miércoles, 15 de diciembre de 2010

El centenario de la revolución


Gabriel Wolfson

Eduardo Lizalde, Siglo de un día, Jus, México, 2010, 492 p.
 
a la memoria de

Óscar Sánchez Daza

El libro tiene hasta arriba un cintillo trico­lor con la fecha 2010. ¿Qué dice ese cintillo? Dice una fecha pero no está diciendo una fecha, que en este caso sería la fecha de edición: ya está la fecha de edición en la hoja legal, como se hace siempre con los li­bros. Tampoco dice “México” (o “Italia”, dado que el cintillo no trae aguilita). Dice “bicentenario”, o en este caso “centenario y bicentenario”, dado que la silueta de Vi­lla acapara la portada y que la novela narra episodios ocurridos durante la revolución. Pero en realidad tampoco dice eso. ¿Qué dice el cintillo? Si se toma en cuenta que, además, la portada parece de viejo libro de texto, o de carátula de un VHS de Sen­da de gloria, el cintillo dice algo así: “esta novela, escrita hace más de cuarenta años y publicada por vez primera en 1993, ha sido reeditada para sumarnos a los festejos del bicentenario”. Pero como en estos ar­duos meses nadie mostró saber muy bien cómo festejar bicentenarios y como, has­ta donde uno sabe, la labor de las editoria­les no es festejar, lo que el cintillo franca y estrepitosamente está diciendo es: “este objeto que tiene usted en sus manos se suma al gran stock de productos que, mer­ced a la transacción pecuniaria o espiritual, pueden hacerlo sentir que se pone al día con el tema del bicentenario, que se informa del bicentenario, que celebra el bi­centenario, que celebra críticamente el bicentenario o incluso que, celebrándolo, no lo celebra. Puede adquirirlo en tiendas de prestigio”.
Porque además del cintillo y de la silue­ta de Villa en la portada —al frente un aga­ve, al fondo Zacatecas—, el libro presenta numerosas pruebas de que fue compues­to no pensando en entregar al mercado un libro sino un producto cualquiera, poco específico. Digamos: un producto de 23 por 13.5 por 3 centímetros, de ángulos rec­tos y peso considerable, de colores llama­tivos en su envoltura, para que quien lo compre sienta que invirtió sus doscientos pesos en algo claramente palpable y atesorable en una repisa o en una rústica me­sa de centro. Cada vez hay más indicios de que el trabajo de edición, por su carác­ter más o menos fantasmal, está haciendo creer a mucha gente que no es necesario o que de plano no existe: existe, claro, el fatigoso trabajo de quien escribe muchas cuartillas, el trabajo de quien monta una oficina donde alguien lee esas cuartillas y decide publicarlas, el trabajo de quien va­cía esas cuartillas en un programa de di­seño, y luego el trabajo del que imprime esas cuartillas bajo la forma de un poliedro de 23 por 13.5 por 3. ¿Hace falta más? No, desde luego, si lo que se está manufactu­rando es ese poliedro y no un tipo especial de poliedro llamado libro. Así con Siglo de un día, lleno de defectos tipográficos —renglones muy abiertos, ríos, es­pacios dobles o ausentes entre palabras, viudas y huérfanas y hermanas de la caridad, sangrías y guiones de diálogo ausen­tes— y ahogado en el mar de las erratas —varias veces llegué a contar cuatro en una misma página, desde un “Marín Luis Guzmán” o un inofensivo revólver no em­puñado sino empeñado, hasta frases que arrancaban como interrogaciones y concluían como exclamaciones: a esas alturas, exclamaciones del hartazgo del lector. En otros números de Crítica he señalado el mismo descuido para libros de Frank Love­land, Andreas Kurz o uno publicado nada menos que por el Fondo de Cultura: ¿de­masiada neurosis ya, demasiada intole­rancia? No lo creo: demasiado ahorro en las editoriales a la hora de no contratar edi­tores y correctores, o bien demasiado des­precio o despiste, que las haga pensar que eso, ser editor, consiste únicamente en con­seguir manuscritos, hacer contactos, acom­pañar a “sus autores” en sus giras y hablar en mesas de editores independientes o se­miindependientes o en vías de independen­cia. El eslogan radiofónico de la librería de la uap dice orgulloso: “Mucho más que li­bros”. Pues no: lo que uno quiere de una librería son libros, no otra cosa ni mucho menos más de esa posible cosa. Y así co­mo las librerías, que cada vez más son tiendas de regalos, parques temáticos o guarderías, muchas editoriales —así lo in­dica su asombroso desinterés en los textos impresos— parecen publicar libros para jus­tificar gastos o tarjetas de presentación con la palabra “editor”, para conmemorar opor­tunos bicentenarios o para poder sumar­se a los cocteles culturales: libros para ser comprados, repartidos, presentados, co­lec­cionados o triturados. Pero no para ser leídos.
Y por haber leído un par de perfiles o entrevistas de Lizalde es que llegué a su novela (y porque finalmente podía conse­guirse). Uno, discreto, hablaba del “sabor provinciano y la poesía de ese fresco his­tórico-familiar que es la novela”; otro, exal­tadísimo y entusiasmante, sentenciaba: “Ha escrito una novela desatendida por la crí­tica, tal vez porque retrata a los revolucio­narios y a los revolucionados que la habitan como seres terribles, oscuros, desencanta­dos: es la última y más negativa obra de la narrativa de la Revolución Mexicana.” Fren­te al renombre de sus poemarios y el co­nocimiento mayor de la Autobiografía de un fracaso, prosa incluida en la recopila­ción poética del Fondo, la novela de Li­zalde aparecía como esa obra secreta o maldita de la que tantos estamos a la ca­za, publicada por Vuelta en 1993 y luego secuestrada de los anaqueles. Y si ade­más, como se prometía, constituía el cierre del ciclo narrativo de la revolución por obra de la negatividad, el libro se presentaba como el amuleto perfecto para sobrevivir al oxímoron de la fiesta oficial y obligatoria de este año. Muchas, grandes expectativas, animadas antes que nada por el recuerdo de sus poemas: ¿una novela con el desca­ro y la mala leche de El tigre en la casa, una novela sobre la revolución con la iro­nía helada de Al margen de un tratado?
Aunque llena de personajes, como co­rresponde a su extensión, el protagonista indiscutible de Siglo de un día es Clau­dio, cuyas aventuras recorren la novela de principio a fin. A Claudio lo acompañan casi siempre su primo Juan Ignacio y el profesor Quiroz, y poco a poco se van sumando otros personajes, como el Profe­ta Aurelio, el tío Palemón y don Prócoro, grupito que va de Zacatecas a la Ciudad de México una y otra vez, y de una cantina a otra. En torno a ellos orbitan otros grupos: el de la familia (la tía Luisa, la prima María Auxilio, el perro Tritón y un montón de parientes), el de la revolución (el coronel Sánchez, Félix Canales, el capi­tán Cifuentes, desde luego que el propio Pancho Villa), el que podríamos llamar el de las profesiones liberales (el notario Mota, la prostituta Silvia, don Lauro el político, el médico director del leprosario), ade­más de algunos curas, varios criados y cantine­ros, y claro, la guapa, joven, pálida, me­lancólica y misteriosa Georgina Amparo. Los escenarios, como sugerí, son principalmente dos, Zacatecas y el centro de la Ciudad de México, pero hay capítulos que ocurren en las afueras de la capital, en Je­rez y en Aguascalientes durante la mera fe­ria de san Marcos, aunque en realidad los escenarios son casi siempre mesas de can­tina o de interiores burgueses. La novela co­rre, si no me equivoco, de 1914 a 1919, aunque las evocaciones frecuentes de va­rios personajes aterrizan muchas veces a la mitad del siglo XIX o en jornadas tan su­brayables como el 9 de febrero de 1913. El asunto principal del libro, podríamos decir, es la educación sentimental del jo­ven Claudio, asunto apuntalado por varias tramas paralelas: su enamoramiento, cor­tejo, decepción, reencuentro y despedida de Georgina Amparo; su participación en la revolución, que comienza falsa y a con­veniencia y concluye real y convencida; su devenir adulto, edificado con la adquisición de cierta seriedad, con su cono­cimien­to de la muerte y, sobre todo, con la forja de su futuro económico a través de resca­tar un viejo tesoro familiar que dará para poner un negocio propio. Y junto a este núcleo argumental, numerosas subtramas: la novela sobre el gigante Herculano que el profesor Quiroz va escribiendo; el res­cate del Profeta, anarquista y atrabiliario, de la cárcel de Belén; el reemplazo del perro Tritón; el pulimento del cono­ci­mien­to operístico del primo Juan Ignacio; el ineluctable destino del coronel Sánchez; las continuas rectificaciones, en las sobre­mesas de las tías, de la historia familiar; el ascenso y caída del villismo; el pleito con el notario; el duelo de Claudio con Canales; las peripecias de los viajes en tren; la muerte de Silvia; y en especial, los con­tinuos relatos y versiones que muchos per­sonajes ensayan muchas veces sobre la toma de Zacatecas. Enmarcadas por las líneas argumentales aparecen también múl­tiples anécdotas, pequeñas historias que se cuentan casi siempre para que Claudio las conozca. Hay en el libro, además, capítu­los que podríamos llamar temáticos, centrados en la exposición de algún asunto concreto, desde los cantantes de ópera an­teriores a las grabaciones hasta las formas de vida de los leprosos, pasando por la mejor manera de hacer chocolate.
Y otro asunto, para terminar de des­cribir los principales elementos que componen Siglo de un día: dos grandes tipos de discurso ocupan la mayoría de sus pá­ginas. Por una parte, párrafos del narra­dor, párrafos que en sus mejores momentos se encadenan y se extienden, y que son normalmente descriptivos: bajo una mirada apocalíptica y desencantada, pintan a bro­chazos gruesos y oscuros escenarios de des­trucción y de fatalidad, situaciones de inestabilidad y podredumbre, ánimos tur­bios, derrotados o nihilistas. Por otra, como discurso predominante, interminables diá­logos donde los personajes no sólo dan rienda suelta a su manía evocativa o a su manía rectificadora de la historia, sino que, en verdad, narran sus acciones: más que verlos angustiándose o cargando unas ma­letas, por ejemplo, los oímos decir que se angustian o que se disponen a subir las maletas al tren.
