jueves, 3 de abril de 2008

Si el que ha llegado soy o el que me espera

Luis Vicente de Aguinaga
Fragmento

En su clásico ensayo “Sobre el llamado a la puerta en Macbeth”, un sutil y apasionado Thomas De Quincey se pregunta qué hay detrás del profundo efecto de “solemnidad” y “temor reverente” que provocan los golpes a la Puerta del Sur en el castillo de Inverness cuando el general Macbeth y su mujer apenas han asesinado al rey Duncan, en la escena segunda del segundo acto de la citada tragedia de Shakespeare. Grosso modo, para el ensayista inglés, el llamado a la puerta sobresalta en Macbeth porque significa el cierre de un paréntesis monstruoso, algo así como el cese de una digresión terrible que, al alcanzar dicho final, se revela como un todo y permite al espectador tomar conciencia de que ciertas acciones del drama estuvieron sucediendo, hasta ese instante preciso, en el infierno. Si fuera posible adoptar por un momento la perspectiva de Shakespeare —parece decirnos De Quincey—, se percibiría que para conseguir dicho efecto en el drama es necesario “aniquilar el tiempo” y “abolir toda relación con las cosas del mundo externo”, al punto de hacer que la escena ingrese como en “un profundo síncope y suspensión de toda pasión mundana. De aquí que una vez ejecutado el acto, una vez completada la labor del ofuscamiento, el mundo de las tinieblas desaparece como una pompa en las nubes: se oye el llamado a la puerta”.[1]
Dado lo anterior, es cuando menos llamativo que para los lectores de poesía en español exista una pequeña tradición —delgada, tenue, casi se diría que del orden de la miniatura— desarrollada en torno a un motivo literario semejante al que analiza De Quincey, si bien lo suficientemente peculiar y característico para estudiarlo al margen de Shakespeare. Me refiero al tema del persistente llamado a la puerta como símbolo de una vocación largamente rechazada y finalmente acatada según lo aborda Lope de Vega en el soneto XVIII de sus Rimas sacras; llamado que al yo poético le corresponde oír, ignorar o atender. Dicho soneto es, desde luego, uno de los poemas religiosos más extensa y profundamente conocidos del orbe hispánico, pero ha dado lugar a secuelas apartadas de la doctrina cristiana. Se trata, pues, de un poema religioso en atención a sus propias características, pero no en función de los poemas escritos en castellano a partir del ejemplo que tal rima sacra representa. He aquí el soneto:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno escuras?

¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía”!

¡Y cuántas, hermosura soberana,
“Mañana le abriremos”, respondía,
para lo mismo responder mañana![2]

El poema, como bien anota José Manuel Blecua, se inspira en el duodécimo capítulo del octavo libro de las Confesiones de San Agustín y puede leerse junto con otro de Lope, “Agustino a Dios”, también recogido en las Rimas sacras. El octavo libro de las Confesiones, hay que tenerlo en cuenta, es aquél donde se narra la conversión del santo, fenómeno que se describe como una grave y honda crisis personal. Aquello que Lope toma literalmente del pasaje agustiniano es la expresión hac hora, esto es: “ahora”, y la palabra “mañana”, cras en latín. Del texto de San Agustín deben subrayarse también la forma interrogativa y el hecho de que “mañana” y “ahora” se presenten como voces procedentes de una misma conciencia dividida. Lope se decanta por la interrogación en el primer cuarteto y por la exclamación en el resto del poema, y presenta la división de la conciencia mediante la intervención de un ángel que dialoga con el alma.[3] San Agustín, que se hace la pregunta desde un presente angustioso, se muestra tímido y hasta cauteloso en la manifestación de su anhelo: “¿Hasta cuándo, hasta cuándo seguiré diciendo ‘mañana’ y ‘mañana’? ¿Por qué no cesaré aquí mismo? ¿Por qué no le pondré ahora mismo un fin a todos mis pecados?” (Quamdiu, quamdiu cras et cras? Quare non modo? Quare non hac hora finis turpitudinis meae?)[4] El “alma” de Lope, por el contrario, está refiriéndose a una indecisión ya superada, y el tiempo presente del soneto es el de la primera estrofa, cuando el alma conversa frente a frente con Jesús, abierta o entornada la puerta que los mantenía separados.
La claridad imaginativa de Lope me parece incontrovertible. Entiendo también que la eficacia de las figuras no le viene, al poema, de su contenido religioso. El diálogo textual del soneto con las Confesiones no es de orden figurativo, sino discursivo. Ni el ángel ni el alma ni la puerta (ni, a decir verdad, Jesús) aparecen en el pasaje agustiniano, de modo que las verdaderas cuestiones de pensamiento poético verificables en el soneto deben atribuírsele a Lope, no a sus lecturas. Gracias precisamente al Jesús del poema, y al alma, el ángel y la puerta, es decir: gracias al esquema de narración ejemplar que Lope traza con dichos elementos, asoma en el soneto ―con sorprendente modernidad― la cuestión del yo que se construye a sí mismo sobre la base de sus dudas, que llegan incluso a convivir con sus convicciones. Todo lo cual resulta más claro al releer el poema de Lope como en palimpsesto, por así decirlo, esto es: “debajo” del siguiente poema de Eduardo Lizalde, titulado “Mañana, revolucionarios”:

Y yo les dije, voy, estoy conforme.
Espérenme tantito.
Como José Ramón yo canto claro,
y liso, Nicolás,
entiéndanme un momento.
También soy comunista en ratos de ocio
prolongados. No soy bueno.

Pero me asomo ahora a la ventana
y el ángel argentino toca abajo
su porfiado organillo;
llama a la puerta con la mano herida,
toca su mano, sola, en esta puerta y digo:
le abriremos mañana, qué carajo,
para lo mismo responder mañana.[5]

La vinculación del poema de Lizalde con el de Lope queda clara desde un principio, ya que tras el título figura como epígrafe un verso, el segundo, del soneto de Lope: “Qué interés se te sigue, Jesús mío”. Por lo demás, es ante todo en la segunda estrofa donde resuena la semejanza buscada por Lizalde, si bien la primera estofa de “Mañana, revolucionarios” es irreductible a la intención de Lope y el tratamiento de fondo es, por dicha razón, radicalmente distinto en ambos poemas. La militancia comunista, en primer plano, así como las divergencias y polémicas entre los comunistas de la generación de Lizalde (nacido en 1929) con respecto a los de generaciones anteriores, en segundo plano, aseguran la especificidad, así en la experiencia como en el pensamiento, del poeta mexicano contemporáneo en su relación con el autor español del Siglo de Oro.
A imagen de toda la primera parte de La zorra enferma, libro desgarrador con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1974, Lizalde hace intervenir en “Mañana, revolucionarios” a Nicolás Guillén y, con él, a otros comunistas leales a la URSS que, alrededor de 1968, sostuvieron fuertes discusiones y emprendieron auténticos autos de fe contra los comunistas disidentes, casi todos ellos más jóvenes y radicales, y lo subraya comparándose con José Ramón Cantaliso, protagonista del poema epónimo (recogido en Cantos para soldados y sones para turistas, de 1937) del escritor cubano. Lejos de suponer un lastre, la tonalidad anecdótica del poema es indispensable tanto para cimentarlo en su carácter confesional cuanto para entenderlo como recreación del soneto de Lope, y se hace ineludible, sobre todo, al tratarse del poema de un yo que duda y de una identidad que vacila (en este caso, en términos políticos). Otras diferencias de “Mañana, revolucionarios” con respecto a los versos de Lope ―que sea el ángel quien llame a la puerta, y no Jesús, y que antes toque un organillo, como para enfatizar que se trata de una especie de pordiosero― dan testimonio del proceso de asimilación del material originario con miras a su reelaboración, ya que dicho proceso no habría podido suceder sin algunos desplazamientos de significantes y significados.
El yo que toma la palabra en el poema de Lizalde afirma de sí mismo que no es bueno, y en cierta forma lo ratifica negándose a encarar al “ángel argentino” que, “con la mano herida”, porfía en llamar a su puerta. Dicha voz parece interpretar, con esta negativa, que la virtud cristiana de la caridad (que, si ha de aceptarse la definición del diccionario de la Real Academia Española, consiste ante todo “en amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos”) es la cuestión de fondo que se plantea en el soneto de Lope, al grado que rechazar a Jesús o al ángel de la revolución es básicamente igual, puesto que implica desconocer una jerarquía impuesta desde la doctrina. Negarse a la caridad significa negarse a trasponer los límites de sí mismo. Por el contrario, inclinarse por la caridad supondría preferir el contacto personal, con Jesús o con el prójimo, por encima de toda comunicación teórica.

