miércoles, 18 de junio de 2008

Poetas apóstatas

Gabriel Bernal Granados
(Fragmento)

I. Un retrato fotográfico
Tiene la pinta de un sobreviviente. Y así nos mira, como si quisiera escapar de nuestra mirada, fijo e incomodado por la lente del fotógrafo que recorta su silueta contra un muro de Cards. No sabemos, porque la foto es en blanco y negro, de qué color es el muro y si el gabán que envuelve el cuerpo de Michon es enteramente negro. En sus grietas relamidas por el musgo, el muro seguramente es verde grisáceo, como lo son de hecho todas las piedras que se exponen a la dureza de un clima violento y reiterado. Así, mientras se encoje en los hombros inexistentes de su gabán, Michon nos mira como si quisiera marcharse cuanto antes, como si no quisiera que lo identificáramos con lo que probablemente sea: un escritor con los méritos suficientes para aparecer en un retrato que será reproducido en los cintillos de sus libros, delgados volúmenes de no más de cien, ciento veinte páginas, vendidos por millares y traducidos a todos los idiomas europeos.
Pero Michon parece resignado a ser ese escritor y a incomodarnos con su estilo, vertiginoso y cruento; un estilo que se filtra como la humedad en las paredes de nuestra propia prosa; un estilo trabajado con manos ásperas y garbosas, las de un preso acostumbrado a picar la piedra de una cantera interminable y sin sentido.
Ara su prosa como se ara la tierra, a solas, bajo el silencio estival de una lámpara; golpea, glosa la piedra o camina en el desierto, deteniéndose de cuando en cuando a mirarse las ampollas que la sal y los rayos han sembrado en las plantas de sus pies desnudos. Las palmas de sus manos y las plantas de sus pies deben ser lo mismo, transparentes y entrecortadas, como las hileras de agua que la lluvia simula en el cristal de una ventana o como los sollozos de un niño. Más allá de la ventana está eso que llamamos el mundo; más allá de los sollozos del niño no quedan más que vestigios —los paisajes arruinados, yermos, de una vecindad para siempre postergada.
Entre el muro agrietado contra el que se recorta su figura y el rostro insidioso de Michon apenas hay diferencia. Uno y otro son caras de la misma moneda. De un lado el silencio y del otro la elocuencia. O el énfasis, como él lo llama con cierto desprecio. O con el desparpajo de un virtuoso que comenzó a escribir y publicar sus obras después de los treinta y tantos años. Ha perdido el pelo por completo y nos mira con las canicas negras de sus ojos diminutos. La mueca de sus labios desdibuja el monograma de la cólera y el asco. Ha visto y ha sentido el hedor de la belleza. “Todo tiene un precio”, parece decir con sus labios mudos. “Y el precio debe ser muy alto.” Michon lo reconoce: es un sobreviviente que ha superado la ausencia de la letra. Ha pasado por las primeras etapas de una vida estéril y ha escrito, para rendir cuenta de ello, sus Vidas minúsculas.
Ocho vidas contadas al azar de una cronología; ocho facetas de una realidad angustiada. Ocho pequeñas biografías que, en suma, constituyen el árbol genealógico de un escritor furtivo. Un escritor punible, Pierre Michon, nacido en Cards el 28 de marzo de 1945, en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial. Nacido sin esperanza después de la Guerra es equivalente a, en el caso de una inteligencia visceral como la de Michon, haber nacido sin esperanza después de Victor Hugo, Baudelaire y sobre todo Rimbaud. La sombra devastadora de este último campea de una manera o de otra en los escritos del primer Michon; que es también el último.
Huérfano de veleidades aristocráticas, Michon crece a la sombra de un árbol que se seca bajo los rayos solares de una lengua condenada. La Lengua, escribe con mayúscula, poseído del mismo énfasis con que escribe la palabra Hijo, a lo largo de los años y los libros; o con que encubre, después de Vidas minúsculas, el dolor metafísico que le provoca la orfandad del padre y de la madre. Porque el dolor debe ser revelado. Y los caminos de la revelación son azarosos. No digo que sea fácil escribir como él, aunque pueda entender ahora mismo el enclave en que tomó la decisión de escribir lo que escribió: una autobiografía novelada como única salida, como única forma de escapar a la condenación del abismo; una autobiografía de proporciones seculares, mínima. No es casual que a los 37 años la prosa se resuelva en ritmo, de la misma forma en que no es casual que pasados los treinta, en las orillas de los cuarenta, cuando todo para mucho está ya decidido, la salvación provenga de la única realidad legible o modificable por mediación del estilo: la pesadilla de la propia vida. La pesadilla hecha materia plástica, flexible; pero dura e inexorable a la vez. Michon juega con la fatalidad de saberse transitorio y nimio al mismo tiempo que se mira a los ojos y se deconstruye. Pierde el pelo a la par que pierde los ánimos: se sosiega en la escritura, que es otra forma que adopta la furia, otra forma de aniquilación del mundo.
Antes de la aparición triunfal de Vidas minúsculas (el libro se publicó en Gallimard en 1984, e inmediatamente después se hizo acreedor al premio France-Culture), Michon era algo peor que un “escritor sin obra”: era un hombre sin vida y sin porvenir, que deambulaba a expensas de una quimera falsa y desastrosa: la promesa de que algún día escribiría. Entre la obra y el silencio Michon tendió el puente de su propia vida, disfrazada de las vidas de quienes merodearon el árbol familiar de su infancia y su vida cruenta de adulto. Un niño huérfano, André Dufourneau, dueño de un porvenir nulo, que se embarca al continente africano en busca de nombre y fortuna (“Volveré de ahí rico o moriré”, dice, haciéndose eco de un Rimbaud que extiende su sombra de oro sobre este primer relato y a lo largo de todo el libro) y un cura de pueblo licencioso, Georges Bandy, que seduce a las feligresas más guapas de su parroquia antes de morir, varios años después, en un accidente de motocicleta. A la grandilocuencia, que acompañaba al gesto caótico de su vida real, Michon le opuso el vértigo contenido e incisivo de la biografía ínfima, el cuento razonado con el menor número de elementos posible. Vidas minúsculas guarda un ligero parecido con la Historia universal de la infamia (1935) de Borges, que sirvió de antifaz a los empeños de una imaginación que nunca quiso desmarcarse del todo de los ambages de la crónica y el ensayo. La diferencia entre el libro de Borges y el libro de Michon es que en sus Vidas minúsculas éste se asume como el eje en torno al cual gravita, en su engañosa quietud, la arquitectura de ocho relatos que se ensamblan como si fuesen las partes arquetípicas de un rompecabezas: el del propio retrato. Al hablar de ellos, hablo de mí, dice, en las páginas iniciales de sus Vidas minúsculas. A mayor o menor distancia del espejo y de los adminículos necesarios para llevar a cabo tan riesgosa empresa, Michon se retrata a sí mismo como lo hubiera hecho un artista italiano o flamenco del siglo XV, atento a la importancia que adquiere la construcción de la propia imagen para el levantamiento y la legitimación de una obra. Periodo concluido, furia extinta —tal es el sentido de la obra en el vocabulario de Michon.
Si los modelos literarios de Borges para su Historia universal de la infamia fueron la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters y las Vidas imaginarias de Schowb, el modelo para las Vidas minúsculas de Michon fue el Flaubert de “Un corazón sencillo”. En la elección de un escenario, el clima desteñido de la Creuse, y en la elección de sus personajes, la vida callada y aglutinante de su propia parentela, Michon sigue la lección de su maestro. Porque también Flaubert habla de nadie, y al hacerlo, habla de sí mismo. La “modernidad” de Michon se aparece entonces bajo la forma definitiva que adopta la voluntad de su estilo: contar lo mínimo, lo insignificante, lo nimio, con lo mínimo; es decir, con el menor número posible de énfasis. Optar por una literatura menor no significa optar por una literatura mediocre o desfasada. Ejercer esta opción es una forma de cuestionar la economía abultada de lo preexistente y agregar una nota tangencial al paisaje; la nota de la propia errancia. Subvertir los cánones para encontrar acomodo en el mundo, sin hacer demasiado ruido, sin desviar la atención de los reflectores que están puestos todo el tiempo sobre la parte frontal del escenario. Pasar, merced a una discreción enfermiza, casi inadvertido.
La erudición es otro rasgo compartido con Flaubert. A lo largo de las páginas de las Vidas minúsculas desfilan los nombres de Melville, Conrad, Faulkner, Chateaubriand y el mismo Flaubert en persona. Si Michon le rinde homenaje a la literatura, por un lado, y a una brevedad salobre y jugosa por el otro, es porque en todos sentidos su prosa se descentraliza. Se vuelve mínima y rugosa. Se vuelve menor por rigor y disciplina. Uno requiere de montañas de libros para escribir la opereta de una sola página; pero se requiere de una vida acribillada y confusa para inyectar pasión a esas mismas líneas. El esqueleto sin la carne no puede constituir una proyección de lo humano hacia el infinito incierto y promisorio de una obra hecha esencialmente de palabras. Y de lo que está más allá de las palabras. De ahí los énfasis de Michon en los paisajes, exteriores e interiores, que van dando forma a su afición al alcohol, las mujeres y las drogas; una golpiza afuera de un bar le desfigura el rostro a los 27 años; acto seguido su mujer lo abandona y la soledad le da la bienvenida a una lucidez lacerante y ocho veces más aterradora que la realidad de un miserable huérfano de obra: “Me estaba hundiendo; [...] acusaba con grandilocuencia al mundo entero de haberme despojado, y perfeccionaba su obra; quemaba mis naves, me ahogaba en olas de alcohol que envenenaba, diluyendo en ellas montones de farmacopeas embriagantes; me moría, estaba vivo.” Mundo lapidario y telegráfico, zanjado por el uso y el abuso de las comas y los puntos y coma. Pero mundo diferido, al fin y al cabo, en el escenario de una prosa redimida en la existencia de esa misma prosa. Michon escribe Vidas minúsculas para salvar el pellejo; era este libro o nada, la sepultura en seguida del cadalso. ¿Acaso existe otro tipo de razón por la cual se deba escribir un libro?