Con los elementos enlistados hasta aquí bastará, según algunos, para suponer una gran novela; según otros, no podría con ellos llegarse a nada bueno. Yo en principio me contaría entre los últimos, receloso de un relato tan esquemático donde cada aspec­to de la vida —o de la vida según la mirada novelística tradicional—, esto es: la fami­lia, el amor, el dinero, la guerra, la na­ción, aparecen convocados puntualmente para convergir en el imparable ascenso del hé­roe. Es claro, sin embargo, que una pura trama no es nada, que aun una trama tan plana como la que a estas alturas contara el edificante aprendizaje de un joven sim­pático, valeroso y un poquito cínico pero de noble corazón podría resultar en una gran novela si la acompañaran, o más bien deformaran, un cierto lenguaje entablillado o proliferante, una perspectiva irónica o hiriente, una obsesión depuradora o en­ciclopédica: algo, en suma, que no se con­formara con secundar mansamente esa anécdota cómoda y que, así, perturbara un poco el sencillo afán de gustar al lector.
Yo esperaba eso de este libro, de una trama y unos personajes así pero en ma­nos de Lizalde. Allá cada quien con sus expectativas, se dirá, allá quien aún de­posite su ilógica confianza en Los Poetas, quien piense que incluso el material más tor­pe o más convencional —o sin el incluso: justo ese material— en manos de Los Poe­tas puede al fin decirnos otra cosa o de­cirse de otra forma. Quizás el problema es que sigamos enganchados a aquella vieja jerarquía según la cual lo más difícil de escribir es la poesía, luego el cuento y por último la novela, jerarquía que pareciera confirmar esta época nuestra, donde histo­riadores, dj’s, presentadores de televi­sión o poetas no se animan con la poesía y en cambio, cómo de que no, entregan a pren­sas sus novelas. Entiendo que desde el ámbito de la poesía ya pueda también re­sultar insoportable tal jerarquía de géne­ros entre otras razones por haber llegado a provocar una especie de sobrecualifica­ción: algo así como un conocimiento poé­tico o un refinamiento poético extremos como requisito de entrada a la casa de la enunciación poética que bloqueara la po­sibilidad de voces no poéticas —o ni si­quiera voces: zumbidos, gesticulaciones— haciendo poesía. Y en todo caso, entiendo también que Lizalde nunca habrá pedido, me imagino, que lo categorizáramos como poeta, sólo como poeta, aun si como un gran poeta, y menos si ello le impidiera es­cribir una novela o un guión radiofónico o dedicarse, para el caso, a las matemáticas.
Así que se podría argüir: ¿y qué si Li­zalde hubiera querido descansar con su no­vela del arduo trabajo lingüístico de su poesía, qué si hubiera soñado con un fo­lletón romántico y de aventuras para pala­dares más sencillos y más generosos? Bien, estaría en todo su derecho, pero como tam­bién lo estoy yo de decir que su novela me resultó asombrosa, inesperadamente discordante con mis expectativas, a veces hasta límites imposibles. Tanto que, pa­sadas cien páginas, llegué a sospechar que estaba leyendo el libro equivocado, que és­te era otro Eduardo Lizalde, y luego lle­gué a preguntar a un amigo poeta si sabía algo de esta novela: algo, lo que fuera, que me explicara las cosas. Mi amigo no sabía nada pero prometió investigar; días des­pués, mientras yo luchaba con la página 248, me informó que entre los poetas con quienes indagó nadie sabía nada, nadie la había leído, nadie había escuchado nada de la novela. La sorpresa, como dije, tuvo mucho que ver con las altas expectativas con las que arranqué su lectura. Aquí, sin embargo, convendría apuntar lo siguien­te: las expectativas no sólo se cocinaron en mi cabeza, culpa y dilema sólo míos, sino que el propio libro las generó, para su mala fortuna en mi opinión. Me refiero a que en los párrafos largos no dialogados a que alu­dí más arriba aparece, con claridad, la voz de Lizalde, o al menos una de sus voces más reconocibles. Ahí uno llega a leer una prosa poderosa, expresiva, de impulso só­lido y tonos tremendistas, no complaciente en general consigo misma —menos con los lectores—, y a menudo contaminada posi­tivamente por los ritmos verbales que habi­tarán las cabezas de los poetas. Un ejemplo que aparece pronto en el libro: “Gritos que rompían las rocas, perros ladrando contra las liebres medrosas del Crestón, un nudo vivo ahora, de cuerpos minuciosamen­te em­peñados en tejerse una muerte homo­génea donde las casacas, el petate y el calzón de manta y el kepí, los botones, los cueros, las cimeras, los testículos, se unie­ran. Y Valentín Argumedo, como era hombre, aunque anduviera al lado del usurpador, a todos se dirigió: ora sí ni me pregunten, ya perdimos con Barrón, vámonos pa Gua­dalupe, si nos dejaron lugar.”
Hay ejemplos mejores que éste, sin du­da. El problema, por una parte, es que es­tos momentos escasean; por otra, que por el enorme contraste que fundan con res­pec­to al resto del libro, también por su ne­gativa a imbricarse con los candorosos diálogos —esto es, con la vida— de Clau­dio y sus amigos, terminan dando la im­pre­sión de constituir un mero telón de fondo, una obligada escenografía para que no se diga que la novela no es de la revolución. Los párrafos lizaldianos, digamos, hablan de destrucción, miseria, pestilencia: al final, efectos retóricos que adornan unas historias siempre gratas, simpáticas, casi se diría in­tocadas por el remolino revolucionario pe­se a, supuestamente, estar inmersas en él.
Historias simpáticas y pálidamente agra­dables: anécdotas ejemplares, paradigmá­ticas de un cierto saber o de un cierto momento de la historia o la sensibilidad —¿mexicanas?—. Sí, mexicanas, siempre que el adjetivo se tome como el menos problemático posible. Al final uno se que­da con la impresión de que leyó vidas in­verosímiles: cada pequeña peripecia, aun la más doméstica, se revelaba única y mo­délica; cada personaje había estado, inva­riablemente, en el momento justo y en el lugar indicado para presenciar el aconte­cimiento relevante. Pero además, anécdotas por fuerza chistosas, infaltable la picar­día o el choteo, tan mexicanos, aun ante la muerte. En algún momento, el tío Pale­món le comenta a Juan Ignacio: “¡De modo que, si en vez de matarlos a latigazos y balazos, José Pablo le hubiera dado al cochero la oportunidad de echar mano de sus terron­citos, nada hubiera ocurrido! Así son a ve­ces de cómicas las grandes tragedias, ¿no te parece?” A lo que Juan Ignacio res­pon­de, según nos informa el narrador, “muer­to de la risa”: como ya apunté antes, uno no ve a Juan Ignacio riéndose sino que ape­nas es notificado de que extrañamente lo hace; junto a ello, tengo la sospecha de que los personajes son los únicos que se ríen, mientras que el lector se descon­cier­ta con tantas risas grabadas, con tantas reacciones conciliatorias, sin disonancias. Y es que todos están sonrientes siempre; hay cada tanto párrafos oscuros, que emer­gen del lenguaje descarnado y cantinero de Lizalde, pero encima de ese fondo se instalan las respuestas risueñas de todos frente a todo: los personajes se toman de buenas las desgracias, tienen un dicho o un chiste a mano, se insultan o coscorro­nean pero cariñosamente. En algún lapso de mi lectura, como dije, busqué pistas que confirmaran o rectificaran mi incrédula reacción, y di con una vieja reseña de Fa­bienne Bradu, publicada en Vuelta recién salido el libro. Bradu hablaba de un áni­mo paródico, escenográfico, y de Siglo de un día como de una especie de picaresca que, según percibía, “todo lo encubre con un desenfado algo artificioso”. Más allá de que en la reseña de Bradu hallé una no­table reflexión y un gran ejercicio de suti­leza —malabares verbales para resaltar lo resaltable y pasar de puntitas por el resto—, querría apuntar que la vena paródica de la novela tanto se hermana con su espí­ritu operístico que, me parece, termina siendo una parodia del parodiar: una pa­rodia de cartón, de recortes amarillentos, de telas mohosas, pero sin darse cabal cuen­ta de ello y, por ende, sin explotar las posibilidades de lo falso, lo ruinoso, o lo inmaduro en términos de Gombrowicz: así por ejemplo la escena del duelo entre Clau­dio y Canales, inverosímil por su falta de tensión o inaceptable por su insuficiente far­sa. Más que provocar risa e incomodidad, la novela busca entretener, producir una sonrisa que se mantuviera quieta por ho­ras, una sonrisa cansada: suena a la versión de un abuelo bonachón y no a la de veinte abuelos —como lo supondría su intento de ofrecer una mirada caleidos­cópica sobre, por ejemplo, la batalla de Zacatecas—, unos menos borrachos que otros: ¿por qué no se coló en el habla de los personajes, en los planes del narra­dor, un poco del alcohol que tanto se es­cancia en estas páginas? ¿Por qué no se reparó en que tal cosa como una pica­res­ca bondadosa es, si no un contra­sentido, a estas alturas sí algo poco urgen­te, poco apetecible?
Un abuelo bonachón o un abuelo em­peñoso en educar a sus nietos. El bonachón asoma, por ejemplo, en las acotaciones a tanto diálogo, innecesarias muchas veces o sin mayor atractivo, y desde luego en los diálogos mismos, parlamentos tiesos, a me­nudo recipientes de simpáticas frases hechas (“Te puedes ahorrar tus mejores chistes, cabrón primo —le dice Claudio a Juan Ig­nacio—… porque ahora sí nomás me falta que me orine un perro”) o, como señalaba, vehículos para decir lo que no se ha narrado. Aquí un ejemplo, cargado ade­más de bromas y sonrisas:
—¡Y menos la voy a conquistar con va­rios cientos de kilómetros de por me­dio! —contestó Claudio—; usted ya conoce el dicho aquel de “amor de lejos… es de conejos”.
Cuando Claudio hablaba de cente­nares de kilómetros, aparecía el tío Pa­lemón canturreando y bromeando.
—“Cuatrocientos kilómetros tiene / la ciudad en que vive Zenaida… / Voy a ver si la puedo encontrar / para ver si me da su palabra…” ¡Bonita canción! ¿No? ¿Qué sucede ahora, que están tan carilargos y cariacontecidos…?
—Males de amores —le explicó el profesor indicando sonriente a Clau­dio con un movimiento de los ojos.
—¡Ah, bueno! Esos males se cu­ran, con vino, con tiempo, con poemas, con otros amores —dijo el tío, haciendo la broma de cajón.
—No siempre se curan —continuó el profesor—, porque si los poemas son muy buenos y muy tristes, no ha­cen más que aumentar el mal; y si los vi­nos son malos o buenos, tampoco alivian la enfermedad… nomás lo vuel­ven a uno más borracho que antes, si es que ya lo era. Pregúntenmelo a mí, y pregúntenselo al vate Victorio.
—¡Hombre! —dijo Claudio entrando al tonto intercambio—, el mal del vate Victorio no fue nunca el de amo­res, su único amor es el vino.
—¡Y el sotol! Que es el peor de los amores —siguió el tío…
He transcrito este largo fragmento por­que también ilustra otros rasgos que en­turbiaron mi lectura de la novela. Uno de ellos: Claudio habla de la distancia y jus­to en ese momento aparece el tío Palemón justamente cantando una canción que se ajusta al dilema de su sobrino: como ésta hay cientos de casualidades —y de nuevo: no explotada, me parece, su posible cínica deliberación—, una manera siempre fácil de eslabonar episodios a base de entra­das oportunas, de “por cierto”, “ya que lo mencionan”, “a propósito”. Un día, Clau­dio decide sacar al Profeta de la cárcel; supongo que siempre habrá buenas razo­nes para sacar a un anarquista vociferante y apocalíptico de la cárcel, pero ninguna aparece en el libro: el narrador tiene una buena historia que contar y, por qué no, la incluye a media novela sólo merced a una ocurrencia de Claudio entre convenien­tes signos de admiración. Y ya fuera de la cár­cel resulta —por cierto, diría yo— que ese líder anarquista es, pero claro, un experto en ópera que entablará jugosos diálogos con Juan Ignacio. Aquí aparece la voz em­peñosa —otro de los rasgos a los que me re­fería— que da una lección cada que tiene oportunidad: invariablemente alguno de los personajes que interviene en cualquier diá­logo conoce todo sobre el tema del momen­to, ya se trate de ópera, los ríos en torno a la Ciudad de México, la cocina decimo­nónica, la historia de Zacatecas, el domi­nó, la locura en el Quijote o la expedición punitiva del general Pershing (o bien el Jerez de López Velarde: así el capítulo 28, una especie de prosificación de “El retor­no maléfico”). Esto provoca que ciertos acontecimientos de la trama aparezcan más bien como pretextos para la cátedra, o peor, para la guía de turistas —turistas extranjeros sin duda, o turistas mexicanos como los muchos que olvidamos las clases de his­toria de la escuela—, pero también, que la permanente tertulia que es Siglo de un día nunca termine de ofrecer un perfil claro: no es un denso ensayo novelado —digamos, Mann o Broch—, tampoco un disparate dialogado que hiciera escarnio de las can­dorosas pretensiones de realismo de la neonarrativa de la revolución o de la inde­pendencia: es eso, una tertulia donde todos, como por obligación, educan al prójimo entre bromas y zapes. Y tampoco es, por cierto, el ejercicio joyceano que el título, varios epígrafes y algún publicista del li­bro prometían. Se busca, sí, que la recursiva tertulia sobre la toma de Zacatecas oriente el libro hacia ese ojo de huracán, y varias citas, de La Bruyère, Borges, Béc­quer, Quevedo, apuntan a la idea de la condensación, la posible síntesis de una vida o un siglo de historia en el mínimo cris­tal de un día; asimismo, el capítulo final —muy buenos muchos de sus párrafos, por otra parte— enseña al profesor Quiroz en un delirio donde atisba al fin ese aleph que une la claridad del verano con el caos de la destrucción revolucionaria (y aun podría pensarse que el penúltimo y más largo ca­pítulo esboza un eco del famoso capítulo del burdel del Ulises). Pero más allá de estas señales, la estructura del libro se teje cansina y convencional, hilvanando episodios con ordenadas y excesivas costuras y derivando en una trama cuyo nú­cleo no es la toma de Zacatecas sino, como dije antes, el proceso de maduración de Claudio, asunto a todas luces dependiente de tiempos largos y no, por más emblemá­tico que fuera, de un solo día.
Costuras notorias o, en otros casos, au­sentes: Claudio ve un día a Georgina Am­paro y se enamora —y, según posteriores noticias sobre su depresión tras los desplan­tes de ella o sobre las temeridades que emprende para conquistarla, se enamora muy en serio—: ¿de verdad, sin pláticas o viajes o sexo de por medio? ¿Aún es posi­ble ese enamoramiento, aún lo era en tiem­pos de la revolución? Otro día, Georgina Amparo se torna evasiva, sangrona e inso­portable: ¿por qué? Porque así convenía a la trama, porque así podía ponerse a Clau­dio nuevamente en acción. Y otro día, Geor­gina Amparo deviene melancólica: ¿por qué? Porque, como Claudio descubrirá casi al final, cuando la toma de Zacatecas una turba entró a su casa: la violaron, ase­sinaron a tres criados e hirieron a su abue­la. Pero resulta que entre 1914 y 1918 o 1919, que es cuando ha devenido me­lan­cólica, Georgina Amparo ha atravesado muchos otros estados de ánimo, como si el trauma de 1914 hubiera emergido, de pronto y de golpe y decisivo, por qué no, cuatro o cinco años después. Ahora bien, si en muchos casos las costuras asoman propiamente como ausencias de articula­ción, yuxtaposiciones que se sostienen en el aire, querría por último detenerme en otros nudos que, al contrario, resultan lla­mativos por lo que pueden guardar debajo. Digamos, el caso de Claudio. Desconoce casi todo de cualquier asunto —de ahí que los demás tengan que enterarlo continuamente—, y se suma a la revolución casi co­mo un escapista aburrido, sin convencimiento político pero también sin necesidad. En el camino se le emparejan los contertulios a que me he referido, quienes terminan con­formando un reparto como el de México de mis recuerdos o Adiós, juventud, aque­llas cintas clásicas de Joaquín Pardavé:* risueñas y resignadas evocaciones de la vida bajo don Porfirio, siempre mejor y más grata —aunque ya perdida para siem­pre— que lo que trajo la tromba revolucionaria. Incluso en algún momento, ha­cia el final, tras haber estado varios días ingiriendo comidas cantineras, llegan a comer al hotel Francia, de Aguascalientes, y el narrador asienta: “De gran banquete disfrutaron en el hotel Francia, después de las míseras garnachas, barbacoas grasosas y tortillas degeneradas que nada más por hambre habían estado consumiendo en las distintas covachas de la feria”, frase que podría remitir a aquéllas de La sombra del Caudillo cuando Guzmán contrasta el miserable almuerzo de barbacoa, guaca­mole y frijoles servido a los campe­sinos acarreados con el banquete de cuatro co­pas, servilletas “primorosamente dobladas” y “los tarjetones del menú, impresos a varias tintas” de los líderes políticos. Po­dría, sí, pero en Siglo de un día los contertulios de Claudio no son los nuevos y truculentos héroes revolucionarios sino los anacrónicos memoriosos de un mundo ido, a quienes, con lógica, se les podría augurar un destino en franca picada, acorde con su descolocación: el del Francia sería en­tonces el último de sus banquetes. A Clau­dio, sin embargo, la novela le sugiere un futuro auspicioso: ¿por qué? Claudio es jo­ven, listo, simpático, suponemos que apues­to, así como Georgina Amparo es una deslumbrante belleza con cierto talento mu­sical y un alma noble. Georgina Amparo, no obstante, muere como otro emblema de la belleza aristocrática despedazada por la guerra, mientras que Claudio gana fuerza de carácter con cada nueva prueba. ¿Quién es Claudio? ¿Qué lo salva? No sería exa­gerado decir que el tesoro, ese tesoro que busca durante media novela y que, una vez hallado, le permite olvidarse de preocupaciones pecuniarias en un momento en que ésa es una preocupación central de todo el mundo (y lo que le permite a la novela ponerlo a él y a sus amigos a disposición de cada nueva y simpática aventura, y con un ánimo feliz y voluntarioso): ¿no será entonces ese largo episodio del tesoro menos una verdadera peripecia del relato y más una prolongada y forzada jus­tificación para el resto de las peripecias? ¿Y qué pensar de que se trate de un dine­ro hurtado a la revolución, esto es: un dinero guardado desde el siglo XIX, protegido de los robos o las expropiaciones revolucionarias, extraído de la circulación y de su muy probable devaluación median­te su húmedo paréntesis bajo la tierra, el que haga posible a Claudio trazar un puen­te sobre la década revolucionaria para sa­lir bien librado y pertrechado de ella? En el pozo de la casa paterna López Velarde encontró recuerdos corroídos, imágenes sarrosas, palabras balaceadas; en el pozo de la casa del notario Claudio encuentra oro, riqueza que le permitirá vivir la revo­lución como una tenue farsa, una fiesta pueril: lo que adviene con la maduración de Claudio no es desde luego un Susanito Peñafiel, pero tampoco un Hilario Jimé­nez (el Plutarco Elías Calles de Guzmán) ni un Artemio Cruz; más bien, una especie de Pito Pérez con buena suerte, algo así como un pequeño empresario que no le debe su fortuna ni al esfuerzo ni al cono­cimiento sino a lo que podría enunciarse como el inexorable destino mexicano: ha­ber simplemente nacido ahí, haber estado ahí, seguir estando para siempre ahí.
 
