martes, 12 de agosto de 2008

Octavio Paz y Duchamp

Jorge Juanes
(Fragmento)

Voy a examinar aquí la interpretación que hace Octavio Paz del Gran Vidrio. De alguna manera, se trata de un homenaje, o mejor, de una invitación a los lectores de este texto para que se sumerjan, por cuenta propia, en las profundidades de Apariencia desnuda. Hablamos de un poeta y pensador preocupado, a lo largo de su obra, en comprender la modernidad. En el área hispanohablante es uno de sus pioneros; el otro es Ortega y Gasset. Por desgracia, Paz es poco leído y ha terminado por ser reducido a un mero nombre que suscita alabanzas o fobias desmedidas. Yo creo que debe ser comprendido como alguien que propone una lectura original y moderna del arte y la poesía (dejo aquí la política de lado), experiencias que, a su entender, van a contrapelo de las prácticas institucionales: “Una reacción frente, hacia y contra la modernidad.” Frase entresacada de Los hijos del limo, en donde el “contra” significa forjar otra modernidad más radical, profunda y libertaria, ajena a toda estrategia de poder o de dominio. El arte es una ruptura, una alternativa, y así debemos considerarlo. Mediante lenguajes y formas irreductibles, el arte se manifiesta a los ojos del poeta como un territorio de fraternidad entre individuos autónomos y de reconciliación de los hombres con lo Uno-diverso. Tendríamos ahí un baluarte contestatario, el más radical.
A juicio de Paz, el lenguaje del arte es analógico, o sea, encarna una visión del mundo que reconoce la relación de correspondencias existente entre todo lo que es. Asimismo, el poeta alude a vasos comunicantes que incluyen el encuentro entre las culturas y entre el pasado y lo actual; encuentro siempre inconcluso que se asume en la exuberancia y el carácter enigmático de la existencia y del universo. De allí las siguientes palabras de El signo y el garabato: “La presencia se oculta a medida que el sentido se disuelve.” Para que esto se cumpla, para que los vasos comunicantes obedezcan a la reciprocidad y a lo eternamente insondable, se requiere un modo de percepción consecuente con ello, la ironía: pensamiento de lo excepcional, que rinde tributo a la abundancia interpretativa, ajeno a levantamientos absolutos o a certezas indubitables; forma de acercarse a los mortales y a las cosas, que opera en la intemperie y toma partido por lo inesperado, poniendo en crisis el principio de identidad y la rutina. Démosle la palabra al Paz de Los hijos del limo: “Analogía e ironía enfrentan al poeta con el racionalismo y el progresismo en la era moderna.”
Fácil es reconocer la línea genealógica y poético-pensante que alienta la obra de Paz: romanticismo, simbolismo, surrealismo. Línea que puede ser calificada de tradición de la ruptura, puesto que trae al mundo lo heterogéneo y plural, la diferencia, lo inesperado, sin por ello aniquilar el legado de las sabidurías arcaico-arcanas, aunque, esto sí, bajo la égida de la modernidad, mitos y ritos, constelaciones sagradas y lenguajes crípticos, sufren una actualización renovadora. Lo actual y en curso se conjuga, así, con todos los siglos en el instante que trascurre. Paz rechaza en ello lo arcaico y primitivo identificados con mitos del origen o con determinada edad dorada insuperable, lo cual convierte el tiempo histórico en un círculo fatal condenado a la repetición de lo siempre igual. A diferencia del tiempo moderno, tendido invariablemente hacia el futuro y en donde “cada ruptura es un comienzo”. El rescate de la ironía y la analogía, la actualización de lo ya sido y la afirmación del tiempo constituyente, son parte del arsenal de Paz. Cabe agregar el debate a fondo con las vanguardias. Un arsenal con que buscó, entre otras cosas —sin encontrar nunca el debido eco—, alertar la discusión del arte moderno en un México empantanado en el tiempo circular y mitos gastados. Pero acerquémonos al análisis de Duchamp.
El primer acercamiento de Octavio Paz al artista francés se da en el ensayo escrito en 1966 titulado Marcel Duchamp o El castillo de la pureza, incluido en un libro-maleta publicado en México el año 1968 por la editorial Era, y que contiene, a la par del referido ensayo, una reproducción en lámina claracil del Gran Vidrio; además de fotografías, determinadas obras y algunos textos de Duchamp, se incluye un sobre con nueve reproducciones de ready-mades… Insatisfecho con lo escrito, Paz emprende una nueva lectura del objeto de sus desvelos a la que titula Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, también publicada por Era (primera edición 1973, segunda edición corregida y aumentada, 1978). El poeta agrega aquí un capítulo en donde analiza Étant donnés… aunque, en realidad, el nuevo ensayo gira en su parte sustantiva alrededor del examen exhaustivo del Gran Vidrio. Duchamp agradece el esfuerzo de Paz y le manda un irónico telegrama que dice a la letra: “Gracias. He aprendido muchas cosas.”
Apariencia desnuda es un libro poblado de dudas interpretativas, descuidos y contradicciones, a lo que cabe agregar un exceso de erudición, a nuestro juicio innecesario, que marea un poco al lector, aunque —justo es señalarlo— tiene pasajes en los que brillan la escritura y la lucidez analítica. Paz se guía siempre por la creencia de que la obra de Duchamp en su conjunto obedece a una “estricta unidad”: “Hay que repetirlo: la obra de Duchamp es una vasta anamorfosis que se desenrolla, a través de los años, frente a nuestros ojos. De la Mujer que desciende la escalera a la muchacha desnuda del Ensamblaje [Étant donnés…]: distintos momentos del viaje de regreso hacia la forma original.” Si se prefiere, Duchamp realiza sólo una obra que se manifiesta de múltiples maneras y no concluye nunca: “Una espiral que empieza donde acaba y en la que allá es acá.”
