jueves, 26 de noviembre de 2009

Paul Klee y la pintura de lo primordial

Jorge Juanes
Impostores, esos artistas que rápidamente se inmovi­lizan en el camino.
Pero elegidos los que van más lejos, hacia la Ley original, a alguna proximidad
de la secreta fuente que alimenta a toda evolución.
Paul Klee

Cualquiera que examine el arte a profundidad, sabe que el surgimiento y el debate de las vanguardias artísticas fueron el punto de partida de la plástica con­temporánea: un cotejo transgresor que sacudió hábitos, códigos y discusiones estéticas trasnochadas, cuyas propuestas siguen fecundado lo actual. Aludi­mos a movimientos contestatarios e individuos autónomos e intempestivos, re­beldes y sumamente creadores que, por fortuna, gozaron del reconocimiento de una inmensa minoría gracias a la cual el mundo no se atascó en el eterno retorno de lo siempre igual. Así lo pienso. Las vanguardias artísticas siguen importándonos por lo que de ellas pervive: una libertad sin cortapisas que no hemos acabado de asimilar y cuya apertura incondicional sigue rebasándonos. Concibo entonces a las vanguardias como el desmentido de los augurios del fin del arte o su noche postrera; pues lejos de liquidar el arte, las vanguardias lo revivieron de manera insospechada, de tal suerte que lo que parecía conclu­sivo resurgió como un territorio sin fronteras.

Fealdad y belleza, consciente e inconsciente, sueño e imaginación, pla­cer o dolor; lo abismal, lo terrible, lo abyecto, lo monstruoso; el misterio, lo invisible, el humor; y más: la vindicación de lo primitivo o la ruidosa apolo­gía de la contemporaneidad. Incluso la diversidad infinita de la forma o de la poética del color. Técnicas mo­dernas o arcaicas, materiales refi­nados o vul­gares, formas múltiples; lo abstracto, lo concreto… En el arte disonante que­da fuera lo que sobra: la rutina, el aburrimiento, la voluntad de dominio tecno-cien­tífico del mundo y el mani­queís­mo de la política de los políticos.

Tratar de comprender exige examinar las obras desde dentro, porque el arte sólo puede ser pen­sado desde sí mismo. Conforme a ello, adelanto que mi lectura de Klee se sustenta en dos pilares: pensar el arte desde el arte y pen­sar desde el arte. Así, quien esto escribe se desmarca de todo dis­curso que intente concebir al arte desde afuera, es decir, desde los endurecidos lenguajes de las sociologías al uso o desde los abstractos lenguajes de la razón instrumental y los universales que se le deben.

Decíamos del debate de las vanguardias: ¿de qué va el asunto?, ¿dónde?, ¿adónde?, ¿de qué se trata, a fin de cuentas? El asunto podría sintetizarse, en esencia, como sigue: un encuentro/desencuentro entre unos artistas que creen que el legado de sus antecesores (pintura, escultura, música tonal…), previa transfiguración de sus estructuras constructivas, tiene plena vigencia; y otros que exigen hacer tabla rasa. Continuidad o ruptura con la herencia, he ahí el dilema. Paul Klee toma partido: continuidad en la discontinuidad. Seguida en su odisea, la original propuesta del pintor exige —sobra advertirlo— un examen escrupuloso. Son muchas las vías para acercarnos a su obra y, desde luego, hay que elegir alguna. Antes que nada, intentaré situar la obra de Klee en el marco de la problemática de fondo que —a mi entender— subyace tras el debate de las vanguardias; a saber, la relación entre el arte y la cuarta dimensión. Una vez hecho el desglose y aclarado ya el punto de vista del artista suizo, trataré de establecer los términos tanto de su pro­puesta pictórica como de las sucesivas etapas que la caracterizan. Para ello, escogeré aquellas obras que considere paradigmáticas.

Acoger lo invisible en lo visible: tal es el propósito, a primera vista enig­mático, alrededor del cual gira la mayoría de las vanguardias. Aquí lo invisible se asocia siempre con la cuarta dimensión y ésta con lo primordial y subyacen­te. Al respecto, no hay consenso. Mientras Kandinsky habla del espíritu, Male­vich alude a la sensibilidad pura, Picasso propone el tiempo-mo­vimiento del artista y Duchamp hace referencia al erotismo. Basten estos ejemplos para comprender que la cosa transita entre el espiritualismo extremo y el paga­nismo radical. Abanico de posiciones en donde no faltan ni Dios ni el diablo; Madame Blavatsky o Nietzsche; Charcot y Freud; la magia blanca y la negra; lo material y lo inmaterial… Klee pone su granito de arena. Para él, la crea­ción originaria/originadora de la “naturaleza naturalizante” es el referente últi­mo de donde debe partir el hacer plástico. El devenir excesivo e incesante, innombrable y sin porqué de la naturaleza que da lugar a lo visible: he ahí el territorio de la génesis creativa, la auténtica llave maestra de la inspiración del arte. Palabras de Klee en Acerca del arte moderno: “[Para el artista] este mundo, en la forma que ha recibido, no es el único mundo posible (…) Cuanto más lejos lleva su mirada, más se amplía su horizonte entre el presente y el pasado. Y más se imprime en él, en lugar de la imagen finita de la naturale­za, la imagen —la única que importa— de la creación como génesis.”

Buen punto de partida: “la creación como génesis”. Si algo hay que con­siderar del cosmos es eso, su juego abierto e interminable: “Nosotros imitamos en el juego del arte las fuerzas que han creado y siguen creando el mundo.” Lo que implica remontarse sobre la naturaleza visible concretada en cosas da­das y plenas y atender el despliegue tempestuoso, eterno e incesante de nuevas formas; o si se prefiere, afirmar lo plástico-pictórico en torno al juego inconcluso entre lo que nace y lo que muere, entre la creación y la destrucción, entre lo que emerge y lo que está dejando de ser. Un juego en donde surge lo que aún no era y que, en su momento, sirviera de referente a la obra de los pensadores, los poetas y los artistas plásticos que vivieron tiempos que se pier­den en la memoria. Klee invita, en suma, a no situarse de una manera pasiva ante lo que es, trátese de la naturaleza o del arte; considera que, al igual que la naturaleza, también el arte ha de desmarcarse de lo que ha sido para cons­truir lo que todavía no es.

Empresa que exige al artista darles vuelo —creativo— a la imaginación y a la fantasía y, en consecuencia, acreditarse ante el mundo como colabora­dor y codirector de la creación. Quien repare en lo señalado, advierte que Klee rechaza la pintura que se sitúa ante lo dado como algo fijo, eterno e in­variable. Y si de alguien se desmarca es de los colegas que se limitan a obser­var y reproducir lo que es: “El artista es más que un sutil aparato fotográfico.” Tal ha sido el modo servil de proceder de los realismos al uso, incluida la actitud pasiva que caracteriza a la pintura impresionista. A mayor verosimili­tud o “estudio arduamente detallado de las apariencias”, mayor sumisión al modelo ofrecido a la vista y, por lo tanto, menor polivalencia formal. Fiel a la propuesta de un arte que se remonta “al fondo original de la creación”, Klee piensa que si bien es cierto que el arte óptico realista, encallado en la superficie y sometido a la imitación de formas petrificadas, ha marcado en parte la historia del arte occidental, también lo es que ha llegado a su fin. Klee dicta sentencia: el arte ocularcéntrico ha concluido.

Desde ahora, la nueva pintura tiene que romper con la mera recreación de formas visibles y, para hacerlo, debe recurrir a su gramática primaria y reconocer en ella las condiciones propicias para el acto genético-creativo. Gra­mática resumida en puntos, líneas, planos, valores de color, ritmos, formas elementales, signos, relaciones estáticas y dinámicas, simetrías y asimetrías, usos matemáticos o geométricos… Lenguaje puro e incondicional surgido de una reflexión profunda sobre los elementos primarios de la composición pictórica, que en su combinatoria constructivo-expresiva puede —debe— dar lugar a un mundo plástico inagotable que en cada obra se sitúa en el primer día de la génesis del mundo: “Desembocamos en un cosmos plástico que presenta tales parecidos con la Gran Creación, que basta un soplo para actualizar la esencia de la religión.” Nadie haga especulaciones metafísicas con la pala­bra religión, pues ésta funge en el ideario de Klee como un símil simbólico comparativo para aludir el arte que no cesa de atraer la mirada a lo inespe­rado. Establecida la filiación de la pintura de Klee con el caosmos, podemos afirmar que nunca identifica lo invisible con un más allá absoluto (algún or­den trascendente secreto u oculto). De allí que asociar su arte a la mística o a lo numinoso equivalga a errar el tiro: “Dejemos el mundo diario y las ciencias ocultas, que nada tienen que ver aquí.”

Pero Klee tampoco le da cabida en su arte al mundo exotérico, inme­diato, cotidiano. Ni más allá ni más acá, sino ahí, en el grado cero de la plás­ti­ca que hace emerger lo invisible. Ahora ya sabemos lo que Klee quiso afirmar en la célebre cita (Credo del crea­dor): “el arte no reproduce lo visible, hace vi­sible [la génesis creativa]”. Un grado cero en que la visión de lo invisible an­cla en el acto primordial, y donde con­fluyen los elementos primarios de la plástica aunados a la creación singular e irreductible del hacedor, sin la cual nada se­ría posible. La causa de la disponibilidad polivalente de los nue­vos lenguajes plásticos es obvia: al no estar sometidos a servidumbre alguna, los elementos plástico-constructivos básicos pueden armarse y desarmarse al in­finito siguien­do la traza de la deriva creativa del artista. Disponibilidad de lo elemental que explica que las obras de Klee se nutren de formas espontá­neas e imprevisibles. Es explicable, así, que el pintor suizo-alemán confiese su atrac­ción por mode­los artísticos que escapan de la servidumbre de los cánones restrictivos; tal es el caso de las obras de los creadores primitivos y de los ni­ños, de los enfermos mentales y de los pintores ajenos a las rutinas consagra­das. Leemos en el Diario: “Todo esto ha de tomarse profundamente en serio, más en serio que pinacotecas enteras.”

Aunque, ¡cuidado!, no estamos ante defensa alguna del infantilismo plás­tico que asocia la creación con meros automatismos irracionales. Como todo vanguardista que se precie, Klee sabe que un cuadro surge tras una ardua la­bor constructiva a la que da el nombre de construcción activa de la forma, y cuyo origen proviene de los pintores cubistas (filósofos de la forma). Son ellos (Klee da a veces prioridad —a mi entender de modo equivocado— al expresionismo) quienes, siguiendo la lección del último Cézanne, plantearon la po­sibilidad de concebir obras de arte autónomas e intra-artísticas. Posibilidad que exige rigor, disciplina y conocimiento de los elementos primordiales del arte plástico, sustentados tanto en la analítica geométrica y en la poética del co­lor, como en las querencias del dibujo o en las exigencias de la composición; conocimiento de las leyes constructivas condenado, no obstante, a la esterili­dad, si pasa por alto el respeto a los materiales y a los medios técnicos utiliza­dos, o si el artista hace caso omiso de los sonidos del mundo y los llamados de la fantasía. Para Klee —y ésta es la lección de los artistas primitivos y de la vanguardia constructiva—, la creación artística exige también una cierta toma de distancia respecto de uno mismo, que permita escuchar la alteridad, los lla­mados de la imaginación, y tener una actitud de asombro ante lo que es y de­viene. Desmarque del antropocentrismo (“Yo me sitúo en un mundo creador remoto, originario”) sin el cual es imposible construir una plástica que acoja la génesis excéntrica y polivalente: “Nunca, en ninguna parte, la forma es re­sultado adquirido, acabamiento, remate, fin, conclusión. Hay que conside­rarla como génesis.”