* Verdadera nota, verdadera tontería al pie: es una lástima que Joaquín Pardavé y Alfonso Reyes fueran casi contemporáneos —uno nació en 1900, otro en 1889—: ningu­no como Pardavé habría podido hacer el pa­pel de Reyes en una improbable película sobre, yo qué sé, la fundación del Colmex o sobre Pasado inmediato: Pardavé, como Reyes ya mayor, escribe en la primera esce­na los renglones iniciales de su evocación; después, quizá en blanco y negro, se ve a Giménez Cacho en el rol de Vasconcelos arre­batando a sus jóvenes amigos (Ernesto Gómez Cruz como Antonio Caso, Tin Tan como To­rri) un manoseado ejemplar de los Diálogos de Platón.

martes, 14 de diciembre de 2010

Una escritura que desborda


Alejandro Badillo

Daniel Sada, Ese modo que colma, Anagrama, México 2010, 183 p.

La obra de Daniel Sada —escrita a contra­corriente del mercado editorial e inmer­sa en una búsqueda estilística obsesiva— ha llamado la atención de la crítica y ha sido refrendada por premios diversos. Más allá de éstos y de la crítica, sus libros des­de ha­ce tiempo forman un corpus esquivo que lo aleja de la mayoría de narradores mexicanos. Concentrado en el desarrollo de un estilo, Sada ha caminado mucho tiempo en solitario, refugiado en una prosa que destaca por su maleabilidad, por su sonido y por su ritmo.
Muchas reseñas y textos críticos optan por el camino fácil y ubican a Daniel Sada entre los “escritores del desierto”, aquellos herederos de Yáñez y Rulfo que, con re­sultados desiguales, continuaron la estam­pa rural en la frontera norte del país. Sin embargo, Sada está lejos de los imitadores de Rulfo y compañía; también es ajeno a los nuevos escritores fronterizos que buscan en el folclor del narcotráfico el escenario idóneo para satisfacer las expectativas de un mercado hambriento de temas de moda. Es cierto, sus motivos tienen como telón de fondo el norte devastado y sus personajes abrevan de la vida en provincia, pero su escritura no tiene como hilo conductor un paisaje o un gran tema de­cantado con el tiempo sino las posibilida­des de contar una historia utilizando el len­guaje como personaje principal. En este sentido, la apuesta de Sada tiene pocas re­ferencias en la actualidad y, me parece, sólo encuentra vasos comunicantes con la obra de Jesús Gardea, otro escritor fronterizo, apenas atendido por la crítica, cuyas novelas y cuentos —ubicados en el pue­blo imaginario de Placeres— son escenario de una de las prosas más sugestivas de la li­teratura mexicana. Es interesante compa­rar a estos dos escritores por su vocación poética, incluso ambos escribieron poema­rios; Gardea publicó Canciones para una sola cuerda (1982) y Sada Los lugares (1977), El amor es cobrizo (2005) y Aquí (2008). Pero aun entre ellos hay diferencias: las atmósferas gardeanas, repletas de imágenes y silencios, de un fraseo que ex­plora la plasticidad de un instante, contras­tan con las historias de Sada que evaden la morosidad, el detalle y se concentran en la capacidad rítmica del lenguaje, en una res­piración entrecortada por la puntua­ción, por exclamaciones que son como salpicaduras en la página y que obligan al lector a entrar en un ritmo artificioso donde la creación verbal va aparejada con la anécdota.
Ese modo que colma, su libro de cuen­tos más reciente, es una confirmación de la vocación prosística de Sada. De inicio, llama la atención la falta de homogeneidad en temas e, incluso, en la intención narra­tiva. Es importante destacar esta caracte­rística. ¿La razón? La casi unánime opinión de que un libro de cuentos debe tener for­zosamente rasgos comunes, temas estre­chamente vinculados, atmósferas iguales. Al contrario de dictámenes y elogios so­bre libros que abordan un solo concepto, Ese modo que colma nos recuerda que cada cuento es un universo que funciona con reglas propias, que la uniformidad a ve­ces es un lastre y lleva al libro a perderse en la obviedad, en las fórmulas manidas. El proceso de escritura de un libro de cuen­tos puede rechazar la totalidad y estar in­merso en distintos tiempos. Si intentamos rastrear un elemento común en las once piezas que conforman el libro quizá encon­tremos un tono paródico, de humor negro, que alcanza registros variados. Pero más allá de ese matiz, los cuentos evidencian vocaciones distintas que van de lo carna­va­lesco a lo trágico y de lo real a lo fantástico. La apuesta más radical la encontramos en el primer cuento: “El gusto por los bai­les”. La trama cuenta cómo Rosita Alví­rez se fuga de su hogar para huir de la vigilancia de su madre, satisfacer su voca­ción por la fiesta y el baile. Sada nos cuenta la historia organizando su escritura como un poema o un corrido. Los versos transcu­rren veloces y los acontecimientos parecen fluir de la voz de un trovador. Más allá de los resultados o de la efectividad de esta primera apuesta, la lectura de “El gusto por los bailes” sirve para medir el proceso de escritura de Sada y tener un atisbo de sus intenciones porque la forma de cons­trucción de este cuento podría aplicarse al resto del volumen. Imaginemos el trabajo artesanal del escritor, el artificio que se edifica lentamente y, entonces, los demás cuentos de Ese modo que colma pueden entenderse como poemas extensos cuyos fragmentos han sido unidos en largas frases. Corridos broncos que se ajustan a rega­ña­dientes a una prosa compleja, a un sistema de párrafos que se podrían desanudar en versos y recitarse en voz alta.
Un cuento destacable es “El diablo en una botella”. En éste, la historia linda entre lo fantástico y lo surrealista: Moisés, miem­bro de una cofradía adicta al dominó, tiene esporádicas visiones de un diablo diminu­to que pone en jaque sus reunio­nes. En este cuento el lenguaje de Sada, lúdico, busca el asombro —además de la desa­fo­rada situa­ción— en el discurso esculpido palabra tras palabra: “y al cabo de hun­dir­se a placer aquella plasta corcova adqui­ría la forma de un diablo irrisorio, algo feérico, pensador, flexionado a modo, mis­mo que contaba con unos cuernos casi in­definidos y una cola de poco más de dos centímetros”.
Otros relatos también caracterizados por un tono ambiguo y sugerente son “Un cú­mulo de preocupaciones que se transforma” y “Atrás quedó lo disperso”; el primero cuenta la historia de Dámaso que, tras pe­learse con su mujer, sale de su casa y es testigo de un torbellino que cambia su per­cepción de las cosas y provoca la desa­pa­rición de Virtudes, su esposa. El personaje está en completa incertidumbre y recorre las calles de su pueblo en busca de una respuesta que no llega. En este sentido, el elemento surrealista no abruma pues se mezcla de forma sutil con el asombro del personaje y sirve como detonante para dar un giro a la realidad. En “Atrás quedó lo disperso” Atilio Mateo, burócrata de me­dio pelo, tiene la curiosa afición de regalar El zafarrancho aquel de vía Merulana, li­bro de Carlo Emilio Gadda, y que provoca reacciones desafortunadas en quien lo lee hasta que llega a manos de la persona equivocada. El relato está envuelto en una cadena de situaciones donde la lente des­piadada del autor recuerda los antihéroes de las novelas y cuentos de Jorge Ibar­güen­goitia. “Eso va a estallar” es una exploración del sueño, de los demonios de un personaje cuyo pasado se revela en imágenes fragmentarias y punzantes. “Cró­ni­ca de una necesidad” y “La incidencia” abrevan de un tono realista y los perso­najes son vistos a través de una mirada ácida que descorre el telón y deja al descubierto las miserias humanas. Las situaciones —hechas con veloces y efectivos trazos— juegan a lo caricaturesco pero evaden la burla fácil y desmenuzan pa­siones, rivalidades baratas y amores.
Una constante en Ese modo que colma es la voz que cuenta y que hace veloces acotaciones. Sada entreteje a un narrador omnisciente que roba el protagonismo a los personajes principales. El autor pone sobre la mesa de juego un sistema de di­gresiones que envuelven al lector, una prosa que colma y que ofrece un diálogo constante. En cada uno de los cuentos tras­ciende un estilo musical, a veces críptico, a veces denso, que se ramifica y se desbor­da en busca de múltiples significados.
Me parece que, ante el ejercicio des­mesurado de la novela, un universo que acepta todo, Sada encuentra en esta nue­va visita al cuento un motivo para explo­tar la precisión y tensión en su escritura. Si bien su estilo encuentra el clímax en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, quizá su novela más ambiciosa, el género corto le da oxígeno a su obra y enseña que el relato también es terreno fértil de la experimentación y no sólo el desarrollo de una anécdota desnuda, en función sólo de la peripecia y supeditada a una prosa maquilada y sin relieves. Sada sabe que la literatura es una sonda que explora la realidad, que descubre distintas aristas; también sabe que el arte conlleva un riesgo necesario y cruza una línea a la cual no se acercan legiones de autores cu­ya intención narrativa no evoluciona, que olvidan la calidad artesanal de la buena escritura y ofrecen pocos retos al lector.
Como apunte final encuentro dos elemen­tos que, en general, no terminan por funcionar del todo: algunos pasajes donde la continua digresión —artificio que había men­cionado antes como clave para entender los cuentos— alarga innecesariamente la histo­ria y puede sofocar la lectura. Es claro que el estilo de Sada conduce por inercia natu­ral a esta abundancia de acotaciones don­de el narrador se impone al resto de los personajes y a la trama, pero en momentos este recurso abruma y la tensión se diluye. El segundo elemento es el sarcasmo que, en ocasiones, es forzado al no aprovecharse por completo. Esto resta fuerza a algunos pasa­jes en donde las expectativas generadas se resuelven de manera fugaz y restan contundencia a la conclusión. Sin embargo, Ese modo que colma se sostiene por méritos pro­pios, trasciende las etiquetas fáciles y forma parte de una obra cuya singularidad da un aporte impor­tante a la literatura mexicana.

Decir casi lo mismo





Angelo Duarte

Umberto Eco, Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción, Lumen, México, 2008, 542 p.

Edith Grossman, Why traslation matters, Yale University Press, usa, 2010, 137 p.