Milán arrasa el sistema

Edgardo Dobry

Eduardo Milán, Índice al sistema del arrase, Ediciones Baile del Sol, Tenerife, 2007, 68 p.

Todos los poetas quisieran ser el último poeta, destruir la poesía o cerrarla para siempre —Joyce, al publicar Ulises, dijo que tendría a los críticos ocupados durante los siguientes trescientos años, deseando que por ese tiempo nadie leyera otra cosa que su libro. El hecho es que quizás Eduardo Milán, calladamente, sea por fin ese último poeta o, mejor pensado, el primero de una nueva estirpe: la de los que hacen poesía después de que la poesía haya dejado de existir. No se trata ya de “antipoesía”, dado que, para que exista un anti, tiene que estar la cosa positiva a que se opone, como mostró el mismo Parra al titular su libro Poemas y antipoemas (1954); tampoco podemos hablar ya exactamente de la memorable ironía del nicaragüense Carlos Martínez Rivas, que en La insurrección solitaria, contemporáneo del mencionado libro de Parra, dice: “Ya sé yo que lo que os gustaría es una Obra Maestra./ Pero no la tendréis. / De mí no la tendréis”. Milán escribe en una época o en un ciclo en que el concepto de Obra Maestra —incluso quitando las mayúsculas— ha caído tan en desuso como el de belleza y el de gran poesía. El periodismo sigue usando estos conceptos, que rigen aún para la industria literaria, pero no para el poeta que, como dijo Lezama, mira en la poesía. La poesía, o lo que se sigue llamando así pero es ya otra cosa, sólo puede existir como lugar de resistencia a eso que pasa. No se trata de ninguna militancia ni de un combate contra nada, sino de una constancia en la resistencia sin la cual no hay escritura válida cuando se trata de poesía. Lo escribió el propio Milán acerca de Hugo Gola: “La historia de la poesía latinoamericana es, también, la historia de algunos poetas que cultivan un lenguaje al margen de la fiesta del mercado.” Ese “también” es veladamente, creo, para Milán, un “solamente”.
Un verso de Índice al sistema del arrase dice: “acodado en la nada un loco llora”. Pero ese loco que llora, ¿no es el propio verso de Milán? No ése sino el conjunto de los versos de Milán. Lloran, están locos. Sobre todo, el poema de Milán habla solo. Habla para sí, para mantener templada la lengua, para que el flujo de la lengua no se pare, para mostrar el sistema digestivo del poema que avanza como una lava candente pero siempre a punto de cristalizarse. Los poemas de Milán no empiezan, retoman: son un continuo. Lo que está en la página es un corte, no arbitrario pero necesariamente incompleto. Valéry, el perfeccionista, decía que un poema no se termina, se abandona. Milán, el que espuma las palabras a punto de nube, diría que el poema es abandonado por la poesía o que es el poema mismo el que abandona, el que toma un atajo en cuanto la poesía se distrae. Ya Nicanor Vélez, en el prólogo a Querencia, gracias y otros poemas (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003), señalaba que, a partir de Esto es (1978), “Milán empieza su andadura hacia el interior del lenguaje”. Los partes de esa cata espeleológica son, desde entonces, los sucesivos libros de Milán, cada vez más profundos. Un poco al modo del piano de César Vallejo que, en Trilce, “viaja para adentro”. Sin vuelta.
En algún lugar del poema hay, sin embargo, un núcleo; una suerte de verso dado —el poema de Milán, que es visiblemente un artefacto, sólo puede considerarse conceptual en la medida en que el concepto pueda surgir de una inspiración: hay algo que el poeta oye, casi siempre dentro de su mente misma —como los locos—. Por ejemplo: “Trabajó de pájaro durante algunos años.” A partir de esa formulación el poema se arma como una textura —un sistema inestable— de asociaciones fónicas, léxicas, semánticas, pero sólo con cadenas que se forman o bien en el significado más craso o ya en el eco del significado, en lo que queda de la acepción de una palabra una vez que su sentido visible se ha evaporado o callado: “La gente es indigencia pura / formando agencias de indigencia / —no sé si para compra / —no sé si para venta / o si para colocación / acodado en la nada un loco llora / —no sé si parará.” Rebotes de toda índole: paranomásica (gente/agencia/indigencia; para/parará), brutalmente semántica (compra/venta), sustitutiva (“nada” en lugar de “barra”), que es donde en verdad se acoda “la gente”, esté loca o no.
Del que “trabajó de pájaro” salen, por un lado, las variedades botánicas (“eucaliptos, paraísos, fresnos”), por otro lado la “canción” del trino que puede ser también un “son” y —por qué no— una “sandía que sangra” (en Milán, la paranomasia tiene siempre algo de paranoico: la locura, de nuevo). La locura del poeta maldito, que ha maldecido la poesía como contenido comunicacional, llevando las palabras de cada día al colmo de su llanura: en tanto arte hecho de palabras, el poema sólo se refiere a sí mismo —habla solo—. Proust dice (en Albertine desaparecida), a propósito de los leit motiv de las óperas de Wagner: “esos temas insistentes y fugaces (…) sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijéranse la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo”. Esta idea orgánica de la música —en su sentido sistemático y físico—, de algo que vuelve como la reincidencia de una neuralgia, se acerca al trabajo que hace Milán en el discurso de su poema; diría que hay todo un venero de versos de Milán en esos insistentes dolores de cabeza de la lengua que habla sola.
¿Cómo se conjugan esta inspiración, que nace cómo tal de un colmo de intensidad lírica, como el rayo salta de una tensión ya insoportable, y la fobia a todo contenido sentimental? Este Índice… actúa como una gota de detergente en la sartén al fuego de todos los discursos cruzados. Rápidamente la grasa de las palabras huye a los márgenes. Es la cruz de la moneda del lirismo: nombra lo que circula por adentro del discurso, rebota entre los sonidos, de golpe se pone gongorino “en el aire rumbo a tocar un cuerpo, / se quiera o no se quiera lo tocado”), de otro golpe aparece casi mesiánico (“no quiero que se olvide fácilmente / el pasar de la palabra por la historia”) y nunca deja de deslizarse por la cara material de la palabra, por la costra tipográfica.
Nicanor Vélez pone el famoso verso de Guilhem de Peitieu —“Farai un vers de dreit nien”— como acápite de toda la obra poética de Milán —Guilhem fue el primer punto de la circunferencia y Milán el último, se tocan—. Él mismo señala su admiración ante esa diana de la historia de la poesía fijada por el trovador en el siglo XI. En Índice al sistema del arrase vuelve el polo magnético del verso hecho sobre nada. Sobre una nada que se produce no por vacío sino por saturación, como una página negra de tinta china escrita con un punzón. Milán lleva la fusión fría en la que viene trabajando desde hace muchos años a su punto álgido: “Poder con el poder, / se trata de lo que no se se trata. / Carnal, la nacional no cruza / la frontera, fuera de la jauría / que no alcanza cuelga, temblor…” Hilachas, núcleos partidos, grumos de sentido que se descomponen. Una lengua poética que se reescribe en el espejo de estas páginas. El magma americano trenzado en haces que se atizan entre sí.