Klee es un maestro de los formatos pequeños, de las formas micrológi­cas y del reconocimiento de las minucias. Piensa que dichos formatos exigen un rigor extremo y evitan tanto la banalidad como el espectáculo plástico gran­dilocuente; dicho de otra manera, sólo en la precariedad de lo primordial la obra de arte testifica de un modo concentrado las fuerzas que han creado y si­guen creando el mundo. Fuerzas que se manifiestan de un modo llano y con­ciso en las obras de los pueblos que antaño celebraban la fiesta de la naturaleza insondable: pictogramas, ideogramas y criptogramas, jeroglíficos, trazos primarios y composiciones que conjugan lo abstracto y lo figurativo, formas abre­viadas e inconclusas. No es casual que, siguiendo el ejemplo del arte de antaño, las obras de Klee participen de lo inacabado e inestable, del estado en bruto propio de lo que está siendo, y carezcan de centro de gravedad —gi­ran alrededor de una guía maestra descentrada, que puede ser un elemento geométrico o un elemento del tema tratado: “Ni un centro de gravedad formal, ni un punto central de la masa, ni un punto de anclaje.” Pero por desgra­cia, el arte primario que hace emerger lo invisible fue abandonado en nombre de lo “real”. “Y un arte puramente óptico se elaboró hasta la perfección, en tanto que el arte de contemplar y de hacer visibles impresiones no físicas quedó abandonado.”

Advertir, como lo hemos hecho, que la creación pasa por una reflexión de la lógica de las formas no significa, ni mucho menos, identificar el arte con la réplica de normas dadas desde siempre. Para Klee, la diferencia individual (que quiso ser aniquilada por el sujeto trascendental forjado por la metafísica de la razón pura) es parte constitutiva de la creación; leemos en Enfoques del arte moderno: “El arte no es una ciencia que haga avanzar paso a paso el im­personal esfuerzo de los investiga­do­res. Por el contrario, el arte atañe al mundo de las diferencias: cada perso­nalidad, una vez dueña de sus medios de expresión, tiene voz y voto en este asunto (…) La modernidad es un ali­geramiento de la individualidad. En este terreno nuevo, hasta las repeticio­nes pueden expresar una nueva espe­cie de originalidad y convertirse en formas inéditas del yo.” Klee está con­vencido —insisto— de que hay una par­te del arte explicable y enseñable —lo que hemos identificado como gramá­tica plástica imprescindible— que per­mite darle cauce a la creación. Pero a su entender, “la incógnita x” de la que surge a fin de cuentas la obra de arte es irreductible a cualquier lengua­je explícito, pues obedece a la intui­ción y a la gracia: “El genio es gracia y no se enseña, pues no es norma, si­no ex­cepción. Difícilmente lo inespe­rado entra en los cálculos (…) La fuerza creadora escapa de toda denominación; sigue siendo, en última instancia, un misterio inexplicable.”

Misterio inexplicable pero vivible, a fin de cuentas, por cada uno en cuan­to criatura entregada a la opacidad existencial, a la muerte propia y a la acogida celebrativa de las alteraciones que día a día se producen entre la salida del sol y la caída de la noche. Empero, mientras la naturaleza deviene sin intencio­nalidad alguna y sin porqué, la obra de arte patentiza a la vez la intuición (lo impensable) y la reflexión del artista. Porque para Klee, el arte que se sumer­ge en las profundidades de lo invisible (génesis primordial) es el resultado del encuentro entre la señalada “incógnita x” (acogida de lo incon­mensurable) y la sabiduría constructiva. Versado en música, como lo es, Klee asocia la he­chura de un cuadro con la composición de una pieza musical; de allí que identifique su obra como una “polifo­nía plástica”. Y el mejor pun­to de partida de la obra polifónica es el caos. El proceso genético que subya­ce tras la plástica de Klee no responde, en fin, a ningún código cerrado o modelo a priori, sino a procesos abiertos a lo mutable que convierten la plás­tica en un territorio sin fronteras. “La verda­dera novedad reside en el núme­ro y género de los caminos en comparación con lo de ayer.”

Se ha vinculado a Klee con el ar­te abstracto. Bien, todo depende de lo que entendamos por ello. Para situar el punto, creo que nada mejor que ha­cer un análisis comparativo de las pro­puestas de Klee con dos de sus pares, Kandinsky y Malevich. Los tres tienen algo en común, como reconocer que la autonomía de la pintura (su ser para sí) fue forjada en el cubismo median­te la construcción del espacio propiamente plástico o superficie-plano bidimensional. Gracias a ello la pintura se libera, en efecto, de la subordinación representativo-perspectivística heredada del Renacimiento y, en consecuencia, tanto las formas y el dibujo, como los colores y el espacio pueden gozar de una incondicionalidad inédita en la historia del arte occidental. Por provenir justamente de un orden constructivo riguroso, la pintura bidimensional es también un orden de una amplia polivalencia formal. Recordemos que en el arte el rigor es libertad y, la libertad, multiplicidad de posibilidades. No es de extrañar, así, que la revolución debida al proceder constructivo basado en la superficie-plano haya sido, y siga siendo, el sustento de las propuestas más fecundas de la pintura del siglo XX, incluso cuando éstas se valen de recursos figurativos.

Kandinsky toma nota de las aportaciones plásticas de la segunda mitad de la década de 1910: la liberación del fauvismo del color representativo, la apuesta constructivo-bidimensional del cubismo, la exploración intrínseca de la gramática pictórica. La plástica vanguardista llevada hasta el extremo de­semboca, justo en 1910, en el arte abstracto. Lejos de objetivar una mera bús­queda formal, la abstracción guarda aquí referencia con la cuarta dimensión, identificada con lo numinoso-espiritual. Para Kandinsky, la expresión pictórica de las posibilidades incondicionales del espíritu debe romper “con la pesadilla de las ideas materialistas”, liberar la percepción espiritual del mun­do y, por ende, traspasar el plano de los objetos visibles y empíricos: “Poner en tela de juicio la misma materia sobre la que descansaba todo y sobre la que se apoyaba el conjunto del universo.” Palabras de De lo espiritual en el arte que muestran la voluntad del artista de desatar la potencia informe y di­námica que subyace tras la materia individuada. Aunque dicha desunión no elimina todavía, al menos hasta 1920, el diálogo del artista ruso con lo fácti­co; o sea, Kandinsky aún se consagra a abstraer el espíritu oculto tras la cosi­dad: “Sentir en cada cosa el espíritu, el sonido interno.” Sonido interno que la pintura debe mostrar, pues el arte es en sí el territorio en donde el espíritu se encuentra a sus anchas. Territorio de emancipación, de libertad.

Roto ya el puente con el arte imitativo, volumétrico tridimensional propio de la plástica ocularcéntrica, Kandinsky da cauce a la pintura del espíritu, que encuentra acogida constructiva, faltaba más, en el plano-superficie-bidimensional. Y en obediencia a que la plástica encarna la poética del espíritu, ésta queda concretada en las formas numinoso-sensoriales surgidas de la gra­mática pictórica. Gramática que cobra un protagonismo progresivo conforme va desprendiéndose del lastre naturalista, tanto del objeto pleno como de los contornos que lo delimitan. Esto sucede entre 1914 y 1916 y concluye en el cuadro En el gris, de 1919. Tenemos lo que tenemos: una musicalidad plástica compuesta con base en impresiones, fugas, disonancias estridentes e im­pro­visaciones. Y sí, estamos ante obras que responden al espíritu trágico de la vida dañada por la barbarie histórico-moderna.

Su obligado exilio a Rusia, en 1915, introduce de lleno a Kandinsky en el debate de las vanguardias ahí suscitado. Conoce la pintura absoluta e inob­jetiva de Malevich; la confrontación está servida. Por principio, Kandinsky reflexiona, como nunca antes, sobre el lenguaje pictórico estricto (puntos, su­perficies, ángulos, planos, formas geométricas, color, lo estático y lo dinámico): se vuelve más analítico, enfría sus procedimientos, radicaliza la lógica compo­sitiva de las formas: “Nos acercamos cada vez más a la época de la composi­ción consciente y racional.” La atención estricta al ser de la plástica de ninguna manera significa que deje de lado la expresión de la “necesidad interior” en tri­buto al espíritu incondicionado: “La teoría es insoslayable y fructífera. Pero ¡ay de aquel que quiera realizar una obra sólo por ese camino!” Me atrevo a señalar que el desprendimiento casi total de lo empírico —Composición VIII; Oscilación, Trece rectángulos…— conduce al último Kandinsky de lo abstrac­to a lo inobjetivo (para un mayor detalle, remito a mi libro: Kandinsky/Bacon. Pintura del espíritu/pintura de la carne). A diferencia de Malevich, que iden­ti­fica la forma absoluta con el cuadrado, Kandinsky otorga tal estatuto al círculo.

Para dilucidar la diferencia entre lo abstracto y lo inobjetivo, nada como el examen de la obra de Malevich. Por principio, nuestro hermético pintor se percata de que la superficie-plano radicalizada contiene en sus entrañas la posibilidad de encarnar una propuesta pictórica inobjetiva que hace visible la cuarta dimensión subyacente en el espacio-tiempo tridimensional a la que da el nombre de suprematismo. Dimensión absoluta de la sensibilidad pura situada más allá del espacio tridimensional y de sus formas visible-figurativas que, concretada en términos plásticos, prescinde por completo de toda refe­ren­cia imitativa, ilusionista u objetual. Baste lo señalado para descartar la iden­tifi­cación de la propuesta de Malevich con la pintura abstracta, pues ésta de­pende siempre de referentes de partida ya dados. La primera muestra contundente de pintura inobjetiva es el célebre Cuadrado negro sobre fondo blanco de 1915 (cuyo antecedente es el cuadrado blanco y negro dividido por una fran­ja, realizado en 1913 para el decorado de la ópera futurista Victoria sobre el sol). Un cuadrado, o sea, una forma absoluta inscrita, a su vez, en el híper espacio inobjetivo de la sensibilidad absoluta que corresponde al color blanco: “El mundo blanco de la ausencia de objetos que es la manifestación de la nada revelada.” Plano puro de color blanco que trasciende incluso el azul celeste, ligado todavía a un color relativo. Si advertimos, asimismo, que el co­lor “misteriosamente negro” es un no color, podemos concluir que la señalada epifanía de la sensibilidad absoluta equivale “al grado cero de las formas”.

