martes, 27 de enero de 2009

Vírgenes y promiscuos: Lengua, poesía y traducción

Edgard F. Stanton
(Fragmento)

Hay poetas vírgenes y hay poetas promiscuos. Incluso hay poetas que han reparado su virgo, como las meretrices de La Celestina.
No me refiero a virginidad sexual ni a la de las aventuras amorosas. Tampoco hablo de poetas licenciosos —desde los clásicos como Safo, Catulo, Villon, el Marqués de Sade y Byron hasta los modernos como Cavafis, Ángel González, Alejandra Pizarnik, Reinaldo Arenas y Ana Rossetti.
No; hablo de vírgenes y promiscuos lingüísticos —de poetas monolingües y políglotas—. Federico García Lorca me servirá como ejemplo de los poetas que llamo virginales, porque sus idiomas maternos están prácticamente intactos, sin influencia de otras lenguas. En cambio, Octavio Paz pertenece a los escritores que llamo promiscuos porque hablan y escriben en varios idiomas.
Casi todas las culturas se refieren a la lengua materna. Los lingüistas, los críticos psicoanalíticos y los poetas mismos se han fijado siempre en la relación íntima entre idioma nativo y poesía. Hélène Cixous y otras feministas francesas han ido más allá: buscan la “voz mezclada con la leche” en la fase pre-edípica anterior a la adquisición de la “lengua maternal”.1 Mientras que hay excelentes prosistas que han trabajado en un segundo o hasta un tercer idioma —pienso en Joseph Conrad, Samuel Beckett y Fernando Arrabal, por ejemplo— no recuerdo, en cambio, ningún poeta importante que haya escrito sus mejores versos en una lengua extranjera. Según Bajtín, el prosista puede distanciarse del lenguaje de su propia obra, pero el poeta “lo ve, piensa y comprende todo” “por los ojos de un idioma dado, en sus formas internas, y no hay nada que exija, para su expresión, la ayuda de una lengua otra o extranjera. El lenguaje del género poético es un mundo unitario y ptolemaico fuera del cual no existe nada más y tampoco necesita nada más.”2
El poeta Paul Celan dijo —con buen conocimiento de causa—: “Sólo en el idioma materno puede uno hablar su propia verdad. En una lengua extranjera el poeta miente.”3 Aunque algún que otro poeta haya tenido éxito escribiendo en un segundo idioma —como el serbio-norteamericano Charles Simic, por ejemplo— es la excepción que confirman la regla.
Quisiera plantear, más que una hipótesis, varias preguntas: ¿ser monolingüe o políglota incide de alguna manera en la creación poética? ¿Existirá una relación entre la competencia lingüística de un escritor y su lenguaje literario? ¿Habrá poetas cuyos versos estén tan arraigados en su lengua materna que resulten prácticamente intraducibles? ¿Habrá otros poetas cuyas obras estén más motivadas por ideas y sentimientos y, por lo tanto, se presten más a la traducción?
Empiezo con una historia de virginidad lingüística. Federico García Lorca desembarcó en Nueva York el 25 de junio de 1929, procedente de España tras pasar por Francia e Inglaterra. La pretendida justificación del viaje era aprender inglés. Pero sabemos que el verdadero motivo de Federico era huir de España y de la “penumbra sentimental” que lo envolvía por su fracasada relación con el escultor Emilio Aladrén. A las dos semanas de llegar a Estados Unidos, el poeta escribe a sus padres —quienes le han pagado el viaje— diciendo: “Ya he empezado mis clases de inglés en la Universidad”. Lorca incluso se ufana de tener “cierta facilidad para el inglés”. Dos semanas más tarde relata a su familia que “Yo estoy con el diccionario a cuestas”. Al mes siguiente les dice: “Empiezo a entender algo (muy poco), pero voy traduciendo y creo que daré al fin la batalla al inglés”.4