Para demostrar su aserto, Paz ofrece una lectura minuciosa y atenta de las notas, escritos y entrevistas de Duchamp, todo ello acompañado de un aparato interpretativo que transita entre las sabidurías herméticas (tantrismo, alquimia…), la poesía de Mallarmé, Heidegger, y una puesta a punto sobre los problemas tanto del mundo tecnocientífico como del arte moderno. Para Octavio Paz el Gran Vidrio es la llave maestra para penetrar los enigmas duchampianos; dice bien: “Ese cuadro es un texto” cuyas “claves incompletas” están en la Caja verde y en la Caja blanca. Incompletas, pues son nada sin la obra cristalizada. Éste es el punto, las Cajas permiten una reconstrucción morosa y detallada de los elementos, funciones y entramado dinámico presentes en el Gran Vidrio. Reconstrucción que no nos entrega, ni mucho menos, sus claves últimas, pues éstas son, a fin de cuentas, indescifrables.
El rigor del empeño de Paz reluce ya en la manera en que traduce al español el título en francés: La Novia puesta al desnudo por sus Solteros, aun… “Puesta al desnudo” de la novia no debe entenderse como desnudada o desvestida, sino como rito escénico o exposición teatral. Y no se trata de pretendientes, sino de solteros, o sea, de personajes condenados a “una separación infranqueable entre lo femenino y lo masculino”. Y en cuanto a traducir même por aun, obedece al intento del poeta por subrayar el carácter azaroso de un término que, en rigor, “no significa nada” y nos deja en suspenso. Entrado ya en el núcleo de la obra, hay dos conceptos fuertes utilizados por Paz que llaman la atención: “Idea” y “texto”. Conceptos que nos indican, siempre según el poeta, que podemos considerar el Gran Vidrio como una especie de “pintura como filosofía”. O con más amplitud, como una obra que encarna “las tres ciencias que rigen el universo de Duchamp —la erótica, la meta-ironía y la metafísica”. Paz hablará también de la “descripción gráfica del funcionamiento de una máquina y representación de un ritual erótico”. Si de precisar argumentos se trata, podríamos quedarnos con la identificación del Gran Vidrio como “un objeto de cuatro dimensiones (…) que es una Idea (…) que se resuelve al cabo en una muchacha desnuda: una presencia”. Objeto cuyo contenido latente lejos de poder ser percibido con los sentidos, exige un arduo esfuerzo de desciframiento: “El cuadro es un enigma y, como todos los enigmas, no es algo que se contempla sino que se descifra.”
Descifremos con Paz. Tenemos que el singular Novia, y el plural Solteros (respeto aquí el uso de mayúsculas del poeta), sirve para indicarnos, de buenas a primeras, que si alguien ocupa un lugar relevante en el Gran Vidrio es la Novia. Digamos que entre ella y los Solteros existe la distancia que hay entre una personificación “simbólica” e “ideal” (diosa, mantis religiosa, virgen) y un grupo de hombres comunes y corrientes. Diferencia jerárquica concretada en dos espacios específicos, el superior habitado por la Novia (libre y etéreo, abierto y de formas desmesuradas), y el inferior poblado por los Solteros (imperfecto, pesado, sometido a la perspectiva tridimensional: “infierno monótono y chabacano según lo declaran las letanías del Carrito”). Lo peculiar del caso estriba en que los señalados espacios se encuentran encuadrados en un horizonte metafísico que incluye o totaliza, sin violencia alguna, determinados descubrimientos de la física moderna que llaman la atención de muchos artistas de vanguardia: “Esta oposición entre las formas de aquí y las de allá es un nuevo ejemplo de la manera en que Duchamp pone ciertas nociones populares de la física moderna —cuarta dimensión y geometrías no-euclidianas— al servicio de una metafísica de origen neoplatónico.”
¿Duchamp neoplatónico? ¿Versado en teorías físico-matemáticas de difícil comprensión para un lego? ¿Un metafísico a fin de cuentas? Expliquémonos. Duchamp se acerca al neoplatonismo guiado por la convicción de que en la esfera de las ideas residen la sabiduría superior y el hedonismo refinado. Encumbramiento de lo eidético-neoplatónico que le permite cuestionar la carencia cognoscitiva del arte epidérmico-retiniano. Paz cree, además, que la Novia es una proyección eidética: “La Novia es la copia de una copia de la Idea.” Pero por más que hurguemos en los textos de Duchamp, no encontraremos nunca el concepto “Idea” utilizado en términos metafísicos. Reparemos en la respuesta que Duchamp le da a Pierre Cabanne, cuando éste le pregunta sobre sus creencias: “No creo en la palabra ser. La idea de ser es una invención humana (…) Se trata de un concepto esencial que no existe en la realidad y en lo que no creo.” Por lo demás, resulta difícil conciliar dos atributos que Paz reconoce en la Novia, el de ser “una realidad Ideal que se resuelve al cabo en una muchacha desnuda: una presencia”; y el de encarnar, a la vez, “Un motor deseante y que se desea a sí misma (…) Su esencia es el deseo.”
Queda la duda abierta: ¿es posible que una Idea descarnada (“realidad más allá de los sentidos”), la Novia, se transfigure en encarnación de Eros? Habrá que decidir: o “copia de una copia de la Idea”, o “tanque de gasolina” del amor. Decidir, ya que Paz deja el asunto en suspenso. Por mi parte, creo que la conciliación es imposible, ya que nada autoriza el tránsito del hermetismo neoplatónico fundado en entes supratemporales, ingrávidos e inconmensurables, al erotismo y el deseo tal cuales. Y más si pensamos que el deseo encarna en el Gran Vidrio el exceso desatado e irrefrenable que, en consecuencia, demuele en su devenir toda certeza o idea fija e intemporal. Digamos que el erotismo desborda por doquiera los límites conceptuales. Quizás Octavio Paz se percata de ello; de allí que introduzca en su exégesis del Gran Vidrio una figura arcaica constructiva-destructiva, la imagen tántrica de la diosa Kali, que viene a representar el erotismo entendido como energía vital que disuelve cualquier entidad fija y que, forzando un poco las cosas, Paz termina emparentando con la Novia entregada a su deseo: “Una versión del mito venerable de la gran Diosa, la Virgen, la Madre, la Exterminadora donadora de vida.”

