Fábula de Narciso y Ariadna es el título del primer libro de poemas de Gabriel Zaid. El poema, porque se trata de un solo poema, distribuido a lo largo de veinte páginas, se pu­blicó en 1958, en Monterrey, y está dedicado al Pequeño Larousse Ilustrado.

Desde el cementerio

José Israel Carranza

Fabio Morábito, Emilio, los chistes y la muerte, Anagrama, México, 2009, 168 p.

A los doce años uno sabe que es inescrutable aunque no sepa qué significa la palabra inescrutable. Aunque ignore qué es ser inescru­table. La incomprensión que devuelve el mundo ante nuestras imprecisas interroga­ciones la correspondemos con una inopinada obstinación en enigmas y aparta­mientos: el silencio y la soledad van ha­ciéndose sorpre­sivamente preferibles a la admisión de los otros en nuestras inme­dia­ciones, y vamos percatándonos de que, en adelante, tendre­mos que rendir cuentas a nosotros mismos antes que a nadie más; de que la ocurrencia del presente reclama nues­tras decisiones y se detiene ante nuestro recelo, de que pode­mos instruir al instan­te siguiente para que se conforme a nues­tro deseo —aunque otra cosa es que se conforme o no: tener doce años es buena edad para enterarnos de que somos capa­ces de fabricarnos las decepciones que ha­brán de ir punteándose con nuestros anhe­los. Éstos y otros descubrimientos progresivos —las pulsiones que orientan en el camino por donde se sale de la infancia, la vulnera­bilidad y el desamparo equilibrán­dose con la invencibilidad y la independen­cia—, sin em­bargo, tardan en librarnos de la des­preven­ción con que vamos internán­donos entre los vivos. Porque ser niño, digámoslo así, es una forma todavía preca­ria de estar vivo, y de ahí que un escenario óp­ti­mo para hacer el tránsito sea, como en la novela Emilio, los chistes y la muerte, un cementerio.
Desprevenido, Emilio tiene doce años y ha dado en frecuentar un cementerio. La ra­zón que da es que va ahí casi todas las tardes a buscar chistes con su detector; tam­bién va para cumplir con el peculiar deber de loca­lizar su nombre entre los de los muer­tos —una suerte de conjuro con el que se asegura que los pobladores del lugar no quieran incluir­lo entre ellos—, y mientras busca va memo­rizando los nombres que lee, además de la ubicación de cada uno. Súbi­tamente —y qué no es súbito en un cemen­terio— está en pre­sencia de una mujer que lleva flores al ni­cho de su hijo, muerto seis meses atrás a la misma edad de Emilio. Pero la novela no comienza ahí, con esa aparición: de ese mo­mento, que se ha re­petido dos o tres veces, no sabemos más que Emilio y la mujer se habían saludado apenas con un movi­mien­to de cabeza, y que él se había enrojecido un poco. Cuando finalmente ella repara en él es sólo para preguntarle si sabe de algún lugar apartado donde pueda “hacer pipí”. Y, ahora sí, en ese encuentro que propicia tan decisivamente el surgimiento de la explo­ración re­cípro­ca que harán Emilio y la mu­jer de sí mismos (y por qué no hay que decir que se trata de un amor, tan imposible como irrecusable, por más que ella pueda ser su madre y él tenga apenas doce años), da ini­cio una his­toria sobre cuyos aconteci­mientos van tra­mán­dose nuestras inferen­cias, que principalmente con ellas es como progresan las consecuencias del encuentro: lo que suce­de a Emilio y a Eurídice, la mujer, y a quienes orbitan en torno a ellos, vamos co­nociéndolo sobre todo por­que no está dicho: quiero decir: porque los hechos están ape­nas dispuestos para que nuestra inteligen­cia y nuestra emoción compongan los sentidos que importa que tengan: quiero decir: los sentidos intransferibles y preciosos con que conseguimos saber más bien quiénes somos, quiénes hemos sido hasta antes de haber comenzado a leer.
Ignoro cuáles deban ser los significados de los actos y los pareceres de los perso­najes, de las breves informaciones que llegamos a tener de ellos: del policía del cementerio, por ejemplo, se nos hace saber que es analfa­beto; al albañil siniestro no le vemos el rostro; la madre de Emilio es traductora, el padre la enerva llenando los vasos hasta el borde y están separados por un filoso rencor enfun­dado en las suavidades de la paternidad compartida y del hastío; en el cementerio hay un empleado que altera las fechas de las lá­pidas; Eurí­dice es masajista, tiene los tobillos gruesos y se deja besar por este empleado; el de­tector de chistes de Emilio está estro­peado, y, alrededor de todo (también hay un monaguillo hermoso, un río subterráneo y una caverna, un paseo en auto, una escale­ra de mano, una alergia al cempasúchil, una crema perfumada, una bofetada, un abejo­rro), la in­minencia de la ciudad, vol­viéndolo todo más inexplicable. Ignoro, en suma, qué pueda pen­sarse de lo que he pre­sencia­do, de cuanto vi y oí en estas páginas hechas de detenimientos y concentracio­nes, de una prosa urdida con contenidos fulgores, absorta en el regis­tro de lo poco que ve suceder; lo que sí sé es que la lectura de esta novela ha sido —asombrosa e inesperadamente—, más que una lectura, una vivencia, y acaso como Emi­lio, salgo de ella sabiendo que enamo­rarse es una forma de eludir la muerte, que sujetar­se a veces puede ser una forma de de­sasirse y que un chiste puede salvarnos la vida.
Todo cementerio es un lugar propicio pa­ra las intensificaciones: del silencio, de la luz, de los breves sonidos que juegan con ésta, de los olores y de las palabras que en ellos se pronuncian, pues allí adquie­ren una calidad de definitivas, por trivial que sea o parezca lo que formulen. Al comprobar esto, al presenciar en un cementerio la aparición inefable de una mujer delante de un niño de doce años —y al hacerse cargo de lo que ocurrirá después—, Morábito ha escrito una novela entrañable.