En noviembre de 1999, el traductor Mi­chael Henry se reunió con Jean-Marie Le Clézio en la isla de Mauricio. Dieciséis años antes había comprado su novela Le chercheur d’or en el aeropuerto de Niza, y un año después, en Estrasburgo, Voyage à Ro­drigues, que relata el viaje del escritor a esa pequeña isla del océano Índico. El tex­to, además de un relato de viajes es un homenaje al abuelo del autor y, al mismo tiempo, la historia detrás de la novela.
El libro contenía palabras en creole, principalmente de la fauna y la flora nativa, y algunas palabras de la época en que se desarrollaba la historia, pero aparte de eso no ofrecía ninguna dificultad técnica, así que, decidido a traducirla, Michael tele­foneó a Gallimard, la prestigiosa editorial francesa, para preguntar si los derechos de traducción al inglés estaban disponibles. Lo estaban para Inglaterra, aunque los derechos para Norteamérica habían sido vendidos.
Michael se dispuso a traducirla. Sin em­bargo los años fueron pasando sin que el bo­rrador de la traducción rebasara las veinte páginas. En septiembre de 2008, el traductor, impulsado hasta cierto punto por la muerte de su madre, decidió reservar un vuelo a Mauricio y Rodrigues para el mes de octubre de ese año y terminar por fin la traducción. Poco después, inesperadamente, como acontece casi siempre con las de­cisiones de la Academia Sueca, Jean-Marie Le Clézio recibió el Premio Nobel y todo adquirió una urgencia que no había tenido antes.
Cuando terminó la suya, Michael leyó la traducción norteamericana de la novela, ya sin el temor de verse influido por ella. Ha­bía sido titulada The prospector y desde la primera frase, que él se sabía de me­moria (Du plus loin que je me souvienne, j’ai en­tendu la mer), sintió que algo fallaba. El traductor había confun­di­do el verbo écou­ter (escuchar) con enten­dre (oír).
Cuando Michael se reunió con Le Clézio en 1999, le mostró su propia traducción de Le chercheur d’or, quien después de echarle una ojeada le dijo que le gustaría que Atlantic Books, la editorial inglesa, la publicara.
En marzo de 2010, Michael recibió una carta de Anne-Solange, la directora de de­rechos de Gallimard, en la que le decía que, según Jemia, la esposa del escritor, Le Clé­zio no se había decidido aún por alguna de las dos traducciones. Pocos días después, durante la feria del libro de Londres, Mi­chael se topó con el escritor, y éste le reite­ró su decisión: quería que su traducción se publicara en Inglaterra.
Fue, por lo tanto, una sorpresa para él enterarse de que entre los planes de Atlan­tic estaba publicar la traducción norteame­ricana. De inmediato Michael le escribió a Anne-Solange. Le hizo notar, como se lo había hecho notar a Le Clézio, que la traductora norteamericana había traducido mal términos clave, hacía un uso inconsistente de los tiempos, deformaba la sintaxis y destruía la estructura de las frases y la puntuación.
“La traducción es un proceso fino y com­plicado. Su objetivo superior es presentar en otro idioma (el cual tiene sus propios principios y reglas) el mensaje preciso ex­presado por el autor en su propia lengua, el cual es revelado por su elección de pala­bras, su eficaz colocación y su secuencia ar­tística.” Así escribió el sacerdote jesuita Raymond V. Schoder en el prólogo a su The art and challenge of translation.1 Más adelante dice que el logro mayor será pro­ducir una obra tan auténtica, en su intención y expresión, como el original, de modo que haga pensar a los lectores que el au­tor lo había escrito en el nuevo idioma co­mo si fuera su lengua materna.
Es difícil, en principio, estar en desacuer­do con estas palabras, y sin embargo en de­cenas, si no cientos, de libros dedicados a la traducción los desacuerdos comienzan apenas profundiza uno en algún aspecto de este oficio. Por ejemplo, si afirmamos, como lo hace el padre Schoder, que el ob­jetivo de la traducción es presentar en otro idioma el mensaje preciso expresado por el autor, ¿estamos entendiendo de la misma forma el término “preciso”, o incluso el tér­mino “mensaje”? ¿No sería mejor decir que el traductor, a lo más que puede llegar, cuando la traducción es buena, es a presentar casi el mismo mensaje expresa­do por el autor?
Humberto Eco se inclina por esta op­ción en Decir casi lo mismo. La traducción para Eco es una negociación, y en su libro hace un repaso exhaustivo de todos los aspectos de la traducción para fundamen­tar esta elección. Para llegar a ella no re­cu­rre a la teoría de la traducción; recurre a su propia experiencia como traductor, al extenso panorama que le abre su dominio de varios idiomas y, por supuesto, a su si­tuación privilegiada de escritor de éxito cu­yas obras han sido traducidas a decenas de idiomas, varios de los cuales él conoce: inglés, alemán, español, francés, portugués. Él, como pocos, puede comprobar si el tra­ductor está presentando en las lenguas que él domina “el mensaje preciso” que quiso trasmitir en sus novelas. Y resulta que no, no en su caso, ni, muy probablemente, en el de nadie. Eco tuvo que negociar. Los traductores, con las palabras de su propio idioma, con las peculiaridades de una cul­tura ajena, y con él, el autor, y él con sus traductores y, antes, mientras escribía sus obras, con todas las palabras del léxico italiano y con muchas de otros idiomas, entre ellos el latín. Pero aquí cabría ha­cer un paréntesis. En alguna parte leí que la pesadilla del traductor es traducir una obra de un autor que cree que conoce la len­gua de llegada o de destino, lo cual no pare­ce ser el caso —por los idílicos ejemplos que da de su relación con sus traducto­res— de Eco. Y también porque, de algún modo, como dijo Octavio Paz, desde que aprendemos a hablar aprendemos a tradu­cir (esto lo recuerda Edith Grossman en su libro Why translation matter, es decir, a negociar: a elegir los términos para traducir el mundo inanimado que nos rodea al lenguaje de las palabras).
Eco se apoya en la traducción de sus obras (El nombre de la rosa, El pédulo de Foucault) principalmente para ejemplificar los temas que desarrolla en el libro: Del sistema al texto; Reversibilidad y efecto; Significado, interpretación, negociación; Pér­didas y compensaciones; Referencia y sen­tido profundo; Fuentes, desembocaduras, deltas y estuarios; etcétera. En total, catorce capítulos con sus correspondientes apar­ta­dos. También recurre a otras obras: Sylvie, de Gerard de Nerval, sobre todo, pero tam­bién El cementerio marino, de Paul Valéry, El cuervo, de Edgar Alan Poe, y otras más. En estos últimos casos, él mis­mo traduce al italiano las partes que quiere resaltar, las compara con otras traduccio­nes al italiano y con traducciones a otros idiomas. Además explica detenidamente las razones de su elección.
El libro no dice muchas co­sas nuevas. O no dice cosas nuevas. La mis­ma, o casi la mis­ma definición de Eco, por ejemplo, la había empleado Craig Rai­ne: “La traducción es el arte de transigir. Debe ser im­pu­ro en lo teórico y en lo prác­tico.”2 Lo novedoso es la forma en que Eco las aborda, su ejemplificación exhaustiva y el uso simul­táneo y la comparación de los textos en varios idiomas a la vez.
Un aspecto que comparten todos aque­llos que han reflexionado sobre la traduc­ción es la convicción de que el traductor debe mostrar un claro dominio de su pro­pia lengua. “El traductor —dice Craig Rai­ne— debe ser bueno en la lengua que traduce, pero debe ser perfecto en la len­gua a la que traduce.” Y Edith Grossman nos recuerda la respuesta de Gregory Ra­bassa a un reportero cuando éste le pregun­tó si sabía suficiente español para traducir Cien años de soledad. Rabassa le contestó que la pregunta estaba mal planteada: él sabía suficiente inglés para hacerle justicia a esa novela extraordinaria. El traductor, lo confirmamos leyendo a Umberto Eco, no traduce palabras, traduce textos, y de muy poca ayuda serían los diccionarios sin el contexto. Ellos, dice Eco, no traducen, cuan­do mucho dan instrucciones sobre cómo traducir determinado término según el con­texto: “las definiciones conciernen a mu­chos posibles sentidos de un término an­tes de que sea insertado en un contexto”. Por ello la traducción es una negociación. Pero si nos atenemos a lo que dice Paz, esta nego­ciación comienza desde que apren­demos a hablar. V. S. Naipaul dice que “el estilo de la novela, y tal vez de la pro­sa en general, es más que un ordenamien­to de palabras: es un ordenamiento, in­cluso una orquesta­ción, de percepciones, es un asunto de saber dónde ponemos qué”. Esa orquestación que ponemos en juego cuando hablamos la po­nen en juego los traductores cuando traducen. Siem­pre constreñidos por las reglas y la es­tructura de la lengua en la que nos expresamos. De ahí que cuando Michael Henry dice en “Trials of a translator”3 que ya en la primera frase de la traducción nortea­mericana de Le chercheur d’or el traductor confunde oír con escuchar, no nos dice nada en realidad sobre la calidad de la traducción, pues lo que finalmente im­porta es la totalidad de la traducción. A veces, nos dice Eco, hay que sacrificar una cosa por otra, pues lo que im­porta es que las sumas, por así decirlo, del texto fuen­te y del texto de llegada sean iguales.
Dice Edith Grossman, coincidiendo con Eco, que el propósito de los traductores es recrear en la segunda lengua, hasta don­de es posible, todas las características, ex­travagancias, caprichos, y peculiaridades estilísticas del original. Lo que no debe hacer es tratar de mejorar conscientemen­te la obra original. Y, sin embargo, es al­go que ha sucedido en el pasado y seguirá sucediendo tal vez en el futuro. La obra, desde el momento en que es traducida, se convierte en otra cosa, adquiere vida propia, puede morir en la nueva o alcanzar un éxito que el original en su idio­ma nunca obtuvo. Los ejemplos abundan. Un caso bastante llamativo es el de la traduc­ción polaca de En busca del tiempo perdido, de Proust. El traductor se propuso hacer más claro el texto en polaco de lo que era en francés. Su traducción se consideró una obra maestra de la lite­ratura polaca, lo que motivó el chiste de que la obra de Proust podía alcanzar el éxito que no tenía en Francia tan sólo con que fuera traducida nuevamente del polaco.
Edith Grossman, cuya traducción al in­glés del Quijote ha sido considerada una obra maestra del oficio, toca inevitablemen­te algunos temas abordados por Umberto Eco, las dificultades particulares de la tra­ducción de poesía, por ejemplo,4 pero re­cu­rriendo sobre todo a su propia experiencia como traductora al inglés de Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes y otros. También dirige todo el peso de sus argumentos a demostrarle a sus paisanos norte­americanos, aparentemente insensibles a las virtudes de la literatura en otros idio­mas, la importancia de la traducción, no sólo porque sin ella la cultura universal no existiría, sino también porque muchos escritores se nutren de la literatura, mayor­mente traducida, escrita en otras lenguas para desarrollar la propia. Nos recuerda el caso de García Márquez, quien se vio, lo mismo que muchos otros escritores latino­americanos, influido por la obra de Faulk­ner (de quien se decía que era “el mejor escritor latinoamericano en inglés”) y a la vez la influencia que la obra de García Márquez ejerció en incontables escrito­res de lengua inglesa, entre ellos Salman Rushdie.5
Michael Henry, volviendo a Le chercheur d’or, supo por un amigo, el agente Toby Eady, que en Atlantic se creía que su traducción necesitaba algún trabajo de edición, pero que también la traducción norteame­ricana podía resultar aceptable si se hacía el mismo trabajo con ella y que la única sa­lida airosa que vislumbraban era encargar una tercera traducción de Le chercheur d’or completamente nueva.
 
1 Raymond V. Schoder, S. J., The art and challenge of translation, Bolchazy-Carducci Publishers, USA, 1987, 108 p.
2 Craig Raine, “Lenguaje impropio: poe­sía, palabrotas y traducción”, en Crítica, Mé­xico, núm. 110, junio-julio 2005.
3 Un interesante estudio de la posibilidad o imposibilidad de la traducción de poesía puede leerse en Edward F. Stanton, “Vírgenes y promiscuos: lengua, poesía y traducción”, en Crítica, México, núm. 130, enero-febrero, 2009, y también en Udo Kawasser, “Cómo traducir lo intraducible”, Crítica, México, núm. 140, octubre-noviembre, 2010.
4 Michael Henry, “Diary”, en London Re­view of Books, volume 32, number 16, au­gust 2010.
5 Para verificar la influencia que la obra traducida de otros idiomas tuvo sobre la obra de Sergio Pitol (él mismo traductor de ella), véase Alejandro Hermosilla Sánchez, “Ser­gio Pitol: un artista de la traducción”, en Crítica, México, núm. 133, julio-agosto, 2009.

¿Vestido de novia o con ropa de macho?



Francesca Dennstedt

João Gilberto Noll, A cielo abierto, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009, 167 p.

