miércoles, 16 de diciembre de 2009

La mirada insurrecta de un hacedor de poesía

Felipe Vázquez

La hibrys del poeta moderno incluye —y esto engarza con el concepto de ori­ginalidad— la defensa de su libertad creadora, su independencia respecto del poder político, de las religiones, de las ideologías, o de los discursos provenien­tes de la academia. Esta defensa le trajo, en no pocas ocasiones, la persecu­ción, el exilio, la cárcel e incluso le ha costado la vida. Es cierto que muchos poetas enarbolaron la bandera de alguna ideología, de alguna escuela, de al­guna orden religiosa e incluso hubo quienes colaboraron de manera decidida en la legitimación de Estados totalitarios; sin embargo prevaleció el deseo, la necesidad, de escribir desde una posición libertaria, es decir subversiva, pues los poetas modernos han debido escribir al margen —y a veces en contra— de condicionantes diversas. El poeta mexicano David Huerta, nacido en 1949, es ejemplo de esta defensa de la libertad creadora, pues desde su pri­mer libro, El jardín de la luz (unam, 1972), hasta los últimos, La calle blanca (Era-Conaculta, 2006) y Canciones de la vida común (K Editores, 2008), ja­más ha cedido a las exigencias o restricciones de una ideología, de una corrien­te artística o de una tradición literaria. No obstante que su obra poética coincide, en ciertos puntos, con algunas líneas estéticas de la literatura contemporánea, David Huerta se niega a encasillar su obra en los sistemas catalográficos de los críticos de literatura, a leerla desde el espacio restrictivo de las influencias literarias —sean reales o supuestas—, y aboga por una lectura crítica, exenta de los cartabones conceptuales que pudieran restringir la comprensión cabal de un poema. Así lo expone en esta entrevista, cuyas respuestas son tan elo­cuentes que no necesitan el andamiaje de las preguntas.

SI NADA MÁS LES IMPORTA LA POESÍA, NO LES INTERESA NI SIQUIERA LA POESÍA
Es normal que los poetas, los narradores, los dramaturgos o los ensayistas se ocupen de diversas maneras, cuando escriben, de lo que han leído. ¿Cómo no habría de ser así? Mi diálogo “con la obra de otros poetas” y la pregunta sobre las influencias poéticas en lo que escribo y mi relación con “diversas tradiciones líricas” configuran, sin embargo, un horizonte que puede, y, creo, debe ampliarse.
Yo he sido toda mi vida lector de prosa narrativa y ensayística; cinéfilo y espectador de pintura; viajero por algunos lugares del mundo (no tantos como yo quisiera); militante político (“viuda del 68”, por más señas); aficio­nado a los deportes, mucho más vistos que practicados; músico frustrado y melómano de tiempo completo; periodista por largas temporadas y profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México… entre muchas otras co­sas. Hago este módico inventario porque quiero decirte que mis influencias literarias y todo aquello a lo que he tenido que “acusar de recibido” en mis experiencias, en mis reflexiones, en mis escrituras y en mis diálogos ocupan territorios más amplios que la sola poesía; es lo que suele ocurrir con los escri­tores y con mucha gente común y silvestre, por lo demás. Es un automatismo decir: “éste es poeta, por lo tanto ha sido influido y determinado e intertextua­limodificalizado por poetas”. ¡No!, ¿por qué? Para mí, en ocasiones, han sido mucho más importantes algunos libros de prosa, en momentos decisivos de mis escrituras, que los libros de poesía con los que estaba en contacto en esos tiempos precisos. Eso no quiere decir que no haya yo amado, admirado, be­bido y devorado cientos de páginas de poetas; eso que ni qué, y con provecho, por lo menos un provecho que yo mido en horas de placer, de genuino gusto intelectual y lingüístico, sensible y discernible: leer buena poesía es una de las razones por las cuales la vida vale la pena de ser vivida. Pero tam­bién han sido importantísimos muchos cuadros y películas y paisajes natura­les y citadinos, para no hablar de “vivencias”; ¿no debería ser ese el ámbito de las investigaciones intertextuales, es decir, toda logósfera, las artes en su conjunto, la multiplicidad de la percepción, el rizoma de la sensibilidad, los acontecimientos sociales y los por­menores de la vida singular y de la vida colec­tiva? Me parece que sí, pues de otra manera nos queda­ríamos en el ámbito de las solas influencias lite­rarias, como en cualquier pesqui­sa positivista del siglo xix.
Un día comencé a ha­cer notas sobre unos poemas míos, de un libro de 1976, titulado Cuaderno de noviem­bre. Había alusio­nes a canciones de Bob Dylan, a novelas y cuentos de Ita­lo Calvino, a páginas de la Ética de Spinoza, a pe­lículas de ciencia-ficción, a algunos cuadros vistos entonces, a hechos de la política mexicana; casi no me ocupé de anotar las alusiones a poemas, de tan obvias, según yo, como algunas glosas lezamianas. Ese profano desorden era y es un reflejo de mi autodidac­tismo —como todo autodidactismo, muy desor­denado— y es probable que no debería ponerlo de resalto, pues sólo muestra una mente mal amueblada y sin el menor sentido de las jerarquías cultura­les; una mente desobediente de la máxima latina que encabeza cierto soneto de Lope: Multum legendum, sed non multa, máxima que nos acon­seja leer mucho pero no sobre demasiadas cosas. Yo no nada más leí y leo un poco de todo sino que además, como te digo, veo mucho cine y hago montones de otras cosas de todos los órdenes imagina­bles. Ahora mismo, no podría evitar en lo que escribo alguna sombra musical, de Rachmaninov, digamos, a quien escucho durante largas horas, en estos días; esa sombra es una espe­cie de manto benévolo; y lo mismo debería decir de los pianistas a quienes escucho con tanto amor, Emil Gilels, Sviatoslav Rich­ter, Marcelle Meyer. Y eso para no hablar de la otra música, del rock en especial, y también de distintas mú­sicas populares.
Por otro lado, en cuanto a algunas cosas que escribo, mucha gente, ante la “mancha tipográfica” de un libraco mío de 1987, Incurable, dice: “es una novela”, y a mí me parece bien: ¿por qué aclararles, con voz engolada y pose de pavorreal, “no, no, este libro mío es poesía”? Si mis intereses estuvieran estrictamente acotados por la literatura y a ellos se redujeran, andaría yo frito; solía yo decir a los poetas jovencísimos, cuando todavía dirigía talleres, “si nada más les importa la poesía, no les interesa ni siquiera la poesía”, porque lo creo. Te diré, aquí entre nos, que me interesa más la pintura de Anselm Kiefer o de Francisco Toledo que muchos poemas que leo en revistas; o las películas de Chris Marker o los experimentos escénicos y vocales de Mere­dith Monk…; o un cuento de Danilo Kis o una novela de Pankaj Mishra que el último tomazo de don Perseverancio Perenganófilo, insigne poeta mexica­no. Los poetas mexicanos me interesan, claro; pero no son tantos que no puedan contarse con los dedos de una mano —y sobran dedos—. En primer lugar, Deniz, Gerardo Deniz, y Coral Bracho. Luego, bueno: José Luis Rivas, Luis Vicente de Aguinaga. Puedo, y quizá debo decir: recurriré mejor a los dedos de las dos manos, para no herir susceptibilidades.

SIEMPRE HE SIDO DARIANO
Esa cita de Darío que traes a colación [“El mar, como un vasto cristal azogado, / refleja la lámina de un cielo de zinc”, del poema “Sinfonía en gris mayor”], a propósito de Incurable, del principio del libro, me parece mara­villosa y me llena de regocijo: siempre he sido dariano. Como no soy, estrictamente hablando, un típico profesor universitario o un académico con toda la barba y todas las corcholatas y títulos —no tengo ningún título, cosa que de veras me apena, no creas—; como no estoy preocupado por nacionalidades y fechas, puedo pasar de las Prosas profanas a un libro de Clark Coolidge sin sobresaltos, muy quitado de la pena. No sé si está bien, pero así es mi vida de lector, aderezada con esas otras presencias, datos, obras, acaeceres, anécdotas, conversaciones.

EFRAÍN HUERTA ES MI MAESTRO EN TODA LA LÍNEA
La poesía de mi padre ha sido una influencia en mi propia poesía, y muy grande. Quiero creer, empero, que leo la poesía de mi padre desde un ángulo sólo mío; por ejemplo: estoy lejos de pensar que los poemínimos son la parte importante de su obra; o que es nada más un poeta chascarrillero y alburero, pícaro y algo así como experto en la vida callejera. Esos lados de su poesía son reales y más o menos interesantes; pero no lo son tanto para mí: en mi experiencia como lector, Efraín Huerta es un poeta existencial, con un punto de hermetismo que, me parece, nadie ha visto: un poeta de un lirismo anómalo y de una fuerza muy misteriosa: tiene mucho de William Blake, y no le ha toca­do en suerte, por desgracia, un M. H. Abrams que lo lea con inte­ligencia y penetración visionaria. Es fácil descifrar sus “influencias”, y él mismo se en­cargó de señalarlas con bastante claridad —pero hay algunas ver­tientes de sus escrituras que me parecen formidables, fascinantes, y nada tie­nen que ver con González Tuñón o con Gutiérrez Cruz—. Hace algunos meses me puse a examinar su poema de homenaje a sor Juana Inés de la Cruz y me llevé algu­nas sorpresas mayúsculas: la relación de los versos efrainianos con el epígrafe gongorino abría unas perspectivas de riqueza insólita: todo se me apareció más denso, más significativo, más hermoso que como lo había leído hasta entonces. Quienes mencionan a Efraín Huerta al lado de Jaime Sabi­nes como modelos de poetas fáciles y conversados sencillamente no saben lo que dicen; Huerta es de una complejidad tanto más engañosa cuanto que no se percibe de in­mediato, y yo diría: casi nunca; a su lado, Sabines es de una facilidad y una claridad enternecedoras. Los hombres del alba es un li­bro entrañable para mí, me parece que muy mal leído en general. Así, en­tonces, Efraín Huerta es mi maestro en toda la línea, una influencia central para mí y un ejemplo de cómo vivir en medio del fuego poético. Quienes quie­ran montar una zonza escenita freudiana conmigo en términos de “matar sim­bólicamente al padre” deberían ocuparse de otras novelas; no es la novela de mi padre y yo, que, te aseguro, es mucho más interesante que eso. El diá­logo con su poesía dentro de mi poe­sía nos llevaría muy lejos; pero mejor aquí le paro. Tú dirás.

