viernes, 3 de octubre de 2008

Milán, 1962

Héctor Manjarrez
(Fragmentos)

Cuando dejé de caminar bajo ese cielo inaudito, azul como de cuadro de Rafael –el cielo de la región más transparente del aire–, y subí la escalera de metal resonante del aeroplano de Air France, y caminé por aquel espacio reducido y repetitivo de clase turista, me supe la persona más libre del planeta. Me imaginaba que nunca ningún adolescente había volado solo hacia su destino como yo. Pensé que pronto, bastante pronto —antes incluso de lo que me imaginaba—, sería más galán que Alain Delon y más inteligente que Jean-Paul Sartre y más angustiado y enigmático que Albert Camus.
Tarde o temprano, debía vivir en París, la capital del mundo. En este vuelo sólo iba a tocar la Ciudad Luz como escala, porque antes de radicar allí era preciso ir a otros lugares también desconocidos para mí, como Milán, Siena, Florencia, Viterbo, Roma, Pisa, Venecia y Belgrado, ciudades que gustosamente condescendía yo a visitar y disfrutar antes de recalar finalmente en la capital que había desterrado a Voltaire y Víctor Hugo, y aun así seguía siendo sublime y bella, tan bella como todas sus mujeres bellas, decían los cursis. Hoy en día, París es una ciudad deslumbrante, ¿la más deslumbrante de todas?, pero ya sin el imán espiritual —y material, y sexual— que dimanaba en el XVIII, el XIX y la mitad del XX. En los sesenta del siglo pasado, los nativos se lamentaban y se jactaban —al mismo tiempo— de experimentar una décheance o decadencia lamentable, mientras miles de fuereños acudíamos en parvadas a iluminar nuestras mentes y almas con su luz cenicienta, misteriosa, callejonesca, pluviosa.
En 1968, con los célebres “acontecimientos de mayo”, esa ciudad llena de prodigios llevó a cabo tal vez su último gran espectáculo, su última gran representación simbólica: los estudiantes levantaron los adoquines no sólo para arrojárselos a la policía que tildaban de fascista (¡CRS: SS!, gritaban contra los antimotines) sino también para así descubrir “la playa” del deseo y la imaginación que yacían debajo de la capa de siglos y siglos de represión y urbanismo y buenas maneras. ¡Prohibido prohibir!, exigían esos conmovidos jóvenes en aquella ciudad donde los muros invariablemente prohibían mear, tirar basura, pegar anuncios (Interdit de, Défense de) y además identificaban la fecha de la ley en que se basaba la veda en cuestión (Loi du 14 juillet, digamos). Aparentemente, los parisinos eran las únicas personas del planeta que no sabían que no se debía tirar basura, chorrear meados o pegar anuncios más que en los sitios convenidos por la lógica, el sentido común y la sanidad.
El 68 fue la última gran juerga revoltosa o performance callejero multitudinario de la ciudad que escandalizaba y excitaba al mundo desde hacía dos siglos, desde Luis XIV, desde Montesquieu y Rousseau y Voltaire, desde Danton y Marat y Robespierre, desde Napoleón, desde Balzac y Víctor Hugo y Baudelaire, desde la Comuna, desde los salones de los Impresionistas, desde Montparnasse y Picasso y el surrealismo.
[...]
Me he dejado llevar por el futuro. Al tomar mi asiento en un avión de cuatro motores de hélice e intentar ponerme el cinturón antes de que nadie me lo ordenara, todavía era diciembre de 1962 y yo procuraba que nadie se percatara de que aquélla era la primera vez que me subía en un avión. Los Beatles aún no eran los músicos más famosos de la historia y yo tenía 17 años y estaba tan nervioso que la dama francesa a mi izquierda se hizo seguramente el noble propósito de mostrarme que los europeos (y los franceses en particular) eran seres humanos como los demás, e incluso agradables. (Digo “dama” porque en esa época se consideraba que después de los 30 años las mujeres estaban casadas —excepto De Beauvoir— y por ende se les debía tratar como damas.)
Dama o no, la mujer a mi lado era un ente en principio sospechoso. Todos los europeos lo eran entonces, a ojos mexicanos. Sabíamos de ellos muy poco, casi nada: que hacían películas difíciles en blanco y negro; que vestían a sus niños con pantalones cortos; que comían unos bolillos larguísimos llamados baguettes; que algunos tenían por soberanos unos reyecitos y reinezuelas de una comicidad casi irresistible; y, sobre todo, que no eran limpios, al grado de que habían inventado el perfume y el agua de colonia para disimular sus vapores.