Hace poco leí en un cuento que la litera­tura no consiste en la búsqueda de temas y la pesada tarea de darles forma, sino en la capacidad de traspasar lo espontáneo, lo fragmentario y lo casual de las experiencias sin que pierdan su carácter inmedia­to; es decir, la literatura existe cuando “uno se ha vuelto literatura”. El cuento del que hablo es “El todo que surca la nada”, de César Aira. Uno puede estar de acuerdo o no con lo que este cuento propone, pero lo cierto es que la literatura que se está es­cribiendo en la actualidad, o por lo menos la que encuentro interesante, tiende a la improvisación, a lo instantáneo y cambian­te. Y es precisamente dentro de este tipo de literatura donde se podría situar al escritor brasileño João Gilberto Noll, quien desde la década de los ochenta, con la publicación de O cego e a dançarina, se ha revelado (por lo menos en Brasil) como uno de los escritores más sugerentes de la actualidad.
Es común escuchar hablar de la margi­nación de la literatura brasileña debido a las barreras del lenguaje que separaran a este país del resto de Hispanoamérica. João Gilberto Noll, al igual que gran parte de los escritores brasileños de la actualidad —y me atrevería a decir del pasado, porque la literatura brasileña no se reduce a Ma­chado de Assis, Clarice Lispector o Jorge Amado, aunque sin duda fueron grandes escritores—, es un autor que poco se le conoce en México, sobre todo por las di­ferencias lingüísticas. Sin embargo, ¿por qué se lee más literatura estadunidense o francesa en México, si ambas, obviamente, no están escritas en español? ¿Por qué se conoce más la literatura de otros países que la brasileña si ésta es más cercana a nosotros? ¿Por qué esta constante margi­nación de lo latinoamericano? A causa de este desconocimiento y rechazo me intere­sa hablar de A cielo abierto.
Intentar resumir la trama de A cielo abierto es ordenar una literatura que se resiste a la jerarquización de ideas, que aboga por lo simultáneo y que está cansada de la previsión. Además, resumirla no es sencillo: el estilo improvisado de la es­critura de Noll, refiriéndome tanto a la apariencia de improvisación del libro co­mo a la improvisación real de la escritura, no da lugar a la planeación ni a la sucesión de hechos; tanto los personajes como las anécdotas irrumpen de la nada para, de repente, desaparecer en el olvido. Y es pre­cisamente con una pesadilla —que, tanto en la cabeza del narrador-protagonista co­mo en la del lector, rápidamente se olvida— con lo que el autor decide comenzar su narración: “Grité. Tuve una pesadilla cuando soñé con mi escuela (…) y le pregunté si él había oído las campanadas al mediodía… ¿al mediodía de ayer o de hoy?, pregunté yo mismo distraído.” Además de que esta pesadilla no tiene importancia den­tro de la trama, el lector carece de certi­dumbre sobre la veracidad del sueño: con Noll nada o muy poco es seguro.
El relato de A cielo abierto se centra en un personaje que, al ir a buscar a su padre al campo de batalla para pedirle dinero y poder curar a su hermano enfermo, es obligado a participar en una guerra cuyos motivos desconoce, por lo que deci­de desertar. En los textos de Noll, este na­rrador-protagonista nunca tiene nombre, edad ni nacionalidad definidos, siempre se encuentra en movimiento y su identidad se presenta al lector fragmentada. El na­rrador-protagonista que transita por las di­ferentes novelas es uno cuya identidad se ensaya en diversas experiencias, se fracciona: unas veces este narrador-protagonista es un escritor, otras un actor o, como en este caso, un desertor. En A cielo abier­to, el narrador-protagonista no es lo único indefinido: el lector no sabe ni en qué tiem­po ni en qué espacio se desarrollan las ac­ciones; y tampoco puede asegurar si todo lo que dice el narrador-protagonista es ver­dadero, ya que éste siempre se presenta como espectador y no como actor de su vida. En este sentido, la poética de Noll se aproxima a las ideas mostradas por el cuen­to de César Aira mencionado arriba: el escritor tiene que perder la manía de pre­ver todo lo que sucede en la novela, tiene que frenar la compulsión que siente por ordenar, por jerarquizar las acciones. Por­que una buena escena está “bañada en una especie de formol que la protege del vaho de las previsiones”, porque así deja de con­tar la misma historia, deja de comunicar significados establecidos, de delimitar el es­pacio y el tiempo, y en lugar de reducirlas, abre un mundo lleno de posibilidades.
Por otro lado, decir que A cielo abierto es una historia de amor podría remitir­nos a las solapas al uso en nuestros días, que a fuerza resaltan, lo amerite o no, al­gún motivo amoroso o sexual de la novela. Pero en este caso vale la pena hacerlo. Más que una historia de amor, la novela expo­ne la sexualidad del narrador-protagonis­ta, la cual, para variar, es indefinida. Desde el inicio del libro, el lector percibe una tensión sexual entre el protagonista y su hermano menor —“tantas veces sentado sobre mis piernas, otras tantas sentado sobre mi propia verga como si él no supiese”—, que culmina cuando regresa al campo de bata­lla y encuentra al hermano vestido de mujer. La escena no es clara porque el protagonis­ta no está seguro de que su hermano esté vestido de novia o listo para su primera comunión: “yo ya sentía sí en mi cuerpo entero una desconfianza brutal de todo lo que había estado viendo desde que vi a mi hermano vestido de novia o de mujer en la primera comunión no sé, desde allí po­co me importaba lo que hicieran de mí, que me mataran, me hirieran, me descuartiza­ran, me despedazaran todo bien, pero deci­didamente no tenía más nada que ver con toda aquella mierda de ejército de guerra de padre de hermano vestido de novia o con ropa de macho”.
Sea cual sea el caso, el hermano se convierte en la mujer que siempre había buscado el narrador-protagonista, quien pa­sa a hablar de él (su hermano) a hablar de ella (su esposa). Este cambio en el géne­ro del personaje es imprevisible y en cierto sentido poco verosímil, porque termina tam­bién modificando su sexo. El hermano tie­ne, finalmente, la capacidad de procrear. Claro está que esto nunca se esclarece del todo, y entenderlo de este modo es sólo una de las interpretaciones que el lector pue­de hacer del libro. Hay quienes afirmarían que el hermano y la mujer son dos perso­najes diferentes, y aun hallarían argumen­tos textuales para demostrarlo. Sin em­bar­go, propongo una lectura que explore una visión más amplia del género como un fac­tor social y no biológico: mientras que el hermano cambia de sexo, el género del protagonista es indefinido, indefinición que está ligada a condiciones sociales específicas, como el abandono del padre, la au­sencia de la madre y el abuso sexual que sufre en el ejército. Es importante aclarar que, en el texto, estas condiciones sociales sí afectan el género del personaje, pero es­to no se puede interpretar como que, nece­sariamente, una persona es homosexual porque tuvo traumas de pequeño. Utili­zar estas situaciones es una manera simple de presentar el carácter social del género, es decir: un homosexual es nombrado “homo­sexual” porque la sociedad lo define como tal. Por otro lado, la homosexualidad, o cual­quier otro tipo de orientación, es tratada en el libro de Noll con normalidad y acep­tación aunque, en la mayoría de los casos, deja ver que puede existir una desventaja para el homosexual. En este caso, la des­ventaja del narrador-protagonista es que no encuentra su referente en las categorías ya establecidas socialmente, y al final termina perdiendo hasta su nacionalidad. Ade­más, con frecuencia sufre abusos por parte de una sociedad típicamente autoritaria que no permite individuos fragmentarios o in­definidos. Este carácter indefinido de la sexualidad nos remite, de nuevo, a César Aira. En Cómo me hice monja, el protago­nista se refiere a su persona en femenino, pero los demás personajes se refieren a ella en masculino. Además, existe también en este texto una figura autoritaria que impul­sa el desarrollo de la novela: el padre obli­ga a la niña(o) a comer un helado que está malo, situación que desencadena la narra­ción y los infortunados acontecimientos en la vida de la niña(o). El paralelismo entre ambos autores no sólo se encuentra en su idea sobre la literatura: también compar­ten ideas sobre la sexualidad y el género.
La necesidad de contar lo espontáneo de la vida, de transmitir el sentido de improvisación, sumada a las inquietudes sex­ua­les y la fragmentación del carácter del personaje, exige la búsqueda de un len­guaje que pueda hacer surgir lo anterior. Este lenguaje, casi barroco, ha sido identi­ficado por Reinaldo Laddaga, en su ensayo Espectáculos de realidad, como el len­gua­je invertebrado. El lenguaje invertebrado, dice el narrador-protagonista de Harmada, otro de los libros de Noll, es “aquel que des­conoce cualquier viga maestra, aquel que no quiere ir a punto alguno, aquel que en microexplosiones se licua en la pantalla opaca del ciego”; es decir, y parafrasean­do a Laddaga: quien utiliza este tipo de lenguaje no busca comunicar significados establecidos o estados de ánimo fijos, sino la posibilidad de construir secuencias, es­cenas destinadas a provocar reacciones, para que por un momento el lector pueda acceder a la oscura realidad en que vivimos.* El lenguaje invertebrado busca, entre otras cosas, transmitir el sentido de impro­visación e inmediatez del texto, mediante frases largas, con poca puntuación y muy pocas oraciones subordinadas. Busca presen­tar escenas para provocar un choque en el lector, para sacarlo de su cotidianidad: “Mi hermano dejaba escapar algunos vó­mitos por los costados de la boca y yo me quedaba mirando aquellos chorros como quien dijera: ve, vomita todo, si quieres yo pongo en mi boca la baba tibia y corrupta de tu vómito.” Gilberto Noll, en alguna en­trevista, se declaró un escritor de lenguaje, y es que si hay algo seguro en la escritura de Noll es su lenguaje singular, invertebra­do, que no sigue las normas de la sintaxis, que no quiere llegar a ningún punto esta­blecido.
 
* En este sentido Laddaga compara los textos de Noll con los de Lispector y dice: “Cla­rice Lispector, quien a mediados de siglo co­menzaba a construir fabulaciones de sujetos imantados por un deseo de hacer contacto con lo que, en ellas o ellos, sería un eso elemen­tal (la vida, digamos, que ‘se es’, la existencia básica, en tanto en ella se anudan un cierto amor y una cierta crueldad, en un juego de cap­turas y donaciones), y cobrados por un deseo de intensidad (‘disrrítmica’, dirá Noll) que ani­quilara, aunque no fuera sino por un momen­to, la placidez sonámbula de una existencia estructurada hasta en sus dimensiones últimas.” “Amor”, el cuento de Lispector, ilustra la opinión de Laddaga. En este relato, una epi­fanía aniquila la “existencia estructurada”, la rutina del personaje, revelando una parte del mundo que no conocía, una parte cruel y des­piadada. Además, el lenguaje, de carácter poé­tico, ayuda a mantener la atención del lector, permitiéndole cuestionar lo cotidiano y trascen­dental de la vida, y revelando una realidad mucho más dura.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Siete poemas

Eduardo Milán

ROJOS NADA que decir ni hacer
calle medio iluminada
un semáforo verde, un disco verde
y los plantíos de yuca

el gorro un guante sobre la cabeza
todo lo que está no es
sino imagen
y los plantíos de yuca

esa clase tiene de uno
a otro hemisferio
tendido un electrodoméstico

estandarte de una mente estándar
y los plantíos de yuca

extranjero: frente al objeto
pero en el aire suspendido
mide al objeto que está en el suelo
mesa puesta, mientras cae
el chorro aumenta el volumen
de agua en el vaso
vaso de agua abierto arriba

vaso igual que en la playa el barco
y los plantíos de yuca

puede que el sur esté desnorteado
—las presidencias, las legislaciones
el control férreo del Estado
la hilera de tractores parados
y los plantíos de yuca
¿y los plantíos de yuca qué? no, nada
viento leve en ala de mariposa

*
NADA QUE  hacer
dice nada que hacer, ella
ante todo esto, una muralla
cuatro muros de piedra que podrían
—este presente— apoyar fusilamientos
—este futuro, este impreciso
ir de tumbo en tumbo hacia la escena
redoblante, donde vuelve a doblarse
de tanto en tanto un resplandor
blancoamarillo en el ahora eterno
rostro del goyesco, airado, manos en alto
descubre el pecho, detiene el cielo
la descarga de frente, no de arriba, lluvia

*

NADIE VIO la noche
que parecía tan cercana y clara
la naturalidad de estar cubierto
la costumbre del cobijo
no ver más que lo inmediato
de ahí el salto sublime por encima
la entrada en el afuera de cabeza
sin asideros, ni el asa de una taza
—se fue en la retirada
fabulosa el café—
la necesidad de protección
de lo que hueco, hondo llama
del abismo no de abajo, de arriba
vista antigua de la mirada que se levanta
trata de ver más allá del entretanto
de la carpa, manto
pregunta por qué, por quién, por la noche
no —“no salgas de noche”
pasa la suerte de la víscera a la estrella
nadie vio la noche en ese tiempo
la negra de la zafra de algodón
el blanco del carbón de mina
la noche, ni más ni menos encima
espacio del salir que detiene su carro, espera
la salida completa
sin salvedad, sin restricción, el todo-sin
constelación
sobre los niños —ondean las banderas
nadie ve, ondea la pasión —ingresa
un ingrediente, el mar —sobre la paz que no hay, nadie ve
bastiones del espíritu en harapos
promesa de “habrá polvo, habrá polvo”

el otro ingrediente es el viento
sin que sople en el velamen para salir de ahí
el viento en la noche, otro perdido
nadie ve —es la tiniebla que a ninguno en particular le habla
sucede la descomposición de noche
no che
descomposiciones argentinas y uruguayas
sugiere —dije— Guevara negativo

nadie escribe sobre la noche
una tradición de peso, el peso de la noche
no el nocturno ambulante, insomne, ambos
la noche no me dice nada
qué puede decir si su estar es no decir
igual que en el pájaro pones el misterio
tú, pesa sin pájaro un canto

nadie vio la noche
viola, guitarra
viola, violencia
ahí la noche filtra juegos de lenguaje

*
NECESIDAD DE absoluto
no eternidad, absoluto
lugares de América Latina
que totalizan concreto

si se cierra un puño sin nada adentro, no con nada
ese apretado

con estrías, grietas
totalizar, lanzar el secreto al aire a lo que abarque una red

niños sentados junto a una cesta de mimbre
ríen igual que si los pichones
pinzones —dije
ese apretado es un concentrado, promesa de lluvia

una idea de eternidad canta fuera de aquí
aquí pura gana de absoluto, no canta, no es cierto

*
NINGUNA necesidad

desinterés a mares
igual a igual de un extremo a otro
cuerda que cuelga con las cosas
a dos dedos del piso
agua de la igualdad bulle
mal distribuida en vetas, venas de agua

doble del venado sin ser visto pace

de ahí se surte el ansia de la acción
vuelo invisible de las garzas
ganzúas que rasgan el silencio
poetas, pájaros-poetas
ingresando en fila india en el registro
temporal, intemporal

fila india, tiendas
piedras que se siguen al peñasco
tiempo, otra
pausa, levantar del suelo al caído
paso a paso, niño, res, osezno
levantar el reflejo de la luna en el río
ponerlo a secar sobre la hierba
una vez no, lobezno, lo que reste

*

NO ERES nadie si nadie te quiere
eres otro, no nadie

arabesco, sinuosidad
en vez de nacer hacia fuera
no nace hacia dentro
nace hacia abajo

salvo que te ames a ti mismo
a la vuelta del arado

ahora se codicia el amor de nadie
ahora que ahora es el sujeto del tiempo
nacer hacia fuera corresponde al aire
el parto, el grito, el llanto, la llegada

*

EL QUE dice “la hacienda Menecucho”
se las trae, las acarrea
algo tenso entraña el pasto
tersa la piedra seca bajo un álamo verde
dando sombra, lo que funda suelo
vayan a la taberna en cuanto aquí se cuecen habas

yo digo hablar de lo que no habla
no tanto hablar de lo que no se habla
ley no, código desconocido
es posible imaginarlo remontando el tiempo
al que dice “la hacienda Menecucho”
balancea debes y haberes, lo que queda, lo que fue
gasto de la gesta que recortó el sentido
atropellarse de grillos, lenguaje, barro
laqueado por el brillo, despilfarro
mucho, demasiado para resplandor blanco de hilacha
ella se rescata por caer de vida
es que leche materna de vaca
esqueleto pulido de vaca bajo la luna tupida

Adolescencia

Luis Vicente de Aguinaga

Je parle à mes amis lointains dont l’image trouble
Derrière un rideau de vacarme de cataractes
M’est chère comme un espoir inaccessible
 Sous la cloche d’un scaphandrier
Simplement dans la solitude d’une clairière
César Moro

El sol, traste de bordes oxidados,
gira, si la mañana está de humor,
a setenta y ocho revoluciones
             por minuto.
Tiene grabada una canción por lado
con trompetas de Händel ―irrisorias―
y guitarras endebles de hace un siglo.
Alguna vez fue un dios,
como todas las cosas y las fuerzas,
pero no hay dios que valga en cierta edad
ni redención posible a los catorce,
            quince años.
Y este sol yo lo miro en esos tiempos,
y lo puedo mirar porque no arde.