Advierto, por lo demás, que el Cuadrado negro sobre fondo blanco está realizado mediante una factura “tosca”, “descuidada”, y los límites del cuadrángulo negro son imprecisos, o sea, la obra poco o nada tiene que ver con virtuosismos artesanales (“la artesanía no tiene sentido”) o con la geome­tría exacta sometida a la tecno­ciencia. Debido a que acoge la sensibilidad pura tendida al infinito —y no el punto de vista ocular-céntrico de determinado su­jeto—, la obra carece de perspectiva tridimensional y del tí­pico escalonamien­to de planos sucesivos; carece, asimismo, de un arriba o un abajo, e incluso de un determinado punto de fuga único. Haciendo un paréntesis, podría decir­se que una vez que Malevich reconoce el carácter material de la sensibilidad no sería descabellado calificar su propuesta de fisicalismo (de physis) de la sensibilidad absoluta. Plástica aurática de lo primordial, en efecto, despojada de signos figurativos, exenta de proyeccio­nes sentimentales, que termina por derrocar a la pintura representativa en pro de la pictoricidad absoluta en que el arte encuentra, por fin, su sustrato primor­dial y propicia, gracias a ello, cuadros que provocan el libre des­plie­gue de formas emancipadas.

Agregaré que Malevich propone un sinnúmero de variantes formales dispuestas desde la plástica absoluta; a saber: el suprematismo dinámico (uso de varios elementos en una relación de tensión plástica) consagrado a la “sensación inobjetiva de la energía”; las “arquitectonas” o formas tridimen­sionales iluminadas por la sensibilidad pura; el uso complejo de círculos, cru­ces, rectángulos, triángulos, y la combinación de formas geométricas. A la par del negro, Malevich experimenta también con el rojo, el verde, el ama­rillo y otros colores; todo ello inscrito siempre en la superficie-plano-suprematista abismada por el color blanco. La pretensión última del artista ruso estriba, ni más ni menos, en fundar el socialismo sobre la base del suprema­tismo (los cuadrados rojos sobre blanco aluden a la revolución). Eso: fundar la política en la cultura del arte, justo cuando ésta ha encontrado ya su gra­do cero. El hecho de que el suprematismo no esté lastrado por ninguna re­fe­ren­cia individuada le permite, en esencia, servir de marco referencial de la crea­ción incondicional de un mundo nuevo iluminado por “el sentimiento artístico puro”. Como culmen, Malevich realiza el Cuadrado blanco sobre fon­do blanco: el fondo cobra aquí mayor relevancia que en cualquier otra obra, y el cuadrángulo mantiene una posición dislocada, de desequilibrio as­cen­dente. A la vez que confirma la referencia del suprematismo con la cuarta dimensión sensible-infinita, el Cuadrado blanco… plantea los límites de la ma­teria pictórica en relación con lo absoluto. De allí la tensión hacia el más allá de la obra, hacia lo invisible e inalcanzable, lo que equiva­le ya al paso de la pintura a la experiencia mística.

Mal que bien hemos abonado, aunque de modo esquemático, el debate abstracto-inobjetivo para situar en él la propuesta de Klee. Atendamos. El pin­tor suizo entiende por abstracción el acto de retrotraer lo contemplado al orden de la creación plástica estricta que trae al mundo lo que la naturale­za por sí misma no alcanza a donar. No se trata aquí de un proceso de abs­tracción mimética, sino forjado en aras de afirmar la diferencia del arte: “Ser pintor abstracto [estriba] en la puesta en libertad de relaciones pic­tóri­camen­te puras…”. En proximidad a la se­creta fuente material de la crea­ción, el ar­tista debe promover relacio­nes plástico-morfológicas que traigan al mundo lo que aún no existía, algo no propiamente natural. Proceder que implica romper con la perspectiva tri­dimensional que, quiérase que no, so­mete la mirada al referente objetivo que está ahí. Ahora se trata de cons­truir o de componer. Pero para ello se requiere sustentar la plástica en un determinado uso pictórico del plano bidimensional, forjado —tengo que rei­terar esto— por el cubismo, condi­ción, a su vez, de la pintura sin límites.

También en Klee la gramática plástica se desmarca de los determinismos de la tecnociencia avasalladora. A fin de cuentas, lo expresivo marca la pauta. La diferencia respecto del espiritualismo de Kandinsky y del fisicalis­mo de la sensibilidad absoluta de Malevich, en cuanto a los usos de la plástica estricta, consiste en que Klee —tal y como lo señalamos líneas atrás— descree de cual­quier propuesta esotérica o numinosa; digamos que guarda siempre referencia al más acá de la tierra, ya que su obra se inspira en la fuerza crea­tiva-material-primordial que en su devenir da lugar a infinitos mundos. Para entender cabal­mente su propuesta formal-constructiva, qué mejor que aden­trarnos directamente en su obra. Hasta 1914, Klee se dedica con preferen­cia al grabado, el dibujo a lápiz y la tinta china, valiéndose de técnicas mixtas cuando la ocasión lo ame­rita. Practica también con la aguada. Y justo cuando hace experimentos plás­ticos con la escala cromática, confiesa haber sido poseí­do —en su viaje de 1914 a Túnez— por el color intenso, solar, excesivo y sensual: “El color se ha apo­derado de mí: ya no tengo que ir a buscarlo. Sé que se ha apoderado de mí para siempre (…) El color y yo somos uno. Soy un pintor.”

Celebrada acogida del color que el artista equipara con el descubri­miento del origen del mundo. Conviene señalar que pocos pintores contem­poráneos pueden comparársele en cuanto a los usos rítmicos y las escalas del color: ¡música pura! Usos y escalas que nos permite precisar más aún el significado formal de lo abstracto en Klee; a saber: aplanamiento de cosas y figuras geométricas consideradas con la intención de lograr planos bidimensionales plenamente orquestados; uso de los contornos como delimi­ta­ción de formas y, a la par, como base de la construcción morfológica de una obra; valerse de la poética ornamental-expresiva-musical del color. Se trata aquí, a final de cuentas, de poner de manifiesto configuraciones abstractas de ritmo, armonía y equilibrio plástico. Ver, volver a ver, si reparamos en la pro­puesta “pictórico- abstracto-musical” de Klee se nos revela como algo rigu­roso que nunca deja de ser expresivo. Un juego estrictamente regulado que compone un espacio plástico inédito, pues en manos de Klee todo está por comenzar de nuevo. No una obra cargada de clichés petrificadores, sino un cuerpo pictórico vivo capaz de generar diferencias inagotables.

La pintura africana de Klee —y lo que de ella se deriva después— está, por lo demás, muy influida por las propuestas de Robert Delaunay (autopro­clamado “Heresiarca del cubismo”) respecto del efecto rítmico-plástico sus­citado por la interacción de zonas de color contiguas y contrastadas —a lo que podríamos denominar contrastes simultáneos—, mediadas por la relación entre color y movimiento. Lo que ofrece un marco compositivo abierto a la prolife­ración de las infinitas combinaciones del prisma genético-lumínico. En cuanto a lo que corresponde propiamente a la pin­tura y a la obra gráfica de Klee, es pertinente se­ñalar que linda con la abstracción construida (paneles laterales para Anatomía de Afrodita, 1915) o, en algunas ocasio­nes, se embebe en la abstracción plena (re­párese en los estudios plásticos que guardan referencia con Kairuán; por ejemplo: En el estilo de Kairuán, trans­puesto a una for­ma moderada, acuarela de 1914; Vista de Kairuán, y Ante las puertas de Kairuán, acuarelas también de 1914).

El Klee de 1914 a 1920 traduce, en ri­gor, las referencias objetivas a relaciones plás­ticas puras o, dicho de otra manera, otorga la iniciativa, en úl­tima instancia, al orden plásti­co como tal. Por poner un ejem­plo, me remito a Alfombra del recuerdo (1914): cuadro pin­tado al óleo en tela im­primada con tiza sobre cartulina, que revo­luciona convenciones arrai­gadas al dar cuer­po a una pintura carente de di­rec­cionalidad unívoca que per­mite un transitar incon­dicional de la mirada. Al­fombra del recuerdo ofrece, por lo demás, una visión de Túnez enigmática y aurática, cual corresponde a las ciudades fundaciona­les. En términos gene­rales, el entramado riguroso entre el proceso construc­tivo y la plástica latente en lo real es palpable en cua­dros en donde aparecen puertas, torres y cúpulas de las mezquitas emplaza­das entre el cie­lo y la tierra. Buen ejemplo son las ya referidas pinturas de Kairuán y las obras dedicadas a las ciudades africanas, en donde Klee integra de un modo ejem­plar la ar­quitectura urbana y la cons­trucción morfológica. En efecto, percibe de antema­no que la arquitectura es forma plástica en sí misma y, conforme a ello, evoca su traza tectónica (Ham­mamet con Mezquita, acua­rela de 1914). Parte de la plástica de Klee consiste, entonces, en descubrir las estructuras morfológicas subyacentes en lo que se halla ahí, potenciándo­las, a la par, con las aportacio­nes formales surgidas de la pintura misma.

Tras retornar a Europa, Klee sigue bajo el influjo de la experiencia afri­cana. Es palpable, además, el diálogo plástico que mantiene con su amigo Franc Marc, quien proponía liberar a la pintura del antropocentrismo (la ma­teria plástica sometida a los imperativos de un sujeto omnisciente e inape­la­ble). Los resultados de su encuentro con Marc se perciben en la acuarela de 1915: Viento del sur en el jardín de Marc. Por supuesto, Klee padece en carne propia el desgarramiento de Europa propiciado por la confrontación entre na­cionalismos desaforados e ideologías excluyentes. La guerra iniciada en 1914 cubre el viejo continente con el manto de la muerte. Nadie está a salvo; recuér­dese que el entrañable Marc muere en el frente. Klee realiza algunas obras sobre la guerra (yo destacaría pequeños dibujos a pluma como Muerte en el campo de batalla, o La muerte por la idea, 1915). Simpatiza con las ideas so­cialistas, pero no cree en revoluciones mesiánicas ni en soluciones a corto plazo. La toma del poder por los comunistas en febrero de 1919 reactiva sus expectativas políticas: está convencido de que el comunismo alienta el arte (forma parte del Consejo de Artistas de la República de Baviera). La aniqui­lación sangrienta de la insurgencia revolucionaria acentúa su escepticismo, patente en el autorretrato a lápiz (Abstracción), en donde un Klee reconcentrado en sí mismo aparece desprovisto de orejas y de labios. Al respecto cabe destacar la litografía Ensimismamiento, 1919, donde rechaza la historia en­sangrentada cerrando los ojos. Lo expresado en imágenes se manifiesta igual­mente en palabras:

Esta guerra —leemos en los Diarios— la he tenido desde hace mucho
tiempo en mi interior. Por eso es algo que, interiormente, no me atañe.
Creía morir, guerra y muerte. Pero, ¿puedo yo morir, yo cristal?

Señores: en Europa hay un sospechoso olor a cadáveres.

Cuanto más terrorífico deviene este mundo (como es hoy), más abstracto se hace
el arte. Un mundo feliz produce un arte que celebra el aquí y el ahora.