NUNCA HE ESCRITO CON “RECURSOS DE LA ESTRATEGIA NEOBARROCA”
Estoy muy lejos de sentirme parte del movimiento llamado “neobarroco” y me­nos todavía del “neobarroso sudamericano”: ninguna de esas palabras, neo­barroco o neobarroso, me gusta ni tampoco me dice nada. Pero, ni modo, he quedado con ese rótulo y debido a eso me formulan preguntas que, la verdad, no puedo contestar, aunque quisiera; es que, sencillamente, quedan fuera de mis ámbitos. Eso sí, hay poemas míos en algunos libros, como la antología Me­­dusario, y de ahí el sambenito; ningún reproche, sin embargo, debo hacer a Sefamí, a Kozer o a Echavarren, buenos amigos, pero ellos decidieron que yo era parte de todo lo que antologaron con ese rótulo catalográfico, me incluye­ron —con mi permiso, claro—, hicieron circular la idea y yo me quedé un poco perplejo.
Mi “identidad de poeta”, como llamas a una entidad que me resulta pro­fundamente misteriosa, nada tiene que ver con escuelas o movimientos, con tendencias estilísticas o con proclamas y manifiestos; quiero decir, si entiendo bien aquello de mi “identidad de poeta”. Nunca he escrito con “recursos de la estrategia neobarroca” por una razón sencilla y contundente: ignoro en qué con­sisten semejantes recursos. Siento, debo decirlo cuanto antes, una admiración muy grande por poetas que han quedado clasificados en esa tendencia, como Néstor Perlongher, a quien conocí en Nueva York a fines de los años ochenta y con quien me entendí de maravilla: conversamos de lo hu­mano y lo divino como viejos amigos el mismísimo día que nos presentó Jacobo Sefamí. Néstor murió muy poco tiempo después y la noticia me produjo una extraña desola­ción, como si hubiera muerto un amigo entrañable… pero es que, en alguna forma, lo era. También llegué a ser amigo, por carta, de Héctor Viel Temper­ley; es una lástima que no haya conservado ese intercambio epistolar de sa­ludos, muy sencillo según recuerdo, pero auténticamen­te cordial (creo que me robaron las cartas: quien las tenga, devuélvalas, por favor… además de un ejem­plar dedicado a mí de Hospital Británico). He apren­dido mucho de ambos poetas, argentinos los dos; pero también de escritores muy diferentes a ellos, de otras nacionalidades, de otras épocas, de otros gé­neros literarios: un cuen­to de Roberto Artl, un ensayo de Hugh Kenner, un tratadillo neoclásico del siglo xvii, un diccionario de ciencias naturales, un artículo sobre astronomía.
Una nota más sobre Perlongher, si me permites. Cuando lo conocí, le dije cuánto me gustaba el título de uno de sus libros: Aguas aéreas, y que me hubiera encantado que se me ocurriera a mí para ponerle título a un texto mío. Pues bien: en el año 2007 Ignacio Solares me invitó a colaborar con regula­ridad en la Revista de la Universidad de México, que él dirige, y se me ocu­rrió ponerle a mi columna “Aguas aéreas”, con el debido crédito a Perlongher y una notita de homenaje en su memoria al pie de mi primer ensayo en esa publicación, aparecido en el mes de noviembre de ese año (unos apuntes so­bre la pareja trágica de Hero y Leandro, texto que sospecho seriamente que nadie leyó… ¡pero cómo me divertí escribiéndolo!, de eso se trata, ¿no te pa­rece?). La columna ha sobrevivido, increíblemente; me da mucho gusto, ¡y también por Néstor!
Debo decir un par de cosas más sobre este asunto que ya vengo arrastrando durante largos años; me refiero a mi catalogación como “neobarroco”. Desde mediados de los años sesenta, cuando comencé a escribir con una cierta porción de seriedad, traté de inventar una forma mía, propia e intrans­feri­ble, incomparable, de escribir; no me salió nada bien al principio: El jar­dín de la luz, mi primer libro, de 1972, es apenas algo más que un ejercicio mono, con algunos poemas personales —como ese que recordaste, “A tientas en el cora­zón de la música”—, pero en general muy marcado por las lectu­ras poéticas de aquellos años, lecturas que nada tienen que ver con ese mo­vimiento poé­tico “neobarroco” de los años setenta en adelante. El asunto es en realidad muy sencillo: en mi segundo libro, Cuaderno de noviembre, de 1976, hay algunas alusiones y paráfrasis de José Lezama Lima, a quien tanto admiré… y aún ad­miro, pero no tanto como entonces. Sabida era la deuda de Lezama con Gón­gora, poeta “barroco” según los manuales escolares, y llamativa la manera enredada de escribir (barroca, según dicen) que distingue la obra de Lezama. Los ingredientes de la ecuación estaban, pues, servidos: Góngora, “barroco”, admirado por un “barroco moderno”, el cubano Lezama Lima, y en esa línea todos los “descendientes” deberían (deberíamos) ser llamados, por lo tanto, “neobarrocos”. Sencillamente no estoy de acuerdo, por lo menos en mi caso; no es un desacuerdo estridente, militante, sino más bien un poco indiferente. Con lo decisiva que fue durante muchos años, para mí, la obra lezamiana en mis poemas está trabada con muchas otras marcas más o menos profun­das en lo que hago, incluso de prosa narrati­va y aun ensayística, como te decía en la respuesta a tu pri­mera pregunta: Juan Carlos Onetti, José Revueltas, por ejemplo. Los cuentos de Ma­terial de los sueños me parecen obras maestras absolutas en las que cualquier escritor de cual­quier género puede aprender enormidades: la escritura de Re­vueltas es de tal modo po­derosa y bella que mal haría uno en re­sistírsele; di­ría más: como ante cualquier obra de arte genui­na, cualquier perso­na, de cualquier oficio, que quiera hacer las cosas de veras bien pue­de asomarse con provecho a esos cuen­tos. Nunca ha habido el me­nor apuntito o comentario crítico en esa dirección —la gravita­ción de la prosa en mis poemas—, pe­ro no me sor­prende; tampoco me pare­ce im­portante, como no sea para mí, una vez más. En fin: se­guiré largo rato con el rótulo de “neobarroco” y no hay mucho que hacer, como no sea estas aclara­cio­nes, gracias, ahora, a esta conversación que tenemos.
Por lo demás, la palabra “barroco”, en la doxografía historiográfica de la literatura, tiene un destino curioso, anómalo y, al final, un éxito imparable. Proviene de la crítica de las artes plásticas y la verdad nunca se ha aclarado su sentido, a pesar de tantos esfuerzos honestos y otros no tanto; por lo tan­to, su utilidad histórica, o histórico-crítica, es limitada, si no es que nula. Sería como hablar de “churrigueresco” ante un poema muy enredado, en aparen­te diálogo con la fachada del Sagrario metropolitano. Son ideas, ocurrencias. La verdad, no pienso en Góngora —mi poeta favorito, como sabes bien— en términos de “barroquismo”. ¿Para qué demonios voy a emprender un esfuerzo catalográfico con don Luis, si ya bastante tengo con leerlo tanto y tan bien (o tan mal) como puedo?

INCURABLE IRRITÓ A LOS LECTORES DOGMÁTICOS
Ni Incurable ni otros libros míos son, para mí, “neobarrocos”. Estoy comple­tamente de acuerdo contigo cuando dices que ese libro “parece no respetar ningún límite”, pues por ahí iba la cosa para mí cuando lo escribía. ¿Cómo iba a preocuparme, entonces, el límite de una escuela o un estilo o un movi­miento? No sé si es un buen libro o no —no me toca decirlo—, pero por lo menos no quise plegarme a ninguna forma establecida de antemano ni “pagar deudas” con la tradición ni hacer como que trataba de hacer algo original; quise hacer algo mío, nada más: “mío en mí”, como más o menos decía Darío en uno de sus prólogos. Desde luego, la extensión del libro se ha prestado a muchos malos entendidos; como si esos “lectores dogmáticos” que mencionas no perdonaran cierto gusto por escribir, por hacerlo con abundancia, por pre­sentar un libro de poesía al margen de los formatos consabidos. Nunca terminaré de agra­decerles a Vicente Rojo, Héctor Manjarrez y Jorge Aguilar Mora que hayan decidido publicar el libro prácticamente tal y como lo entre­gué; digo “prácticamente” porque sugirieron algunos cortes que yo acepté de buena gana: en mis cajones conservo todavía algunas decenas de páginas de incurabilia que quizás un día rescate para la diversión de mis amigos. Esos compañeros de la editorial Era se portaron extraordinariamente bien conmigo. Manjarrez y Aguilar Mora dirigían entonces (1987) la colección Claves y mi libro entró en ella por su decisión. Ha sido una de las grandes alegrías de mi vida.
El libro irritó a esos dogmáticos en buena parte por esas referencias “cul­tistas” que recuerdas: para ellos, siempre será mejor escribir desde la docta ignorancia o la ciencia infusa o la inspiración sonámbula, sin la menor notita de cultura, ni siquiera de “cultura general”; por eso detestan a Gerardo Deniz y niegan, con extraño resentimiento, que lo que él hace sea “escribir poesía”. Como a mí no me pareció sano ni sensato ni consecuente excluir de Incura­ble —como la he excluido en todos mis otros libros— la parte que tiene que ver con mis lecturas y mis experiencias “cultas”, pues las incluí en la forma que me pareció más natural. Para quien haya leído el libro con un mínimo de atención, será evidente, empero, que lo principal no es la culturita libresca de su autor, sino asuntos de un orden muy diferente —pero eso nos llevaría por otros rumbos, un poco penosos para mí: me refiero al alcohol, a la inges­ta alcohólica, a la deriva erizada del cuerpo adicto extraviado en la noche mexicana, un tema indudable-incurable del libro, y la verdad, no estoy seguro, quizá su tema principal.

ESCRIBO AL MARGEN DE LÍNEAS PROGRAMÁTICAS
Escribo de acuerdo con mi talante de cada momento, de cada temporada, y no me propongo en modo alguno dar golpes de timón para cambiar de rumbo; compongo mis poemas de acuerdo con mi gusto, procurando que sean poemas míos, sea lo que fuere esto. Nunca de los nuncas me he planteado abandonar la poesía “coloquial” y entrar en la poesía “hermética”, o viceversa, porque para mí se trata de decisiones en el momento mismo de escribir, de comenzar a ex­plorar una línea, un puñado de palabras, una imagen; el coloquialismo y el hermetismo son, por lo menos para mí, entidades cargadas de irrealidad. No puedo ver, entonces, “dos grandes estados formales que se complementan y se condicionan” en lo que escribo, como me preguntas (y no puedo hacerlo porque no quiero ver mi poesía grosso modo); lo que veo es una multiplicidad, una proliferación, una variedad creciente y de ninguna manera una dicotomía o una dependencia de decisiones programáticas: ahora hermético, ahora colo­quial, ahora en busca de una especie de extraño, im­posible, indeseado equi­librio. La crítica de poesía en español suele equivocarse en forma monumental cuando trata de organizar el mundo en parejas. Por ejemplo, para la crítica de los siglos xviii y xix, los romances de Gón­gora son fáciles, luminosos, accesibles; los poemas largos, el “Polifemo” y las Soledades, son para ellos una monserga intransitable, un delirio incomprensible, la obra de un loco arrogan­te: hay una luz y una sombra gongorinas, entonces, afirman ellos para facili­tarse la vida —y la tarea del poeta con­siste en complicársela, como le oí decir un día memorable a Derek Walcott, uno de mis héroes poéticos—. Esa distin­ción dicotómica en la obra de Gón­gora fue hecha por Manuel José Quintana y por Marcelino Menéndez Pelayo, entre muchos otros, siguiendo una obser­vación de Cascales en el siglo xvii; pero resulta que uno de los poemas más difíciles de don Luis es el romance de Píramo y Tisbe, cuyas oscuridades dejan como un dechado de claridad los pasajes arduos del “Polifemo” o las Soledades. De esos dos grandes poemas, prácticamente todo ha quedado acla­rado; en muchos romances y poemas popularistas de don Luis hay todavía zonas de sombra. Caray, perdón; ya me puse a hablar de Góngora, y si co­mienzo con eso nunca termino, como me temo que sabes, Felipe.
Sin embargo, sí te puedo contar cómo durante algunos años, al principio, la fidelidad poética de Jorge Guillén fue para mí una especie de ejemplo de vocación a toda prueba. Luego me alejé de su poesía pero seguí teniéndole un gran cariño; curioso: me acerqué a sus ensayos (y a los de su hijo, Claudio Guillén, maestro de la literatura comparada). En un viajecito a España me hice con la tesis gongorina de don Jorge Guillén y fue un descubrimiento muy agradable. Otra figura semejante, para mí, a la de Jorge Guillén, fue, durante lar­gos años, la de Lezama Lima; si esos dos forman una dicotomía o una pareja contrastante, es algo que ignoro: ando hace ya muchos lustros por otros rum­bos, leyendo otras cosas, mucha poesía en lengua inglesa, poesía española de los siglos de oro, a sor Juana Inés de la Cruz, ensayos de crítica de poesía, un poco de historia literaria, y bueno, siempre leo novelas. Y un poco de todo. Leo poemas que me gustan, que me buscan y yo procuro que me encuentren; me da igual de dónde vengan: releo muchos poemas de Marianne Moore, por ejemplo, y me gusta siempre regresar a los franceses tan queridos, como René Char y los grandes del xix, ahora que me pude agenciar algunas preciosas ediciones de La Pléiade; así, puedo leer ahora como siempre quise hacerlo a Perse, a Rimbaud, a Apollinaire, a Mallarmé, a Baudelaire.