Bomarzo

Elsa Cross
(Fragmento)

En las viejas historias se habría dicho:
fue un mal viento,
fue el Dios lleno de ira,
la Furia o el Demonio que pasaba,
fueron las Ánimas.
Sería cualquier cosa menos uno,
lo que se desdoblaba ensombrecido,
magnificando el gesto,
afilando la arista del golpe oblicuo—
contra uno mismo.

Y todavía se enrosca la pregunta
sobre aquello que no pudimos nunca hablar.
¿Era en un sueño,
o estábamos despiertos— ebrios, locos, posesos?
O era un dios acercándonos los extremos del mundo
para aplastarnos dentro,
para arrojarnos por esa grieta
como a pequeños cerdos.
¿Eran los hados,
o la mano hostil de la Diké?

Y ya bastaba
de esa manida retórica del fracaso,
como Bogart en Casablanca.
O el Padre Placencia,
ciego en ciernes,
curado contra su voluntad,
perdiendo para siempre el prestigio
de gran pecador herido por el castigo divino,
de ciego visionario
como Tiresias y Fineo.

Nunca entendimos
si era uno quien mataba o quien moría
–-es un decir—
confinado en ese laberinto,
ese rincón oscuro como centro del cosmos,
donde enfrentamos
la paradoja de los campos ilusorios:
desde dentro no se podían discernir
y al salir de ellos se esfumaban.
¿Qué hubo allí?

Si la oscuridad, como decían los sabios,
es lo que media entre el saber divino
y el humano,
¿sería entonces la ceguera
un terreno seguro?
En la paciencia de las cosas
y sufriendo el dardo divino
encajado en frente y corazón,
¿no se sortearía cualquier línea divisoria?
¿O era sólo tocar las superficies,
las paredes,
los vacíos tenebrosos?

Y nos llevaban el café
en nuestras tazas gemelas
con un motivo siciliano:
una Esfinge apostada
sobre un montón de cráneos,
y una serpiente alzándose hacia ella.
Más amables las Esfinges de Bomarzo.

Lengua nocturna

Efraín Bartolomé

EL CADEJO

El Cadejo es cuadrúpedo y es negro y es lanudo y surge de la noche por campos y poblados en donde el monte abunda y no penetra el sol. ¿Has sentido esa cinta escalofriante que recorre tu espalda cuando entras, solo, en el boscaje umbrío? Es el Cadejo. Son sus ojillos rojos y encendidos lanzando su delgado veneno electrizante. Es hijo de la Culpa y fue adoptado por la Noche. Por eso le temen los borrachos y los concupiscentes, los trasnochados y los que vienen de hacer mal. ¿Has oído el latir alborotado de los perros en las lejanas rancherías donde no hay luz eléctrica? Le ladran al Cadejo. Se les eriza el pelo y sus músculos se tensan, a veces hasta el desgarramiento, produciendo una curva violenta en su espinazo súbitamente adelgazado. Los perros de bravura más probada se acercan al Cadejo con dientes agresivos y tiran tarascadas que sólo encuentran el aire. Al día siguiente duermen todo el día: están cansados, agotados, lánguidos. Dice mi tío Rodrigo que a veces se aparece por la vega del río, a veces por el rancho de don Manuel Trujillo. Se roba las muchachas, se come los niños. Se lleva los borrachos hasta el espinero: los deja atascados en el Chamenhá. El Cadejo entra a veces por las calles oscuras de los pequeños pueblos y se esconde acechando a sus posibles víctimas. Sabe esconderse bien y logra engañarnos haciéndonos creer que los destellos colorados de sus ojos son tan sólo luciérnagas, brasitas de cigarro, fragmentos de un tizón que el viento dispersó. Se ha dicho que es como un gran perro, como un carnero enorme, como una danta, pero con mucho pelo ensortijado. Se cree que tiene cuernos porque a veces da topes a los bolos que no quieren regresar a su casa y siguen buscando alcohol en los rincones de la madrugada. Entre los que saben de lenguas hay quien dice que su nombre viene del portugués cadello, del latín catellus: perro pequeño, cachorrillo. Es obvio que en Centroamérica, gracias a la fertilidad de la tierra, gracias al aire y a los ríos, ha medrado hasta alcanzar su tamaño actual. Hay quien dice, también, que ya no se aparece, porque le gusta la sombra y el monte nutrido y ahora, con las brechas y con las carreteras, su casa ha sido destruida poco a poco. Otros piensan que vive escondido en el alma de ciertos hombres que usan embozo, sotana o metralleta y tienen estremecimientos de placer mientras riegan con sangre el camino a Utopía.

La montaña y el verso

Eve Gil

En 1982 se publicó el primer libro de Efraín Bartolomé (Ocosingo, Chiapas, 1950), un poeta que dejaría huella en las letras mexicanas. Ahora que Bartolomé es reconocido como uno de los mejores poetas vivos de México (junto con, me atrevo a especificar, Eduardo Lizalde y Francisco Hernández), se lanzan varias ediciones conmemorativas, una de ellas en tiraje de colección (Ediciones Monte Venus-Universidad de Colima, 2007) que vuelve a deslumbrar con el violento canto de sus imágenes.