Pero para ganar la batalla hay que darla, y los datos indican que Lorca nunca la dio. Se jactó de recibir una nota de “Sobresaliente” en sus primeros exámenes de inglés, pero los archivos de Columbia University muestran que ni siquiera se presentó a dichos exámenes y que recibió una nota de “NC” (No Credit o “ningún crédito”) en su expediente.5 En septiembre de 1929, a los tres meses de estar en Nueva York, Federico cuenta en una carta que tomó el té con un estudiante norteamericano y “Mucha parte de la conversación ha sido por señas, porque lo más difícil del inglés no es leer sino oír, y oír es de una dificultad extrema. Muchas palabras que yo sé escritas se me pasan siempre” (énfasis de Lorca). “De todas maneras —continúa—, la dificultad está en que ellos identifiquen la palabra que uno pronuncia, cosa que, dada la especial cabeza de la raza anglosajona, es bastante peliagudo” (sic).6 Pero ¿en qué quedamos? Lorca alega primero que lo más difícil del inglés es comprenderlo; luego, hacerse entender. Para él, tanto escuchar como hablar en la nueva lengua era problemático; o sea, todo el proceso de comunicación oral. En otra carta admite: “hablo un inglés de perro”.7
A los cinco meses el poeta parece haber abandonado su ambición de dominar el nuevo idioma hablado. Dice a su familia en otra carta: “Estudio inglés que ya leo [énfasis mío], pero que es muy difícil de entender, y me dedico a escribir sobre todo”.8 Al parecer, Lorca quería hacerles creer a sus padres que se trataba de escribir en la lengua del país, pero sabemos que no fue así. Escribió mucho durante su estancia en Estados Unidos, pero en español: no sólo compuso su conocido Poeta en Nueva York, sino un segundo poemario —no identificado— y una obra de teatro;9 trabajó con un amigo mexicano, el artista Emilio Emero, en el guión de una película titulada Viaje a la luna; colaboró con la cantante Encarnación López Júlvez, “La Argentinita”, en armonizaciones de canciones populares que los dos grabarían después en España, cantando ella y tocando el piano Lorca. Además, el escritor pasó mucho tiempo asistiendo a conciertos y obras teatrales en Manhattan, a clubes de jazz en Harlem, a fiestas en que tocaba la guitarra y el piano y cantaba romances, villancicos, seguidillas y nanas infantiles de su país. García Lorca no tuvo tiempo, ni muchas ganas, de estudiar. Durante su exilio de 275 días en Estados Unidos —nueve meses y unos días— hubo tiempo suficiente para la gestación de un bebé o de muchas obras artísticas, pero no para aprender inglés.
¿Por qué? ¿Y qué relación puede haber entre su desgana, o su incapacidad de aprender un idioma nuevo, y su propia poesía? ¿Por qué un hombre tan culto como Lorca, que además tenía buen oído para la música, no pudo nunca dominar una lengua extranjera? Su biógrafo, Ian Gibson, refiere también el “espantoso francés” de Lorca”.10