VIDA Y POESÍA SON LO MISMO
Las relaciones entre poesía y vida no son tales: no hago una distinción entre una y otra; quiero decirte que para mí hay una identidad absolutamente or­gánica de las dos. Y por una razón casi ontológica: la poesía no es algo “que hago”; es, por el contrario, algo que forma parte fundamental y duradera —quiero decir: mientras yo dure— de mi vida. Así, entonces, no puedo distinguirlas: son lo mismo. Escribo, desde luego, como lo que soy, con lo que pue­do, con lo que sé, con todo lo que se me va ocurriendo y con todo lo que experimento; es decir: soy yo sin duda quien escribe, pero esa persona está inmersa hasta las cejas en el lenguaje y en el momento de escribir puedo en­carnar ciertos ritmos, ciertas modulaciones propias del lenguaje, y me entrego a una actividad en la que me dejo modelar, por así decirlo, por la ener­gía del lenguaje. Hay en todo esto una porción infinitesimal de chamanismo, de cu­randerismo; quien me abrió los ojos a este hecho fundamental fue Ted Hughes, y en especial cuando traduce poemas, incluso de idiomas que él no conocía, por medio del recurso de examinar milimétricamente versiones yuxtalineales que hacían para él native speakers o simples conocedores de esas lenguas. Hace muchos años yo mismo traduje un libro sobre un curandero peruano que se titula El chamán de los cuatro vientos, del antropólogo norteamericano Douglas Sharon. En este sentido, el libro que preparó Daniel Weiss­bort con una selección de las traducciones poéticas de Hughes es una guía absoluta para mí, pues me permite asomarme a la forma en que un poeta grande —pa­ra mí, Hughes lo es sin la menor duda— se mete de lleno en los magmas lingüísticos y modela esas energías, crea vórtices, traspasa formas y las re­crea y al otro lado del espejo de la traducción recoge y organiza auténticas invenciones, como las del Libro Tibetano de los Muertos o sus traslados de Sófocles. Eso es pura vida trasmitida a través de un lenguaje purificado has­ta la incandescencia. ¿Cómo decir “aquí la vida”, “allá el lenguaje”, o a la inversa? Imposible.

NO TENGO PREJUICIOS CON LAS PALABRAS
Para mí no hay en absoluto palabras “antipoéticas” o “poco poéticas”: es una distinción no solamente falsa sino profundamente equivocada. Tú lo entiendes así también: por eso pones comillas alrededor de los dos adjetivos. Hay un momento decisivo en la vida de un lector joven: cuando en un poema en­cuentra, digamos, la palabra “trolebús” o la palabra “orina” o la palabra “es­tructura”: la reacción de ese lector puede ser alguna de éstas: “no, este poema está equivocado porque incluye palabras así”, o bien dice “¡ah!, ¿entonces tam­bién esto se vale sin que la poesía deje de ser poesía?, esto se está poniendo interesante”. El primer tipo de lector joven es profundamente conformista y poco curioso; el segundo tiene posibilidades ciertas de llegar a ser un buen lector. El puritanismo lin­güís­tico revuelve aquí las cosas de una manera curiosa: donde en el otro puritanismo aparecen palabras co­mo “decente” o “in­moral”, en es­te puritanismo sur­gen expresiones como “anti­poético”, “vulgar”. La belleza ocupa en este puritanismo el lugar del bien en el otro: esto es feo, por lo tanto es no-poé­tico: esto es indecente, ergo es inmoral.
Nunca he rechazado palabras por su poca belleza o por su uso aca­dé­mico o por su origen científico; tampoco por su utiliza­ción callejera o popular. Sería co­mo rechazar al­gunas experiencias por no ser suficientemente poéticas: quién sabe qué puede significar esto. Las palabras, según yo, no se gastan; se gastan cier­tas formas de pensamien­to y algunos tipos de con­ducta intelec­tual. Por ejemplo: la crítica literaria de cier­ta sociología, que funciona con enun­ciados en bloque, ya no resulta, desde hace algún tiempo, un estímulo para el pensamiento: es una forma estéril de pensar, repleta de automatismos, algo así como un funcionamiento ro­bótico. Pero para mí las palabras “bur­guesía” o “conciencia” están tan llenas de vivacidad como uno pueda otor­garles, de acuerdo con su capacidad (en algún poema mío el subtítulo era “Un poema burgués”). No tengo pro­blemas con las palabras; aunque sería incapaz de escribir algunas frases que me resultan moralmente repugnantes. Piensa, por ejemplo, en la peligrosa ignorancia que lleva a tantas personas, incluso de bue­na fe, a utilizar indistintamente palabras como “judío”, “israe­lí”, “israeli­ta”, “se­mita”, “sionista”; o bien la forma confusa en que se habla (y se escribe) sobre “musulmanes”, “mahometanos”, “islamistas” o “islámi­cos”, “mo­ros” y aun “sarracenos”. Cada una de esas palabras tiene un significado preciso; usarlas de cualquier manera —sobre todo de una manera ignorante, indiferen­te a sus cargas históricas e ideológicas— puede ser francamente peligroso. Algo pare­cido ocurre con las palabras de un poema: más nos vale conocerlas bien para no usarlas a lo loco; el poeta tiene siempre algo de fi­lólogo, ¿no crees? No tengo prejuicios con las palabras, que son ino­cen­tes; tengo desacuerdos profun­dos con algunos individuos que las utilizan para sus fines destructivos o criminales.
He utilizado en un poema de tema grave el adverbio “mismamente”, tan “incorrecto”, tan “feo”, y me quedé tan tranquilo; en ese momento me sirvió para lo que quería decir. Te lo cuento para el expediente: no menos de cuatro personas, que yo recuerde, me dijeron que la tal palabrita les di­sonaba en un poema de tema trágico, grave.
En todo esto de las palabras hay clasismo, racismo y una tremenda igno­rancia. Eso sí: es una lata que prácticamente todos los insultos sean “política­mente incorrectos”; no sabe uno ya cuáles utilizar, ¡y con la falta que hacen!

EL ÚLTIMO COMUNISTA DE MÉXICO
No pertenecí al Partido Comunista (PC) en mi juventud: fui en esos años ju­veniles, en cambio, un acérrimo “compañero de viaje”, curiosa expresión que significa solidaridad práctica, casi diría militante, con las actividades de esa organización ya desaparecida, pero desde fuera de sus filas. Entré en el pc en mi edad adulta, en 1981, a mis 31 años, por razones estrictamente tácticas, políticas y pragmáticas, poco antes de que se creara el Partido Socialis­ta Uni­ficado de México (PSUM), del que fui fundador; estuve apenas unas pocas semanas en las filas del PC. Te lo explico brevemente: antes de la fusión de or­ganizaciones que dio origen al PSUM, los camaradas del pc hicieron una espe­cie de campaña para que cuando su partido se disolviera, los ex-co­munistas ingresaran (ingresáramos) en la nueva formación política como una “corriente” con muchos integrantes; mis viejos camaradas me pidieron que me afiliara al PC en esos últimos días, y lo hice con gusto, para contribuir a esa finalidad. Tuve acreditación del PSUM después de tener carnet del PC durante algunos días; ahora no pertenezco a ninguna organización política. Mi carnet de comunista está firmado por Arnoldo Martínez Verdugo, cuya contribución a la democracia en México sólo podría ser negada o puesta en du­da por los francamente oli­gofrénicos.
Hay algo que digo continuamente con cierto gusto: es posible que yo ha­ya sido, en términos estrictos y muy formales, el último comunista de México, en el sentido de haber entrado en el PC cuando éste estaba a punto de desaparecer. No lo sé con certeza.
En cuanto a las coacciones políticas para escribir de una manera progra­mática, nunca fui victimado por dómine alguno, por ningún comisario. Crecí, como creo que te lo he contado, Felipe, en un medio de viejos estalinistas; ninguno de ellos me dijo nunca “si escribes tienes que hacerlo de esta manera” o “sirve al pueblo y a la causa revolucionaria con tus poemas”. Eso no quiere decir que no haya pasado yo por algunos problemas y conflictos graves, vividos en una soledad un poquito desesperante; lo diré en forma sucinta: durante largos años fui buscando las vías de “desestalinizarme”, y lo conseguí en un tiempo relativamente corto. “Desestalinizarse” ha significado asumir actitudes críticas ante Cuba, por ejemplo; ante movimientos armados; ante diversos problemas sociales; ante el deterioro del medio ambiente; ante la situación de las mujeres en nuestro país y en el mundo; ante el anti-intelectualismo de la derecha y de la izquierda, territorio en el que ambas coinciden a menudo con aterradora regularidad. Y por supuesto, desestalinizarme ha significado revisar la historia de Rusia y de la Unión Soviética con otros ojos, otro espíritu, sin ilusiones, sin ingenuidad, sin esa buena fe de las almas bellas que es una de las formas corruptas de la mala fe. En este sentido, los libros de Orlando Figes han sido para mí una auténtica iluminación. Imagínate: uno de mis libros de cabecera en la niñez era el Poema pedagógico, de Antón Makarenko, sobre la rehabilitación socialista de los que ahora llama­ríamos “niños de la calle” en la urss: todo muy lírico, muy idílico. Los “rehabilitados” por medio del sistema de Makarenko se convirtieron en agentes de la Cheka y luego de la KGB, en torturadores y delatores.
Siempre será uno víctima de acusaciones de estalinismo atroz cuando se atreve a manifestar simpatía por alguna causa de izquierda o a decir su adhesión a una causa como, por ejemplo, la de los palestinos. En este último caso, al infun­dio de estalinismo se suma el de “terrorista islámico”. En ese mismo tenor, en algunas ocasiones me han acusado de “antisemita”; pero cuando se atreve uno a criticar a algún antisemita siniestro de los que abundan, entonces se convierte en “cómplice de los genocidas sionistas y asesinos del pueblo palestino”. Me ha sucedido pero contártelo nos llevaría por senderos ya muy diferentes de los que animan esta entrevista. Total: no puede uno que­dar bien nunca.
Ahora bien, te diré que sí he escrito textos de poesía comprometida o de contenido social, y no pocos. He escrito poemas sobre el movimiento estudiantil de 1968, sobre el golpe militar en Chile en 1973, sobre las muertas de Ciudad Juárez, entre muchos otros temas; el primer poema de un libro de 1976, Cuaderno de noviembre, está dedicado al 68. Escribí un poema contra los militaristas de los Estados Unidos y en especial contra el hipócrita ge­neral Colin Powell. Yo sé que en el medio literario mexicano no se ve nada bien escribir ese tipo de textos; pero a mí no me importa nada lo que se vea bien o mal en ese medio: escribo lo que quiero como buenamente puedo.

Tres poemas

David Huerta

EL VIÁTICO EN LA SOMBRA

Sixteen years! Banners united over the field…

Escucho en el reverso de la palabra fiebre
un rumor de inscripciones, la lenta bocanada
de una luz desasida, las Dieciséis Imágenes
de un trayecto puntual como la santa orilla
del fuego o de la tierra o la luz fecundada
en un sello magnético o el transparente óvalo
de un viento suspendido por la aguja del tiempo:
las olas inflamadas del alba en el Caribe,
el camino hacia el Arno, la vista de Estambul
antes de amanecer, la dormida Cisterna,
la lluvia en Venezuela, el ovillo de Roma
—monumental, caótica—, la íntima piscina
de votos renovados, Saint-Michael en el mar,
las calles de La Habana, el puente milenario
descubierto en Wiesbaden la primera jornada,
los caballos de bronce robados por los Dogos,
los acuarios, los parques, los templos, los zoológicos
y en la mañana unánime el fulgor de tu cara.
Acaso no en los viajes ni en las arduas ciudades
ni en los hondos paisajes ni en las voces queridas
ni en los ávidos libros ni en las conversaciones
está el tiempo cifrado del amor y su llama.
Está en la noche antigua y en la diáfana sílaba
nunca dicha o soñada, sobrenaturaleza:
escúchala, recógela. Es casi nada y todo
de su forma y sonido secreto se desprende.
Es el viático doble en la sombra del mundo
para la vida inerme: su arcilla, su memoria.