Los turistas que se aventuraban por la extraña Europa en esos años —cuando el barco era aún el transporte trasatlántico por excelencia— relataban a su regreso aterradoras historias de cuartos de hotel ¡sin escusado ni regadera!, sólo un lavabo a menudo oxidado. Según ellos, el agua en Europa sabía muy raro y la gente se bañaba, cuando se llegaba a bañar, con una especie de teléfono incomodísimo que hubiera sido mucho más apto para asear a un bebé o un perro. En cuanto al bidet, se trataba —como ya había dicho no sé qué inglesa— de un instrumento satánico, mientras que los coches eran tan chiquitos que era difícil entender cómo entraban y salían ciertas italianas.
Por añadidura, los mexicanos compadecíamos a los europeos no sólo por ser anticuados, antihigiénicos y además solemnes, sino también salvajes que se masacraban irremisible y despiadadamente cada pocas décadas, por lo que terminaban necesitando que los siempre virtuosos usamericanos desembarcaran para rescatarlos de sí mismos. Por culpa de los europeos, los gringos se habían acostumbrado a salvar el mundo. Habían empezado en México en el XIX, es cierto, y se habían seguido con Cuba y Filipinas, pero fueron ellos, los nobles y civilizados pueblos de Europa, los que les dieron a los gringos el gusto por la sangre ajena que lava los pecados del mundo.
Por otra parte, los mexicanos sabíamos reconocer que, a diferencia de los habitantes del continente americano, los europeos sabían usar muchos cubiertos, usaban copas de cristal en vez de vasos de vidrio barato o jícaras de barro, y pintaban y escribían y componían muy bien. (Por cierto, la mayoría de los latinoamericanos de la época veían a España y Portugal tan secuestrados por sus sanguinarias dictaduras y las horrendas costumbres que encima nos habían legado, que no los consideraban como países europeos. Se citaba mucho, con gusto y con rabia, a Voltaire: “África comienza en los Pirineos”.)
El viaje a París, pasando por Nueva York-Idlewild y una tormenta de nieve que se estrellaba contra los ventanales del aeropuerto como una película de los noventa, fue desde luego muy largo, pero aprendí de la dama a mi izquierda que uno no debía meter el cuchillo entre los dientes del tenedor al cesar de usarlo, ni dejar la servilleta hecha bola. (Mi familia no había logrado inculcarme esas bobas reglas, que ahora entendí que provenían de la sabiduría de una gran civilización.) Como yo no hablaba francés y la dama no parlaba ni español ni inglés, nuestros intercambios verbales fueron pocos y de lo más amables. Más temprano que tarde, le di a entender que mi cantante favorito era Jacques Brel, a lo que ella no comentó que le extrañaba, vista mi supina ignorancia del francés. Fuere como fuere, en París-Orly nos despedimos muy cortésmente; me parecía que yo era un adolescente muy mundano, francamente. Para cuando me enfrenté al primer agente de migración de mi vida, ya sabía yo mimetizar los gestos esenciales de la cortesía francesa —que es una courtoisie muy especial— y el tipo me dio la bienvenida a Europa como si yo fuera el hijo del noble Axayácatl, me pareció.
Empezaba ya mi vida en Europa, lejos del rancho, de la madre, de la hermana, de las abuelas, de las tías, de los amigos, de las tortillas, de los frijoles, del chile, del quesillo de Oaxaca, de los tacos, de las tortas, de los sopes, de las chalupas, de las gorditas, de los pambazos, de las carnitas, de la barbacoa, de los chiles en nogada, del arroz verde, del guacamole, del xoconoztle, de los nopalitos, de los diversos moles, del manchamanteles, de los dulces de Celaya, del chocolatito y los tamales y el pan dulce, de los volcanes, de los azulísimos cielos del Anáhuac, de las rejas y los leones de Chapultepé... No pegué un ¡yajajay! de júbilo porque entendía que los franceses —con lo apretados que eran entonces— podrían devolverme a mi país de origen. ¡Tenía sólo 17 años y el porvenir empezaba con caras nuevas, voces nuevas y (pronto) calles nuevas! ¡Había atravesado la Cortina de Nopal, como después la llamaría José Luis Cuevas! Si no fuera por mi noble altivez azteca —hubiera dicho Rubén Darío, padre de la poesía moderna—, habría besado y consagrado el brillante suelo de Orly.
¡Había descubierto Europa!, que por cierto era bastante más modernosa de lo que yo me había imaginado. Sin embargo... su modernidad me parecía un poco demasiado forzada, impostada, gimmicky, un poco demasiado de diseño (o design, como dirían ellos), un poco fantoche como diríamos nosotros. No parecía obedecer a una necesidad, sino a caprichos.

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