[1] Thomas De Quincey, “Sobre el llamado a la puerta en Macbeth”, en VV. AA., Ensayistas ingleses, prólogo de Adolfo Bioy Casares, traducción de Ricardo Baeza Hopenhaym, CONACULTA, México, 1992, p. 296.
[2] Lope de Vega, Obras poéticas. Rimas, Rimas sacras, La Filomena, La Circe, Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, edición de José Manuel Blecua, Planeta, Barcelona, 1989, pp. 303-304.
[3] Según la leyenda, en el momento de su conversión, San Expedito se las tuvo que haber con un cuervo que intentaba disuadirlo repitiendo: “Mañana, mañana, mañana” (cras, cras, cras). El antiguo legionario, futuro patrón de las causas inaplazables, respondió categóricamente: “Hoy, hoy, hoy” (hodie, hodie, hodie), al tiempo que pisoteaba, impertérrito, al pajarraco.
[4] San Agustín, Confesiones, libro VIII, capítulo 12.
[5] Eduardo Lizalde, La zorra enferma, en Nueva memoria del tigre. Poesía (1949-2000), Fondo de Cultura Económica, México, 2005, pp. 172-173.

Dos poemas

José Javier Villarreal

HALLAZGO

Atravesar un cuarto, abrir una puerta.
Estar frente al espejo y no reconocer cosa alguna.
Retirar la corbata, la camisa, el pantalón;
desnudar un cuerpo como quien medita una idea,
como quien se queda dormido,
como quien hace de cuenta
y bajo ese absurdo que brilla tan alto
descubrir una gema y no poder inclinarse.


POR LA MAÑANA

Ahora lo pensaba con la luz de la mañana,
con esa sábana que iba cubriendo los muebles de la casa,
la sal sobre la mesa y los heliotropos en el césped.
Se estaba quieto escuchando las frases,
los lagartos en el canto de la barda,
aquellas piedras que le escuchaban y mostraban cierto interés por sus congojas.
Ya antes lo había pensado
con esos ruidos y relámpagos cubriendo la desnudez del cuerpo,
la amoratada intemperie, el ruido seco y quebradizo de sus brazos.
Seguramente por la tarde también lo pensaría.
Sería de otra manera, con otros argumentos,
con las sombras que llegarían a rodear su cuerpo,
a poner sitio a sus cavilaciones.
Pero ahora lo pensaba con la luz de la mañana,
con ese remordimiento que escurría por sus labios.