PERRO DE GOYA
De su perfecto hocico saldrá, cuando menos lo esperemos,
un murmullo de Eclesiastés.
De su pelaje temerario saltarán las chispas
de las Revelaciones. Ángeles y arcángeles
como gatos ciclópeos, asustadizos y, por eso mismo, tiránicos,
serán conducidos a los callejones salvíficos
y a los pasillos del oprobio punitivo
por la mansedumbre de este can visionario.
Hundido en el nacimiento de los colores
como en un prado sublime, este animal
ha visto los desastres de la guerra,
los caprichos de la razón,
extraños frutos en los árboles,
los calderos y gritos de los aquelarres.
Perro pintado: eres hermano del Kraken
y primo del Unicornio. Y eres igual a decenas
de millones de perros, hermanos tuyos
de color amarillo, famélicos, espejo
de la pobreza, el desamparo y el ejército
industrial de reserva.
Perro de Goya: estabas en España
durante los fusilamientos
de mayo, y seguías a las tropas napoleónicas
por las accidentadas geografías de los antiguos godos
y de los romanos intemperantes
—y escuchabas los discursos sobre la Igualdad,
la Fraternidad, la Libertad, todo ello
encajado en los penachos de los húsares y ondeante
en las banderolas y en los uniformes.
Perro hecho de sangre: circulas con un gesto rojo
por las ciudades y por los campos, glóbulo ardiente
de la perpetua canícula pasional; recorres sin cansancio
las orillas de los bosques y de las fábricas, de las escuelas
y los laboratorios científicos. Y observas
el incesante trasiego de tus supuestos amos,
de tus mejores amigos, según sentencia
invertida y atrozmente falaz
de la sabiduría popular. Pero sabes morder
y ladras o lates con furia digna de un dragón
y con porciones enormes de fuego
en la fragua de tu corazón desamparado.
Una tarde llena de magia y de alcoholes quemantes,
José Revueltas te dirigió la palabra junto a tu tribu
en el Parque Hundido. Nunca lo olvidarás:
de aquel discurso revolucionario has dado cuenta
al mismo Goya, en su cielo.
Veo tu paso y sospecho en ti una cojera heroica.
Veo tu silueta neblinosa junto a los burros
y las gallinas. Veo tus andanzas por los ranchos,
en los campos labrantíos, a un lado de Miguel Hernández.
Veo tu modo de cruzar las patas delanteras,
a imitación de los gatos: módica forma de la elegancia
en el muestrario de las conductas zoológicas.
Veo sin la menor duda la razón
por la que Giorgio Manganelli ha descubierto
tu naturaleza celestial: pareces caído
de la estrella Sirio para confundirte entre
los cuerpos humanos,
entre el escándalo de las concentraciones, miserias
y esplendores de la megalópolis.
Veo tu cola como una trenza dibujaba por Jim Dine
y me estremezco, pues ha sido cortada
por el paso raudo de un automóvil
o por la acción inicua de un machete torpemente blandido
por un canalla ocioso. Veo tu modo de tener pesadillas
entre centellas y velocidades y masas de impactos
y objetos contundentes o punzocortantes.
Perro de Goya: acércate, enséñame lo que sabes
a cambio del mendrugo devoto
de este poema que ahora termina,
junto al poema de tu hocico, esa presencia conmovedora.

THE CHILD IS FATHER OF THE MAN
No sé cómo buscarte dentro de mí,
niño que fui: si debo escarbar
encarnizadamente
en la memoria
o invocarte por medio de magias repentinas
en las que no creo.
Estás perdido pero no para ti mismo:
sólo para mí. Sin embargo soy tú,
o eso me dicen quienes parecen
saber más de mí que yo mismo; o que tú.
En el tiempo de la vida
tuviste un tiempo propio,
largo, dilatado
hasta el confín de juegos infinitos.
Sé que jugabas como ahora yo juego:
pero eso no es encontrarte. Soy tu repetición
—siquiera en el esplendor mínimo
del juego —y sus inocencias y sus culpas.
William Wordsworth afirma
que eres mi padre:
él juega un juego estrafalario
con los años, con las edades
y con la genética. Por las entrañas
y por la biología,
mi padre fue otro
—y ya está muerto. Tú estás vivo.
Y es cierto que vives
como una sombra palpitante
dentro de mí. Pero no conozco ese “dentro”.
Cuando examino el interior de lo que soy
hallo solamente un amasijo de formas
indistintas, apenas discernible
por un esfuerzo del recuerdo.
Pero estás ahí, impalpable, invisible.
Acércate. Pienso a veces
que no quieres hacerlo
para que yo no te mate. O te me escapas
minuciosamente
por una voluntad incomprensible
de ocultamiento. Pues sospecho
que no me tienes miedo
—como no le tiene miedo la sombra
al cuerpo que la proyecta sobre la pared.
Es posible que siempre estés aquí
y seas la forma sagrada
de una ignorancia cósmica
que debería atormentarme.
Pero quizá, mejor aun,
tienes la hondura de una sabiduría
visionaria.
Sin embargo, sé que aborreces
tales grandes palabras, acaso
porque las desconocías
o porque ellas te desconocían.
Entre mil otras cosas, puedo entender
que eres precisamente eso:
el desconocimiento de las grandes palabras.
Que por el tiempo presente de tu ausencia
o de tu estilo de esconderte
eso me baste. Mientras tanto, en sueños,
murmuro tus cantos sin significado
y en la vigilia intento ponerlos
en líneas irregulares de juego serio,
ese otro confín.

David Huerta: el plural solitario

Hernán Bravo Varela

Hablo en plural y a solas.
David Huerta

Nada más propio y personal en el arte que el estilo. Nada más impropio e impersonal que su ausencia. Como los dedos de una mano, el soneto, el cuen­to, el ensayo, el poema en prosa y la milonga en Borges muestran un trazo sostenido, las mismas huellas digitales: el doble, los espejos, el tigre, la eter­nidad, la biblioteca, la ceguera, Islandia, el infinito… Si hoy podemos repetir de memoria dichos tópicos es porque su presencia en cada estrofa o párrafo de Borges no es fortuita. Las reiteraciones de una obra, juzgadas a menudo co­mo fantasmas y no como rituales o letanías, dibujan a detalle el perfil del es­critor, un sistema de valores que define los rasgos de un estilo. Porque una obra es, ante todo, un estilo, no una biografía —si acaso, la obra es la bio­grafía de su propio estilo—. Y estilo es reiteración, frecuentación. Animal de costumbres, el escritor termina reiterándose, frecuéntadose, volviendo a sí. Por eso, el autor que abjura de su obra se autoprofana; al descreer de su pa­sado, le otorga a éste un aura potencial o, en el mejor de los casos, metafísica. López Velarde lo afirmó en el prólogo a la segunda edición de La sangre devota: “Retocar el pasado es superchería.”
El estilo que rebosa las páginas de un escritor no es un acto de fe. Todo lo contrario: resulta una evidencia física, un fenómeno natural. Como la lluvia en el soneto de Borges, el estilo “es una cosa / que sin duda sucede en el pa­sa­do”. Es presente y futuro, sí, pero por consecuencia, por linaje; en suma, por co­herencia. (Y por coherencia entiendo vinculación.) Si el Tiempo es circular, la Historia debe serlo también, al igual que el estilo de contar ambos.
Actuada y escrita por el hombre, la Historia no puede ser objetiva —lo que no significa que esté carente de certezas: el sesgo o el partido que toma es ya una certidumbre—. En su eterno retorno, la memoria del historiador o del cuentista es una admonición sosegada; la profecía del profeta o del poeta, un vivo recuerdo. Aun cuando estén reservados a los hombres, memoria y profe­cía, admonición y recuerdo, poseen un origen individual: quien los guarda y profie­re, alentado por Dios o por su entorno, es uno. El estilo ata las puntas invisi­bles del círculo perpetuo de la Historia, gobierna la boca y la cola de su uróboros.
Sin embargo, quien ejerce un estilo de contar o cantar no apuesta por la totalidad del mundo (o sea, por la asunción del otro, de lo otro); lo horada, lo fragmenta, lo simplifica e, incluso, lo reconstruye. En una palabra: lo interpre­ta. Marx, Borges, Blake y Ezequiel, por ejemplo, son intérpretes del mundo; dioses mínimos, lo modelan a su imagen y semejanza. De tal manera que el hijo pródigo del estilo no es la obra ni el hecho de la obra: es la versión. La ver­sión de los hechos. Por ella el mundo, mediado o demediado, puede llegar a conocerse: “El mundo es una mancha en el espejo.” Por ella, en paráfrasis del verso más citado de David Huerta (1949), el mundo derriba su propia dictadura y se reduce a una mancha en el espejo.
El estilo, como un rostro reflejado en el espejo de la página, puede reco­nocerse a simple vista. La única mancha en ese espejo que perturba su nítido marco de visión es, efectivamente, la otredad, el mundo, la literatura. Pero el estilo fija la mirada en lo que está detrás de aquella mancha para destacar una silueta: la del yo en soledad que se mira. Y se estremece ante su propio reco­nocimiento.

El estilo, como la mirada, se gradúa. Y el estilo, como la totalidad del mundo en manos del poeta, sufre horadaciones, fragmentaciones, simplificaciones y hasta reconstrucciones con el paso del tiempo. Sin ellas no se entendería el lamento de Ovidio en el destierro después de haber oficiado las artes del amor, o al maduro Cernuda, que diluyó el rígido clasicismo de sus dos primeros libros y curó la fiebre surrealista del tercero.
En 1972, a la edad de 22 años, David Huerta publicaba su primer con­junto de poemas, El jardín de la luz. Libro de rara y exquisita perfección, El jardín de la luz daba el primer borrador de la poesía de Huerta: un mundo “bien hecho”, de acuerdo con Jorge Guillén; un mundo puro, completo, solar, hechizado y ordenado que exige

siempre el rigor, la estricta vestidura
de la palabra en manos de la música;
el vaso en que se cumple este sonido,
la suave sal del verso y de la sílaba
que ciñe a la premura de la mano
su intacta ya, perfecta resonancia.
(“Escaparate”, I)

Una umbría intuición debía recorrer un libro así de luminoso: la reali­dad del mundo es claroscura, y espera ser pronunciada en todo su espesor y brutalidad. (“No hubo piedad para la luz”, llega a admitir Huerta.) En un arranque temerario y lúcido de introspección, el poeta cierra de pronto la puerta del jardín, se encierra en casa y corre las cortinas. Desde ahí lanza una botella al mar, envía una sonda al futuro:

El tiempo silencioso
ha exaltado, en vano,
algunas cosas.
Llaneza y pulcritud
en el sereno ámbito:
esa es la realidad;
realidad que en tus ojos
apenas insinúa
una secreta clave,
un vocablo inasible.
Éste es tu centro.
Pronto sabrás
quién eres.
(“Elogio de la sombra”)