Siempre adoramos dioses obsoletos.
El dios que veneramos
lo amamos ya vencido,
con fracturas de tibia y peroné
o diademas horribles de princesa ultrajada.
El futbolista de la foto,
              Jürgen Klinsmann,
hace diez años que se corta el pelo
y en otros diez no tendrá pelo.
Bajo el colchón, revistas calcinadas:
esas damas de antaño
suman hoy, cuando menos, cuarenta primaveras
y el doble de visitas al quirófano.

No parece mentira
que pasen veinte o veinticinco años:
parece la más fiel de las verdades,
verdad como el azúcar en un postre
o el polvo en las persianas de la sala…
Con estas moralejas
hay fábulas por miles, por milenios:
más azúcar, más polvo,
más años y mayor la urgencia
de cantarlo sin dicha y con falsete,
mejor ―de ser posible― con traje azul marino
y versos escandidos con metrónomo.

El que suscribe, triste de reír
sin más alternativa,
se declara insoluble
por veinticuatro pulsaciones
          como mínimo,
por lo que duren estos folios
―lado A, lado B―
de vejez achacosa y prematura,
sin otro fin que ahorrar lo suficiente
y reponer el gajo que faltaba
en la epopeya, la oratoria
            patriótica y demás
aficiones del héroe jubilado.
Siempre amamos ―lo dicho― al dios cuando se aleja.

Traspié

Román Luján

                                        si por ventura vierdes
                                             San Juan de la Cruz

al rastre al roce al traste en ristre a ras
me fui sin tan de mí me fui de bruces

tras de una voz sin ti donde me hallaba
mejor que en mi saliva y en tu sal

más cerca de esta edad y cicatrices
sin riesgo de contarlas sin temor

a caer por ventura incrédulo al conjuro
me fui tras de esa voz en extranjero

que al fin me presentía sin revelarme
que esotra lengua en ti me congregaba

mejor que en español quién lo diría
que iría a llenarme el plexo de un resuello

que ya sabría el camino de mis sílabas
y sin hablar podría deletrearme

sin escalpelo abrirme a voluntad
tras de él de ella me fui me vi tan solo

que huí rumbo a su errar de mí no supe
ya entonces por mi voz sino en la suya

tan súbito ay de mí me hallé en su llama
hollé su rubio hollín me olí en secreto

di al traste ungido a rastras pertinaz
en noes de diamantina en naos de calor

siguiendo a la sinuosa que me urdía
por verme tropezar desbarrancarme

no supe si olvidar pero me fui
me fui deshilachando en su garganta

por eso te mentí quiero decir que yo
un yo en añicos yo multiplicado casi tú

a penas siempre duras sabía quedar en pie
y era tu suelo mi aire y mi fragancia

y era mi corazón tu pie agridulce
quiero decir de mí que no me hablaba

que no me perdonaba a ras me oía
lejano murmurante a media tinta

adentro de una piedra en ascensión
hasta que tropecé para elevarme

no digo más si miento que si callo
detrás de esa sinuosa con los pies

llagados retorciéndose en tu amor
tu rostro yo me vi me fui al arrastre

detrás de ella de él dras tel me herí
detrás de mí de ti tras del mi hurí

al roce de una voz que me entendía
tu lastre huyó de mí que triste fui

Dos poemas

Miguel Ángel Flores


A UN AMIGO

En niebla de sueño y crespas hebras de silencio
La mansión en noche sepultada
Y es manto frío el verano;
A veces un adagio o la voz del sistro en viento,
Y suave brisa que sacude vestimentas.

En paz están los hombres y beben de mi odre.
Los libros se apilan a mi lado y toco la lira;

Se borra el rostro del sueño en vigilias de insomne.
Y mi huerto es festín de vegetales,
Y magra es la ración y suficiente.
El arroz es polvo y fermentará en vino,
Ofrenda para los huéspedes.

Palabras ilegibles del hijo menor,
Y su balbuceo de signos en la red de palabras;

Olvido formalidades
Y miro las nubes, pasan a lo lejos;
Es la caverna del día en el altar de sombras.



POEMAS RURALES CON ANHELO POR EL PASADO

Instrucciones del viejo maestro:
No acumules sin cumplir.

Y presumo magra escarcela y ambición desnuda.
No puedo hacer míos sus distinguidos modales.

Azar son las horas de un esfuerzo sólido.
Tomo el arado y me entrego a la jornada,
Y la conversación es eco de máscaras rurales.

A través de los campos roturados en la distancia sopla la brisa
Y oscuras aves engendran el torrente.
No se hacen cábalas sobre la cosecha.
Y cavan en mi vivir mi tormento:
Que se alegre el corazón con cordura.
A veces doy descanso a la siembra y al arado,

Nadie pasa, nadie pregunta como antaño por las señas del camino.
Regresamos en compañía del sol,
Y en mis pensamientos me consumo
Con los amigos bebo vino: da contento y locura,

Cierro la puerta de mimbre y recito poemas,
A veces nacen alegrías entre los días inhábiles.
(A partir de los poemas de Tao Yuanming)

De azahar unas cuadernas

Felipe Vázquez

No lejos de la ofrenda,
esta roca
donde tantos
ataron su calvario y tantos
la esposaron, ciñe
de azahar unas cuadernas;
y al pie de lo que fuera
un verde litoral, oxida
el vino viejo del quebranto,
el mirar que no halla en qué
decir el arca —excepto
en esa roca, roja de naufragios.

*

Donde el sol no llega, al muro
a golpe de cincel
asido, pez de sima
pero
aun más frío
que ojo de narval
a ras de yelo, donde el mar
lame las costillas del caballo.

*

El tiempo tiene piel
de sierpe, cáustica
cereza donde cae
el rojo de la sed. ¿Seré
el ser que en otra edad
he sido? El celacanto
no es lagarto en tu lagar.

*

Desde proa divisa
mi voz de preso

y en sesgo por el río
me vuelvo lejanía.

Huye de mi barca
toda orilla, en vilo

donde sima
se abre cada instante.

Al filo de su nombre
el ser deviene sin ahí.

*

En esta piedra
acaban las palabras, no
sé cómo aquí llegaron, pero
hoy se diluyen por las vetas del vacío.
E ignoro por qué mis venas en la roca
se congregan —si pudiera
sostener mi sangre entre las palmas
no sabría
salvar la voz que me sostiene.

La razón de un problema



Juan Soros

Eduardo Milán, Solvencia, Biblioteca Sibila, Sevilla, 2009, 72 p.
 
Juegos de lenguaje. Juegos serios. Lo que está en juego. Solvencia deriva de la mis­ma palabra latina que da, directamente, solvente. En el uso de la lengua: que re­suelve, que tiene crédito financiero, que res­ponde. Sin embargo, para las ciencias, en particular para la química, solvente es una sustancia que puede disolver. Así la solvencia no sólo sería la carencia de deudas o la solidez (en este caso) del discurso “dig­no de crédito” (creíble, rentable) sino tam­bién su propia disolución. ¿Todo vale? Claro que no: “tallo de lluvia / vaso de agua / no cualquier cosa”. Quizás esta contradicción sea sólo aparente, al menos en la lectura propuesta.