De amor y melancolía

Raúl Dorra
(Fragmento)

Es la noche, es el mes de diciembre. No se indica el lugar donde esta historia va a acontecer, pero sin duda se trata de una localidad ubicada en el hemisferio norte porque la noche es invernal, lóbrega. En una habitación amplia y suntuosa –espesos cortinados color púrpura, paredes y pisos afelpados, chimenea donde las brasas tratan ¿vanamente? de corregir el frío– un hombre sentado sobre un cojín de terciopelo verde comienza a adormecerse, o está dormido ya. El hombre, dotado de la sensibilidad del poeta, ha pasado largas horas leyendo, sobre antiguos folios, historias y leyendas de otra edad; leyendas seguramente tristes, adecuadas a la melancólica disposición de su ánimo. Historias y leyendas que se prolongarían y hasta quizá confundirían en el brumoso pasadizo que conduce hasta ese sueño en el que el hombre lentamente se ha adentrado. La habitación se vacía; su muebles y sus muros se deslizan y comienzan a borrarse cuando se oyen unos golpes en la puerta. Todo ahora se detiene ¿Es en el sueño que escucha, ahora, aquellos golpes o, por el contrario, tales golpes lo arrancan de su sueño en ese instante donde todo es, o debería ser, silencio? Lento, sonambúlico, el hombre no siente molestia ni contrariedad por aquella interrupción: el llamado, ejercido con una suavidad de tal modo noble y tímida, lo ha convencido de que se trata de un distinguido visitante, de un alma delicada a la que el frío y las sombras retrasaron o quizás extraviaron. Decidido a corresponderle con un trato hospitalario, ignora el esfuerzo que le causa el levantarse, alza la voz para pedir al recienvenido que disculpe su tardanza, y se encamina hacia la puerta. Llega, la abre. De par en par abre la puerta pero afuera hay sólo oscuridad, un viento helado. Sus ojos se demoran en el lóbrego abismo de esa noche. Atónito, o quizá todavía sonambúlico, cree oír que la oscuridad le está devolviendo un nombre, un nombre de mujer que, de ello está convencido, sólo los ángeles pronuncian: Leonora. ¿Le ha traído la noche esa estremecedora palabra y aun el estremecido eco de aquella palabra? ¿O se trata sólo del rumor del viento, un invisible agitar de frondas a través del cual sus oídos han imaginado sílabas ya impronunciables, las que, al sucederse, han terminado por formar el nombre de la amada muerta?
Decepcionado, confirmado en su melancolía, el hombre emprende un lento regreso pero ahora, ahora sí, oye golpes contra los ventanales. Son golpes enigmáticos y sin embargo desaliñados, insistentes, innegables: alguien ahí afuera, o algo, quiere entrar. ¿Quién? Decidido a resolver de una vez aquel enigma, el hombre deja francos los batientes y, en efecto, oye ahora un tropel de alas rozando los cristales y ve, enseguida, cómo un cuervo ingresa en el salón irrespetuosamente, sin saludar siquiera, ignorando el desconcierto que causa su presencia. Aquel pájaro surgido de la noche, seguro de sí, impetuoso diríase, se dirige hacia lo alto de la puerta y termina por posarse sobre el blanco busto de Palas. Calva, negra, el ave es a la vez grave y ridícula; sus modales son torvos pero su misma torpeza los vuelve inescrutables, como si se tratara de un remoto habitante de otros tiempos. El hombre imagina que su sombrío vuelo ha comenzado en el reino de Plutón; imagina que desde esa edad lejana ha volado y volado hasta encontrar el salón en el que él se había reclinado sobre el sueño. Examina con desasosegada lentitud el cuerpo escuálido, las alas innoblemente derramadas hasta casi cubrir el venerable busto de la diosa. Tratando de volver a los modales que se usan en circunstancias como ésa, se dirige al visitante y le pregunta por su nombre. Desde el níveo mármol en el que se ha posado, agresivo o displicente, el cuervo le clava los ojos en el pecho como si quisiera hundir ahí su pico. Tras un corto intervalo de silencio, oye la insólita respuesta: “Nevermore”. ¿Así, pues, se llama, el ave? Fúnebre, único, ese extraño nombre motiva que el desconcertado huésped le dirija otra pregunta: una vez que has entrado, dime, ¿me dejarás como lo han hecho tantos otros? El cuervo repite, impertérrito: “Nevermore”. La manera en que ha reproducido esa palabra —la altura de los sonidos, su lentitud, el tormentoso arrastre de las consonantes y la sombría dilatación de la última vocal—, tan rigurosamente idéntica a la que el hombre acaba de entender, lo obliga a deducir que aquel pájaro sólo aprendió a formar tales sonidos, y ahora mecánicamente los repite, y que, mientras lo hace, obedeciendo al propio mecanismo, agacha la cabeza para clavar los ojos en su pecho. Llegado a esa conclusión, supone que ante cualquier otra pregunta descargará la misma respuesta, dirigirá hacia su pecho esa mirada punzante por la que todo habrá de convertirse en un insensato Nuncamás. El cuervo no sabe lo que dice pero los sonidos oscuros que salen de su pico, el arrastre de profundidades tenebrosas que llegan a su alma con aquellos sonidos, producen en el hombre, dotado de la sensibilidad del poeta, un voluptuoso estremecimiento. El hombre siente, flagrante, irresistible, la tortura del espíritu. Por lo tanto, con el fin de aumentar esa tortura, pregunta una vez y otra. ¿Habrá, oh ave sepulcral, alguna pócima capaz de conducirme hasta el reino del olvido? ¿Podré, en otra vida, abrazar nuevamente a la virgen cuyo nombre sólo pronuncian los ángeles? ¿Volverás tú, funesto cuervo, a la noche de donde has salido para que yo, en la soledad de este aposento, ya no escuche la maldita palabra que repites? ¿Apartarás ese pico de mi pecho? Nevermore. Nevermore. Nevermore. Dotado de la sensibilidad del poeta, ese hombre, así, haciendo que la fatal palabra se hunda más y más en sus carnes laceradas, ha conseguido asegurarse de que el dolor, la palidez, la lobreguez de esa noche permanecerán con él eternamente. Que él será para siempre un alma hundida en las voluptuosidades de la melancolía.