1. Hélène Cixous, La jeune née (en colaboración con Catherine Clément), UGE, París, 1975, p. 173.
2. Bajtín, “The Dialogic Imagination” (Trad. de Caryl Emerson y Michael Holquist) University of Texas Press, Austin, 1981; recogido en Vincent B. Leitch (ed.), The Norton Anthology of Theory and Criticism, Norton, Nueva York, 2001, p. 1209. Ésta y todas las traducciones en el texto son mías.
3. John Bayley, reseña de John Felstiner, Paul Celan: Poet, Survivor, Jew, Yale UP, New Haven, 1995, en New York Review of Books (14 de noviembre de 1996), p. 38. Celan escribió poesía en alemán y rumano, y tradujo poemas del rumano, francés, español, portugués, italiano, ruso e inglés al alemán.
4 FGL a su familia (6 de julio de 1929) en Christopher Maurer y Andrew A. Anderson (eds.), Federico García Lorca. Epistolario completo, Cátedra, Madrid, 1997) pp. 619, 620, 625 y 631.
5 Ver Daniel Eisenberg, Textos y documentos lorquianos, El Autor, Tallahassee, Florida, 1975, pp. 17-19.
6 FGL a su familia (23 o 24 de septiembre 1929), Epistolario completo, p. 650.
7 FGL a su familia (21 de octubre 1929), Epistolario completo, p. 655.
8 FGL a su familia (principios de diciembre 1929), Epistolario completo, p. 667.
9 En una carta al diplomático chileno Carlos Morla Lynch (finales de septiembre o principios de octubre de 1929), Lorca dice “He escrito mucho. Tengo casi dos libros de poemas y una pieza de teatro” (Epistolario completo, p. 653). Según Anderson, ésta puede haber sido el primer borrador de su obra dramática El público (Epistolario completo, p. 657n). Pero en su biografía del poeta, Ian Gibson señala que no existen pruebas de ello: Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca, Plaza y Janés, Barcelona, 1998, p. 345.