En la lógica dialéctica resolver un pro­blema es darle respuesta. Es decir, llegar a la síntesis hegeliana por vía de la razón, del logos, lenguaje. Solvencia sería dar razón de un problema. Sin embargo, las es­critu­ras más lúcidas de la segunda mitad del XX hasta ahora son las que se de­can­tan por un decir que se puede leer desde lo que Th. W. Adorno llamara en 1966 la dialéc­tica negativa. Este antisistema discursivo evita la solución sintética, monolí­tica y tota­lizante. Por el contrario, admite una serie de soluciones posibles. La constelación. La metáfora astronómica se puede llevar al campo semántico de la química: la solución en química es disolución. Solución: acción de disolver. ¿Cualquier cosa? Claro que no. Lo disuelto está ahí, en su multipli­cidad, pero es el resultado de un proceso que in­volucra elementos concretos. La dialéctica negativa “libera a la dialéctica de semejante esencia afirmativa, sin dismi­nuir en nada la determinidad” (Adorno).
Algunos de los conceptos constantes en la constelación-solución de Eduardo Milán, uno de los poetas más importantes de la lengua en la actualidad, son la polí­tica y sus derivados continentales: pri­sión, exilio, dinero/pobreza (L’argent, otra de Bresson, la plata, el Río de la Plata), las re­laciones entre margen-América y me­tró­poli-Europa, la madre, la tierra y quizás en este volumen con más fuerza la nostal­gia, el lenguaje ten­sionado por la distancia, la formación de frontera, a dos lenguas maternas (“voa von­tade / portugués, cla­ro / no hay idioma equi­vocado, quería la polise­mia”).
La prosodia aún contiene elementos de paronomasia, recurso más presente en los comienzos de su obra, que se integra en el discurso como un viejo conocido, resis­tente, al igual que el quiebre del pacto ficcional autor-lector. A la manera de los personajes de Bergman (y Woody Allen), que hablan a la cámara, o los de Haneke, que interrumpen la diégesis y por tanto distan­ciándonos de toda sensibilidad empática a pesar de la crudeza de sus imágenes, Milán interrumpe aclarando, problematizando, sin nota, sino en el flujo del texto: “falta decir que en lo que dije / hay una elipsis de la fotografía / en blanco y ne­gro”. Falta también una lectura de lo ci­nemato­gráfico en su obra.
Milán no es un autor de poemas largos aun cuando muchos de sus libros, el mis­mo Solvencia, tienen tal coherencia conceptual que operan como fragmentos de un poema largo tanto más que como “flori­legios de varia poesía”. Sin embargo la dispersión semántica, presente en Solven­cia como en gran parte de su obra, y garan­tía de pensamiento crítico contra totalitario, aparece cargada de otros recursos que denotan la originalidad del pensamiento poético de Milán en el contexto de la len­gua española. Por ejemplo, la anáfora, que puesta al principio y final de varios poemas genera una posible lectura circular. Circular como la elipsis/elipse (un círcu­lo con dos centros o focos) de la que ha­bla y usa. Circular como la nostalgia que va y regresa a la memoria. Movimiento elíptico, no se recuerda todo, no se re­cuerda bien.
No se pretende una lectura metalite­ra­ria. Solvencia igual a escritura solvente. Lo es. Ya está. Lo evidente o tautológico. Quedarse en la “literatura” es lo más direc­to, acusar la “dificultad” (Steiner) y silen­ciar la semántica. Es cierto que, ante un objeto de lenguaje como Solvencia, pretender un discurso sintético (la crítica con­servadora) es inoperante, pero negarse a su lectura es mezquino. El texto, como el dios que habita en Delfos, no dice ni ocul­ta sino que señala (semaiein). Solvencia solventa y disuelve un sentido que entra por caminos oblicuos, los poros o, con Burroughs, el lenguaje virus, en este caso el verso-virus (retro-virus) contagia antes de conquistar o convencer. Así emerge una poesía política exenta de retórica panfletaria, de las “metáforas severamente co­dificadas” de las que habla Barthes. Al mismo tiempo, integra el rigor crítico, co­mo len­guaje y escritura, que la hace posible co­mo expresión de una experiencia (sí) y una cierta mirada sobre el mundo.
La escritura se abre invocando a la musa del rigor, el control, y más que ar­borecer, acota: “Integrar al poema la pa­labra control / (...) no es el control / del corte (...) / sí comparte / con el corte el control de / la libertad de extensión de la expresión (...) / —sumados gritos / que da tu pensamiento cuando está llagado”. Con­trol del corte ver­sal y del flujo de la crisis, solvencia. “El estar de la palabra poética es un estar análogo a estar exiliado por su condición sin raíz”, Milán, en Un en­sayo de poesía. Emerge en una experiencia (compartida) de desarraigo: “sin pa­dre / sin madre / sin hermano / sin hermana // sentado / en el suelo / sin suelo”. El origen, la genealogía, desmontados (“de preferencia no nazi”), “por el canal del tiempo se derrama pol­vo de oro / que no es pérdida, es regreso / fundición en lo que funda —oro que un sol derrite”. Ya se sabe, el regreso, la odisea, en griego nostos, raíz de nostalgia. También desmon­tada, crítica, no la nostalgia mediterránea (“Europa no escri­biría así”), “un tal no­sotros, por oposición creo / al ellos total, y no me siento”. Como en el texto dedica­do al poeta Jorge Olivera, su compatriota: “Cómo un exiliado no va a ser elíptico”. La condición sin tierra que año­ra solvencia y sólo la encuentra en el len­guaje, en la escritura, aunque cons­cien­te de su im­posibilidad: “pero quebré / phi­nanzas”. Quiebre de sentido y de dinero, quiebre irónico, parte de un poema clave que concluye: “tú no sabes qué es estar sin ti, yo sí / sentado / en la sombra del Due­ro —que digo: del Duelo”.
El tiempo-muerte, el pasado integrado: “Escribirán el olvido / para que haya olvi­do / esa parte compensante de este peso.” Donde la escritura es “la-salva-la-vida”. Aunque sea la vía de la aporía, como en el poema que comienza “tocar tierra no es tocar tierra” y termina “tocar tierra es eso, tocar tierra”. Traicionando la constelación, quizás tres versos condensan (“campos de condensación”) los elementos que solven­tan esta palabra, el exilio-política, la fami­lia-duelo y la escritura mirando al pasado pero de camino al futuro, como el ángel de Walter Benjamin:
donde canta el cenzontle es mirlo allí
por los abuelos de la línea, tierra que se alarga
felicidad fue, ahora poesía pura.

El cielo está vacío


Ángel Ortuño

León Plascencia Ñol, Satori, CONACULTA, México, 2010, 84 p.

“Cada poema es memoria”, afirma León Plascencia en el texto que a manera de adenda funge como educada guía de lectura, aunque post facto. Su ubicación al final del libro es una cortesía: dada la proverbial amplitud semántica del discur­so poético, los indicios —y aún más los pro­porcionados por el propio autor— si bien podrían brindar un asidero para el des­ci­framiento, también pudieran ser un lími­te para quienes no pretenden reducir la lectura a una comunión de sentimientos con el autor. Ahora bien: ya que ha salido a colación el asunto comunicativo, si hu­biera algo detrás del texto, ¿su goce está en encontrarlo? ¿Se trata, entonces, de un acer­tijo? Si cada poema es memoria, ¿sirve el poema como una mirilla hacia la intimidad del autor?
Los sentimientos son privados y las palabras públicas. O al menos así estamos acostumbrados a verlos. Lo ha escrito, in­mejorablemente, Mario Montalbetti en “Ob­jeto y fin del poema”:
Es de noche y tiene que aterrizar
antes de que se acabe el combustible.
Así terminan todos sus poemas,
tratando de expresar con un lenguaje
público un sentimiento privado.
¿Cuál es el recuerdo detrás de cada poema? La lectura de Satori, a través de sus tres secciones, “Pentimento”, “La cor­dillera” y la epónima “Satori”, nos presenta esas palabras públicas como vía hacia los sentimientos privados por medio de una estrategia de desplazamientos. Me ex­plico: el término que da título a la prime­ra sección no corresponde a la poesía sino a la pintura: un “pentimento” es la huella, el vestigio en un cuadro del momento, o los momentos, en que el pintor modificó la composición concebida originalmente; así que, por principio, tendríamos que supo­ner que el primer conjunto de poemas no presenta estas huellas sino que se limita a ser las huellas: los arrepentimientos per­manecen y la composición original se des­vanece. Hay aquí un juego de doble fondo: el poema desplaza a la realidad, la escri­tura esfuma el recuerdo y, de alguna ex­traña manera, lo recompone para el lector.
“Es evidente que el lenguaje es sobre todo un instrumento pragmático, que da la impresión de que no está ampliamente do­tado para reproducir y comunicar la rea­lidad ni capturar la verdad, pero en cambio es sumamente útil para hacer algo en el ámbito de lo político-social, empleando es­trategias de índole psicológica (psicológica y estética)”, afirma Antonio López Eire en su tratado Sobre el carácter retórico del lenguaje. La limitación que López Eire señala respecto a “reproducir y comuni­car la realidad ni capturar la verdad” debe entenderse literalmente:
mirar de cerca los objetos: su otra vida
no evidente. romper de tajo con el cerco
de las palabras.
Así dice uno de los momentos, de los arre­pentimientos, de “Pentimento”. El len­guaje, la palabra, no mira de cerca los ob­jetos, los cerca y los distorsiona. ¿Cómo podría comunicarlos? Aquí es donde convie­ne vol­ver a lo dicho por López Eire res­pecto a lo que significa que el lenguaje sea un ins­trumento pragmático, para lo cual acu­de a conceptos de Aristóteles, en su Retó­rica: “El lenguaje posee una capacidad para la retórica o su ‘retoricidad’ que puede de­finirse como capacidad pragmática, o sea, para hacer cosas, en el ámbito de lo polí­ti­co-social a base de estrategias fundamen­talmente de índole psicológica (es decir, psicológica propiamente dicha y estética, pues lo estético implica el psicológico pla­cer o sensación de la virtud de la belleza).”
Líneas adelante cita a Cicerón para recordar que los tres deberes, u officia, del discurso retórico eran enseñar, emocionar y deleitar. López afirma que el len­guaje es habilísimo para las dos últimas (emocionar y deleitar) y sumamente limita­do para la primera: enseñar. Incluso, seña­la que el propio Cicerón optó por cambiar el término enseñar (docere, en latín) por “hablar convenientemente” (decere, en latín).
Me parece que aquí es donde cabe con­textualizar adecuadamente la afirmación de Plascencia Ñol: “cada poema es me­moria” es una frase declarativa, de las úni­cas que, según Aristóteles, pueden decir la verdad o mentir... no obstante, se ve in­mersa en la tónica general de los versos que la anteceden, de ahí que vaya al fi­nal: como una confirmación de que cada recorrido, cada lectura, nos llevará a un punto diferente; tan familiar y tan des­conocido como nuestros recuerdos. La me­moria —olvidémonos por un momento del software y el hardware— es lábil, por eso es creadora.
“No hay nada, sólo cosas”, dice uno de los versos de “La cordillera”, siguien­te conjunto de poemas en el libro. Nue­vamente, el lenguaje se vuelve contra su natural inclinación (convencer, deleitar) y se sujeta a la tensión de mostrar. En esta depuración del arsenal lírico al que el autor podría apelar hay también un afán de nitidez, entendida no como transpa­ren­cia sino como precisión:
La cordillera como hoja
de afeitar
Remarco la escansión del verso para resaltar el primer momento en que equipa­ra la cordillera (el accidente orográfico, la realidad) con su papel ahora en una ho­ja que se vuelve de afeitar al plantear una segunda comparación: la cordillera como silueta no es la cosa real sino su efigie, una línea recortada en un pedazo de papel. Ahora bien, si nadie en su sano juicio es­pera encontrar una cordillera real entre las tapas de un libro, ¿por qué decir que aquí no hay nada? Se trata de los prole­gómenos del encantamiento. Las palabras del prestidigitador previas al truco: nada por aquí, nada por acá... y de pronto hay cosas. Y tal vez algo más que cosas. El lenguaje hace cosas. Las hace aparecer. Ya no es el recuerdo del autor —asunto por demás insignificante— sino la opera­ción de la memoria, fundamental incluso para la idea que tenemos de ser nosotros mismos aquí y ahora. Nos hace presen­tes. Y nos cimbra. Eso es la poesía. Eso se puede lograr con sentimientos privados y palabras públicas. La iluminación: el satori.
Fui el que fui y ahora
es necesaria la repetición, un sol
de repeticiones, el valle
en donde estuvo todo y no lo supe ver.
Dicen unos versos de “Satori”, poema donde abunda la lluvia. La imagen de la lluvia, la palabra lluvia, de hecho, apare­ce a lo largo de todo el libro. La lluvia cubre para después develar; la lluvia for­ma un muro al sumar las infinitas gotas de transparencia, es lo que impide ver para enseñar a ver. Y aquí me refiero a una operación fundamentalmente senso­rial. Etimológicamente, la estética se refie­re a lo percibido por vía de los sentidos; es decir, no la verdad sino “cuestiones que admiten ser de otra manera”, para citar nuevamente la Retórica de Aristóteles.
“Memoria de los sentidos”, llama con lucidez Ernesto Lumbreras a estos versos. Ambos términos, sobre todo conjugados, remiten a un tercero: la transfiguración. El cielo no está más vacío cuando lo vemos despejado sino cuando las nubes, ese fenó­meno proteico, nos muestran las infinitas posibilidades de la forma. La figura como una posibilidad en perpetuo movimiento solamente es posible en el vacío que no lo es por defecto sino por plenitud. El vacío es el escenario de las transfiguraciones:
                            Había algo nuevo.
había algo que antes fue un presagio.
La poesía transfigura porque admite en ella las otras maneras en que pueden ser las cosas reales; las vuelve privadas y las devuelve públicas: las coloca en medio de la plaza como “estatuas que hablan”, según Demócrito de Abdera definiese bellamen­te a las palabras.
Cada poema es memoria, sí. Y los reu­nidos en Satori son, sin duda, también memorables.