*

Muchos han llegado a saber que el poeta Edgar Allan Poe, natural de la ciudad de Boston, estado de Massachusetts, afirmó sin vacilación que la melancolía es el sentimiento más propicio para percibir la belleza y que por lo tanto quien aspire a escribir el poema más bello del mundo debe comenzar por crear en el espíritu de su lector —con la sonoridad de las palabras, la combinación de los metros, la extensión del poema y el tema que desarrolle— ese privilegiado sentimiento reservado a las almas delicadas. Desde luego, el mencionado poeta —cuya afirmación, hay que decirlo, es de dudosa originalidad— no se estaba refiriendo a la melancolía de la que hablaron Hipócrates y sus seguidores, esto es, a la impredecible actividad de la bilis negra cuyas manifestaciones podían ir desde las expresiones de cólera a las obsesiones maniáticas, así como a las distintas formas del autismo o de la locura. Hipócrates y Edgar Allan Poe no llegaron a discutir acerca de sus respectivas concepciones de la melancolía no sólo porque hablaban lenguas diferentes sino sobre todo porque hubiera sido inútil que alguno de ellos emprendiera un dilatado viaje con el propósito de dar o recibir explicaciones pues un médico naturalista y un poeta están fatalmente condenados a no entenderse: mientras el primero se siente obligado a formular sus dichos a partir de minuciosos estudios y observaciones realizadas sobre los enfermos, el segundo puede recurrir a licencias poéticas a las que considerará irrefutables por el simple hecho de que se trata de las afirmaciones de un poeta, quien, como se sabe, para nada está obligado a rendir cuentas de lo que dice a mortal alguno. Así, para Edgar Allan Poe, para sus antecesores y sus seguidores, la melancolía ha de ser, necesariamente, la suave pero lacerante, la tenaz y aristocrática tristeza ocasionada por la falta de un bien relacionado con el amor y la contemplación de lo bello. La melancolía, de acuerdo con estos apotegmas, sería el sentimiento que produce en el amado la irreversible lejanía de la amada. Edgar Allan Poe, según saben sus lectores, llegó a asegurar[1] que la forma más eficaz de inducir la melancolía en el amado, es hacerle saber que nunca más podrá estar en presencia de su amada por la razón de que ella se ha disipado entre las brumas de la muerte. El acabado símbolo de la melancolía sería entonces ése: una mujer hermosa pero para siempre alejada, definitivamente inaccesible. Escogiendo las palabras que ha escogido, combinando los metros como él los ha combinado, dándole al poema la extensión que le ha dado, el poeta Edgar Allan Poe está seguro de que con su poema The raven ha llevado al lector hasta el punto más alto de la melancolía y por lo tanto a la máxima intensidad de la belleza. En lo íntimo, la belleza produce en el alma un sentimiento de irremediable desgracia, mientras en lo externo la contemplación de lo bello se expresa en un llanto incontenible y delicioso. Edgar Allan Poe está seguro de haber arrancado, abundantemente, ese llanto a su lector, seguro de haber escrito el más bello poema que escribió poeta alguno. Es verdad que nadie podría saber si persistió en aquella convicción y, sobre todo, si a la hora de su muerte, sacudido por el delirum tremens, conservaría tal seguridad; de cualquier manera, esto no modifica demasiado las cosas.

[1] En “Filosofía de la composición”, E. A. Poe expone su concepción de la poesía y de cómo ella debe conducir a la experiencia de la belleza, y explica, con todo detalle, cómo ha procedido para componer su poema The raven (El cuervo). Dicho artículo está incluido en: Edgar Allan Poe, Obras en prosa, tomo II, Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, 1969; traducción de Julio Cortázar.

Herta Müller: “El faisán rumano ha estado siempre más cerca de mí que el faisán alemán”

Carlos A. Aguilera
Traducción de Jorge A. Pomar
(Fragmento)

Con una boquilla color nácar, un abrigo de piel de conejo y una línea negra gruesa alrededor de todo el ojo aparece Herta Müller (Rumanía, 1953) en la puerta de la Literaturhaus de Berlin. Sus gestos, su ironía, su acento, delatan a esa persona que confiesa sentirse sobre todo rumana, “rumana antes que alemana”, aunque su idioma literario y materno sea el alemán, y que ha ganado algunos de los premios literarios más importantes que se conceden ahora mismo en Europa. Frau Müller —como invariablemente le digo— estudió Filología Germánica y Románica en la Universidad de Timisoara y, por su actividad política contra el gobierno de Ceaucescu en los años ochenta, fue elegida Representante de la Minoría Suaba en Rumanía, razón por la que tuvo que abandonar el país. De esto y de sus libros (algunos ya traducidos al español), de política y literatura, le digo, es que me gustaría preguntarle. Hace un gesto afirmativo con la cabeza y me sugiere hagamos primero el pedido. Empiezo a contar las mesas, a mirar hacia la ventana, a pensar en las nubes, la arquitectura, la gente. Aparece definitivamente el camarero. ¿Café? Frau Müller levanta uno de sus dedos largos y blancos. Café, responde. Café, respondo, e incrusto la grabadora en medio de nosotros. Sonrío.