Hay quien interpreta las palabras anteriores, entresacadas de sus Diarios y de otros textos, como un enfrentamiento a la barbarie mediante la construc­ción de un orden estético abstracto, impoluto, armónico y cristalino. Nada más equivocado. Para empezar, Klee no concibe nunca —lo he dicho ya— el arte abstracto como resultado de procesos constructivos basados en cálculos y usos geométricos estrictamente científicos, dependientes de regularidades y simetrías racionalmente concebidas. Menos aún en un tiempo histórico presidido por asesinos disfrazados de redentores. Lo que plantea, esto sí, es la necesidad de forjar un orden plástico riguroso como manera de paliar la angustia circun­dante. Muy próximo al arte primitivo, Klee percibe, en suma (el Worringer de Abs­tracción y empatía lo había visto ya en profundidad), que la geometría ori­gi­naria no responde a prerrogativas científicas sino a la necesidad de conjurar la sensación de presagio destructivo proveniente de las fuerzas de la naturaleza. Fuere lo que fuere, cabe resaltar la negativa de Klee a poner su obra al servicio de los maniqueísmos propios de la política y de los políticos, y más cuan­do ésta responde a concepciones totalitarias. Digamos que, frente a la barbarie, Klee propone una defensa a ultranza de la creación y de la libertad.

Convencido de que el arte es un mundo propio que existe gracias a quien lo crea y debe ser comprendido/contemplado en su inmanencia, reconoce la futilidad de someterlo a servidumbres políticas o de otro tipo. Estoy con Klee: el arte no es espejo de una realidad previa; es original de principio a fin. Entre­gado en cuerpo y alma a la plástica, Klee empieza a ser comentado con vehe­mencia; en 1917, las opiniones oscilan entre quienes lo tildan de ser un pintor amateur y quienes lo consideran el pintor más importante en el territorio ale­mán. Sobrevolando los escombros en que se ha convertido Europa (“Para salir de mis ruinas, tenía que volar y volé.” “Alzo el vuelo sobre las ruinas de la guerra.”), la obra de nuestro artista se puebla de peces, barcos, pájaros, flores, montañas, bosques, estrellas, ojos, lunas y soles, animales y seres fantásticos; en pocas palabras, la imaginación de Klee recrea plásticamente el abigarrado mundo de la creación. La mayoría de los críticos han visto en Aviso para la na­vegación (pluma y acuarela sobre papel, 1917) un buen ejemplo del camino recién emprendido por el pintor. La navegación es la odisea de la vida en lo que tiene de aventura y de riesgo, con sus fiestas y sus tragedias, todo ello en­marcado en un espacio que abarca la minucia y el cosmos, lo terrestre y lo celeste.

Entre los años 1917 a 1920, Klee explora las relaciones secretas de la pintura con la poesía (Súbitamente surgió del gris de la noche…, 1918; Luna llena, 1919), aunque por razones constructivas no pierde de vista el auxilio de la geometría (retículas, rectángulos, franjas). Lo que más le interesa por esos años es el diálogo entre la pintura y la música. Profundiza, así, en la “pin­tura polifónica”, es decir, en la com­posición de espacios pictóricos de ritmos y temporalidades simultáneas (Ciudad de sueño, 1921). Consagra sus esmeros también al invento de pai­sajes plásticos de un colorido variado e intenso en donde las formas carecen de límites y los colores se funden musicalmente entre sí (Árbol peque­ño entre arbustos, 1919). El arte de la fuga no falta a la cita (Fuga en rojo de 1921, Ciudad soñada, 1921). La influencia del atonalismo de Schön­berg es igualmente notable (Gradación de los colores de lo estático a lo di­ná­mico, 1923). Con el bagaje acumulado, en 1919 realiza al óleo sobre cartulina Villa R, en la que se percibe un cotejo irónico con el cuadro-ventana de la pintura representativa. Hay algo, además, que empieza a ser recurrente en su obra, de un modo acentuado a partir de los años veinte: la creación de un mundo má­gico y fantástico, plagado de humor y con mucho de recuerdo infantil.

Son años en los que, por cierto, si bien Klee realiza todavía un sinnúme­ro de obras ligadas a lo referencial visible-invisible, las contrapuntea con com­posiciones plástico-geométricas netas (dameros, rectángulos, círculos, franjas), potenciadas por el uso de co­lores vivos que fungen como valores constructivos en sí. Necesitado de un trabajo fijo que le garantizara una estabilidad econó­mica, en abril de 1921 se enrola en las filas de la Bau­haus. La labor docente lo lleva a con­cebir una pedagogía apta para iniciar a los discípulos en el cono­cimiento de los elementos primarios y las potencialidades de la plástica. Hasta aquí nada más. Es inútil reducir la propuesta artística de Klee al contenido de los cursos; las lecciones giran alrededor de la legalidad plástica y no de la ex­plicación de su obra. Klee no forma clones sino pintores reflexivos. La crea­ción no puede enseñarse; nace y muere con cada uno y es siempre específica. Lo que sí puede decirse de la etapa de la Bauhaus es que Klee diversifica su obra. Hecho predecible, ya que su credo se basa en experimentar en lo in­con­cluso, de allí que sus cuadros contengan otros cuadros que sirven, a su vez, de punto de partida de nuevas proposiciones, y así al infinito, tal y co­mo lo exige la plástica polifónica. Las nuevas aportaciones de Klee son difíciles de resumir; hagamos el intento.

La emergencia de las vanguardias puso todas las evidencias del arte a dis­cusión. La sacudida huracanada alcanzó a la Bauhaus cuando Klee impartía sus cursos. Hablamos del apasionado debate entre los que defienden la necesidad de mantener en el arte una veta expresionista y los que apuestan por la reducción científica. Klee tiende a un equilibrio entre ambas posiciones, lo que se ve reflejado en El equilibrista (1923, lápiz, acuarela y dibujo transfe­rido al óleo sobre papel). Dentro de un marco estructural, sostenido por la perspectiva científica y la bidimensionalidad vanguardista, percibimos de in­mediato un hombre-pájaro —como tocado lleva un pequeño sombrero— que camina en una cuerda floja tendida sobre el andamiaje de un edificio en cons­trucción (en el que se insinúa el logotipo de la Bauhaus), trazado mediante lí­neas equilibrantes/desequilibrantes, perspectivas en fuga, escaleras de trapecio y redes. También es digna de destacar la división de la composición por una cruz latina levemente inclinada que emerge del fondo insondable de color rosa atravesado, arriba y abajo, por manchas grises. La coexistencia de la cruz y la perspectiva científica, de la vaguedad del manchado en color y el andamia­je, equivale a una tensión entre el espacio inconmensurable (fondo) y el espa­cio profano (superficie). Klee encarna, en suma, el complejo y difícil equilibrio entre lo invisible y lo visible.

Respecto de los usos que hace en muchas obras de la época —donde pone la perspectiva científica al servicio de imágenes fantásticas—, puede afirmarse que estamos ante una ironía sobre el realismo y las ortodoxias (Pers­pectiva de una habitación con moradores, 1921). Pero hay más: Klee conci­be imágenes inéditas con elementos tomados de la realidad y luego recreados de un modo libre; o sea, su universo imaginario ve en cada forma dada múl­ti­ples configuraciones potenciales. Recordemos que sus imágenes real-fantás­ticas fueron consideradas por Breton y los suyos como formas precursoras de la objetividad surrealista. Otra característica de los modos de Klee es que aun coexistiendo en una misma obra, ni los elementos gráficos son serviles respecto de los valores del color, ni éstos respecto de las prerrogativas gráficas. Parafraseando a Baudelaire, cabría hablar aquí de correspondencias en­tre valores plásticos autónomos. Lo que permanece en la obra de Klee son los ecos de los tiempos perdidos en la memoria, su misterio, su sensación inex­tricable, sus formas; un buen ejemplo: Sonido antiguo, Abstracto en negro, 1925, en donde el misterioso regulado de los rectángulos, aunado al croma­tismo inacabable de los colores asentados en el negro, da lugar a una obra mágica cuya belleza enigmática nos remonta a lo arcano.

Sorprende la sencillez, la gracia y la liviandad de las microimágenes for­jadas en la década de los veinte, muchas de las cuales aluden a los misterios naturales. Y sería una injusticia dejar de lado las obras en que Klee se entre­ga a un regodeo ornamental, elegante y refinado, que les debe mucho a las alfombras y a los tapices orientales. Sin duda asimila, a su manera, las experiencias plástico-científicas llevadas a cabo en la Bauhaus, sobre todo las que guardan referencia con la relación entre formas, colores y posibilidades de perceptiva. Sobra señalar que Klee no se atiene a la mera exploración formal o a ejemplificaciones de la teoría de la percepción; aun en las obras más racio­nales (Tablero en color, Blanco polifónico o Pirámide, todas de 1930) se puede descubrir una irregularidad, una región de incertidumbre. Al igual que Kan­dinsky, Klee defendió la coexistencia de lo constructivo y lo expresivo, de la lógica de las formas y lo que surge espontáneamente, sin conciencia de causa.

Hay trabajos en donde Klee sitúa las figuras boca abajo o en posicio­nes inhabituales, que responden a la voluntad de derrocar los usos codificados del arte figurativo. Y así como hay cuadros de pájaros, peces y gatos, también los hay, de modo recurrente, dedicados a experimentar con las po­sibilidades plásticas que ofrece el damero cromático, pensado como formación geométrica que puede servir —y ésta es la magia— a la liberación de la geo­metría del corsé racionalista: cuadrados sin límites confinantes en donde los colores se encabalgan; examen del peso del color (claridad-ligereza, oscuridad-pesantez), etc. Repárese incluso en las composiciones a base de franjas o armazones irregulares estratificados horizontalmente —la línea del horizonte se sitúa en los límites de la parte alta del cuadro— que recrean capas geoló­gicas o vistas topográficas. Al respecto, pienso en Ruta principal y rutas secun­darias (1929), lienzo armonizado en torno a la gama del arco iris, en donde una ruta principal y sin recoveco al­guno transcurre por el centro y as­cien­de hasta la estratificación ho­rizontal, mientras que a derecha e izquierda discurren las abruptas y sinuosas rutas secundarias. Aparte del atrac­tivo cromático, el lienzo prueba las virtudes del arte de vanguardia en cuanto a la posibilidad de potenciar la expansión visual total de lo plasmado en la superficie de la tela.

Klee no olvida el peligro y las fuerzas oscuras que acompañan la vida de los hombres; un buen ejem­plo es Príncipe negro (1927). Líneas atrás aludimos ya a una palabra que resume la obra del artista suizo: presagio. Al respecto recuer­do las profundas palabras de Gior­gio de Chirico (El misterio de la crea­ción): “Una de las sensaciones más extrañas que nos dejó la prehistoria es la sensación de presagio. Existirá siempre. Es como una prueba eterna del sin-sen­tido del universo.” Klee les saca un buen jugo plástico, además, a los andamiajes constructivos que semejan partituras musicales pobladas de caligrafías visua­les o inspiradas en tejidos y bordados artesanales. Una mirada al conjunto de su obra nos revela que no sólo toma en cuenta las pro­piedades primarias de la plástica —geometría, dibujo, color— sino incluso las de los materiales que uti­liza, lo que destaca en aquellas obras en que Klee usa el caucho, el cemento, la arpillera y un sinnúmero de materias sintéticas. Tal es el caso, por ejemplo, de Tierra asolada (1934), obra que conjuga algo que será frecuente en el arte matérico, a saber: la interacción entre formas y co­lores propios del arte culto, con objetos comunes y corrientes.