10 Vida, pasión y muerte de FGL, p. 310.

El poema como hipertexto

Felipe Vázquez
(Fragmento)

Tedi López Mills, Parafrasear, Bonobos, México, 2008, 76 p.

Todo poema es un diálogo, explícito o im­plícito, con otros poemas. En este sentido, todo poema es un hipertexto: un espacio li­terario donde convergen escrituras diversas. En realidad la operación hipertextual no se restringe a la poesía sino a toda la literatura. Sin duda la primera gran obra hipertextual de la tradición hispánica es el Quijote, pero esta forma de diálogo no sólo se da entre obras sino entre tópicos. Aun­que la literatura moderna trata de prescin­dir de los tópicos, estos han sido resignificados des­de operaciones irreverentes, como la pará­frasis, la parodia, la ironía e incluso desde la literalidad. Baste un ejemplo muy su­cin­to. El poeta griego Teognis, que vivió en el siglo V antes de Cristo, escribió un poe­ma cuya resonancia habría de bifurcarse en varias tradiciones literarias a lo largo de veinticinco siglos, pese incluso a su extre­mo pesimismo: “De todas las cosas, no na­cer, para los hombres, la óptima / y nunca columbrar del raudo sol los rayos. / O, habiendo nacido, cuanto antes probar las puertas del Hades / y reposar tendido con mucha tierra encima.” Un siglo después, Sófocles lo parafrasea en Edipo en Colono: “El no haber nacido triunfa sobre cual­quier razón. Pero ya que se ha venido a la luz, lo que en segundo lugar es mejor, con mu­cho, es volver cuanto antes allí de donde se viene.” Casi 2000 años después, en La vida es sueño de Calderón de la Barca ha­llamos cierto eco de los versos de Teog­nis, aunque contaminados por la disciplina cris­tiana: “pues el delito mayor / del hombre es haber nacido”. Ya en el siglo XX, el fi­lósofo rumano E. M. Cioran escribe: “Frí­volo y disperso, aficionado en todos los campos, no habré conocido a fondo más que el inconveniente de haber nacido”, y unos años después publica un libro que po­dría ser una extensa glosa del citado poe­ma de Teognis: Del inconveniente de ha­ber nacido. En la tradición lírica mexicana, Jo­sé Emilio Pacheco acusa recibo desde los Siglos de Oro: “Don Segismundo Freud / tras arduo estudio / descubrió lo que al otro le costó un verso: / el delito del hombre es haber nacido”, hay que hacer hincapié en la ironía del nombre hispanizado, pues el personaje que dice el verso en la obra de Calderón se llama Segismundo.
Los textos literarios son espacios de convergencia de escrituras diversas. Así lo muestra Tedi López Mills en su poema­rio Parafrasear, cuyo título anuncia ya los poemas que vendrán. La autora misma, en su “Nota bene”, aclara que cita versos de quince poetas, casi todos perte­necien­tes a la literatura moderna, excepto Gón­gora, Lope de Vega y Yosa Buson (un poeta japonés del siglo xviii, maestro del hai­kú). E incluso el último poema, “La saga del Señor (con algunos rasgos de Cambi­ses)”, tiene como referente el tercer libro de las Historias de Herodoto. En efecto, el pri­mer atributo evidente de Parafrasear, cuan­do nos adentramos en su lectura, es la constante referencia a otros poetas. El se­gundo rasgo que observamos a lo largo del poemario es la ironía, la paráfrasis irónica y en no pocas ocasiones la parodia cruda. La característica tercera que se advierte es la singular andadura del ver­so, una andadura que proviene de la poe­sía deniciana. En algunos pasajes incluso el diálogo con la poesía de Gerardo Deniz resulta evidente: la forma de adjetivar, el encabalgamiento, la paronomasia, la iro­nía que hace del poema un espacio mina­do, la creación de atmósferas donde lo absurdo roza con lo sarcástico y, por su­puesto, ese fraseo singular del poema: “¿La luz? Llega por mordedura, / no se rinde, va de vándala cuando se lo pido, / tan ambigua su tradición si ilumina / rep­tando a veces, fingiendo, / pero con qué varita, me pregunto, la mano oculta / va a remover, vida mía y tuya, ese polvo de ro­sas viejas, / hojas batidas por la basura en su tarro de esmalte / con yescas en la orilla, virutas en la espina carcomida / por el cuenco sucio”. O bien este pasaje: “Fí­jame la cara del ditirambo: / excelsa luz la que te señala, es lujuria / su viga en la pierna opuesta, y aunque recite / mi pá­nico, esta piedra en la boca / pesa lo que un testigo, me diré que nadie / reconoce el valor de la persona en perpetua / ex­tinción”. Esta forma de versificar es tam­bién, tanto en Deniz como en López Mills, una crítica contra los usos escriturales de ciertos poetas que hoy gozan de salud me­diática y en cuyos poemas el tejido emocional es propio del siglo XIX, el ritmo es alambicado y los adjetivos son previsibles. La autora lo dice incluso de manera ex­plícita en un poema que muestra el filo ya desde el título —“En los puros pellejos”— y donde caricaturiza, de paso, las mendacidades de la crítica: “La costum­bre humana del amor equivocado: / así le pone a su obra; / luego la deslinda en dos actos; / el plagio es evidente, pero los crí­ticos, / entrelineando el texto, / sopesan­do cada pausa, adivinando / categorías para cada silencio, / señalan que se apega a la tradición, / al intercambio occidental de influencias”. El fraseo de Parafrasear es, sin duda, un acierto en el mapa lírico de México, es un golpe de aire fresco en una atmósfera viciada por tanto verso sin ima­ginación, sin crítica, sin poesía.