—En libros suyos como La piel del zorro, El hombre es un gran faisán en el mundo, La bestia del corazón..., hay una gran tensión entre escritura, política y vida cotidiana (esa vida cotidiana casi ridícula que se establece bajo los regímenes totalitarios). ¿Es usted consciente de esta tensión? ¿Cómo llegan estos tres temas a su obra?
—Teóricamente no puedo explicarlo. Me parece que no puede ser de otra manera; esas tres cosas están siempre interconectadas. La literatura es un espejo de la cotidianidad y, por ende, de la política. La política entra en la vida cotidiana y, aunque no se convierta precisamente en ésta, ella misma es ficción. Sólo se puede escribir literatura a partir de lo vivido, de la experiencia. Por ejemplo, nunca he escrito sobre un interrogatorio de la policía secreta, pero después de haber pasado por cincuenta de éstos, sé de qué hablaría si lo hiciese. Por desgracia, las personas que han vivido bajo dictaduras han tenido que aprender de forma muy concreta que la literatura tiene que ver con la realidad y que tal vez, también, cumple una tarea, aunque no lo pretenda. Describe realidades, realidades inventadas, y con ello interviene en la vida de los que leen esos libros. Así lo he sentido siempre. He aprendido mucho de los libros. He leído —y eso de seguro lo han vivido muchas personas— a determinada edad un determinado libro que, de repente, se volvió muy importante y me abrió los ojos. No era en absoluto necesario que el libro tuviese relación directa con el país donde vivía o con mi situación de vida. Eso es lo incomprensible y lo fascinante de la literatura. Establece semejanzas entre campos totalmente distintos. No hay que ser un autor del propio país para escribir un libro sobre “ese” país. Por ejemplo, Thomas Bernhard describió para mí de manera más concreta el banat rumano y su minoría alemana que cualquier otro escritor de cualquier otro lugar. O García Márquez, con sus Cien años de soledad. Macondo era para mí Nitzkydorf, porque era un pueblucho similar con mucha soledad dentro. O aquel páramo en El otoño del patriarca. No en balde, algunos países sudamericanos estaban también marcados por dictaduras. Biografías parecidas llevan a cosas parecidas que luego te asaltan y dejan enseguida fascinada. Con Austria me sucedió lo mismo. La literatura austriaca fue siempre para todos nosotros mucho más penetrante, sensual, veraz, que la mayoría de la literatura alemana. Lo cual, desde luego, guarda relación también con el idioma, incluso con la gramática de las frases, que en definitiva es Gramática Real e Imperial –el banat rumano perteneció antes a Austria-Hungría–, que transporta una cierta intimidad de la cual no podría en absoluto definir en qué consiste, pero que de pronto se le hace a uno familiar. Eso sólo lo consigue la literatura; la cual es también capaz de describir sociedades, incluso cuando no se lo proponga.
—El mundo dictatorial es ante todo un mundo de fronteras. En sus libros, los personajes muchas veces dan la impresión de que se encuentran asfixiados precisamente por el peso de esta frontera (que no sólo es geográfica o política, sino civil, lingüística, mental...). Representan estos personajes un reto? ¿Cómo lee u observa usted a sus propios personajes?
—En las dictaduras todo está muy desnudo, uno ve todo lo que no debe ver o aquello que en otras sociedades no está a la vista con tanta nitidez. Y uno ve también cómo repercute esto en la literatura. Sobre todo en negativo: apenas has descrito algo y ya viene la policía secreta. Es el miedo de los aparatos represivos frente a la literatura, frente a la urgencia con que se leen los libros. Y es que bajo las dictaduras las fronteras de las personas son trazadas intencionalmente y vigiladas por los aparatos represivos. Tienen una finalidad. Ésta consiste en prohibir la libertad, impedir que surja la idea de libertad. La función de esas fronteras es dañar a las personas, destruirlas psíquicamente, hacerlas dependientes del miedo, domarlas. Funciona en cada dictadura, precisamente porque éstas trabajan el día entero en esa dirección, perfeccionan cada vez más su método hasta reducirlo al absurdo, hasta que se viene abajo por sí mismo. Pero las dictaduras eurorientales se colapsaron, implosionaron, no explotaron. Creo que, en parte, reventaron a causa de su delirio perfeccionista, del delirio de afinar tanto la represión que había un sector creciente de la sociedad que no era productivo, que sólo se dedicaba a la vigilancia, que generaba persecución y temor. La única labor productiva que merecía la pena era la fabricación del miedo y, al final, sólo se tenía un montón de miedo. La industria era un depósito de chatarra; la agricultura estaba destruida. Así les había ido también a los soviéticos. Al fin y al cabo, los soviéticos no disolvieron su imperio por altruismo o por bondad, sino porque sencillamente ya no había modo de solventarlo. La ocupación de Europa Oriental les resultaba demasiado cara.
En la Rumanía de entonces yo no notaba más que fronteras; no había lugar donde no existiese una. Todo era frontera, ¡hasta las fronteras reales del país con el exterior! Junto a esas fronteras nacionales se mató a mucha gente. (De hecho, más que fronteras son cementerios.) Las fronteras eran el Danubio y los confines verdes con Serbia y Hungría. Allí murieron millares de personas que huían sencillamente por hastío y que les daba igual perecer o no. Cada semana escuchaba uno decir fulano o mengano fueron fusilados. Sin embargo, eso no disuadió a nadie, porque la gente estaba harta y ya no soportaban la vida cotidiana. La frontera era un imán, y todo el mundo ansiaba estar fuera, fuera, fuera. Vivir en Rumanía desde la mañana hasta la noche sólo se soportaba con la idea de que no era para siempre, sino algo provisional de lo que alguna vez saldríamos.
Bajo las dictaduras de Europa Oriental la pobreza era un instrumento al servicio de la opresión, como la policía secreta, el ejército o el partido. Creo que así mismo es en los estados teocráticos. A la pobreza se añade el analfabetismo. A decir verdad, el analfabetismo en Rumanía no era tan alto; la mayoría de las personas sabían leer y escribir. Pero de qué sirve eso si la mayoría no entendía absolutamente nada. Conocían las letras, pero cuando has sido educado para no pensar, eres analfabeto de otra manera. De ahí que los personajes literarios sean como las personas reales.
Trabajé tres años en una fábrica de maquinarias. Allí todo estaba cementado, la vida estaba cementada, y he visto cómo viven las personas en un mundo así, casi congelados a merced del viento junto a una jodida banda transportadora dentro de una nave sin calefacción donde las ventanas no tenían páneles de vidrio. Tenían que empezar a tomar alcohol desde por la mañana para desentumecerse los dedos. Y había que romperse el lomo. Muchos llevaban ya 30 o 40 años trabajando en ese lugar; aldeanos que debían levantarse a las dos de la madrugada, caminar hasta alguna estación de trenes y viajar cuatro o cinco horas hasta alcanzar la fábrica. Una vez allí trabajaban hasta las cinco de la tarde y luego regresaban en tren hasta la estación. Llegaban a sus casas a las diez de la noche, muertos de cansancio. ¿Qué vida es ésa? Sin contar que se laboraba también sábado y domingo, pues no existía la semana de cuatro o cinco jornadas. Nunca cumplíamos el plan y cada vez que se incumplía había que trabajar también el fin de semana. No se producía nada, no había nada, nadie llegaba a viejo. Cuando los obreros alcanzaban la edad de retiro ya estaban enfermos y, un poquito después, muertos. Por entonces esa situación me aterraba sobremanera y me hacía sentir respeto por aquella gente. Me parecía inconcebible. Al cabo de sólo dos años, pensaba yo que no daba más, que aquello era insoportable, y cuando extrapolaba el asunto a los 30 o 40 años que muchos llevaban ya en aquella fábrica, de verdad es que sentía espanto.
Muchas veces tuve la sensación de que lo más importante era que uno estuviera siempre presente. Había que estar “allí”, y eso era vigilancia. La fábrica no era más que un lugar a donde se debía acudir cada día y permanecer allí el mayor tiempo posible para que el Estado viese lo que hacía uno. Todo era un centro de vigilancia. En invierno la oscuridad era total y no circulaba ningún medio de transporte. A las cinco de la mañana yo salía de mi casa para llegar a pie a la fábrica, pues a menudo no pasaba el tranvía ni el autobús. Pero cuando pasaba alguno, eran tantos los pasajeros en la escalera que no había modo de entrar. Con frecuencia, uno había perdido el tiempo esperando en vano a que pasara el tranvía. Entonces tenías que ir a pie, con el resultado de no llegar puntual y ganar una amonestación. Yo tenía muchos problemas y no quería darles a aquellos tipejos ningún pretexto para ultrajarme. Por eso quería ser correcta y puntual. Luego llegabas a la fábrica y ya te esperaban con una música de marcha, con los coros obreros. ¡Terrible! Comoquiera que te movieras por el patio de una fábrica, estabas marchando al compás... Yo trataba de cambiar el paso, porque no me gustaba la idea de dejarme llevar por aquella música, pero ni modo; caminaras como caminaras, era imposible. También durante la pausa del mediodía, a la hora del almuerzo, volvías a oír esos coros, transmitidos por altoparlantes hacia el patio. Un empleado extra se encargaba exclusivamente de este asunto. Un viejo comunista aquejado de cálculos renales. La música sólo cesaba cuando sus dolores eran demasiado intensos. Un verdadero cerdo. La hija de que aquel viejo comunista se había casado por el registro civil y de nuevo, a escondidas, por la iglesia. Lo hacían siempre así, por partida doble, para cubrirse las espaldas. No fuera a ser que realmente existiese un Dios y luego tuviesen problemas al subir al cielo. Qué clase de personajes son éstos que piensan en todas direcciones: en la Tierra, el Partido, en el cielo, en Dios. Había que buscar la manera de arreglarse con ambos. Así era la gente. Y esas personas las hay también en mis libros. ¿De qué otra manera iba a ser?
—Alguien ha escrito que Herta Müller es una “cronista de la vida cotidiana...” Sin embargo, una de las cosas más interesantes en sus textos es precisamente lo que escapa a esa misma cotidianidad, ese juego entre atavismos, mitos populares, escatología y supersticiones... ¿Se puede entender esto como una contradicción? O por el contrario, todo este juego, que también es un recurso literario, ¿lo que hace es reforzar ese narrar el “mundo cotidiano” del que ya usted hablaba antes?
—La literatura es algo totalmente artificial. Y justamente para captar realidades, debe ser artificial. Los diálogos generalmente no son lenguaje hablado, oral. El lenguaje oral en un libro es algo diferente al lenguaje hablado. Para que el lenguaje oral funcione tiene que ser artificial. Y así sucede, creo yo, con todas las cosas. Yo trabajo con esta artificialidad y naturalmente con cada truco y con todos los medios para captar lo más posible de una frase, una persona, una situación.
La mitología, la superstición o lo arcaico son también poesía. La superstición es la poesía de las gentes sencillas y posee también algo de fascinante. De ahí que encaje fácil en la literatura. La literatura no es lo único poético. La vida también es poética. El mero hecho de escribir literatura no nos convierte en personas especiales. En verdad, en casi todo lo que hacemos dependemos de la mirada de la gente que no escribe literatura. Esas personas son nuestro material y con ese material hacemos algo. No poseemos nada especial, propio. A lo sumo, podemos armar algo a partir de lo que vemos, y según lo bien o mal que lo armemos, tanto mejor o peor será. Creo que en la música no ocurre nada diferente con los sonidos. Ídem en las artes plásticas o la pintura. A veces, cuando escribo, me digo: aquí debo introducir una canción. Esas canciones populares rumanas son increíbles, la más pura lírica. Sorda estaría si no supiera escucharlas. Escriba o no escriba, esas canciones me gustan. Pero claro, cuando estoy en un texto trato de hacer con ellas lo mejor posible, ponerlas donde quiero que estén. Lo que escribo debe transportarme a mí misma, arrastrarme. En ese sentido, no es sólo construcción, es también emoción. Sin embargo, a mi entender, la emoción sólo está realmente ahí o sólo echa a andar si la construcción es buena. Y a la inversa, siendo buena la construcción, el conjunto se sostiene, mantiene el equilibrio.
—En La bestia del corazón usted traza una diferencia muy clara entre “lengua materna”, “lengua estatal” y “lengua infantil”... ¿Pudiera abundar más sobre esto? ¿Cómo entender la primera y la última en un mundo dominado por la “lengua Estado”? Más allá de lo que representa la “lengua materna” y la “lengua infantil” en sus textos, considera usted que se puede construir una diferencia compleja entre estos espacios y el nacionalismo?
—Mi lengua materna es el alemán, porque provengo de la minoría alemana en Rumania. Así que el alemán es mi primer idioma. Luego está la lengua de la infancia. Pero, a decir verdad, con ella afronto el mayor problema: ignoro por completo si realmente es la lengua de mi infancia. Y es que durante mi niñez se conversaba demasiado poco para que existiese una lengua de la infancia. Hay una lengua nacional y una lengua estatal. Lo que habla el Estado es esa jerga ideológica, distorsionada, rota, que se escucha por doquier en la opinión pública bajo la dictadura. En contraste, la lengua nacional es la personal, uno la usa para hablar con alguien, o sea, el idioma de los rumanos que se sentaban a comer conmigo al mediodía. Ése es, claro, un idioma distinto del lenguaje estatal. Si bien, en el curso de las décadas el lenguaje estatal ha ido infiltrándose en el idioma nacional al extremo de que muchas personas ya no meditan cuándo usan la lengua estatal y cuándo la nacional. Con el paso del tiempo se va produciendo esa confusión. Sabemos que es así en todas las dictaduras, que las dictaduras también monopolizan el idioma. Pero no se puede matar del todo una lengua nacional; eso también lo sabemos. Yo pude mantener con el idioma rumano una distancia bastante clara, en parte porque el rumano no es mi lengua materna, en parte porque lo aprendí con quince años y fue entonces que vine a escuchar lo hermoso que sonaba, lo sensual que era, con todas sus metáforas y figuras del lenguaje, muchas de ellas mezcladas a la superstición. El idioma rumano posee muchos niveles inexistentes en las lenguas germánicas. No todo en él se vuelve enseguida vulgar. Puede ser frívolo pero no vulgar, lo cual es absolutamente imposible en mi lengua materna. Cuando traduzco algo del rumano al alemán todo se vuelve ordinario, obsceno. No se corresponde en absoluto con lo traducido, simplemente porque ese plano lingüístico no existe en alemán. Y eso es lo que me fascina del idioma rumano. Igual que sus contradicciones. He escrito un libro titulado El hombre es un gran faisán en el mundo. Ése es un giro rumano. En rumano es muy frecuente decir “He vuelto a ser un faisán”, que significa: “He vuelto a fracasar”, “No lo he logrado”. O sea, en rumano el faisán es un perdedor, mientras en alemán es un arrogante fanfarrón. Como se sabe, el faisán es un ave incapaz de volar, vive en el suelo. Cuando empiezas a cazar y todavía no sabes hacerlo bien, cazas faisanes. La presa más fácil, puesto que el faisán no puede escapar. Los rumanos han incorporado ese rasgo a su metáfora. ¿Y cuál han tomado los alemanes para la suya? Las plumas, el plumaje, lo cual es muy superficial. La vida del animal no interesa a la metáfora alemana; a los rumanos les interesa la existencia del ave, y eso me fascina. El faisán rumano ha estado siempre más cerca de mí que el faisán alemán. Lo mismo me pasa con otras cosas. A menudo me da la sensación de ser, atendiendo a mi estructura, realmente una rumana. Hablo muy mal el rumano pero, estructuralmente, por mi tesitura interna y por lo que realmente me convence, también en poesía y sensualidad, soy rumana. Por ejemplo, en cuanto a los nombres de plantas, en cuanto a muchas cosas que me hacían pensar: “Mira lo que ven ahí ellos y lo que ven los alemanes.” De ahí deriva también la convicción de que en mí caso el rumano siempre coparticipe en la escritura. No es que tenga que escribir ninguna palabra en rumano, pero es natural que el rumano coparticipe en mis textos, porque ha crecido en mi mirada. Está en mi cabeza igual que el alemán. Tengo varias imágenes de una misma cosa debido a que el idioma rumano las ve de otra manera, y con esa imagen trabajo. Y puesto que quizá la imagen rumana esté más cerca de mí, trabajo más con la imagen rumana en mi cabeza, aunque escriba en alemán. Por tanto, lo uno no excluye a lo otro. De modo que tampoco puedo decir qué es rumano y qué alemán. Y que así sea es una suerte para un escritor, lo mejor que puede pasarle. Por supuesto, sólo me refiero a la lengua nacional; no al lenguaje estatal, que es estéril, estúpido, repelente, nauseabundo en toda la extensión de la palabra. Algo que sólo puedes odiar, que se te pega como un chicle frío; insoportable. Algo que odias al extremo de no poder oírlo sin enfurecerte. Lenguaje de reunión, lenguaje de periódico, lenguaje de televisión, de dircursos. Eso lo conocen ustedes también en Cuba.* Castro habla más tiempo que Ceaucescu. Ceaucescu pronunciaba un discurso cada dos días, y sus decretos aparecían constantemente en la prensa. Yo siempre los leía, pues quería saber qué había vuelto a hacer. Siempre era algo que iba contra la vida y uno debía leerlo para enterarse. Muchos amigos me confesaban que ya no podían. Yo les respondía sí, sí, pero por eso ignoras lo que acaba de hacer esta vez. Ese lenguaje era insoportable, repulsivo. Y así eran también los funcionarios que hablaban esa jerga en la fábrica. Las constantes reuniones eran horribles, casi inaguantables. En cambio, el idioma nacional era la lengua que llevabas dentro, intrínseca, aquella poesía, toda aquella superstición. He hecho ya el intento de separar ambas cosas, pero no siempre es posible. Naturalmente, el lenguaje estatal infecta el idioma, y cuanto más dura una dictadura, tanto más lo infecta. Sin embargo, no logra hacerlo del todo. Siempre queda una parte incólume. Y eso nunca ha dejado de interesarme.