El carácter abierto, circulante y polifónico de la pintura de Klee queda reforzado en algunas obras mediante el uso de flechas: “La flecha: ¿cómo am­pliar mi territorio hasta allá? (…) ¡Oh flechas, que les nazcan alas para llegar a su fin si se cansan antes de llegar a su meta!” Ése es el punto: la flecha erran­te, la flecha como símbolo trágico del deseo humano de “recorrer la tierra y lo ultraterrestre”. En efecto, Klee gusta de usar flechas en las obras que res­ponden a una óptica nómada. Las flechas son indicios de sendas perdidas, señales que rompen con la mirada pasiva en favor de la mirada errante. Fle­chas del tiempo y del espacio que lo mismo conducen la mirada del espectador a un objetivo destacable (Lugar afectado, 1922) que la dispersan Mural para el templo de Longing (1922), Castillo en el aire (1922), Equilibrio va­cilante (1922). Pocas obras antiguas o modernas consagradas al símbolo de la flecha alcanzan el nivel poético-trágico del óleo sobre la tela Flecha en un jardín (1929).

Cada vez que Klee encuentra una veta pictórica la explota hasta sus últimas consecuencias, sin repetir ni caer en fórmulas: trátese del uso de la máscara y de las sugerencias propias del teatro o de las armonías/desarmonías que recuerdan el atonalismo de Schönberg. Hay consenso en cuanto a que el microcosmos plástico del artista suizo acoge el macrocosmos infinito. Fijé­monos en el más insignificante signo o en la muda mancha de color; sigamos la aventura de esa línea que corta el espacio y queda súbitamente suspendida en tierra de nadie. Percibamos las palabras y las letras que, poniendo en jaque la sentencia bíblica, son la viva señal de que lo primero es la imagen. El de­nominador común de las obras de Klee está dado por la sabia construcción y la medida intuitiva, el manejo excelso y sutil del color, la capacidad lúdica, la relación irónica de las imágenes y los títulos.

Klee considera que preparar cursos le quita tiempo a su labor creativa. Si a esto agregamos que la Bauhaus tiende a preferir a los maestros del oficio sobre los maestros de la forma, o sea, a los artistas pro científicos comprome­tidos con la técnica moderna sobre los pintores puros, podemos explicarnos que busque un trabajo menos agobiante y más acorde con la creación. En 1931 concluye su colaboración en la Bauhaus y consigue un puesto de profe­sor de arte en la Academia Estatal de Dusseldorf, de la que es despedido en 1933 por presión de los nacionalsocialistas. Muchas de las obras realizadas en Dusseldorf son el resultado de su diálogo reflexivo con el puntillismo de Seurat y con el mosaico bizantino y veneciano. A partir de la lección aprendida, Klee deja de componer cuadros mediante manchas y planos de color, y toma partido por un tratamiento puntillista a base de colores yuxtapuestos. Buen ejemplo de esta experiencia son La luz y mucho más (acuarela y es­malte al óleo, 1931) y, destacadamente, Ad Parnassum (óleo y caseína sobre lienzo, 1932), que alude al mítico Monte Parnaso, lugar de residencia de Apo­lo y las musas. Así, conjuga lo actual y lo arcaico, la vibración puntillista de lo moderno y la sensación estática de lo eterno.

El artista suizo-alemán presiente que la barbarie está a punto de apo­de­rarse de Alemania y emigra a Berna en diciembre de 1933, en donde reside hasta su muerte, en 1940. A pesar de recibir cierto apoyo de algunos coleccionistas berneses, su economía es precaria. Como lo testifica el autorretrato de 1933, Excluido de las listas, percibe que “los triunfadores” lo consideran un apestado social. Klee soporta la soledad y la incomprensión, y continúa en lo suyo: pintar. No pasa mucho tiempo antes de que los nazis confisquen su obra en las colecciones alemanas y se le acuse, al igual que a los creadores de vanguardia, de ser un artista degenerado. Es inevitable citar aquí a Wal­ter Benjamin en referencia a la notable obra de Klee, Angelus Novus: “Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a los pies.”

En 1935 Klee padece esclerodermia progresiva, enfermedad que le im­pide trabajar. Picasso y Braque lo visitan en 1937 y le rinden pleitesía. Ese mismo año regresa al trabajo creativo, lo que le devuelve, aunque sea momen­táneamente, las ganas de vivir. El mejor ejemplo del recuperado asombro de Klee por las cosas del mundo queda manifiesto en los cuadros realizados en 1937 y 1938, que giran alrededor de la imagen del laberinto y la pictogra­fía jeroglífica de los egipcios (en 1928, Klee pudo cumplir el sueño de conocer la tierra de los misterios y los faraones), lo que indica que mantiene en pie su relación con las formas antinaturalistas y los signos simbólicos de los pueblos primordiales. Sus colores y su vivaz armonía revelan a un pintor pleno. Pero es inocultable: en el mismo año de 1938, los instantes de alegría coexis­ten con momentos de tristeza y do­lor. Quizá debido a impedimentos físicos, tiende a hacer obras de ma­yor formato, sintéticas, austeras, de factura elemental y de planos am­plios: la bidimensionalidad y las fi­guras planas siguen siendo la regla.

Klee escucha el llamado de la muerte en la asfixia totalitaria y en su propia situación personal: “No consigo alejarme del tono trágico, muchos de mis dibujos se refieren a ello y me dicen: ya es hora.” La lectura de los trágicos griegos lo ha­ce comprender que si bien el dolor del mundo es inextirpable, no son pocas las obras de arte ahí gestadas. De su estado de ánimo hablan Aflicción (1934) y Marcado (1935), pero el mejor ejemplo es Ínsula Dulcamara (1938). Inspirándose en Homero (la isla de Calipso, de la Odi­sea), nos ofrece una obra donde la fiesta del color contrasta con la tristeza de la figura principal. Dulcamara es, por cierto, un título que hace referencia a lo agridulce (recuerdo aquí Trilce de Vallejo).

En obras como Puerto Rico (1938) y Parque cerca de Lucerna (1938), Klee da rienda suelta a la alegría con colores vivaces y formas caprichosas. Llaman la atención las figuras onduladas, sensuales, de Ninfa en el huerto (1939). Desde luego, muchos de estos cuadros fundamentales dan lugar a encendidas polémicas. El caso más sonado es el del óleo sobre lienzo Revo­lución del viaducto (1937). Para unos, la marcha decidida, imperativa y uni­forme de formas-viaducto que amenazan con invadir a los espectadores, debe entenderse como una crítica a las masas fanáticas y despersonalizadas, presas del anonadamiento nacionalsocialista. Para otros, el desorden manifiesto y la diversidad de tamaños de los viaductos equivale a un llamado a la individualidad y a la libertad en contra del totalitarismo. Hay quienes ven en el lienzo una manifestación de humor festivo, en el entendido de que el movi­miento de los viaductos no es más que una rebelión contra el aburrimiento que significa estar condenado a un emplazamiento definitivo; o sea: es la re­belión ante la rutina.

En 1938-1940 las pinturas y los dibujos de Klee se pueblan de cuerpos fragmentados, construidos mediante gruesos contornos que corresponden a las líneas maestras constructivas utilizadas por el pintor. Respecto del despe­dazamiento plástico de las formas, obsérvese la acuarela sobre papel Explosión de miedo III (1939), obra que da cuenta de un modo contundente de la violencia y la destrucción imperantes. Es de llamar la atención un lienzo de 1940 titulado Muerte y fuego, cuyo centro de referencia es una máscara deforme y terrible de color blanco azulado, que presagia el triunfo de la muerte. Del mismo año y de un pathos mortal similar es Cautivo, óleo sobre arpillera, en donde domina un azul frío sobre el que se inscribe una figura aprisionada; así lo indica la retícula de gruesos trazos negros. Son años duros, años en que sus lienzos, sus papeles y sus dibujos se pueblan de ángeles y demonios, de mie­do y de presagios.

Klee muere en Locarno el 29 de junio de 1940, cuando estaba siendo sometido a una revisión médica. Dejó en el caballete, sin firmar, el que puede considerarse su último cuadro, Naturaleza muerta (título puesto post mortem). Percibimos en la esquina inferior derecha la superficie de una mesa cubierta por un mantel naranja amarillento, adornado con flores y motivos vegetales, sobre el que reposan una jarra verde y una escultura de formas primitivas. En la esquina superior izquierda, y sobre un ingrávido semicírculo rojo, vemos dos floreros de color verde y otro jarrón de color azul. Junto a los jarrones hay un objeto de difícil identificación. Tampoco es fácil de reconocer el objeto que pende de la parte alta del cuadro. El fondo es negro, animado por un disco lunar tintado en un color amarillo solar. Abajo, a la izquierda, Klee pega un trozo de papel blanco que semeja la sábana santa, con la imagen gráfica de un ángel sujeto por dos recias manos. ¿El ángel caído? ¿El ángel de la salvación? ¿El ángel de la muerte? ¿La lucha entre lo diurno y lo nocturno? ¿El encuentro entre lo visible y lo invisible? ¿Un réquiem? ¿Qué quiso decir­nos Klee al borde de la muerte?