—¿De quién fue la iniciativa de lanzar una edición conmemorativa por el XXV aniversario de
Ojo de jaguar?
—Qué bueno que me preguntas eso porque me das oportunidad de agradecer a mucha gente. Salieron, de hecho, cuatro ediciones conmemorativas: dos en Chiapas, una en Colima y otra en Tabasco. Creo que todo empieza con una nota de Juan Domingo Argüelles en El Universal sobre los cinco lustros de Ojo de jaguar. A partir de ahí se desencadena una serie de gratos acontecimientos: Marco Antonio Campos le propuso al rector de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas hacer algo al respecto. El rector, Jesús Morales Bermúdez, narrador y ensayista, lector sensible que ha escrito y publicado sobre Ojo de jaguar, aceptó la propuesta y un día me llamó. Me comentó que Rodrigo Núñez, un refinado editor chiapaneco, le había llevado la idea de hacer una edición del libro y que ya estaba caminando el proyecto con la Casa Juan Pablos. La edición en pasta dura y tamaño devocionario, para que quepa en la bolsa de la camisa y vaya junto al corazón, es una pequeña gema.
Mis amigos Sonia de la Rosa y Roberto León Chanona, dueños de León de la Rosa Editores, de Tuxtla Gutiérrez, tenían muy pendiente la fecha y prepararon una hermosa edición llamada Lengua nocturna Los poemas inéditos de Ojo de jaguar. Es eso exactamente: los poemas inéditos que se incorporan al libro en 2007. Hicieron un trabajo editorial precioso en gran formato: doble carta, papel de algodón, relieves y gofrados, con ilustraciones de Manuel Cunjamá. Cien ejemplares numerados y firmados.
La edición tabasqueña fue con Francisco Magaña a sugerencia de Marco Antonio Campos. Chico Magaña conocía bien el libro y recibió el proyecto con mucho entusiasmo. Bajo su cuidado salió un libro bello, sobrio y elegante. Hay un sobretiro especial de veinticinco ejemplares numerados y firmados que vienen en estuche de tela.
La joya de la corona es la edición de MonteVenus, el proyecto editorial de un grupo de poetas de Colima: Sergio Briceño, Verónica Zamora, Sandra Velázquez y Carlos Ramírez Vuelvas. Han sido lectores de Ojo de jaguar desde hace muchos años y lograron hacer esta apabullante edición con el apoyo de la Universidad de Colima. Es una lujosa edición para bibliófilos: el libro viene encuadernado en tela, con el título en relieve, en gran formato (44 x 29 cm.), impreso en papel Domtar Titanium de 118 gr., libre de ácido y sin cloro elemental, con guardas de papel Domtar Feltweave Spirit Red de 216 gr. La obra va protegida con sobrecubierta ilustrada y plastificada. El tiraje es únicamente de trescientos ejemplares numerados y firmados por el autor y no circulará en librerías.
¿Por qué todo este revuelo? Porque, me da gusto decirlo, este mi primer libro supo ganar lectores desde su aparición inicial en Punto de partida, en nuestra sacrosanta UNAM, en 1982. Ha llegado ahora a su décima edición. La más reciente, la séptima, era del 2006: Ojo de jaguar es uno de los cuatro libros incluidos en El ser que somos, la antología de mi obra que publicó en España la Editorial Renacimiento. Me tocó el privilegio de ser el primer autor latinoamericano incluido en su Colección Antologías. La edición mexicana anterior a esa fue una edición bilingüe, español-inglés, en tomos paralelos, ilustrados, de gran formato, que hizo el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas. Ésta se agotó desde hace unos cinco años y la antología española es muy difícil de hallar en México. Por eso, porque el libro tiene lectores y el libro ya era inencontrable, porque algunos de esos lectores son mis amigos y porque algunos de esos amigos son editores o tienen contacto con el medio editorial, es que sucedió este acontecimiento que me tiene tan feliz. “Escribir poesía es arrojar un puñado de pétalos de rosa al Cañón del Colorado… y esperar el eco,” es una frase que se atribuye a Pound. Debo decir, con gran alegría que todas estas muestras de cariño de mis amigos son formas variadas de escuchar el eco.
¿Cómo era el Efraín Bartolomé que plasmó el paisaje de su natal Ocosingo en este maravilloso libro? ¿Ha cambiado a lo largo de veinticinco años? ¿En qué?
—Era un joven de entre 24 y 30 años, que comenzaba el ejercicio profesional de la psicoterapia, tenía tiempo completo como profesor universitario, se estrenaba como padre y terminaba de formarse o de esculpirse a través de la escritura apasionada de poemas. Esa pasión, que comenzó a los nueve años, se acentuó a los 16 y comenzó a producir frutos maduros a los 24, había crecido como un amor secreto. Nunca luché contra ella pero sí hice esfuerzos por no sucumbir tanto a la lectura y a la escritura de poesía mientras me formaba profesionalmente en el campo profesional de la psicología. Era lector de todo siempre aspirando a ser merecedor al título de poeta. Es un sueño que todavía conservo. El choque entre la Naturaleza que yo vi en esplendor y lo que ya no podrían ver los ojos de mi hijo, fue generando el libro. En el resto del planeta estaba sucediendo lo mismo, quizá por eso el libro hiere del modo en que lo hace.
—La hamaca es una presencia constante en tus versos, ¿escribiste estos poemas balanceándote en una hamaca al ritmo de la brisa marina?
—No. Los sitios de mi escritura son la selva y el trópico pero estos están bastante lejos del mar. No son poemas escritos en el reposo sino bajo el sol y contra el viento, bajo la lluvia y sobre la tierra. Yo soy un caminante y un gustoso de la montaña. Cada vez hay que ir más lejos para encontrarse con territorios vírgenes, y a mí me gusta hacerlo. Si Ojo de jaguar puede tocar el alma de sus lectores es porque los cuatro elementos son la materia viva de la escritura. Recogí un poco de la húmeda tierra natal y la amasé con sangre y luz hasta que logré una escultura donde, como lo quería mi maestro Salvador Díaz Mirón, palpitaba una hermosura trágica.
—Leyendo los comentarios críticos respecto a tu obra, descubro que casi todos los analistas coinciden en un elemento muy interesante: “el ritmo”... y digo interesante porque percibo que ese elemento, la cadencia en la poesía, empieza a diluirse o a perder importancia... ¿qué opinas respecto a esto último y qué importancia tiene para ti la cadencia de los versos?
—La poesía cabalga siempre sobre la música pero es claro que la pura sonoridad aún no es poesía. Para que se produzca el milagro es necesario que haya una emoción originaria en el poeta, luego el feliz encuentro de sonido, imagen y sentido en los recursos formales, para que finalmente la emoción original cifrada en el poema con los medios antes señalados encuentre destino: la emoción en el lector. El poeta tiende su arco en el origen y prende una flecha de sangre sobre la playa del futuro.
—¿Es cierta mi impresión de que esta escritura entrañó para ti muchos riesgos de tipo físico y emocional? ¿Que incluso lloraste y sufriste?
—Tanto como reí y gocé. Esto tiene que ver con lo que te decía antes. Si el poema no tiene origen en las emociones del poeta no tendrá destino en las emociones del lector. Y cuando eso sucede el poema nació muerto. Logorrea sin logopea, divertimento en el vacío, material para el olvido, ofrenda que la Diosa ni siquiera escupirá…
—Aparece aquí un hermoso poema (bueno, todos son hermosos), dedicado a tu hijo Balam, que ya debe de ser un hombre, ¿cómo reaccionó él cuando supo que su padre lo había retratado en un poema?
—Mis hijos son buenos lectores de la poesía que importa para vivir. Él es artista plástico y a sus 32 años está luchando a brazo partido por conquistar territorios inexplorados en el arte. Mi hija estudió letras clásicas y se orienta hacia la cultura celta y la historia de las religiones. Las “Cartas desde Bonampak”, dedicadas a Balam cuando tenía siete meses, son material muy conocido entre muchos lectores incluso de su gremio. Hace unos días, en una reunión masiva, un hombre se me acercó diciendo: “A ver si recuerdas de quién son estos versos…” Y se soltó:

Viene la lluvia pasos de tigrillo
Viene la noche tapir ciego
Viene el hambre puma grande
Viene mi hijo sonrisa de la selva
Fruto silvestre Tempestad de alegría

Mi hijo viene guacamaya
Viene mi hijo quetzal
Viene el tigre niño
Viene Balam Balam Balam

Claro que me acordaba: dijimos juntos la segunda estrofa. Luego me contó que para el bautizo de su hijo, que ahora tiene 21 años, había hecho imprimir esos versos en las participaciones y se sabía de memoria esas estrofas.
A Balam nunca le he preguntado de modo directo su reacción ante el poema pero sé que me leen. Él y Celina aprendieron desde niños a moverse con naturalidad entre el oro más pulido del espíritu humano. No es fácil hacerles pasar gato por liebre.
—Pareciera por momentos que Efraín Bartolomé es un poeta solo, es decir, que parte de cero o de una tradición poética muy remota, ¿es cierta mi apreciación? ¿Quiénes son tus influencias literarias reconocidas?
—Por encima de todos, el padre Homero. Soy un gozoso lector de la Ilíada en verso aunque, como muchos, comencé con la versión en prosa de don Luis Segalá y Estalella. En verso he leído las versiones de Leopoldo Lugones, Alfonso Reyes, Gómez Hermosilla, Rubén Bonifaz, y la que me resulta más fascinante y lograda: la de Fernando Gutiérrez. En esa línea y ya en español, soy fan de Góngora, de Quevedo, de Garcilaso, de Manrique, de Díaz Mirón, de Rubén Darío, de Antonio Machado, de García Lorca. En otros idiomas, de William Blake, de Baudelaire, de Pessoa. Ellos y algunos más pero no demasiados.
—¿Realmente viste al cadejo cuando eras niño?
—Aquí el adverbio de modo: realmente, es lo que menos importa. Viví y sentí la atmósfera escalofriante que dejaban sus apariciones en un pequeño poblado a la entrada de lo que fue la gran Selva Lacandona, sin luz eléctrica, rodeados por los elementos: lluvias y tormenta, agua por todos lados, oscuridad total a veces y hormigueros de estrellas en otras ocasiones. De pronto los perros enloquecían y el vecindario despertaba y el rumor corría como un escalofrío en el espinazo de la noche. Al día siguiente los niños hablábamos en la escuela de aquella hierofanía y una anécdota traía otra y la leyenda se iba solidificando poco a poco.
—¿Qué escribes actualmente?
—Lo que la necesidad me va poniendo en la oreja del alma. Por lo general, y aunque no tengo prisa por escribir, no pierdo el ritmo. A veces el manantial gotea y otras veces produce abruptos torrentes incontenibles. Cuando estos se detienen en pozas apacibles, se forma un nuevo libro.

lunes, 11 de agosto de 2008

Bochinche, actual canon literario cubano

José Prats Sariol
(Fragmento)