* El autor de la entrevista es cubano (N. de la R.)

Tres poemas

Luis Fernando Chueca

Díptico de la rémora y el navegante

1. El navegante

Tu cuerpo se adhiere a la carena y detiene
el progreso de mi nave.
No importa si cruzamos aguas claras o mares endiablados,
igual si es conveniente o perjudica tu fuerza,
limita mis intentos o
los de cualquier otro entre nosotros.

¿Cómo, tan pequeño, logras
demorar el tiempo y dilatar la distancia
que separa al hombre de su afán?

Rémora te han llamado,
y el nombre, así lo dicen, está impreso en lo esencial.
R é m o r a, pronuncio y
hasta mi hablar se vuelve
balbuceo
cuando tu esmerado oficio me rodea.

Mis viajes ahora ya no acaban
la vista de mis ojos se oscurece
y mi querer se difumina o se arrepiente.

Rémora me intuyo yo también
aletargado ser que no termina.


2. Rémora

La demora no es mi oficio, ni separar al hombre de sus ansias
fundamento de mi filosofía;
lo mío es andarme entre las aguas y el vacío
y acomodarme,
calmo, en los cálidos tablones que me acogen.

La tarda ruta es mi provecho, no mi ley.
Yo me valgo, solamente,
de tu aletargado movimiento.
Si buscas razones a tu paciencia exagerada,
a la morosidad de tus acciones
o a la lenta progresión de tus palabras
mira, pues, hacia el centro de tu ánima, que no están fuera de ti.

Echenis es mi nombre, rémora no,
esa es solo una vana explicación; ilusión de quienes
me arrojan a la cara los reproches de sus culpas.
¿Qué sabré yo de tus temores?
¿Qué tengo yo que ver con el fuego congelado que te impide el movimiento?

Echenis soy, la rémora está en ti.


Cuzco, 1984

La imagen ofrece un lugar común: en Cuzco, seis muchachos en fila delante de la piedra de los doce ángulos. Es 1984, están de vacaciones y no alcanzan los veinte años. Tienen la belleza de la edad y refulgen a pesar de la jornada agotadora. No lo saben, pero miran hacia algo que la proximidad de la piedra representa.