Cuatro poemas

María Negroni

ALGO NUNCA VISTO
como cuando se dice a alguien
no te despiertes de mí
no me prohíbas
con tu razón traidora

y a bordo de un velero azul
aparecen de pronto
varias figuras retóricas

la anáfora de un beso
la catacresis de un llanto

y una linterna mágica
alumbra
la sinfonía del mundo

oro mudo
en la noche del pájaro


ESCRITURAS
el arte es una cosa mental
pero tus manos
alzadas
a lo invisible de mí

como si fueran sordas
al tacto
de lo que no tendremos

quisieron abrir un cauce

y así fuimos un río
y nos íbamos
de la boca a la boca
sin más expectativa
que todo

y hasta pudiera decirse
que una ciudad perdida
se asomó a tu dibujo

mientras los cuerpos volvían
a saber eso que ignoran


SIGUIENDO UN FUEGO
ahora
si puede decirse ahora
para esto

que siempre está pasando y vino
y encenderá la luz
a los costados de algo
que sería

vos
contra un paisaje
cada vez en su temblor

eternamente mi ciudad
que todavía no se supo

y sin embargo estoy cantando
a ese camino que me abrís

encandilada como una oscuridad
en otra oscuridad


EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
érase una vez un jardín
o algo parecido a un jardín
donde la noche ocurría
sin ser vista

diríase un prólogo
de flores doradas
a un otoño
sin escritura

se sucederán los días de las niñas rojas
en sus canastas había un tintero
la muerte les puso pena sin despertarlas

cosas raras
de nunca amar

así es el sur
así el estilo de la ternura

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Tres poemas

María Auxiliadora Álvarez

MAR DE CAL
“el firmamento se sostiene sin columnas”
dijo un maestro

pero el mar de abajo es de cal El mar
donde quedamos
(inmóviles por mucho
tiempo e impresos por menos)

mirando hacia arriba Con lo único
que de nosotros puede moverse
Aún:

y derramando (a la inversa) pequeñas
e interminables
gotas blancas y duras


LA PORCIÓN INTOCADA
y no se podrán beber juntos los jugos de la tragedia
con los de la experimentación

porque los unos tienen sabores y colores transitorios
y los otros no
(como sin substancia la porción
intocada Entre los dos):

la espuma de arriba se desbordará en fOrmas
CAMbiantes
pero el peso retomará Del fondo su mismidad


EL MIEDO
cada quien dio lo que pudo Y lo que el miedo
no le arrebató Porque es mucho lo recibido
que tal vez (aún) devolveremos mal:

ojos que vimos —No podríamos haber sobrevivido
a lo inanimado— Sufrir que vimos
Y pues Reír

todo fue armado por la esperanza: el viaje era
hacia el tú
(pero como la esperanza vino armada
tuvo que disparar)

Cuatro poemas

Silvia Eugenia Castillero

CIRIOS
Cenizas azules,
confusión de aire y agua
desde el reflejo color plata
hasta el negro horizontal.
Y regresar una y otra vez
filoso, insistente su misterio:
de la bruma celeste
a la humedad sagrada. La línea
de las formas leves, incorrectas,
absurdas, se desdibuja en azul puro,
en la obsesión de ser sólo un matiz,
y enredar la memoria en sus propios residuos
resistentes como cuarzo aunque fugaces,
cristales cociéndose.
Y el vapor en el brinco de la luz
oxida, pulveriza, corroe.

GOBELINO
A punto de hundirse en la noche
el azul abandona su matiz de penumbra,
entra en esa oscuridad de diafragma
(la melancolía como forma de vida)
sin intensidad: sólo un estar intermedio
entre luz y vacío.
La confusión de un umbral pedregoso,
suspendido entre el dorado y bermellón,
entre lo puro y lo terrible;
lapislázuli macerado en contraste
con el hierro. Enrejado, detrito
de polvo divino, el azul sedimenta
en sus pigmentos partes del cielo,
las gotas de ultramar y una pizca de río.
Arcilla, linaza, lejía,
azules secos que serán cantera o cuero,
tal vez el tapiz lacerante del mar.

BOSQUEJO
Los pliegues apenas se hunden en el aceite
y el plomo blanquecino del cuerpo
de virgen amanece;
dentro de una gama de lienzos
—en el azul diurno de la seda—
el índigo se vuelve cauteloso
y relata el caso excepcional
del rojo soleado que cruzara la tela.
Intenso, de cochinilla y laca,
es azul sagrado y proviene de la alquimia:
la virgen es un bosquejo,
ficción del sulfato y la potasa.
Hecha de sangre e impurezas,
con su falda sedosa de cianuro es inocua,
guarda su fórmula cosmética
en secreto como una historia sagrada.

MILAGRO PERDURABLE
En el manto escarpado un río se purifica,
los roces de seda son veladura de laca roja,
allí se van deteniendo las sombras:
un gesto y los párpados. Esa mujer
de cobalto escondido en los blancos
es intermedia, mediana entre los negros resueltos
y los rojos del fracaso. Ella no mira, sólo se mece
con prudencia por encima de las rocas. Busca
en su cuerpo un prado cardenillo. Pero su manto
es pedregoso, áspero como terracota.
En su aspiración busca lo ultramarino: quiere
bañarse en río de incienso con especias.
Exótica reina de suntuosos matices: sueña.

Tres poemas

Roxana Crisólogo

TE DESPLOMASTE en el albedrío del aire
rodaste como una canción desmedida
en los textos más complejos del agua
en las arañas de luz que las palmeras
arrancan de una multitud
acordonada de pájaros
sin estación ni orilla

es tierra firme la playa
el mar su mundo interior
los nudos y voces que el faro
anticipa
en círculos y vitrales
de amaneceres borrosos

escenas de una vida aparente
en la lentitud de los techos
de una inclinación mortecina que arde

y sin embargo una lluvia invisible
tiende su espalda jabonosa
para cepillarla
la música
se arropa en su mundo
interior

alguien se ofrece para leerme el tarot
las estrellas digo compañera
no creo en aquellos cartoncitos pintados de rojo
pero reconozco sus dedos
tu pasión
aquella luz


*

EL MUCHACHO del cabello de colores
esconde el torso
en su caparazón de tortuga
el sol desbaratará sus aletas
cedidas al abandono de la arena
y la arena formará ecos turbios
de un cuerpo
desvanecido en la playa

Montañitas
las olas rasguñaban el cielo teñido
de nubes

corrías tabla
pero también el tiempo corría
sobre la cresta
de algo inalcanzable
y la tabla descendía
acercando distancias
la mirada puesta
en las olas
te hace vulnerable a aquello
que no se repite

la posición segura
es el equilibrio
de las aves

aún no he aprendido la técnica
y una y otra vez no una
sino más olas
me golpearán las espaldas

bambolearse
sobre lo que te coge inadvertido
someter
ése es el destino del surfista

acariciar el espinoso rastro del mar
luego sabré poner los pies
sobre la tierra

aplastar su pico de garza


*

LOS GRITOS de las urracas
de pie en el horizonte
siento que la cabaña va a derrumbarse

¿caerán los cocoteros sobre algún desprevenido bañista?
¿aquel israelí dejará de cantar?

en unas horas debo tomar el tren
que me devolverá a Delhi
dejar el sol
la villa de turistas
los pantalones rayados

volaré sobre un mar
de botellas plásticas
vendedores de incienso
y una geografía
que nos dará de beber
algo
que no nos dejará silenciosos

ellos tomarán sus motos
y sus chicas rubias
arrastrarán el sol bajo sus pies

yo volveré a Delhi
siguiendo el arco iris
de los anuncios de publicidad

acompañaré la fragilidad
de los rickshaws
que alegremente
aletean en las esquinas

el paso lento de las muchachas
que van a la escuela
como si no supieran a dónde ir

Kilimanjaro

Maricela Guerrero
(Fragmento)

Papeles contantes y sonantes, papeles con rostros, papeles de identidad, papeles contraseña salvoconductos —transformación y resistencia— papeles pautas —rumor y música— sus documentos identifíquese y ¿cómo dices que te llamas? Se llama prófugo, se llama migrante, se llama emperador, verdugo, carcelero, preso, redentor, maquinista, pasajero, ser en traslación se llama fogonero, inspector, cocinero, checador: papeles en representación: maquinista, pasajero, ¿quién dirige la función?, ¿cómo dices que te llamas? El polizonte se distiende: pasajero sin documentos, pasajero desacreditado, desvalido: pasajero en fuga: correveidile ansioso a las rejas con todo y chivas papeles contantes sonantes: actas, registros, documentos: Rancho Alegre, ciento dieciocho vacas producen diez mil litros de leche al año y no se cansan ni piden incapacidad por maternidad, sino al contrario: vacas lindas, pintadas, lecheras y contentas con nombres como Micaela o Magnolia paren y producen leche, vacas: vacas, registro de mis vacas y de mis días: alegres registros, papeles registro del rancho que produce leche y del rastro que produce carne: carne de cañón, prófugos que no tienen nombre ni registro ni papeles, no constan en actas: se llaman migrantes en contenedores, trenes que transportan litros de leche y hombres sin nombre ni trabajo ni apellido: hombres paridos no por vacas contentas, sino por madres que no tienen nombres —alegres madres que no se llaman magnolias ni micaelas ni nada— madres que se alejan de sus hijos y no producen litros de leche al año y no viven en ranchos alegres: madres sin registros ni papeles: madres e hijos prófugos, trenes que parten al norte como bengalas al interior del sueño: imaginarios ranchos alegres donde se ordeñan vacas contantes sonantes y alegres vacas especializadas en producir altas cantidades de leche y hombres en trenes que penetran la noche y la ordeñan: maquinista pasajero tren y vías en marcha por una vía láctea infinitamente derramada por las cientodieciocho vacas de Rancho Alegre: máquinas palpitantes mínimas —engrane y suspensión— vacas: vacas derraman leche, mugen por la vía láctea y gotean:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: puntospuntos vías: paralelas:tren de vacas —mu—

lunes, 23 de noviembre de 2009

Errores y extravíos

Gabriel Wolfson

Manuel Fernández Perera (coordinador), La literatura mexicana del siglo XX, FCE/CONACULTA/Universidad Veracruzana, México, 2008, 498 p.