Bochinche alberga significados deliciosos, puntuales para nuestro enrevesado tema: tumulto, barullo, alboroto. La RAE anota una tercera acepción, muy útil aquí: “Chisme, a veces calumnioso, contra una persona o familia, que cobra mayor proporción y maledicencia a medida que pasa de una persona a otra.” Por supuesto, también tiene que ver con las formas de la “transtextualidad”, en el sentido que le otorgara Gérard Genette, al ampliar el de “la literariedad de la literatura”.[1]
Aunque la presente indagación se limita a la poesía, algunas de las hipótesis pueden resultar útiles para otros géneros. Así ocurre con el virus político que ha pretendido convertir la cultura cubana en un rizoma. A pesar de que todavía no acaba de esfumarse, en este 2008 resultan obsoletos algunos deslindes de los años noventa. Ningún lector medianamente serio ya escinde en dos orillas los textos escritos por nacidos o naturalizados en nuestro archipiélago. Las consideraciones de territorio e ideología —válidas para las necesarias contextualizaciones sistémicas[2]— apenas ensombrecen una heurística similar a la utilizada para cualquier otro país, ante la contundente victoria que la noción de lengua en la que se escribe —a consecuencia de los ríspidos procesos de mundialización— obtiene año tras año, relega la “literatura nacional” a la historia.[3]
Precisamente el giro antilocalista, junto al eclecticismo crítico ante vertientes estilísticas, son los dos sesgos que con mayor diafanidad se observan en la más reciente literatura cubana, como parte de un fenómeno “posmoderno” que ya no quiere convertir el majá en sierpe[4] o la sierpe en majá, que ya no se rige por estéticas románticas.
El rumbo, del que señalaré algunos indicios, por supuesto que además se halla bajo las bondades y borrascas de fenómenos tecnológicos como la cibercultura, junto a la multiplicación enardecida de autores éditos gracias al abaratamiento de ediciones digitales, el aumento de las privadas en soporte papel (incluyendo de universidades y fundaciones), los blogs (fuera y dentro de Cuba)[5] y la inundación de sitios webs. La literatura cubana, en este sentido, experimenta un similar problema receptivo que, por ejemplo, la mexicana. Los críticos ni siquiera podemos estar al tanto de un género, dificultad a la que ya nos enfrentábamos alrededor de 1980, según testimonio de Gabriel Zaid[6] cuando entonces censó 549 poetas jóvenes en la nación azteca.
Veintiocho años después la complicación, aunque beneficiosa en varios ángulos para la poesía de habla hispana, hace pantagruélico cualquier esfuerzo que trate de abarcar las cuatro generaciones biológicas de autores cubanos vivos: bisabuelos (Fina García Marruz, por ejemplo), abuelos (Manuel Díaz Martínez), padres (Raúl Rivero), hijos (Pablo de Cuba Soria), además de promociones intermedias en edad (Reina María Rodríguez), distinciones por poéticas autorales (José Kozer), por grupos afines (los escritores que se agruparon en la revista Diáspora (s)) o por encontrarse en algún centro periférico: Las Villas, Madrid, Pinar del Río, Ciudad de México, Holguín; si admitimos la polémica designación de La Habana y Miami como principales núcleos urbanos generadores de circuitos culturales.[7]
Varias paradojas se agregan como señales de que hipótesis investigativas y evidencias textuales experimentan incertidumbres que dificultan conclusiones categóricas, por otra parte innecesarias —y siempre peligrosas— en las siempre movedizas espirales de la creación artística. La más obvia paradoja es que siendo la poesía el género menos leído, es el que mayor cantidad de autores y textos presenta; pero esta contradicción dialéctica no es privativa del tercer milenio de la era cristiana, sino un viejo espejismo que hace creer “poeta” a cualquier “espíritu sensible”, sobre todo en la primera juventud; a lo que se añade, del otro lado, la insignificancia que puede representar el dato numérico, por lo general ajeno a las élites generadoras de nuevas propuestas estéticas, siempre lectoras de poemas.
La segunda paradoja la enuncia Harold Bloom: “Todo poema es un inter-poema, y toda lectura de un poema es una inter-lectura. Un poema no es escritura sino reescritura, y aunque un poema fuerte sea un nuevo comienzo, ese comienzo es un recomenzar.”[8] Quizás el exilio y el insilio, bajo la diáspora externa e interna, ha provocado una suerte de adanismo donde por razones exógenas se producen escandalosas omisiones,[9] que niegan la inexorable formación de un canon. Fenómeno al que contribuye, aunque cada vez menos, la carencia de una intercomunicación fluida entre los autores. A lo que se añade, sobre todo entre los que luchan por ser “reconocidos”, un agón —nunca está de más recordar que “competencia” viene de la misma palabra griega que “agonía”— no siempre sano, no siempre saludable y muchas veces injusto, como ocurre con descalificaciones, ninguneos de obras significativas en razón del ideario, la poética o el círculo de amistades del autor. El caso de Heberto Padilla me parece el mejor ejemplo dentro de Cuba, el de Nicolás Guillén ilustra el sectarismo de ciertos círculos del exilio. Y al revés: ¿Cuántos poetas mediocres, en La Habana o en Miami, son exaltados como “figuras decisivas” según su condición de amanuenses o disidentes del castrismo tardío? ¿Cuántos libros no son calificados de “fundamentales” en flagrante olvido de la filología?[10]