Veinte años después me detengo ante la fotografía que conserva aquel instante. Recorro la toma contra el orden propuesto por el lente de la cámara. El último en la fila (el primero en mi repaso) es Juan Pablo. Vive en Europa y recibo sus correos con largos intervalos. En uno reciente me habló del tiempo y la distancia que taladran la memoria. A Pancho, a su lado, lo vi hace pocos días. En el 84 era el único en quien podíamos reconocer la escritura inmediata de la muerte: la ausencia de su madre le había dejado una marca en la mirada. Pancho ha ilustrado algunos de mis poemas y quizás quiera hacer un dibujo de este retrato funerario. Al despedirnos acordamos buscar a Paco, que está dos puestos más allá. Paco será el primero que lea este libro cuando lo haya terminado: comparto con él varios nombres de este listado y es posible que encuentre en él algún asomo de su voz. Para ambos escribí en 1988 un texto cuyo final decía: “Regresamos, uno por uno / a la última esfera del infierno.” Eran tiempos oscuros y pensaba ingenuamente que el poema serviría de exorcismo. De César, ubicado entre ellos, no tengo noticias. Diría que la tierra se lo tragó si no fuera porque sé que hay abismos que de pronto se agigantan. Luego de Paco estoy yo, aunque alguien piensa que es imposible reconocerme. El primero al lado de la piedra es C. Él guardó los negativos de ese viaje adolescente del que queda como único testimonio la imagen que comento. Murió casi de golpe hace tres años: la piedra absoluta de la ausencia creciendo desde el centro de su cuerpo. Lo visitamos —Pancho, Juan Pablo, Paco, yo— varios sábados seguidos pero no pudimos verlo. Lo siguiente fue el velorio y el entierro.

Para ellos escribo este poema.


Díptico

1

La fotografía pudo tomarse en una avenida transitada. Su rostro quemado por el sol ostenta un sinnúmero de arrugas. Pero lo más nítido no es su prematura vejez o la mano que estira hacia los autos. Lo que sobresale en J es la falta de una pierna que lo obliga a mantenerse a rastras a no más de noventa centímetros del piso: no hay silla rodante ni muletas. Ese dato esconde una historia que conozco, aunque ahora no importa cuál es ni cómo sucedió. El muñón, sin embargo, se exhibe como metálica cicatriz. Y detiene el cuerpo de J, como detiene mi pensamiento en el momento en que algún médico termina de cortar su pierna y luego la coloca en un frasco de formol, en una bolsa plástica o simplemente la arroja a la basura.

Mientras imagino ese instante como un envío anticipado de la muerte, J observa mi mirada esquiva, me llama por mi nombre y pide algo que, apurado, intento terminar. Tampoco importa ahora qué. Me dirige luego unos ojos del todo alejados de la sórdida imagen que proyecta y manda saludos a mi madre. Le agradezco y sigo mi camino. Los autos corren como mi esfuerzo por no ser fotografiado.

2

El hombre muestra su muñón y exhibe sus medallas. “¿Tú qué hiciste?”, le pregunta a la reportera. “¿Qué hacían todos mientras yo perdía mi pierna a nombre de la patria?”, insiste con orgullo marcial e ineludible.

Yo no puedo enseñar alguna herida calada hasta los huesos. Apenas una cicatriz que una tijera dejó en mi pierna como recuerdo de un estúpido accidente. Los muñones los soñaba obsesivo a los doce años. Cuando también imaginaba que se me caían los dientes o extraviaba los zapatos. Nada más.

“¿Dónde estábamos nosotros durante el reino de la muerte?”, recupera mi atención la impostada conductora del programa. Yo desconfío de los heroísmos militares y apago el televisor. No me interesan las medallas ni muñones ni recuerdos fantasmales que me impidan mirarme la cara siquiera en el espejo. Estuve estos años haciendo el amor con mi mujer y lavando los piecitos de mi hija. Y escribí estos poemas. También reí, grité, tuve trabajo. E hice otras cosas, y alguna incluso dejó su huella al rojo vivo. Pero no veo razón para contarlas.

Olvido, memoria y verdad *

Eduardo Hurtado
(Fragmento)

En busca de clientelas cada vez más dispuestas, la retórica del capitalismo instaura en nuestras sociedades la ignorancia del pasado y la clausura del futuro, ese horizonte imaginario que aún acoge la utopía del hombre posible. “Aquí y ahora”: la antigua sentencia se ha torcido a favor de la banalidad y el cinismo. A contracorriente, algunos artistas de nuestros días se empeñan en restituir la relación entre el pasado y un presente que se quiere ofertar como inalterable. En la obra de Juan Gelman la memoria y su pareja necesaria, la imaginación, se ejercen contra el intento de ocultar lo que el hombre ha sido y en abierto rechazo a una empresa derivada: una versión de la Historia que exalte y justifique el papel de los poderosos.
En su poesía, pródiga en búsquedas y transgresiones ensayadas durante más de 50 años, las palabras resaltan la tensión entre una realidad insoslayable, la de una tiranía global que discurre formas de lucro cada vez más inicuas y más sofisticadas, y un esfuerzo contrario hecho de rebeldías, exilios y ciudades, otoños y resurrecciones, júbilos o pajaritos que salvaguardan las revueltas del amor.
Como los poderes de todas las épocas, la nueva tiranía ecuménica practica una intensiva expropiación de las palabras, en especial de ciertos términos forjados en la aspiración de una vida mejor: democracia, justicia, esperanza. Lo sabe bien Gelman, que ha sufrido en carne propia (como ciudadano, como militante, como creador) la operación devastadora de una de las dictaduras más feroces del siglo XX. Esta experiencia, que no cesa de manifestarse bajo distintas formas a lo largo una vida disidente, pulsa en el fondo de toda su obra. Fundada en la alianza del arte y la ética, su poesía se asigna el ideal de reponer las palabras secuestradas y enfrentar el discurso oficial (eufemístico, manipulador, plagado de indultos y admoniciones) con un habla que, al cuestionar al máximo la gramática consignada en los manuales, pone en duda los símbolos más arraigados de una política autoritaria y central.
Todas estas observaciones, sin embargo, podrían inducir a una lectura equivocada. Es preciso agregar que a lo largo de su trayectoria como poeta Gelman rehúye los tópicos más comunes de la poesía combatiente de América Latina, en especial la que surge y prolifera en los años sesenta, década en la que comienzan a circular algunos de los títulos que lo han convertido en uno de los escritores más destacados de la lengua. En los fatigosos debates de esos años en torno a la función de la literatura, una y otra vez aparece el postulado de una poesía eficaz en la transmisión de los ideales revolucionarios. La voz de Gelman arraiga en las antípodas. Su campo de acción no es la política ni la ideología sino la historia, de preferencia con minúscula. Integrada por más de 30 libros, su obra compone un inventario memorioso de los afanes de la tribu, las perspectivas de libertad, los diarios trabajos por desterrar el abuso, la necesidad de matar a la derrota; recoge, también, la crónica puntual de las calles del barrio, su jerga y sus canciones, los compañeros de lucha, la familia, el perro de la infancia, el amor, los otoños, los exilios, el sabor de la patria. Y en el corazón de todo, la alquimia misteriosa de una lengua astillada, el diálogo entrañable con los ausentes, la posesión por pérdida, los fulgurantes contragolpes del amor:

celebrando su máquina
el emperrado corazón amora
como si no le dieran de través
de atrás alante en su porfía

alante de ala de volar
que no otra cosa intenta
molestándole piedras
como especie de pies…