Errores y extravíos es el título de una no­vela de Theodor Fontane, escritor alemán del siglo XIX, que nada tiene que ver con el asunto que nos ocupa pero que se apro­xima a la sensación que fui acumulando con la lectura de este volumen, algo notable si se tiene en cuenta que reúne diez textos de diez autores distintos. Que diez perso­nas reconocidas en sus respectivos campos, algunas de ellas autoras de obras que he leído a veces con provecho y a veces con mucho gusto, contribuyan para gene­rar tal impresión no deja de sorprender y de provocar algunas preguntas. Por ejem­plo: ¿qué tanto un trabajo con un ropaje tan fuertemente institucional como este, y quizá tan coyuntural, puede superar su aspecto de obra por encargo? O bien: ¿qué tanto pesó en el coordinador la posible amistad o admiración por sus autores como para no haber animado correcciones, ampliacio­nes, mejoras, o para no haber fijado desde el principio criterios claros en esta tarea colectiva? Ahora bien, diré que no son los diez autores quienes participan de los ex­travíos: hay algunos capítulos que ofrecen mucho, y hay especialmente dos capítulos magníficos que sin embargo, por involun­tario contraste, resaltan la opacidad ge­neral. Y diré también que el libro es una buena fuente de información, casi siempre puesta al día, que no sobrará en nin­gún anaquel en su calidad de “obra de carácter general y no especializado sobre la literatura mexicana contemporánea (…) que procura la amplia consulta”, tal co­mo se nos advierte en el prólogo.
No obstante esta advertencia, no obs­tante el hecho de que el libro aparece den­tro de la colección “Biblioteca Mexicana” y en la serie “Historia y Antropología”, muy pronto comprendemos que se trata de una reunión de ensayos libres sobre la litera­tura mexicana en las distintas décadas del siglo XX, textos que discrepan no sólo en cri­terios editoriales sino, sobre todo, en orien­tación respecto de su objeto de análisis y la manera de exponerlo. Así, algunos son propiamente capítulos de historia cultural (la perspectiva que, en mi opinión, da me­jores resultados en este libro y que ade­más se adecua mejor a la colección), otros son textos de crítica literaria e incluso los hay que parecen resúmenes escolares (crea por lo pronto el lector en mis juicios, más tarde intentaré argumentarlos). ¿Más discrepancias? Algunas, si se quiere, meramente técnicas y hasta pedestres, pero que en un trabajo como este, que busca “subsanar [la] carencia” de buenas historias literarias en nuestro medio, parecen inexplicables: sólo dos capítulos incluyen una bibliografía, algo que aquí habría re­sultado muy útil no sólo, desde luego, para mostrar las fuentes de los autores sino pa­ra sugerir al lector materiales complemen­tarios o de profundización; principalmente en el último apartado no se anexa el año de publicación a cada título mencionado, práctica común y apropiada en el resto del volumen; como “obra de consulta” le ha­bría venido muy bien un índice onomásti­co (pero ya Gerardo Deniz, en Anticuerpos, había referido la falta de costumbre o pe­ricia mexicana para este tipo de humildes menesteres); en algunos capítulos se indica el origen de las citas textuales y en otros no, a capricho del autor y sin que el editor se dé por aludido; y sobre todo, una discrepancia que tiene que ver con lo ver­da­deramente poco colectivo de esta obra colectiva: algunos autores se concentran en los grandes nombres de su década mien­tras que otros aventuran trazos más am­plios, con lo cual tenemos que a Mariano Azuela, por ejemplo, el libro le dedica tre­ce páginas en un capítulo y una más en otro, mientras que a David Huerta se le consagran quince renglones y a Aguilar Mora seis, o a Daniel Sada ninguno (¿nin­guno de verdad? ¿Es posible que no apa­rezca ni mencionado en las numerosas y fatigosas listas que engalanan muchos ca­pítulos? ¿No se me escapó por ahí su nom­bre, perdido entre ocurrentes encomios? Ah, cómo extrañamos el índice onomásti­co); con lo cual también resulta que de la Revista Mexicana de Literatura, por ejemplo, se habla lo suficiente y en cambio nada se dice de Plural, Vuelta o las secciones culturales de Proceso o Uno Más Uno; además tenemos que, salvo Usigli, el teatro práctica­mente no existe en este libro (algo que no habría estado necesaria­mente mal si la au­sencia se presentara y justificara como des­linde decidido desde el principio), excepto que en el capítulo sobre los setenta sí hay un apartado para la “Escena” donde desfilan Leñero, Azar, Basurto, Olmos y compañía.
(Y ya que estamos en este nivel de mi­nucias, y en abono de mi ociosidad como reseñista, séame permitido un alegato: en la hoja legal del volumen, junto a los datos al uso, se nos informa: “Empresa certifica­da ISO 9001: 2000”. ¿Qué es, me pregunto, lo que certifican los certificadores? Miste­rio. Sí está claro que los diversos isos cer­tifican, por ejemplo, que en un restaurante la cebolla esté finamente picada o que no naden ratas al fondo de las marmitas, pero no certifican que el mole sepa rico, o bien en una universidad certifican que haya tal número de doctores por cada tantos alum­nos o que no se usen softwares piratas pero no certifican que los alumnos finalmente aprendan algo, en una empresa editorial uno supondría que, de acuerdo, los certifi­cadores no pueden certificar que lo publi­cado no sea un puñado de cursilerías, por ejemplo, pero sí al menos que no haya de­masiadas erratas en esas cursilerías. Muy bien, pues no es el caso. Y no porque este libro no sea cursi —aunque por ahí uno pueda leer: “Jaime Sabines realiza lo que hacen los grandes: examina lo que pa­sa, las semblanzas humanas, indaga cómo es el mundo y nos entrega sus verdades (…). Algo sobre la muerte del mayor Sabi­nes es una cumbre de la literatura univer­sal, son un suceder los versos de este libro que no se lee, sino se adentra en uno”—, y porque además está efectivamente lleno de erratas. Entre mis favoritas, aquellas que no son un vulgar de­dazo, cito las siguien­tes: a Alfonso Reyes, autor de un poema llamado “San Ildefonso”, se le atribuye un “Nocturno de San Ildefonso”, título fa­mo­so de Paz; a un ver­so aún más famoso de Sabines se le agrega una palabra que lo ha­ce sonar casi gauchesco (“Yo no lo sé de cierto, pero lo supongo”); al exiliado espa­ñol Juan Rejano se lo convierte en un tal Juan Bejarano; de “El sueño de los guantes negros”, de López Velarde, se di­ce que “tiene un inicio notable”, pero lue­go ese inicio está terriblemente citado (el cuarteto endecasílabo se vuelve una estro­fa de tres versos casi libres); o un capítulo final tan plagado de erratas que en él puede llegar a leerse: “el auge no es algo todavía algo ex­cepcional”. Algo que sí es ya algo excepcional, en cambio, es que casi confiemos nuestras existencias a las pulcras manos de los certificadores.
Antes de examinar con más detenimien­to algunos capítulos, me gustaría aún hacer un comentario general. El libro se llama La literatura mexicana del siglo XX pero podría mejor titularse La literatura de la Ciudad de México en el siglo XX. Salvo excepcio­nes como el capítulo de Saborit (donde se encara el problema de una renovación del medio intelectual que no afecta sólo a la capital) o el de González Rodríguez (que de­dica un apartado a la pervivencia y el aban­dono de lo rural y provinciano), el libro se pasea comodísimo en el conocimiento a veces exhaustivo de calles o aun bares y cafés renombrados del Distrito Federal con la convicción sinecdóquica de que lo que ocurriera en el resto del país sería, seguramente, un eco pálido del esplendor me­tropolitano, o peor, con la certeza de que en el resto del país no pasaba nada. Se podría argumentar, en principio, que la dinámica cultural de México acarreó la mi­gración casi total de los escritores de pro­vincia a la capital, sede de las principales instituciones literarias (aunque esto sería difícil de sostener respecto de las últimas décadas del XX, fenómeno del que no se hace ninguna mención), o bien que los es­critores más notables del país, con abrumadora superioridad numérica, realizaron su labor en el df y aun lo convirtieron en su tema principal. El problema es que un libro titulado La literatura mexicana del si­glo XX no tendría que ser una mera lista de notables, y eso lo comprenden sólo tres o cuatro de los colaboradores del volumen: olvidándose de las nada riesgosas loas a los consagrados, se dedican a examinar la literatura no como “una de las bellas ar­tes” o como “expresión del pueblo mexicano” (o del espíritu universal) sino en tanto práctica social, lo que implica desde luego referirse no sólo a los escritores no­tables sino a los poco o nada notables, no sólo a los escritores sino a los lectores, no só­lo a los libros sino a las revistas y periódi­cos, no sólo a los juicios sino a las prácticas y las percepciones, y claro: no sólo a la li­teratura. Porque aun aceptando muy bien que en términos generales la producción literaria más destacada tuvo al DF como imán, un libro de estas características o con estos propósitos podría haber dado cuenta de distintas lógicas literarias del resto del país, lógicas reaccionarias algunas, lógicas premodernas, paralelas, alternativas, a ve­ces —pero no siempre— emplazadas como disputas con la así concebida lógica domi­nante central, a veces asimiladas por la propia producción mayor capitalina. ¿Que algunos autores de este libro juzguen que fuera del DF todo era un páramo sombrío, un Cuautitlán sin ISBNs del que no se dis­pone de información? Muy bien: habrían podido al menos crear un marco para tal vacío y que de esa forma hablara ese va­cío, en vez de relegarlo al desván innombrado de todo lo modesto, lo molesto, lo vergonzante, lo campirano. O mejor aún, podrían haber investigado: ahí están como primeras fuentes el libro de Zaid sobre la cultura católica y provinciana de la cual es deudor López Velarde, ahí está un volumen como México: Literaturas regionales y nación (publicado por la misma Univer­sidad Veracruzana), ahí están sobre todo las antologías históricas estatales promo­vidas institucionalmente en los últimos años, y ahí están seguramente muchos otros tra­bajos para dar los pasos iniciales, para que (poniéndome en el mismo nivel de lo “nota­ble”) el libro no resintiera la ausencia, di­gamos, de Dos Filos o El Centavo, de Félix Dauajare, Samuel Walter Medina o Alejan­dro Meneses.*
El primer capítulo es un interesante en­sayo de Rafael Pérez Gay dedicado a la década inicial del XX —aunque contempla también los últimos años del XIX—. En es­te caso, el problema mayor no radica en el ensayo en sí mismo sino, nuevamente, en la discordancia que establece con el resto del libro: Pérez Gay elige hablar sólo de los pro­sistas (y no de todos: en especial los asociados con la Revista Moderna y unos pocos más), lo cual, desde luego, funcionaría muy bien en un volumen donde sus coautores partieran por igual de una perspectiva crí­tica y selectiva, pero no en este libro donde el objetivo, bien o mal cumplido por el res­to, consistió en ofrecer un panorama ge­neral de cada década. El otro punto para mí discutible de este primer capítulo tie­ne que ver con que Pérez Gay arriesga la tesis de que lo más interesante de los pro­sistas decadentes no son los escandalosos temas y motivos de sus textos sino el “ex­ceso verbal”, su dedicación a “experimen­tar con el lenguaje”, al grado de que los considere “los fundadores silenciosos de la prosa moderna”. Lo que me falta son los argumentos que sostengan tal asevera­ción, sobre todo porque el mismo Pérez Gay más tarde estudia a Ángel de Campo, Micrós: en la cita microsiana que incluye parece asomar una más fuerte y verdade­ra novedad de la prosa.