Armando González Torres: teoría de la adulteración

Josu Landa
(Fragmento)

Armando González Torres, Teoría de la afrenta, CONACULTA, col. Práctica Mortal, México, 2008, 82 p.

Casi nada en Teoría de la afrenta, de Armando González Torres, es lo que aparenta. Lo que en él se ofrece como fábula no lo es, al menos en el sentido común del término. Lo mismo cabe decir de lo que allí se designa como parábola. Tampoco es claro que propugne ninguna teoría, en la acepción usual del vocablo, y no le faltarán razones a quien descrea de la voz anónima que asegura, en la cuarta de forros, que se trata de una ristra de “poesías”. Por no parecer, este volumen ni siquiera parece inscribirse en el catálogo de la colección Práctica Mortal, dados los cambios que ha experimentado ésta en su ya legendaria presentación, invariablemente cuadriculada, ajedrecística, durante tanto tiempo.
Los nombres juegan a petrificar lo que en la vida es volátil y dinámico: hay que celebrar que el poeta González Torres nos lo ponga de nuevo en evidencia, a partir del artilugio del simulacro: el simple acto de adulterar varios géneros de expresión literaria, aparentando que se ejercen, al tiempo que se les desvirtúa en las entrañas mismas de los poemas en prosa con que se presentan, como si se tratara de palimpsestos bastardos, labrados en el continente vacío de unas formas bendecidas por un prestigio canónico. González Torres sacude, así, los significados de palabras como “poesía”, “poema”, “teoría”, “fábula”, “parábola”, “confesión” y otras, con lo que da una vuelta más al molino que, en los últimos tiempos, viene triturando los cánones formales asentados por la tradición.
Esta maniobra del poeta obliga a ciertas prevenciones exegéticas. Por si acaso, hay que empezar por reconocer que estamos ante un libro. Tal vez ésta sea la única evidencia. Respecto a todo lo demás, se impone rehacer todas las convenciones vigentes. Hay que convenir en que los textos que integran Teoría de la afrenta son poemas, conforme al sentido griego de la voz “poema”, es decir, por el hecho de que se presentan como obras acabadas, como objetos verbales consistentes, debidos a una poíesis al servicio de una intención estética, no tanto porque estén libres de pasajes ensayísticos y netamente narrativos o plasmen la prosodia y la métrica o las manipulaciones en los juegos de lenguaje y, en general, todas las operaciones transgresoras y transignificadoras propias de la textualidad que en los últimos casi 200 años recibe la denominación genérica de “poesía”.
La irreverencia ante los géneros no es una novedad, pero González Torres la estira hasta una radicalidad poco frecuente. De hecho, puede asegurarse que esa actitud tiene precursores tan lejanos y de tan implacable vocación disolvente como Sócrates, por cierto un personaje igualmente sometido, por el poeta, a los rigores de la adulteración paródica, hacia el final del libro. Esta afirmación puede sonar gratuita, habida cuenta de las obsesivas taxonomías y jerarquías formales con que los griegos dieron cuerpo a sus preceptivas de poética y retórica. Pero ahí tenemos al gran filósofo, en el diálogo platónico Fedón, dando cuenta de su intuición de que la filosofía es “la más alta música”, mientras explica a amigos y discípulos, poco antes de ingerir la cicuta, su sorprendente empeño en versificar las fábulas de Esopo; de manera similar a como lo hallamos en República, donde también se registra esa convicción de que el discurso teórico es musical. Reacio a la oratoria casi siempre, receloso ante la poesía, el pensador ateniense parece estar mejor dispuesto que nadie, en su tiempo, al menosprecio de las formas y a poner en primer plano la expresión artística, esa irradiación de almas poseídas por algún avatar de lo divino.
Esos momentos del discurso socrático-platónico —en general, preteridos por filósofos y estudiosos— no sólo desdicen en parte al Sócrates admonitorio y condenador de los frutos de toda mímesis artística, sino que resaltan su comprensión de la unidad esencial de todo lo que sea musiké, es decir, expresión derivada de la intervención de lo divino en su advocación de Musas y no sólo lo que normalmente se entiende por “música”. Aun cuando no se conozca ninguna musa de la filosofía, lo que importa es que también ésta, cuando es genuina, responde a un fervoroso y arrollador impulso expresivo, asociado a la divina potencia de Eros. No parece, pues, ajena al filósofo la intuición de una afinidad ontológica entre poesía y filosofía. Tener presente esto puede ahorrar, a algunos, asombros como los que suele suscitar el célebre dictum aristotélico de que la poesía comporta un provecho teórico, científico, que no puede esperarse de la historia. También permite advertir la existencia de cierto espíritu de lo que hoy llamaríamos “vanguardia”, mucho antes de los tiempos de Horacio; pues, en su célebre Carta a los pisones asegura, no sin alarma, que “pictoribus atque poetis quidlibet audendi semper fuit aequa potestas”, es decir, que “pintores y poetas siempre tuvieron el justo poder de atreverse a cualquier cosa”. Finalmente, puede ayudar a comprender que no es tan decisivo el género de escritura y que son lícitas, desde siempre, las irónicas licencias de artífices como Armando González Torres, en virtud de las cuales una irrefrenable necesidad de decir se desahoga parasitando y adulterando opciones formales cosificadas por la tradición. Así que, por mucho que el talante de los textos de González Torres luzca ensayístico y narrativo, su fondo es raigalmente poético.