Huerta, en los márgenes de un mundo hermoso, alienado e imposible, co­noció muy pronto el centro de su realidad —ya no tan llana y pulcra, como era de esperarse— y exhibió los documentos que acreditaban su plena identi­dad, su primera persona. Para el siguiente libro, el emblemático Cuaderno de noviembre (1976), el poeta ya había descifrado “la secreta clave” y pronun­ciado el “vocablo inasible” que apenas insinuaba “el sereno ámbito” de sus primeros poemas.
¿Cuáles son esa “secreta clave” y ese “vocablo inasible”? Huerta res­ponde en una página de su Cuaderno…: “Verificar en el nombre al mundo. / Leer el mundo y leer bajo el nombre, detrás, encima: siempre.” No es casual que la palabra mundo esté en cursivas, ni tampoco que se pida una verifica­ción y una lectura de su lugar y tiempo verdaderos. Las cursivas suelen in­dicar la entrada de otra voz, una cita incorporada al texto, un énfasis en el carácter público de una palabra, una frase o una oración, un simple matiz. En este caso se trata de un matiz en la tipografía, que aligera la carga de un mun­do vastísimo e inconocible. Huerta solicita leerlo con ayuda del nombre. Pero el nombre, embajador del mundo, debe ser leído por debajo, “detrás, encima: siempre”. Así, la misión del poeta, su gran lección de estilo, implica demos­trar la presencia del mundo a través de lo que puede ser dicho sobre él —el nombre, precisamente el nombre— y leer —o elegir, de acuerdo con su etimología— la posición y el tiempo de ese mundo. El uno frente al otro.
Para ello es urgente dar una versión de los hechos (y deshechos) del mun­do. Versión (1978 y 2005), tercer libro de Huerta, lleva en su título la aspira­ción de su stil nuovo. Junto con Incurable (1987), Versión es el volumen más diverso de Huerta. Su inquietud apela a una ciudadanía del mundo, el mun­do regulado en las cursivas de Cuaderno de noviembre. Un compendio de géneros, una multitud de formas animadas e híbridas lo habitan, a saber: el prólogo, la reflexión filosófica, la declaración, la escena costumbrista, el auto­rretrato, el pasaje autobiográfico, el tratado, el monólogo, la sátira, la descripción, la teoría, la elegía, el índice, la clasificación taxonómica, el cuaderno de viajes, la profecía, el falso soneto… Huerta asiste a un carnaval en el que se prepara una curiosa orgía: no la confusión entre el gentío para ser alguien más o acceder al anonimato, sino la integración del individuo en su idea de mundo a partir de un código común: la máscara. “Pasar es mi disfraz —es­cribe Huerta—. No conoceré nada en ti o en el otro si no tengo la boca de una máscara.”
La máscara de Huerta es el versículo, verso de largo aliento, pariente cer­cano de la épica que el poeta empleó constantemente y que, en libros posteriores, adquirió la delgadez y brevedad relampagueantes de la lírica. En el versículo prima una tesis o un concepto en expansión antes que una determi­nada cantidad de sílabas o una disposición musical de sus acentos. La tesis o el concepto expansivo del versículo hace que la piel del pensamiento esté surcada por estrías. Tales estrías, término usual en el léxico huertiano, no son otra cosa que la disyunción, la digresión y la derivación. Semejantes al rizo­ma, las estrías carecen de un centro fijo; se desplazan al azar, a lo largo y ancho de esa piel hasta sitiarla. En Versión, todos los géneros y formas que Huerta desarrolla con maestría se corresponden con los sinónimos de la pala­bra que encabeza el título: interpretación, adaptación, modalidad, traducción, transcripción, relato, explicación y narración. Como si el poeta concluyese que el mundo ha perdido su estilo (o sea, su columna), y que la sola, solitaria ma­nera de brindárselo es hacerle una versión plural, versarlo, cambiarlo, darle vuelta.

Seis años después de El jardín de la luz, Huerta, de 28, anunciaba en Versión:

el día pasó como una mano más grande sobre tu frente oscurecida
y te estableciste en la noche sobre un terreno seguro, muriendo en cada gesto,
y ahora debes acercarte a ver el corazón de estas materias,
debes rodear con un abrazo estas equívocas pertenencias, meter la cara en estas desatadas colocaciones
y debes hacerlo con una articulada prudencia, con una sonrisa de animal joven, con un desdén meticuloso.
(“El joven deja de serlo”)

La botella arrojada al mar había llegado a su destino: la casa sombría o la playa desierta desde donde fue lanzada. La sonda enviada al futuro había llegado al tardío adolescente, ahora convertido en un joven que dejaba de serlo. Todo quedó claro, entonces, para David Huerta: yo soy, literalmente, el otro, el otro que fui en algún punto. El otro es una estría de mí. Yo soy su versión definitiva, la versión definitiva de mí mismo.

Aproximación brevísima a David Huerta

Daniel Saldaña París

Al lector que se acerca por primera vez a la obra de David Huerta puede sor­prenderle la diferencia tonal que existe entre unos libros y otros. Del ritmo heptasilábico y la preponderancia de la imagen en El jardín de la luz a la voz tempestuosa y la desmesura de Incurable, y luego una vez más al temple des­criptivo de algunos de los últimos poemas, la poesía de Huerta parece tra­zar una suerte de arco dramático que hace difícil el rastreo de las continui­dades.
En mi lectura, si algo tensa la cuerda que se extiende entre El jardín de la luz y La calle blanca, ese algo es un ejercicio crítico constante, una re­formu­lación continua de las preguntas que le dan suelo a la escritura poética y que incorpora una revisión activa de la tradición literaria como parte cons­titutiva del poema. Inclusive como simple punto de partida, esta vocación crí­tica ya distancia a D.H. de una tendencia lírica que apuesta todas sus cartas al mero “dictado de las musas” —mismo que, por lo gene­ral, suele constituir una lar­ga y soporífera retahíla de lugares comunes—. Incluso en los poemas de Huerta que menos disfruto, aquellos en los cuales encuentro con mayor evidencia una voz que se aleja de mis gustos persona­les y que me deja fuera del texto, in­cluso en esos, digo, me siento obligado a reconocer un interés activo por las capacidades del lenguaje. Esta voluntad se articula en recursos textuales es­pecíficos y determina el timbre de los poemas, cercanos, en su dicción, no al neobarroco insustancial que reniega del sentido sino justamente a una in­vestigación sobre el sentido que refrena o acota el vuelo lírico y pone el énfa­sis en el peso de las ideas (y esto es así, creo, tanto en los libros desbocados como en los más contenidos). Por otro lado siento que, en algunos mo­mentos, esa vo­luntad de inteligencia crítica y esa vigilancia cons­tante de la tradición se han llegado a traducir en una com­plejidad innecesaria o en una infle­xión críptica que deviene monotonía.
Quizás una de las continuida­des que, a mi modo de ver, es indicio de la vocación reflexiva de David Huerta está en el peso y el lugar de los adjetivos; no por el exceso de éstos —o su abundancia, digamos, atenuan­do—, frecuente en la “trilogía del versícu­lo” (Cuaderno de noviembre, Versión, Incurable), sino por la con­ciencia y el rigor que parecen dictar su pertinencia. No suele haber com­placen­cia ni facilismo en la adjetiva­ción de Huerta. Ahí donde aparece un cali­ficativo, se delata la voluntad del poe­ta por encon­trar una expresión precisa. Lejos de apuntar a un es­píritu gratui­tamente enrevesado, esta adjetiva­ción nace de un interés auténtico por delimitar los conceptos y explorar los límites de cada palabra. En la poesía de David Huerta la inquietud por el sentido pasa siempre por un ma­nejo audaz de los calificativos. En el adjetivo se cifra una posibilidad fascinante, parece decirnos: el lenguaje —su textura— es una capa de realidad que se superpone a las cosas, modificándolas. De ahí, quizás, que el autor escriba: “Débil, yo no sabría disfrazar mis determinacio­nes con otra cosa que la fuerza de las palabras” y “la cosa, la mera cosa rala y directa cede a la ola del lenguaje” (Versión). El lenguaje, ejercido sobre el mundo y toman­do a éste como objeto, lo hace más vasto, más legible. En contra de la bana­lidad circundante, del espíritu rapaz de los tiempos modernos, el poeta parte de la convicción, profunda, de que un estudio detenido de la historia de las palabras es, también, una herramienta para reestablecer el vínculo de lo huma­no. En Huerta la erudición y la carga culta no son una jactancia solipsista, sino el motor de un compromiso por comprender al otro. Opera, en este sentido, una dignificación de la gramática: la clave para entender lo que sucede a los individuos está en la historia de las palabras. La inclina­ción social o comuni­cativa de la poesía de David Huerta la convierte también, por momentos, en una poesía profundamente moral, que no busca la esteti­zación del mundo sino su traducción a un lenguaje tan axiológico como comprensible.
Digo que es, antes que nada, una poesía de la inteligencia, pero también una poesía que parte de una confianza en el lenguaje —en sus posibilidades gnoseológicas—, apartándola del tartamudeo de las “poéticas de la duda” y de la sobriedad casi desesperante de aquellas que centran su atención en la desnudez de las cosas, pretendiendo obviar o hacer invisible la cuestión del estilo. El poeta no busca la transparencia absoluta del lengua­je para mostrar las relaciones de las cosas “ralas”; al contrario, mantiene un ojo fijo en la cues­tión fonética, así como una atención constante en la tradición literaria, esta­bleciendo un diálogo con ella que por momentos se vuelve redundante.
El mismo exceso de referencias cultas se da también en la audacia de la adjetivación, que puede llegar a condensarse hasta niveles críticos, configuran­do una lectura no ya difícil sino tediosa; de ahí Incurable, que es, simultánea­mente, la cúspide y el desbarrancadero de esa “trilogía del versículo”. Además, la impenetrabilidad de algunos poemas parece entrar en disputa con el ánimo “comunicativo” e incluso social que el poeta porta como bandera.