La mala suerte de este libro es que su mejor capítulo se presenta muy pronto, lo cual conduce a un continuo anticlímax en el resto de sus muchas páginas. Ya desde el título, “El trabajo literario y el presente inmediato. Escritores y artistas en la dé­ca­da armada”, el texto de Antonio Saborit pone en claro que no se limita a cumplir con el encargo, y que un texto puede ha­blarle a los especialistas al mismo tiempo que al público general sin que por ello mer­men su legibilidad, su amenidad, su rigor ni sus aportaciones. Lejos de remitirse a las interpretaciones y las fuentes tradicio­na­les, manoseadas hasta el cansancio, Saborit ingresa al ruedo con admirables testimonios provenientes de archivos o de esos polvosos libros que se avinagran en las bi­bliotecas, y, sin mayor alarde, ofrece sobre todo lecturas frescas y estimulantes de una década para muchos agotada: su ensayo parece un solo y fluido párrafo que engarza naturalmente las voces de nuevo palpi­tan­tes del pasado con argumentos (la división de la élite intelectual a raíz de la disputa Reyes / Corral, la paradójica euforia cultu­ral capitalina después de la Decena Trágica, la inercia de un medio intelectual media­namente autónomo y encantado de sí mis­mo, la mediocridad de la actividad del Ate­neo en tanto grupo, los ateneístas como los primeros intelectuales modernos en México, el definitivo desfase entre la renovación cul­tural y las fechas políticas, el igualmente paradójico desfase entre unas obras hechas para el consumo local capitalino y su posterior proyección como pilares de la cultura nacional) a años luz de la veneración sacralizadora del genio creador y de la lite­ratura entendida como emisión etérea de contenidos inmateriales. Por el texto cruzan músicos, militares, revistas, epidemias, sket­ches de teatro frívolo, fotógrafos, impren­tas y hasta poemas, y sobre todo —algo inaplazable en un lector y difusor de Roger Chartier o Robert Darnton como Saborit— circulan percepciones: reconstruir verbal­mente un mundo implica no sólo establecer qué ocurría en él sino, quizá más importante, aventurar cómo sus actores percibían las cosas y cómo, a su vez, intentaban re­presentar sus propias reacciones. Ojalá no suene a elogio hueco decir que el libro vale por el capítulo de Saborit.
El anticlímax de La literatura mexica­na del siglo XX sólo se interrumpe cabalmente en el capítulo en manos de Sergio González Rodríguez, a quien se le enco­mienda la década tal vez más opaca, los cuarenta. Pero González Rodríguez hace de la opacidad virtud: comprende que su trabajo no depende de la escasez o profu­sión de figuras rutilantes sino de su propia capacidad para dar una imagen compleja de lo que podríamos llamar la vida coti­diana literaria o cultural de un periodo. Si las armas en Saborit provenían principalmente de la historia cultural, en Gon­zález Rodríguez derivan del periodismo: su punto de enunciación es el de quien observa y registra hechos, más que textos: sombras subrepticias a la vuelta de la esquina, halcones nocturnos que se deba­ten entre la seducción del entusiasmo mo­dernizador y la ilegalidad. Su capítulo es, así, un cortometraje en blanco y negro que, asentada la consolidación de la ciudad co­mo escenario cultural, ofrece una caracterización dominante: la de los cuarenta es la década oscura, nocturna y criminal, de garitos, callejones, salones México, pe­riodistas y escritores menores, y de base una doble moral que sustenta mientras fi­sura la estabilidad del régimen. Del atinado encuadre de González Rodríguez se des­prende, además, una perspectiva que da cuenta de la heterogeneidad: simultáneo al paradigma humanista aún sostenido, “el imán de lo extremo”, la “visión obscura y astillada de la urbe”.
El capítulo sobre los veinte quizá pue­da resumir, en cambio, los extravíos y las deficiencias que campean, menos concen­trados, en el resto del libro. La impresión que deja su lectura es que José Joaquín Blanco, autor de muchos otros textos muy lúcidos y muy atendibles sobre literatura mexicana —por no hablar de sus crónicas—, ahora no tenía mayores ganas o in­terés de participar en este trabajo y se limitó a redactar unas breves notas que, eso sí, les vendrán muy bien a los estudiantes plagiarios de las preparatorias. No es sólo que Blanco insista, por ejemplo, en que lo mejor de los Contemporáneos se escribió en los treinta pero insista también en dedicarles muchas páginas en las que, sin embargo, nada menciona de lo más característico de la actividad del grupo en los años veinte; no es sólo que se desentienda en dos líneas de los Estridentistas en algo que más parece una ocurrencia o una bravata que una interpretación (“Fue­ron, más que un grupo poético, una anéc­dota belicosa bastante lateral que sufrió la generación de Contemporáneos”); tampo­co que “en cierta forma” (pero en cuál, me pregunto, a lo que Blanco no responde nunca) considere a historiadores como O’Gorman o a eruditos como los Méndez Plancarte “cercanos” a la corriente colonialista de Valle-Arizpe y compañía; ni, en fin, que señale como algunos de los libros “más disfrutables y generosos” de Reyes los de la década de los veinte pero de inmediato enliste puros títulos que Reyes escribió en la década anterior. El problema mayor es la displicencia con la que Blanco se toma su tarea y, sobre todo, la concepción de la cultura —o de la crítica o la historiografía literarias— que uno po­dría desprender de sus resultados: nada que ofrezca una síntesis de los años vein­te (para cumplir, digamos, con el propósi­to principal de un libro como éste), nada que aporte información nueva o poco aten­dida, nada tampoco que arriesgue una lec­tura novedosa y no una acumulación de afirmaciones lapidarias (porque en este texto nada las sustenta ni acompaña), y sí, en cambio, un esquema expositivo que reduce la vida cultural, nuevamente, a un hit parade idóneo, como decía, para el copy paste: nombre de Gran Autor, jui­cios impresionistas sobre su Obra, texto famoso de muestra.
En la base de este esquema se encuen­tra una idea convencional de la literatura, donde ésta se limita ya no digamos a los títulos de las obras sino a los nombres geniales de sus productores, y que permea otros capítulos del libro. Así en el dedica­do a los años treinta, a cargo del coordinador del volumen: después de unas buenas páginas iniciales, de síntesis y con atracti­vos cuestionamientos, se da pie a una ex­plícita galería de personajes, sobre todo aquellos que, muy notoriamente, admira el autor del capítulo [a excepción de Ló­pez Velarde, de quien puede leerse: “Sin embargo, a pesar de ese brillante trabajo analítico e interpretativo [el de Paz en Cua­drivio], parece muy improbable que hoy merezca atención amplia. El tema de la poesía velardiana (…) ya no resulta compartible y tal vez quedó tan rebasado co­mo otras tantas preocupaciones o afanes que ya son obsoletos: ese temblor lírico (…), esa fascinación con el ‘abismo’ o la ‘caída’ ya no parecen vigentes.” A mí me gustaría saber por qué ya no “parecen” atendibles o vigentes los escritos de Ló­pez Velarde, en especial cuando ha sido incluido un poco forzadamente en una dé­cada en la que ya llevaba varios años muer­to y enterrado, y sobre todo cuando nada se ha dicho de la vigencia —sospecho que mucho menor— de otros “notables” como González Martínez o Mancisidor. Asi­mis­mo, podría yo apuntar que el autor privi­legia, en el terreno de la poesía, a Reyes, Gorostiza, Villaurrutia o Pellicer, y aun cri­tica a Torres Bodet porque “no pareció entender mucho en qué consistía la reno­vación”, pero nada dice de Novo, que en esa década publicó Espejo, Nuevo amor, Never ever o los fantásticos Poemas proletarios]. Así también en el capítulo sobre los cincuenta, autoría de Juan Antonio Ro­sado y Adolfo Castañón: la prosa hetero­génea y compleja, característica de este último, capaz de dar una imagen de la dé­cada como un lapso de ruptura y tensión intergeneracional, va cediendo terreno a párrafos cumplidores que clasifican auto­res por género literario o por revista, y que a veces parecen mera paráfrasis de los es­tudios de Armando Pereira sobre la gene­ración de Medio Siglo. Lo mismo en la década siguiente, los sesenta, en manos ya sólo de Rosado: agradables estancos (los géneros, la dualidad mexicanismo/cosmo­politismo) donde se agrupa una profusa —eso sí— información sobre autores, títu­los, revistas e instituciones.
El capítulo sobre los ochenta podría des­tacarse como uno de los más disonantes en el conjunto. Rocío Olivares Zorrilla en­cara su década con una perspectiva decididamente crítica: escoge a pocos autores y sobre ellos escribe páginas que tienden más al análisis y al juicio de sus obras que a la exposición de datos. Así, resulta espe­cialmente interesante que, en un gesto por sí mismo significativo, comience su revi­sión de los ochenta con Luis Zapata, y que de él, como de Pitol o Del Paso, ofrezca pá­rrafos lúcidos derivados de un conocimien­to profundo y reflexivo de sus textos. Aho­ra bien: el problema de este capítulo es, como ya podrá suponerse, su contraste con respecto al resto de un libro que se preten­de “de consulta” y “general” (así, por ejem­plo, no se mencionan obras por diversas razones decisivas de la década, como Cró­nica de la intervención o los libros inicia­les del ya citado Daniel Sada), pero además que, por su mismo impulso de arranque, se proponga destacar a los autores más valio­sos sin que se nos diga cuál es el suelo común del que se destacan. Y si con los prosistas la tempestuosa crítica de Oliva­res Zorrilla abría la puerta a lecturas su­gerentes y atractivas, con los poetas se va convirtiendo en un ejercicio de explicación de los poemas, lo que acarrea frases (“Por él [un camino de desencanto] ha expulsa­do sus demonios: la enfermedad, la vejez, la muerte, las interrupciones exasperantes e inexplicables que laceran la existencia devolviéndola al vacío”) que podrían apli­carse a Eduardo Hurtado, como es el ca­so, o a muchos otros poetas de los ochenta o de cualquier otra década: ejercicio di­dáctico cuya gratuidad conducirá, digamos, a que a la poesía de Deniz —difícilmente asociable a una frase como “En la poesía de Antonio Deltoro, la infancia es un surtidero de destino, en ella está ya, como en un juego, la inocente certeza de la muer­te”— sólo se le dediquen dos renglones como de diccionario.
Los capítulos restantes —los setenta, de Isabel Quiñónez, y los noventa, de José Carlos Castañeda— comparten la devoción no sólo por las listas de autores y por los cómodos compartimentos de clasificación (Castañeda agrega un nuevo esquema, más cómodo aún y más gratuito: las trilladas cinco propuestas de Calvino para este mile­nio), sino también por los grandes nombres, aquellos que garantizan el asentimiento y no implican ningún riesgo. Pero que una década, los setenta, tan signada por diver­sos escepticismos y resquebrajamientos que­de enmarcada en lo poético por Pellicer y Paz y en cambio nada se diga de Ricar­do Castillo, Jaime Reyes, Coral Bracho o los ya citados Deniz y Huerta, o que los no­venta queden igualmente enmarcados por Sabines, Fuentes y Paz (“Mil novecientos noventa fue un año venturoso para las le­tras mexicanas”, se dice ahí y uno se pregunta por qué. Ah: “La Academia Sueca otorgó a Octavio Paz el Premio Nobel de li­teratura”. Menos mal. A lo que le sigue una frase tortuosa que ejemplifica muy bien la displicencia, nuevamente, de este capítulo: “La obra poética y ensayística de Octavio Paz se unieron en un solo itinerario: la bús­queda del presente”), o incluso que se nos diga que “en este ambiente finisecular, la prosa de las mujeres ha obtenido un reco­nocimiento definitivo” y no obstante se las siga agrupando como una curiosa subes­pecie, habla mucho del trabajo que no qui­sieron emprender varios de los autores de este volumen: en vez de leer, releer, inves­tigar y reflexionar, irse por la segura ruta de los juicios consagrados y del entusiasmo por la supuesta “diversidad” de la lite­ratura mexicana, como para que el lector, al terminar el libro, salga a felicitar a todos los presentes. En efecto: en el capítulo fi­nal, por ejemplo, Castañeda acepta man­samente los clichés sobre 1989 como la clausura del siglo XX, sobre la consumada democratización del país, sobre el “viaje hacia la pluralidad cultural”, pero después se remite a fuentes no específicas sobre los noventa sino relativas a la segunda mitad del siglo: ¿por fin? ¿No estábamos ya en los años felices, que habían cerrado “la página final del expediente democratizador abierto por el movimiento estudiantil de 1968”? ¿Y entonces? Entonces queda un hueco, la década de los noventa, que es justamente aquello de lo que no se habla en este capítulo dedicado a los noventa, al grado de que en sus conclusiones se celebren las ventas o premios de algunos narra­dores y narradoras y, como en un comercial de “Vive México”, se termine afirmando: “Tal parece que el gusto por el experimen­tación [sic], afortunadamente, quedó atrás”. Qué bueno, ya podemos dormir tranquilos.

* Por no añadir el problema de la litera­tura de México no escrita en español, de la que no se habla ni siquiera para señalar que, como suponemos, sí existe pero no será considerada en el libro.