Una tercera paradoja la hallamos en los ríspidos, controvertidos campus de la crítica literaria, casi siempre provenientes de la Academia. Mientras los estudios sistémicos tienden a disminuir, junto a los panoramas e indagaciones abarcadores de un periodo o de un grupo más o menos cercano, proliferan las reseñas laudatorias, casi siempre escritas por íntimos y por autores carentes de un mínimo instrumental de análisis, huérfanos de una cultura que incluye nociones de fenomenología y de Critical Thinking.
Recalco, además, la diseminación. No sólo como sitio donde el autor vive sino, más decisivo, como referente espacial en los textos. Asimismo, la abundancia de la parodia y de cierto aire minimalista, signo clave en la poesía subversiva de Virgilio Piñera y característico en poetas aún jóvenes como Carlos Alberto Aguilera[11] o en algunos textos de uno de los mejores poetas de las últimas décadas: Carlos Augusto Alfonso,[12] nacido en 1963, que vive en Cuba.
Pero quizá la zona más atrevida se halle en la utilización del ciberlenguaje y en los poemas escritos expresamente para su recepción vía internet, no para su divulgación en ese soporte. Lo que implica posibilidades de “armar” el texto, una interactividad que revoluciona la concepción tradicional de emisor-receptor, que ofrece cambios de imágenes y de música, por supuesto que también variaciones del texto, a urdir por el “lector” como un homenaje a los célebres caligramas de Apollinaire.
[1] Gérard Genette, Palimpsestes, Editions du Seuil, París, 1982, p. 9.
[2] Como la que realiza Pío E. Serrano en “Territorio, lengua e ideología en la narrativa cubana del exilio. (Narrativa cubana del/desde el exilio”. Copia del valioso ensayo (¿inédito?) que me enviara el autor vía internet.
[3] A propósito de un paranoico (Schreber) Elías Canetti apunta: “El éxito aquí como en todo depende exclusivamente de casualidades. Reconstruirlas, simulando una legitimidad, se llama historia.” Comparto la idea del intenso pensador, válida también para la identidad y otras categorías románticas de la modernidad. En Masa y poder, Muchnik Editores, Barcelona, 3ª ed., 1981, p. 445.
[4] Aludo a una de las máximas que José Lezama Lima pusiera en “Razón que sea”, como una especie de editorial en el primer número de la revista Espuela de Plata, agosto-septiembre de 1939. El desafío afirmaba: “Convertir al majá en sierpe, o por lo menos en serpiente.”
[5] Privilegio el vigoroso trabajo que realiza desde La Habana Yoani Sánchez. Su blog “Generación Y” obtuvo este 2008 el Premio Ortega y Gasset. Es sintomático que las autoridades cubanas no le dieran permiso para trasladarse a Madrid por el premio. Aunque el artículo periodístico (crónica, reportaje, texto de opinión) puede considerarse una forma del ensayo, es decir, parte de un género literario; también a veces incluye poemas y cuentos, como otros blogs de cubanos dentro y fuera del país (Cf. los que promueve Encuentro en la Red).
[6] Gabriel Zaid, Asamblea de poetas jóvenes de México, México D. F., S XXI Editores, 1980.
[7] Según los parámetros de Ángel Rama en La ciudad letrada, Ediciones del Norte, New Hampshire, 1984.
[8] Harold Bloom, Poesía y represión, Adriana Hidalgo Editora, Argentina, 2000, p. 17
[9] Las omisiones, por supuesto, no caen ya en los errores de los años setenta. Pero incluir uno o dos poemas en alguna antología, de tiraje mínimo, no significa reconocimiento, más bien se trata de sagacidad oportunista. Aún se espera la inclusión de Gastón Baquero, por ejemplo, en los programas y textos escolares, aunque el Instituto Cubano del Libro publicara su poesía, tras su muerte en Madrid. Cf. Gastón Baquero, La patria sonora de los frutos, Selección, prólogo, notas y compilación del apéndice de Efraín Rodríguez Santana , Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001.
[10] Habría que añadir, por razones de complejo de inferioridad, de aislamiento y de contagio político triunfalista, la sobrevaloración de autores locales. Penosa realidad cuyo ejemplo más cercano lo experimento cada vez que algún crítico del insilio propone conferencias y hasta cursos monográficos, en universidades extranjeras, sobre poetas olímpicamente ignorados.
[11] También en poemas de Rolando Sánchez Mejías y Pedro Márquez de Armas, por solo citar dos autores entre los más relevantes. Porque otra historia, paródica de sí mismos hasta la autodestrucción, está en tres suicidas: Raúl Hernández Novás (1948-1993), Ángel Escobar (1957-1996) y Luis Marimón (1951-1995), este último víctima del alcoholismo. Obsérvese que los tres deciden desaparecer en el mismo quinquenio donde irrumpe el llamado “periodo especial”.
[12] Desde su primer libro, El segundo aire (Premio David, 1986), Unión, La Habana, 1987. También en su poderoso cuaderno Cerval. En esta línea resaltan poemas de Sigfredo Ariel, Jorge Iglesias y Emilio García Montiel, entre otros.