Incurable cargó, desde el principio, con una reputación de osadía que el tiem­po y la anémica prudencia de otros compañeros de generación potenciaron, elevando el título a la calidad de culto. Y es que se trata, en efecto, de un li­bro que, así sea sólo por su volumen, reclama un lugar aparte en la biblioteca de la poesía mexicana. Pero creo que no sólo por su volumen: Incurable tiene el mérito, a mi entender notable, de explicitar un axioma que considero nece­sario en toda tradición: existe un poética de lo ilegible.
No quiero decir que el libro no tenga en sí múltiples poemas, algunos de una sola línea y de gran condensación, perfectamente legibles —e incluso dis­frutables— por separado, pero su apuesta gestual, que pasa evidentemente por lo excesivo, ahoga esas intuiciones en la metralla incesante de eso que cabría llamar, poniéndonos quizá demasiado creativos, lo textuoso. Lo textuoso es lo torrencial devenido tinta: categoría estética del atiborramiento. Como ges­to político, lo textuoso es el revés exacto de los falsos libros de cartón que deco­ran las estanterías de algunos abogados: mientras que el prop o libro de utile­ría finge un contenido desde la pura exterioridad, lo textuoso propone un contenido que de puro ilegible desborda y transgrede su soporte.
A diferencia de lo verboso, que evoca una oralidad farragosa y cansina, lo textuoso se nutre de palabras nacidas exclusivamente para la escritura. En el caso de Incurable, de palabras nacidas para la escritura “poética”. Quiero decir con esto que encuentro, en largos pasajes del libro, una repetición automática y desordenada de construcciones cuyo prestigio poético, po­co cuestiona­do, termina por anular su capacidad para generar un significado (“La licantropía es nuestro duramen”, escribe el autor, para mi pasmo absoluto). Aunque tam­bién es cierto que muchas veces el poema riza el rizo de lo convencionalmente poético, desbordando el carácter predecible de esas cons­truc­ciones por la vía de la acumulación y la exuberancia. En el mal gusto de­liberado de algunas de sus imágenes, en su voluntad de rehuir, mediante el retruécano, de los lugares comunes, se encuentran aciertos del texto: “He aquí el agua que me bebe, hidra azulosa de cientos de miles de cabezas mo­leculares.”
Es necesario aclarar que la extravagancia de Incurable no es una extra­vagancia en el sentido vanguardista, de los años treinta. Lejos de suscribir la fascinación estridentista por lo chillante, o de cantar entusiastas loas al humo y la electricidad, las complejas imágenes del libro parecen más bien dirigir una mirada burlona hacia la gratuidad de esas poéticas; mirada lanzada, eso sí, desde el suelo fechadísimo de los ochenta: hay como una premonición de lo digital en su atasque, un futurismo retro. Incurable es un libro que podría ha­ber sido escrito pensando en la manida fórmula “para el fin del milenio”; una épica finisecular parece dictar su exaltación. Pero pasó el fin de los tiem­pos y los tiempos siguieron, e Incurable quedó como un canto cuya desme­sura hubiera quedado fuera de contexto.
Para decirlo pervirtiendo otro de los títulos de David Huerta, se podría afirmar que Incurable es la música de lo que pesa. Entre la adjetivación hi­perbólica (abriendo al azar: “la destrucción animal y dulcísima de tus manos tremendas”), la con­junción ar­bitraria de elementos abstractos (de nuevo al azar: “los misterios son tus reflejos en mi excavada pos­terga­ción”) y las re­peticiones que cohesionan cada sección del vo­lumen, el poema ad­quiere una densi­dad inhóspita, una espesu­ra que pasa de los neo­logismos, abrup­tamen­te, a la emula­ción —en el orden de lo fonético— de un dicciona­rio especializado.
Hay que decirlo; insistir, in­cluso: se trata de un libro ra­di­cal en sus pro­piedades físicas, y to­do lo que ro­dea al poe­ma —o lo so­por­ta— es par­te de la experiencia de lectura: su interlinea­do ob­tuso de­safía, pone en jaque la tolerancia del lector promedio. Incurable es, en cierto mo­do, una apuesta poé­tica disfrazada de apuesta editorial (o viceversa). A esta con­dición do­ble, en parte, se debe su fama.
Podría decirse, como se ha dicho, que Incurable propone una lectura aleatoria, que comienza y termina en cualquier punto. Sí: siempre y cuando tengamos la suerte de que las primeras páginas leídas sean hospitalarias, cosa por demás complicada. Lo más probable es que, aleatoriamente o a la antigüita, el libro se presente antes como un reto a las capacidades del lector que como un experimento. Harán falta, en cualquier caso, unas cuantas páginas leídas transversalmente antes de toparse con uno de los hallazgos que sostienen, como con pinzas, el poema.
Pero antes de juzgarla de un solo brochazo, esta dimensión gestual de Incurable tiene que ubicarse más precisamente dentro de la obra de su autor. El jardín de la luz, título eminentemente paciano, está compuesto de poemas empeñados en dar cuenta de la especificidad de ciertas luces (la de la tarde, la del mediodía, etc.). Su cautela y el excesivo celo de sus metáforas lo vuelven un libro tibio, tanto en el buen sentido como en el malo: si bien es, este sí, un título hospitalario, hay demasiada comodidad en el uso de ciertos códi­gos que forman ya, en los años setenta, el corpus lexicográfico más predecible de la poesía mexicana; al mismo tiempo, hay que decir que, a diferencia de tantos otros remedos de la retórica paciana, aquí esos códigos están pues­tos al servicio de una mirada aguda y un oído gongorino.
En El jardín de la luz está, por un lado, la familiaridad hacia un len­gua­je que necesita liberarse de una carga heredada de expresiones inmedia­ta­mente anteriores —Paz— para alcanzar mayor vigor expresivo y, por otro lado, está un entendimiento metafórico del mundo que busca la precisión co­mo de­tonante de la experiencia poética. Tenía que venir, entonces, una ruptura tajan­te con ese sistema de códigos, con ese vocabulario prestado que era quizá demasiado ajeno al aliento de David Huerta. La que he llamado antes “tri­logía del versículo” busca, creo yo, llevar ambas necesidades a buen puerto: tanto la ruptura con un lenguaje heredado como la búsqueda de una preci­sión metafórica que depende, casi enteramente, de la acumula­ción de adjetivos insospechados. Si entre Cuaderno de noviembre y Versión pareció haber una notable progresión en esa búsqueda de un leguaje propio, en Incurable se radicaliza la búsqueda y los puntos débiles de esa apuesta poética aparecen magnificados.
Eso en lo que se refiere al gesto, al halo de osadía que rodea a Incura­ble. Lue­go está su dimensión más íntima, los momentos en los que el libro aparca su vocación épica y pospone el malabarismo de adjetivos para contar una histo­ria, abriendo la puerta a pequeños mundos narrativos, delirantes. Hay poemas dentro del poema que permanecen como sólidas rocas en medio de la corriente; esos poemas, más cercanos a la dicción y la atención del libro inmediatamente anterior, son la recompensa que el poeta ofrece a quien logre internarse, a machetazos, en la tupida maleza de Incurable. Es necesaria tam­bién esa otra lectura, detenida, para entender la altura del libro. Primero, ven­cer las re­ticencias al caudal de texto; después, cosechar las joyas allí ente­rradas.
Cito un fragmento largo y delicioso (p. 160):


No pude iniciar la conversación consabida con el profesor sin antes lavarme la cara, limpiarme la camisa,
ir al baño, espulgarme el cabello, lustrar mis manos y barnizarme las uñas de los zapatos.
El profesor tenía un silencio lujoso y profesoral.
Hablaba con una voz de gnomo, con un susurro repleto de confidencias mutiladoras…
Me confiaba su voz profesoral como si fuera una joya preciosa.
Dijo el profesor: “¿Ves la cantidad Propia de tu vida, la ves? Dime.”
No supe qué decir, el profesor me miraba y sonreía: socarrón.
“Todo lo que has escrito ¿para qué?” No supe qué decir.
Y seguía así: “Crees demasiadas cosas sobre ti mismo, deberías reducir tus gestos,
tus frases, tus estilos. ¿No te parece?” No supe qué decir.
“Eres necio, desobligado, irritable, egoísta ¿eh?” No supe qué decir. Así seguimos
durante cuatro o seis horas, el profesor bramando sus reproches y yo sin saber qué decir.
Hasta que, cerca de la incipiente madrugada (toda madrugada es incipiente, según el profesor, enemigo
de los adjetivos y las madrugadas, en especial las incipientes)
me levanté del sillón con toda la cantidad Propia de mi vida, mis gestos, mis estilos, mis frases, mi egoísmo,
y degollé al profesor que murió como una bestia socarrona: bramando y riéndose con sus ojillos maliciosos.
A los posibles reproches críticos que se le pueden hacer al libro al ca­bo de 160 páginas el autor parece responder con un guiño de humor absurdo y una pizca de ligereza. “¿Todo lo que has escrito, para qué?”, necesita preguntar uno, lector débil, después de incursionar a tientas durante páginas y más páginas de Incurable: para esto, para reírse de la crítica —el profesor— y reconocer que la elocuencia es, en última instancia, egoísmo; el cacareado egoísmo de los poetas. Claro que hay, en este pasaje, un despunte de ironía amarga poco habitual en nuestras letras, mismo que David Huerta ha sabido mantener y explorar como otro de los perfiles más constantes de su obra. La ironía no como una renuncia posmoderna y frívola ante la complejidad del mundo, sino como un rasgo de humildad y una distancia juiciosa frente al mundillo literario y sus veleidades. (En esa misma línea se encuentran va­rios de los poemas de David Huerta que reflexionan sobre la poesía misma, pero a eso iré más adelante.)
No solamente los destellos humorísticos brillan en la opacidad del poe­ma: hay otros, de gran concentración narrativa, que apuntan en otras direcciones y que están directamente emparentados con poemas de Cuaderno de noviembre y Versión (pienso en “Ana y el mar” o en “Teorías”). Un ejemplo claro es el siguiente, de nuevo en ese tono de fábula pervertida, de cons­truc­­ción de escenarios puntuales que se desdibujan de golpe (pp. 125 y 126):

Hoy estuvimos juntos, hablando delante de una taza de café,
conversamos, y al conversar creamos y creímos, sin denegar un ápice a la credulidad de un juego de palabras,
una entera civilización, una ciudad y un poder construido a la luz tenue de lo que conversamos.
El café era nuestra imagen sedienta, la cafeína el excedente para la civilización de nuestros nervios.
Hablábamos y
hablábamos, negándonos, cobijados por la alucinación de un reloj que daba las tres de la mañana
—y nosotros sentados, hablando, y por nuestras oscuras bocas salía esa imagen,
la ciudad y la playa, la utopía, el deseo, el ansia, la cegadora noche
de nuestras conversadoras maravillas. Qué risa y qué dolor al hablar,
mientras nos escurría por las comisuras de los labios el espeso fulgor
de una muerte nueva, de una nueva vida, qué palabras. Y las palabras eran para nosotros una negativa
a seguir muriendo, entre
las densas marejadas de las noticias de los periódicos, los problemas con el dinero,
los conflictos en el trabajo, las duras reconvenciones del fluido accidente que llamamos
“la relación humana”. Y hubo que detenerse, despedirse, besarse hasta caer exhaustos; hubo
que asesinarse —hasta que de los cuerpos contiguos
una humareda salió para tocar el pecho de los recienvenidos,
una baba “lenta, inexorable” y “de muerte” eclipsó todos nuestros vocabularios.

Es notable también la capacidad del libro de incorporar referencias cultas de la más diversa índole sin jactancia alguna, como en una conversación —un tanto autista, quizás—. David Huerta es un lector omnívoro, un coleccio­nista, y estos referentes no irrumpen en el texto como nombres va­cíos, como puntos ciegos, sino que muchas veces le sirven de pretexto para expresar una reflexión, para ejercer —otra vez— la crítica y la lectura activa. Ensayista infatigable, el poeta aprovecha el vuelo de cualquier imagen para infiltrar una idea sobre la literatura: “El asma de José Lezama Lima es el ins­trumento palaciego de la imagen arraigada en la respiración.” Esta vocación ensayísti­ca, esta tendencia a reflexionar, dentro del texto poético, sobre auto­res que le precedieron y en la senda de quienes discurre, es uno de los rasgos que hilvanan los distintos momentos de la obra de David Huer­ta, fortalecién­dola, y que quizás aso­ma con mayor evidencia y decanta­ción en La calle blan­ca. Pero hay que aclarar que no me refiero aquí a los homenajes literarios más simplones, que también los hay (como en el poema “La música de lo que pasa”, cuya estructura es una adap­tación poética del name-dropping).

Aunque anterior a Incurable en el orden cronológico, me tienta la idea de fingir, con propósitos críticos, que Versión es posterior a aquél. En es­te orden necio de lectura, Versión representaría no “el preámbulo” a Incurable, como han querido algu­nos, sino el principio de un repliegue posterior que continúa efectuándose, encaminado, cada vez más, hacia una descripción del mundo alejada de toda ingenuidad, consciente de que la palabra, como dije antes, añade al­go a la realidad descrita.
Los poemas en Versión son seres finitos que asumen su finitud con elegancia y presentan, cada uno, un centro. Pueden, por tanto, leerse y comentarse de manera aislada, a pesar de la evidente unidad de tono que recorre el libro. Las intenciones comunicativas de cada texto pueden suponerse con relativa facilidad: “Index” es un arte poética; “Ana y el mar”, un poema de amor (sin efectismos, desgarrador, puntual); “Predestinación de la tarde”, un poema burgués —tal y como se aclara en el subtítulo—, y “El joven deja de serlo”... pues eso, un poema de entrada en la madurez.
Hay algunos poemas inclasificables en el libro que sorprenden por su extrañeza. Una extrañeza, digamos, más profunda y menos gestual que la de Incurable, indudablemente más perturbadora, y que anticipa o abre una línea de investigación, en la obra de Huerta, relacio­nada con la literatura fantástica. Es el caso de “Celda”, otra vez en un tono narrativo un tanto alucinatorio donde se intuye una historia y un cúmulo de referencias que no es necesario desentrañar para gozar la carga anímica de los ambientes evoca­dos: un tal Piotr acompaña al narrador del poema en una prisión “terriblemen­te iluminada” que podría estar en Praga o Nueva York. Piotr muere poco a po­co en condiciones inquie­tantes, la­mien­do las paredes y profiriendo ge­midos. En su delirio, el personaje acusa al narrador, reiteradamente, de ser “uno de ellos”. Toda la escena tiene algo de fársico que sin embargo gene­ra angus­tia. El epígra­fe, extraído de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, termi­na por poner al poema la nota de cine mudo mezclado con intuición meta­fí­sica que lo nimba.
Esta narrativa de elipsis y suge­rencias, a mitad de camino entre la es­cena de terror, la broma macabra y la referencia culta es, definitivamente, uno de los aspectos de la obra poética de D.H. que más me interesan. Ahí está, de nuevo, en el poema “El monstruo en pantuflas”, de La música de lo que pasa, ahora en versos más cortos y sintéticos, ya dejada atrás la “ola del lenguaje” que respiraba detrás de Versión:

(...) A un metro del monstruo
me quito con delicadeza las pantuflas.
Veo cómo el monstruo se desmorona
en un cataclismo viscoso
y rompo el Espejo de la Mala Suerte
para no verlo más, para adoptar sus maneras
y recibir su herencia, y para, en fin,
ser él con plenitud, en esta broma sobrenatural
de risa y alarido
que parece sacada, ningún trabajo
me cuesta reconocerlo, del más baldado Lovecraft.