A distancia de los discursos heroicos, de las idealizaciones convenientes, la poesía de Gelman vuelve una y otra vez al núcleo de los hechos, pregunta por su origen, escarba en la duda, abre fisuras en la materia densa de la desesperación. “Yo deploro ese término ―sostiene― que hace algunos años inventaron los franceses: poesía comprometida’. Yo creo en la poesía casada: casada con la poesía”. Y recuerda lo que Paul Èluard le respondió a quienes en los años cincuenta le reprochaban no haber escrito algún poema sobre la guerra de Corea: “Yo escribo poemas sobre esos temas cuando la circunstancia exterior coincide con la circunstancia del corazón”. Si para el grueso de la poesía rebelde que germinó al despuntar el segundo tercio del siglo xx la palabra es un medio seguro, capaz de expresar certezas, para Gelman la realidad y el lenguaje han sido siempre un territorio a explorar. Como César Vallejo, punto de referencia inexcusable, abriga la idea de que el poeta debe eludir cualquier asomo de proselitismo; puede, en cambio, suscitar una nueva sensibilidad del hombre ante la historia. Junto a Vallejo también, cree que la sensibilidad misma es materia primordial del poema. No obstante, asume que lo sensible no termina en lo emotivo: se alimenta de un compromiso apasionado con la verdad.
Esta palabra, “verdad”, trae de regreso el tema de la memoria. Desde la perspectiva de Juan Gelman uno de los grandes enemigos del poeta es el olvido. En diversas ocasiones ha llamado la atención sobre un hecho revelador en la cultura de Occidente: para los griegos de hace 2,500 años el antónimo de olvido no es “memoria” sino “verdad”. La poesía puede ser hoy el lugar donde se restituya la esencial coincidencia de lo memorable y lo verdadero. Contra olvido, verdad. No la verdad casi siempre dogmática de las ideologías y las religiones; la verdad como cifra de conciencia, verdad intuida que, en palabras de María Zambrano, se aloja en los límites de lo inteligible. Contra el olvido del horror, la tortura y la muerte en la Argentina de los generales que “dictaduraron” la patria, contra ese olvido inaceptable, la verdad de una poesía que se demanda ir a la médula de los acontecimientos, interrogar a los muertos, atender a las palabras que ellos mismos nos dictan, asomarse al relato que deriva de su continuo memorar.
Porque los muertos, los “muertitos” como los llama Gelman para darles el trato de intimidad que se han ganado, tienen memoria; una memoria que crece cada día, que forma parte de lo imaginario y lo posible. En esta poesía los vivos y los muertos se abrazan sin cesar, dialogan, se necesitan; los muertos, aquí, no están inertes: son constructores de futuro, no pueden nunca ocupar el lugar nebuloso de “los eliminados”. Esta forma de ver explica que Gelman enfrente la suma de horrores vividos (la derrota, el exilio, el asesinato de su hijo y su nuera, el secuestro de su nieta, la muerte de amigos y compañeros de lucha a manos de los militares) con lo que Julio Cortázar llama “un contragolpe afirmativo, creador de nueva vida”. Ese contragolpe sólo ha sido posible mediante un trato irreverente con el lenguaje y una ruptura decidida con los automatismos cotidianos.

* Texto leído el 22 de abril de 2008 en la Universidad de Alcalá de Henares, con motivo de la entrega del Premio Cervantes a Juan Gelman.

Lo intraducible de la extrañeza

Felipe Vázquez
(Fragmento)

Luis Jorge Boone, Traducción a lengua extraña, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2007, 119 p.

I

Todo poema incluye diversas posibilidades de traducción, y no me refiero a que pueda ser trasvasado a otra lengua sino a que el poema incluye diversos niveles de sentido que la lectura —y esa forma de la lectura que es la crítica— habrá de revelar. Desde esta perspectiva, leer es siempre una forma de traducción, pero lo es porque escribir poesía ya implica hacer una doble traducción: es traducir una concepción de la realidad a un lenguaje, y este lenguaje, digamos el español, hay que traducirlo a su vez a otra forma de español, y podríamos decir que este otro español es una lengua extraña, pues se halla en el cuerpo de la lengua como algo ajeno a ella y, sin embargo, participa de su condición de ser. Ahora bien, leer un poema implica traducir esa lengua extraña a otra lengua extraña que llamamos poesía (llamo poema al objeto verbal y poesía a la experiencia que nace de leer dicho poema); es decir, la poesía nos introduce a las regiones de lo inefable. Con esto sugiero que la interpretación de un poema toca los límites de lo imposible, pues un poema será siempre otro poema, es un ser que siempre está en camino de ser otra cosa, y en este devenir ingresa al espacio de lo indecible. A los críticos sólo nos queda trazar líneas tangenciales a ese espacio hipercodificado hecho con la materia del extrañamiento.
A estas reflexiones me ha conducido la lectura de Traducción a lengua extraña de Luis Jorge Boone, libro de factura proteica, pues está estructurado a partir de múltiples estrategias formales cuyo hilo conductor es doble: el tema de la muerte y la escritura coloquial. Pero antes de abordar estos atributos, y para cerrar las breves consideraciones expuestas en el párrafo anterior, quiero referirme al poema “Oración de san Juan en Patmos”, que puede considerarse el arte poética de Boone, y que dice con mayor hondura lo que he esbozado líneas arriba. No es posible reproducir este poema debido a su extensión, y citar fragmentos nos podría dar una visión limitada de ese todo indivisible. Baste decir que el yo lírico adopta el habla del autor del Apocalipsis bíblico y dirige a su dios unas palabras cargadas de incertidumbre: ¿el mensaje del profeta es el mensaje de la divinidad?, ¿no se pierde algo esencial en la traducción de un lenguaje a otro?; sin embargo, y creo que sin violentar demasiado los límites de interpretación del poema, el destinatario de las palabras de Juan de Patmos puede ser la poesía misma: ¿la poesía es una experiencia previa a la escritura del poema y, por lo tanto, éste es sólo una traducción de dicha experiencia?, ¿el poeta puede cifrar la poesía en el espacio del poema? O bien, ¿la poesía sucede y queda cifrada en el momento preciso de la escritura del poema?, y aún: ¿el poema, al reflexionar sobre las precariedades de su propia materia verbal, puede hacer resonar las cuerdas de la poesía? Sea como fuere, ¿por qué la lectura de un poema nos da la sensación de que se ha perdido un lenguaje originario, una lengua que ya nunca podremos recuperar? Por otra parte, no olvidemos que, en griego, la palabra apocalipsis significa revelación. Después de estas brevísimas aclaraciones, creo que podemos atisbar esa zona de extrañamiento e incertidumbre que es propia de la poesía, pues el poema nos sugiere que toda revelación, al estar traducida en palabras, no revela sino la esencia errática de las palabras. En este sentido, el poeta-profeta habla desde una imposibilidad esencial. Las palabras del poema están vectorizadas hacia una suerte de palabra absoluta, pero en este movimiento adquieren la conciencia de una precariedad sustancial que es, al mismo tiempo, el recurso más poderoso de enunciación poética, pues la resonancia de un poema radica menos en lo dicho que en lo no-dicho.
Escribir y leer son dos formas de traducción. Sin embargo, y esto es parte de su condición de ser, toda traducción genera equívocos, pues incluye un coeficiente de incertidumbre que podemos llamar lo intraducible. O como dice uno de los personajes de Kafka en El proceso: quizá las interpretaciones, en el fondo, no expresan sino la desesperación de que toda interpretación es imposible.

II

Boone ha publicado cuatro libros de poesía: Legión (Instituto Coahuilense de Cultura, 2003), Galería de armas rotas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2004), Material de ciegos (Instituto Cultural de Aguascalientes, 2005; volumen compartido con Karla Patricia Ortiz), y Traducción a lengua extraña (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007). Luego de leer estos poemarios, podría decir que la poesía de Boone se ubica en la corriente coloquialista, con un marcado matiz confesional, producto quizá de sus lecturas de la poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Hago esta observación no para encasillarla sino para señalar desde qué tradición escritural escribe este joven poeta. En efecto, Boone trata de eludir la tentación neobarroca —la otra corriente que ha vertebrado a la poesía de América Latina durante el último siglo— y opta por una engañosa escritura coloquial. Digo engañosa porque en sus poemas —de manera específica en Traducción a lengua extraña— hay diversos planos de lectura y estrategias formales que son propias de la poética neobarroca, como la metapoesía, la intertextualidad, la experimentación (hay un capítulo donde el espacio que corresponde al poema está en blanco —¿es una imagen vacía o la visión del vacío?— y sólo podemos leer la escritura del margen: el título, el epígrafe y una nota a pie de página), la paráfrasis en clave irónica, el diálogo con otras disciplinas artísticas, el desplazamiento del yo lírico hacia un yo histórico y su desconstrucción en el discurso del poema mismo, etc. Sin embargo, más allá de las estrategias de enunciación lírica, la escritura del poema es rigurosamente coloquial, tocando por un extremo lo conversacional y por otro lo confesional. El primer plano de la escritura es fluido y transparente, pues reproduce la andadura del habla cotidiana, pero si analizamos la forma en que se ha cristalizado esa escritura, descubriremos que esa transparencia está articulada por recursos escriturales muy complejos.
Quizás el mayor peligro de la poesía coloquial sea la narratividad en detrimento de la tensión. Este peligro se percibe en los primeros libros de Boone, en Traducción a lengua extraña persiste sólo en dos o tres pasajes. La hondura de la visión y una mayor destreza en el manejo de sus recursos líricos solventará, sin duda, esa falta.