Para describir una planicie

Víctor Cabrera

Caos portátil. Poesía contemporánea de Brasil, selección de Camila do Valle y Cecilia Pavón, El billar de Lucrecia, México, 2007, 272 p.

En las primeras líneas de la presentación a Caos portátil, Camila do Valle escribe: "Una selección de poesía siempre (con)forma un paisaje. En el caso de ésta, se podría tener la impresión de que se trata de un paisaje muy contemporáneo: poetas nacidos en las décadas de setenta y ochenta. Pero en realidad, este libro (com)porta muchos paisajes: así, en plural."
Después de revisada un par de veces esta muestra, no puedo sino disentir de al menos una de tales afirmaciones.
Estoy de acuerdo con Camila en la primera de ellas, pero habría que aclarar: el paisaje que conforma una selección será siempre fragmentario, incompleto y, por lo tanto, perfectible, y su horizonte estará definido más por la mirada y las cualidades combinatorias de quien observa, califica, discierne, descarta y escoge, que por el talento y/o las virtudes de los seleccionados. Para decirlo de manera pedestre, no es igual el Ronaldinho de Rijkaard al de Dunga.
Matizada por la posibilidad (“se podría tener la impresión”), la certeza cronológica de la segunda declaración, antes que confirmar lapidariamente y arriesgarse de más, propone que sean los lectores los que se sumerjan en el caos y decidan por ellos mismos si, más allá del rigor temporal que impone la inclusión de autores nacidos en una determinada época, esos textos les resultan, en la forma y el discurso, verdaderamente “muy contemporáneos”. Y en eso podremos estar o no de acuerdo.
Difiero, entonces, de la tercera proposición (“este libro [com]porta muchos paisajes: así, en plural”) por dos razones: como dije, lo que prevalece en una selección, muestra, florilegio o como quiera que se le llame a una reunión generalmente arbitraria de textos y autores, es la mirada de su antólogo, su idea de —en este caso— la poesía contemporánea y su afán de compartir o imponer, dependiendo de su autoridad y su prestigio, dicha idea a sus lectores. Y lo que prevalece en este caso es un paisaje conformado por una mirada doble: la de la propia Camila do Valle y la de Cecilia Pavón, seleccionadoras de estos once, no, trece poetas (esto es, el equipo completo más dos suplentes que cada quien podrá alinear según sus preferencias). En segundo lugar, instalado ya en mi propia lectura, no alcanzo a vislumbrar desde ella ese paisaje múltiple al que se refiere Do Valle. Lo que veo, sí, es uno discontinuo, sucesorio, poblado de claroscuros o, para decirlo paisajísticamente, con sus crestas y sus valles: zonas de niebla y regiones de luz, amplios espacios de tanteo y otros, menos vastos y abundantes, de verdadera consolidación poética.
Lo que encuentro, antes que esa variedad que desea la compiladora, es la homogeneidad de tonos, discursos y hasta formas, previsible cuando se piensa en la naturaleza de un sello editor que asume valiente, temeraria y febrilmente el riesgo de privilegiar en sus publicaciones la poesía posvanguardista o ultravanguardista o neovanguardista de América Latina, frente a otros quizá mejor peinados (quiero decir engominados) o menos propositivos y en todo caso más afectos a eso que llamamos, positiva o infamantemente, Tradición.
Como en otras muestras o antologías de las poesías latinoamericanas más o menos recientes, lo que puedo observar es una búsqueda de contemporaneidad en la que los autores, en su afán por resultar forzosa y necesariamente rupturistas, terminan por ser sospechosamente semejantes uno a otro. Esta adopción de formas y fórmulas poéticas cada vez más generalizadas (piénsese, por poner un ejemplo, no en el poema en prosa, sino en la versión más narrativa de ésta) revele acaso un programa generacional en América Latina: el de ser uniformemente actuales. Lo malo es que las formas adoptadas parecen no ser siempre el mejor andamio para un fondo discursivo por lo demás confuso. Justamente allí donde no parece haber ese discurso de fondo, sugiere la lectura de estos poetas, hay un vacío, esto es, el simulacro que somos y habitamos: las sociedades de consumo, la televisión y la red omnipresente, el reality show que suplanta a la real life. También lo otro: la injusticia y la violencia secular de nuestras urbes, su disfrazada oferta de hastío, la pérdida de la esperanza. Y para confirmar(me) esta idea, escojo tres versos de Elisa Andrade Buzzo, una de las jóvenes poetas incluidas en estas páginas, “cuando termina la voluntad / De decir / Sobran sonidos guturales”.
Quizá sea esta la razón de que un buen número de los poetas incluidos en el libro parezcan urgidos de forzar los límites de la poesía en general, y del poema en particular, de hacer que todo quepa en ellos, de transformar cada palabra por la alquimia de la disrupción del espacio en blanco, del metatexto, de aquella prosa camuflada, incluso del balbuceo mencionado por Andrade Buzzo. Y es en este sentido que leo un puñado de frases programáticas que los autores intercalan en sus versos a manera de poéticas personales: “transformar toda la harina en pan” (Elisa Andrade Buzzo); “Hay un residuo de futuro en el viento”, “la libertad total en el reino de la imposibilidad” (Sergio Cohn); “Continúo una tradición que sigue hablando sola” (Camila do Valle); “¿y si nos libramos de ezra pound?” (Angélica Freitas); “pienso en el canto / en las modulaciones de la voz / en los lugares vacíos /en los espacios en blanco // y el resto es ortografía” (Izabella Guerra Leal); “Desconfío de las ideas, sé que todo poema es una navaja” (Augusto de Guimaraens Cavalcanti); “Nuestra juventud todavía no encontró el bar adecuado y la hora de parar”, “pedimos la bendición y vamos a dormir en el espejo / taponado de referencias analgésicas” (André Monteiro).
A veces estas consignas logran consolidarse más allá de sí mismas y es entonces cuando la poesía surge y supera los sucesivos tonos de denuncia o lamento social, la autorreferencia, la metatextualidad y el intertexto, la verbosidad excesiva y el excesivo laconismo. Menciono un par de casos que son los mejores ejemplos de esta sospecha pues se trata, a mi parecer, de las voces más sólidas y maduras, de las muestras más constantes de todo el libro: la propia Camila do Valle y Angélica Freitas.
En algunas ocasiones desde la ironía y, en otras, desde la encendida arenga de tintes feministas, pero a veces también, decantados puntualmente esos discursos, desde su voz más natural e íntima, es decir, más poética, Do Valle despliega sus mejores recursos y se erige como una verdadera conciencia social, ácida, corrosiva, más allá del puro y duro panfleto.
Angélica Freitas, por su parte, asume plenamente el humor como su más prestigiosa herramienta poética. Iconoclasta, Freitas pone en entredicho el canon poético-literario occidental para desmoronarlo por la vía de ese humor efectivo por venenoso. Lo suyo, declara la autora, no son Gertrude Stein (esa señora culona que se tira pedos en la tina) ni el viejo Pound, loco en su jaula de Pisa, sino las canciones de la radio y un batido de Rilke con helado para las noches de insomnio.
Otro caso que llama mi atención es el de Sergio Cohn, quien y haciendo uso de herramientas disímiles a las de Do Valle y Freitas (e incluso a las del resto de los autores), destaca en la muestra como una anomalía: un poeta mesurado que no apuesta ni por el desbordamiento verbal ni la pirotecnia de la imaginería, sino que parece avanzar seguro hacia una poética de la decantación. Lo demás parece numerosas tentativas entre las que aparece de pronto, como un hallazgo, extraordinario por inesperado, la poesía.
En su triple acepción, la palabra caos designa lo mismo el “estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos”, “confusión y desorden” y un “comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos”. Podría escoger cualquiera de ellas para definir la naturaleza de este volumen, aunque prefiero atender a la etimología griega del vocablo, que refiere una “abertura”. Me gustaría, más bien, hacer una invitación a leer este Caos portátil no como un desorden de bolsillo sino como una grieta desde la que vislumbremos la posibilidad de un panorama distinto.