Y está también, despojada aún más de lo anecdótico, en el ritmo telegrá­fico y la superstición dada vuelta de “Buena suerte”, en La calle blanca:


No en el 13, no en martes,
ni bajo la escalera, ante
los gatos negros. Búscala en cambio

en el 14, en miércoles,
junto a los perros blancos.

Incluso el poema que da título a ese volumen consigue crear, a partir de un cuadro de Giorgio de Chirico, ese mismo aire de misterio y superstición que genera, como las buenas películas del género, sentimientos ambiguos que van del escalofrío a la risa nerviosa, pasando por el reconocimiento de un hallazgo profundo que atañe a las complicidades inorgánicas de la materia. Ahí está el David Huerta más intenso: cuando el pretexto para hilvanar gui­ños literarios con adjetivos inauditos no es una postura teórica en tal o cual sentido, sino una narración de tintes misteriosos donde la realidad palpita y se retuerce. Más lúdico quizás; alejado, en cualquier caso, de su vertiente pa­ciana, David Huerta da en el blanco.
Aun en La calle blanca hay un poema más que merece ser comentado por aquello del misterio. Es un texto de una sinceridad “antipoética” con­mo­vedora, donde el autor toma distancia de sus creaciones previas y dice querer “un poco de claridad en el misterio y un poco de misterio / en el paso de una palabra a otra”. Este equilibrio precario y turbador es conseguido en va­rios momentos, y de su sutileza, de su posición incómoda, nacen algunos de los textos más logrados de David Huerta.

Son muchos los poemas dedicados a cuestiones específicas del lenguaje. El D.H. más teórico —ensayista, de nuevo, camuflado— aparece en ellos con ma­yor fuerza que en los poemas de sensaciones o en aquellos que describen si­tuaciones físicas. Entre esos poemas sobre el lenguaje y la poesía, el que ex­presa con mayor potencia las cualidades críticas y la especificidad de la postura de David Huerta (ajena a maniqueísmos gastados e ineficaces tipo “poesía-pura/poesía-impura” o “experimentación/ tradición”) es el titulado “Ciencia poética / Tratado número 1”, de La calle blanca, que cito completo:

La poesía deberá aparecer,
como un flujo iridescente,
si y sólo si —según se lee
en ciertos reglamentos—
se utiliza alguna
de estas palabras
(u otras parecidas):
“águila”, “abismo”,
“resplandeciente”, “dolor”,
“infinito”, “soledad”.
No aparecerá
si se escribe “cerillo”, “bobo”,
“chuchería”. Aparecerá
si se combinan, con ingenio exacto
palabras de un tipo y otro
y se agregan signos de admiración,
rayas diagonales, puntos suspensivos,
todo tipo de gracias
tipográficas.
Aquí se adivina la desconfianza de David Huerta ante toda prescrip­ti­va: tanto de aquella que evita los términos convencionalmente poéticos como de la que suple la falta de ideas e intuiciones con la ridícula pirotecnia del experimentalismo simplón (las “gracias tipográficas” que, efectivamente, ma­quillan buena parte de nuestra lírica para hacerla pasar por innovación, mien­tras su tema, su ritmo y sus aspiraciones continúan atados a la más apoltronada de las tradiciones). Su inteligencia está en situarse en un punto del espectro poético que sólo habita él, en donde nada se da por sentado y todo debe ser cuestionado, nuevamente, en cada libro, en cada adjetivo.
Ese mismo tono que descree de las polémicas superficiales está en “Insiste”, texto perteneciente a La sombra de los perros (1996), un libro por lo demás bastante críptico: “Una minúscula, agria / politiquería / no ceja, no declina (...) La reduciré/ con tenacillas / literarias / y tenedores / para snarks / y un poco / de risa / y antipoemas.”
Incluso en Versión había, si bien más solemnes, varios fragmentos que delataban ya esa convicción personalísima de que la poesía no está ni en la repetición de ciertas formas ni en la ruptura de las mismas: “‘Escribir’ es un contrasentido en la ‘noche de los tiempos que corren’. / ‘Escribir’ es a veces meter un poco las narices en la quebradiza imagen/ de un lugar donde vivir puede valer la pena.”
Esa desnudez de la idea, que puede parecer demasiado moralizante para la “noche de los tiempos que corren”, es un atributo envidiable de la obra de David Huerta. Duele encontrar que la sinceridad y la inmediatez al­canzada en ese fragmento se traicione de pronto con textos impenetrables y con homenajes literarios (El azul en la flama) harto retóricos.

La música de lo que pasa (1997) puede ser leído como un punto de inflexión notable, un quiebre definitivo en ese largo proceso de decantación que vive la voz de Huerta y que en La calle blanca se puede dar ya por cumplido; pe­ro La música de lo que pasa se halla todavía a mitad de camino, y por mo­mentos recae en los abismos de los primeros libros. Junto a poemas como el citado “El monstruo en pantuflas” y otros que tienen un detonante claro, un tema tratado con el filo certero del verso corto (pienso, por ejemplo, en “Mi tío Manuel” y “Oliver Sacks”, ambos genialmente dedicados al mal de Par­kin­son), aparecen otros de una abstracción otra vez desmedida, en los que la pos­tura política o la convicción teórica del autor emerge como descosida o adosada con violencia a un culteranismo plúmbeo. A esta extraña y malo­grada mezcla debemos un poema cuyo título, acaso irónico, pretenda salvarlo —“Peque­ños fracasos”— y en donde aparece, perdón por la hipérbole, una de las metáforas más rebuscadas de la poesía mexicana del siglo XX: “los eclipses de la ciudadanía en el sol de la política”.
La música de lo que pasa oscila entre esos dos extremos y es, por eso mismo, el fragmento ideal a partir de cual elaborar una sinécdoque sobre la obra completa del autor: de un lado, y dejando al margen las consideracio­nes gestuales, el peso de Incurable, la adjetivación imposible, la carga de abs­tracciones que no cuaja; del otro, los poemas precisos, alejados de toda épica y de todo efectismo, que logran generar misterio desde el tratamiento puntual de un ambiente y en donde las referencias literarias no estorban. A la primera línea pertenecen algunos fragmentos de Versión y buena parte de El azul en la flama, además de los poemas escritos para las esculturas de Gunther Gerzso —Homenaje a la línea recta— y La sombra de los perros; a la segunda, muchos poemas de La música de lo que pasa, La calle blanca, y casi todos los textos dedicados a explicitar un arte poética.
De ahí que no haya una “progresión” propiamente dicha en la trayectoria de Huerta y que Versión merezca ser considerado posterior a Incura­ble, de la misma forma que El azul en la flama podría tomarse como anterior a La música de lo que pasa. El autor pone en juego sus convicciones en cada libro (aunque sus ensayos y su fijación con el Siglo de Oro demuestren que estas convicciones están bien afianzadas) y se arriesga a probar una dicción, un conjunto de temas y un molde distinto cada vez, procurando mantener intactos sólo su amor al lenguaje, su agudeza crítica y su sincera conside­ra­ción de la poesía como una forma de comunicación.
Hay que reconocerlo: no buscó David Huerta un tono o una fórmula en la cual sentirse cómodo para decir lo que quería. Y no creo que vaya a hacer­lo. Su empeño pasa por preguntarse, cuantas veces sea necesario, qué es la poesía. Y por arriesgar, verdaderamente, respuestas que lleguen a ser contra­dictorias.
A mí —qué le voy a hacer—, esa contradicción me parece admirable.

martes, 15 de diciembre de 2009

David Huerta en la esfera de los interlocutores

Luis Vicente de Aguinaga

NAVAGERO
En la Capilla Real de Granada existen dos retablos del siglo xvi, obra del escultor Alonso de Mena, en los que se atesoran muchas de las reliquias que diferentes parejas reales fueron acumulando en más de un siglo. En las por­tezuelas inferiores de cada uno de los retablos hay efigies en altorrelieve de Isabel y Fernando de Castilla, de Juana la Loca y Felipe I, de Carlos I e Isa­bel de Portugal y de Felipe IV e Isabel de Borbón. El doble retrato de Isabel de Portugal y Carlos I (retrato póstumo, desde luego, en la medida que los emperadores habían fallecido largas décadas antes de la erección del mausoleo) en algo recuerda, quiero creer, al que Tiziano pintara de ambos, cua­dro que luego desapareciera y del que se conserva una copia en la colección madrileña de la Casa de Alba: la misma reserva, idéntica gravedad sin pom­pa y serenidad sin relajación, igual indiferencia recíproca entre la reina y el rey.
Muy distinto en el fondo, aunque similar en la forma, es el doble retrato de Andrea Navagero y Agostino Beazzano que pintó Rafael Sanzio en 1516. Colocados frente a frente —o, mejor aún, pecho a pecho—, ambos modelos miran hacia el pintor según el perfil que corresponde a cada cual: Navagero, por encima del hombro derecho; Beazzano, por encima del izquierdo. Bea­zzano, barbilampiño y de globos oculares prominentes, da la impresión de ser un hombre apacible y hasta melancólico; Navagero, en cambio, de barba indómita, espaldas anchas, oreja considerable, rostro atezado y mirada inqui­sitiva, parece un hermano bronco del Baltasar de Castiglione que retratara el mismo Rafael en fecha desconocida (pero en todo caso anterior a la publi­cación del Cortesano, que apa­reció en 1528, cuando Rafael había muerto en 1520).
Navagero es, por decir lo menos, el agent provocateur de la poesía cas­tellana del Siglo de Oro: su charla con Juan Boscán en Granada, en 1526, en la tornaboda de Carlos I con Isabel de Portugal, es el auténtico “kilómetro cero” de la lírica española del siglo xvi y, por ello mismo, de prácticamente toda la modernidad litera­ria ibérica e iberoamericana. Gracias a Rafael, es fácil imaginarse a Nava­gero charlando con Beazzano y, por extensión, con Bos­­cán, aunque ignoro si en latín o en romance. En realidad, lo sencillo es imagi­narlo conversando, en la circunstancia y con el interlo­cutor que sea, puesto que siem­pre lo hacía, en sentido llano y en sentido figurado, como se infiere del retrato en el Palazzo Doria-Pamphili, de cierta epístola de Boscán y del hecho mismo de que Navagero fuese impresor, traductor, bibliotecario y embajador.

GARCILAZO
Así como hay diálogos inimaginables —por ejemplo, el de Carlos I con Isa­bel de Portugal en su adusto silencio— los hay desde luego evidentes e inelu­dibles. Monstruoso y anormal sería creer que Boscán y Garcilaso de la Vega nunca charlaron. De la misma forma, existen relatos y poemas que inician con un “Fue así como…”, un “Pensándolo bien…” o un simple “Y…”, asegurán­dose con ello un diálogo, una conexión ineludible con materiales preceden­tes que se vuelve urgente identificar o por lo menos conjeturar.

Entonces Garcilaso de la Vega
movió la mano y en la página
apareció la Flor de Gnido.

Con estos versos comienza “El otro ejército”, poema de David Huerta in­cluido en la segunda sección (“Pavanas para sonámbulos”) de La música de lo que pasa, libro de 1997. Si aquí el sonámbulo es Garcilaso, el sueño del que despierta sin despertar es la escritura misma de la “Ode ad florem Gnidi” o “Canción V”, que da nombre y sirve de modelo a la lira castellana. La “flor de Gnido” es una escultura —una Venus— de Praxiteles, o más exactamen­te una copia romana de dicha escultura, y es Violante Sanseverino, dama napolitana contemporánea de Garcilaso: a instancias del poeta, la mujer de carne y hueso dialoga con la pieza grecorromana y se refleja en ella.

El poeta caballero levantó luego la pluma,
entrecerró los ojos y pensó en el amigo
que le había rogado escribir
algunos versos amatorios. Reflexionó:


“Ella leerá. Ella, acaso, sentirá
el hondo fuego que late
en los versos, en las estrofas
que parecen dibujar un instrumento músico.”



Garcilaso, igualmente, dialoga consigo mismo. Para sí mismo dice las pa­labras entre comillas, como persuadiéndose del efecto que tendrá su poema. El poeta reflexiona tras pensar en el amigo que a su vez le ha rogado escri­bir ese poema, y es un hecho que reflexionar y pensar, lo mismo que rogar, son actos que no sólo presuponen un objeto, sino que implican a un interlo­cutor (a quien se le ruega) y dan por sentado que uno mismo —el agente propiamente dicho del pensamiento y la reflexión— puede fungir a la vez co­mo sujeto y complemento de tales operaciones.


Garcilaso volvió a la escritura,
al arroyo del canto. Puso las últimas
palabras del poema. Vio Nápoles,
vio caballos indómitos, vio
las aves de cetrería, vio el rostro
de una mujer distante. Vio
su propia muerte en el asalto y vio
el otro ejército, los poetas
que seguirán su huella, el brillo
de la prosodia castellana —y se distrajo
con su propia sonrisa,
mientras la tarde mediterránea
se disolvía con ardiente dulzura.[1]

Ya concluido, el poema —el de Garcilaso— resulta ser una especie de Aleph, una prótesis óptica, un artefacto merced al cual su autor ve lo que antes no veía. La escritura es un “arroyo”, un fluir espacial y temporal: el mun­do y la vida, en sus respectivas amplitudes y duraciones, tienen cabida en ella. En el ademán mismo de poner sobre la página ciertas palabras, Garcilaso, “poeta caballero”, tiene simultáneamente acceso a su muerte y a su posteridad en la visión de dos ejércitos: uno es el enemigo en el asalto mili­tar que habrá de costarle la vida; otro, el ejército de los poetas que, a imagen suya, materializa­rán el futuro, que acaso durará lo que dura una tarde fren­te al Mediterráneo.
“Entonces”: la palabra con que da inicio el texto de Huerta significa poco antes de dar por terminado su poema y se refiere naturalmente a Garcilaso, el protagonista. En el ritmo, en las alternancias que van de sentarse a escri­bir a dejar de hacerlo por un momento y volver a la tarea en seguida, el poeta-escritor conversa o se confronta con el poeta-lector. Se diría que uno es el durante y otro el después de la escritura, pero en realidad los tiempos que conviven dentro del poema son distintos: el pasado irrepetible de una experiencia ya consumada y el porvenir incalculable de sus ramificaciones.

BORGES
En la compilación de 1953 de sus Poemas, Jorge Luis Borges incluyó al­gu­nos que no figuraban en libros anteriormente publicados. Es el caso de “Ma­teo, 25, 30”, que desde una pers­pectiva no exenta de polémica es uno de tantos poemas de Borges que servirían para refutar en el acto a quienes afirman que no fue un buen poeta. Refiriéndose a “Mateo, 25, 30”, que luego fue recogido en El otro, el mis­mo (1964), Rodríguez Monegal afirma que “Bor­ges resume en este poema su vida entera y llega a la conclusión de que ha sido un fracaso: la vida de un servidor indigno, para glosar las palabras de Mateo aludidas en el título”.[2]
El poema de Borges consiste, por así decirlo, en la irrupción o hallazgo involuntario de un Aleph auditivo, no visual. Asomado a las vías del tren desde un puente, considerando suicidarse acaso, el enunciador de la primera voz del poema (primera no tanto por su relevancia como por el momento en que apa­rece) refiere la manifesta­ción de “una voz infinita” que pronuncia, más que palabras, “cosas”, y que le reprocha, en última instancia, no ha­ber escrito aún “el poema”. Esa voz, la segunda, que no es otra que la voz de Dios —la voz del amo atento a la fructificación de las monedas que de­jó en custodia, si se vuelve a la pará­bola evangélica de los talentos, a la que remiten las indicacio­nes del título del poema—, procede a un tiempo de dos fuentes: “Desde el invisible horizonte / y desde el centro de mi ser, una voz infinita / dijo estas cosas…”[3]
En su libro de 2008, Can­cio­nes de la vida común, David Huerta re­crea el poema de Borges y, al hacerlo, interpreta el evangelio a través de un refe­rente literario. Me refiero, en particular, al poema titulado “Una sombra”, diálogo él mismo en su composición interna y diálogo también, como ya se ha visto, en su vinculación con textos de Borges y de san Mateo. La sombra parlante del poema es a la vez la muchedumbre de los otros y el tejido íntimo de la experiencia personal:

Iba yo envuelto en el ardor de la calle,
asediado por el miasma, jadeante,
alejado y lento de mil turbulencias,
y una sombra me habló entre la multitud:
“Hemos estado juntos en hospitales
y en medio de la sombra acezante del alcohol,
exaltados, confusos, y locamente esperanzados,
no sabiendo cómo llegamos ahí, exhaustos
de tantos versos dichos y repetidos. ¿Y no puedes
comenzar el poema? Eres incapaz de atrapar
esas palabras que nos rodearon tantos días
como ahora te envuelve este calor deletéreo…”


Todavía en este punto, la forma del poema reproduce la forma de su mo­delo. Como en el poema de Borges, en éste la voz oída reprende y amonesta sin aguardar ninguna reacción. Pero es apenas el comienzo: a partir de la segunda estrofa, el poema se vuelve conversación, incluso confesión, y el inter­locutor, sensible a la respuesta del yo que anima el poema, es auténticamente su sombra, proyectada en el suelo:

Bajé la mirada y le respondí a la sombra:
“No sé cómo he llegado hasta aquí. Estuve perdido
en los caminos más tortuosos, contigo. Tú
me sacaste de aquel pozo y me devolviste
al tráfago de los días: vivo. Ahora
no sé cómo puedo regresar
a donde siempre he estado
y comenzar el poema.”

“Recuerda —dijo la sombra— el mediodía
en que te llevé por estas mismas calles
y hablamos de cierta serenidad,
de ciertas oscuridades. En esa certeza múltiple
debes encontrar el poema.”

Le dije entonces: “Hay una oscuridad que no puedo
entender. Es la confusión de las palabras, la imposibilidad
de que digan lo que quiero decir.”



Debe comprenderse, pues, que hay de oscuridades a oscuridades, y que sobre todo es una la que se resiste al entendimiento: la opacidad, impenetrabi­lidad o “confusión de las palabras”. La sombra es un guía, sin duda un Vir­gilio en el “ardor” estival de una calle inhóspita, y su rol es por lo tanto pedagó­gico (no punitivo, como en el poema de Borges). Otras oscuridades, como la de la propia sombra, son variantes de la “serenidad” que se ansía recobrar.


Y la sombra me dijo: “Busca en todos lados
de cada palabra y aun detrás de ellas. Obedécelas.
Corta cada experiencia con el filo de cada una
y desata, como si fuera niebla, con tu mano escribiente,
las voces ocultas, los misterios
del ritmo, de la conversación y de los libros.”

Luego la sombra se desvaneció y en el eco
de su murmullo al desaparecer
pude mirar con ojos frescos y sentir con otros sentidos
el ardor de la calle y cada una de sus palabras.[4]


Es evidente que ambos poemas, tanto el de Borges como el de Huerta, son artes poéticas. Conviene observar cómo en el penúltimo verso de los arri­ba citados (“pude mirar con ojos frescos y sentir con otros sentidos”) resuena el “demorado, inmenso y razonado desarreglo de los sentidos” de Rimbaud. Sentidos que, tras el diálogo con la sombra, trastornados y dislocados, ya son “otros” en el poema de Huerta.
Basta con parafrasear algunos versos para destilar, más que una idea, una visión práctica de la poesía según David Huerta. Escribir es desatar, con la mano que blande la pluma, ciertas voces escondidas, “misterios / del ritmo, de la conversación y de los libros”. Más que tres fuentes, tres presen­cias in­controvertibles, acaso las mayores en la poesía del autor de Versión y Cua­derno de noviembre: la lectura, el diálogo amistoso y la exaltación del rit­mo como tal, ajeno muchas veces al significado en su acepción más discursiva.

Es realmente sencillo, para un lector de David Huerta, entresacar de sus libros determinados giros lingüísticos, nombres propios o imágenes que re­mitan al Renacimiento europeo, en particular al italiano, al francés y al ibé­rico. No son elementos decorati­vos: robustecen el flujo de los poemas en los que se leen y aparecen mezclados en ocasiones con figuras de órdenes di­versos. He aquí una muestra rápida: en Lápices de antes (1993) consta la descripción de “una mu­chacha tan blanca que Florencia, allá abajo, / era una forma de la cegue­ra”; se habla “de Sanzio, de Simone Martini y de la Maestà de Duccio” en El azul en la flama (2002); cruzan La calle blanca (2006) men­ciones a Pisanello y a “cajas de Cornell y Ti­zianos”; y un poema en prosa de Ha­cia la superficie (2002) termina con este párrafo que yo no dudaría en calificar de poliédrico:

Ríos de lodo se fugan por un ángulo invisible de la pintura renacentista,
mecates sombríos se anudan erráticamente sobre cerámicas, equivocaciones toman
la forma de esta mano o daga y actos y actos que ocurren bajo techos anónimos,
actos hay de diferente significado y diversa textura cuyo sentido se ha borrado
en la ebriedad del tiempo.[5]

Ahora bien, ¿de qué Renacimiento se trata, más allá de Florencia, Roma y la pintura del Trescientos, el Cuatrocientos y el Quinientos? Pues bien: se trata de un Renacimiento no desprovisto de resonancias poéticas y artísticas modernas, de un Renacimiento en que Cervantes procede de Borges y Shakes­peare de Peter Greenaway, de un Renacimiento en el que Garcilaso compo­ne sus odas al tiempo que se representa —sonriendo— el porvenir de la prosodia castellana. Se trata, en fin, de un ideal de Renacimiento: no tanto de una edad como de una disposición del espíritu: ese Renacimiento claramente dialógico encarnado por Andrea Navagero, cronista y político, erudito y traductor, editor y viajero, naturalista y poeta.
Semejante “juntura de sintagma y sueño”, semejante híbrido de cons­trucción verbal y trance inconsciente, vertebra muchos de los poemas de Huer­ta y los conduce hasta sus últimas consecuencias. La mezcla es de alta densidad y, de tan espesa, intimida. En su verdad —que casi nunca es referencial, sino inmanente— casi siempre hay lugar para cierta proliferación, incluso para cierta palabrería: lugar para el “cachivache” y los “cacharros”, que protagonizan “el fecundo sonambulismo / de la realidad”.


[1] David Huerta, “El otro ejército”, en La música de lo que pasa, conaculta, col. Práctica Mortal, México, 1997, pp. 56-57.
[2] Jorge Luis Borges, Ficcionario. Una antología de sus textos, ed. de Emir Rodríguez Monegal, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 464-465.
[3] Jorge Luis Borges, Obra poética (1923-1977), Alianza/Emecé, Madrid, 6ª ed., 1990, p. 194.
[4] David Huerta, “Una sombra”, en Canciones de la vida común, K Editores, México, 2008, pp. 37-38.
[5] David Huerta, Hacia la superficie, Filo de Caballos / Ayuntamiento de Zapopan, Gua­dalajara, 2002, p. 18.