Una novela inédita de José Donoso

Julio Ortega

José Donoso (Chile, 1924-1996) empezó a escribir “La cola de la lagartija” (publicada como Lagartija sin cola) en enero de 1973 en el pueblo aragonés de Calaceite, donde había adquirido una casa antigua. Su hija Pilar descubrió la novela entre los papeles que su padre vendió a la Biblioteca de la Universidad de Princeton. Revisando el manuscrito para su edición, uno concluye que Donoso renunció a terminar la novela. Corrigió unas páginas, se detuvo en el primer capítulo, y dejó el resto en su primera redacción. Sin embargo, ordenó el borrador como libro: lo dividió en partes, pasó el primer capítulo a tercero, y no prohibió su publicación.
Pilar Donoso, que escribe una memoria sobre su padre, me ha dicho que tal vez el golpe de estado contra Salvador Allende interrumpió la novela y otras demandas narrativas se le impusieron, lo cual me parece veraz.
Dos líneas argumentales se alternan en el relato. Una es la historia amorosa de un artista desencantado; otra, su búsqueda de una casa auténticamente antigua en un pueblo perdido de Cataluña. La idea de que un largo amor desigual y mundano culmina finalmente en la amistad es laboriosa y requiere más aliento. Pero la idea de que un pintor renuncia al mercado sólo para descubrir que el lugar ideal ha sido tomado por el turismo, es anticipatoria. Esta novela es una de las primeras sobre la pérdida de España en manos de las hordas del turismo.
Walter Benjamin había adelantado que la subjetividad adquiere las formas de la mercancía. “La cola de la lagartija” es una hipótesis sobre la ausencia de lugar para la subjetividad, ocupada por la sociedad residual. El artista se rebela ante un sistema que lo reproduce como costo agregado. Pero la sociedad del espectáculo toma incluso los márgenes, y por eso los del pueblo no quieren que este artista compre una casa vieja sino la mejor casa, para convertirla en discoteca y atraer al turismo. Quieren pasar directamente de la historia a la basura, gracias al espectáculo. Donoso prefigura el actual desvalor del artista, que empieza por su conversión en figura pública y culmina con su sobre-exposición, lo que satura su mensaje, que damos por leído. El exceso de presencia trae la mayor ausencia: la reproducción cancela el diálogo y deriva en residuo.
Por eso, la visión de una Casa que convoque todos los tiempos vividos en un convivio liberado de la sociedad y sus demandas, se demuestra como melancólica. La Casa está en venta pero no para alguien que busca darle lugar a su vida sino para quienes imponen el tiempo incautado del bienestar, y van ofertando los pueblos, uno a uno. La actualidad de esta novela (irónicamente abandonada) es perturbadora.

martes, 1 de abril de 2008

Los restos del banquete*

Gabriel Wolfson
* Fragmentos de la novela aún sin título

Como el mozo que recoge los restos
del banquete, me pregunto quién habrá
bebido en esta copa que aún tiembla.
S.W.M.


por ejemplo:
hoy comienzo a usar un jabón líquido, ideal para niños. Eso dice la etiqueta: ideal para la piel de los niños. Un jabón con características especiales, algo se menciona sobre ph, neutralidad, regenerar la capa ácida de la piel. No sé de estos asuntos que, en cambio, para mucha gente serán elementales. Por ejemplo (un dato que encuentro en alguna libreta): un gramo de gel de sílice, por su estructura porosa, presenta una superficie interna de 700 metros cuadrados. Estoy absolutamente impresionado, se agrega en la libreta, con este dato viejo, irrelevante para la ciencia actual. Unos cuantos granos de gel de sílice, contenidos en una bolsita vaporosa, es lo que uno encuentra en la bolsa interior de algunas chamarras. Mejor no hacer cuentas. Hoy comienzo a usar un jabón líquido cuyo empaque a ningún niño llamaría la atención. Debo lavarme la cara con ese jabón, únicamente la cara, no las manos, ni siquiera el cuello, y únicamente con ese jabón que no hace espuma. Siento una pequeña humillación por usarlo. Es como si a estas alturas tuviera que vestirme con una pequeña camisa de niño. La rompería al intentar meter los brazos, pero las indicaciones dirían: aun así, salga a la calle con esa camisita. Además, uno empezará a dedicar varios minutos a este asunto de lavarse la cara y luego rociarse un protector solar especial que viene en atomizador. Minutos que se convertirían en horas si uno sumara todos esos minutos a lo largo de, por ejemplo, un año. Mejor dejar así las cosas.
Hoy, que he comenzado a usar el jabón líquido, recuerdo nuevamente una historia. No sé si es una historia o sólo el inicio de una. En esta ciudad, incluso cerca de mi casa, en los límites de un fragmento de bosque que sobrevive alrededor de un estadio de futbol abandonado, viven unas cuantas personas. Tocan rock. Así se los conoce fuera de su bosque privado, como un grupo de rock. El líder es moreno, con bigotes, pelo afro. Canta, compone y toca la guitarra. El grupo es familiar, y por eso variable: a veces tocan más integrantes, a veces menos, dependiendo del ánimo o las ocupaciones del día o de que los miembros más jóvenes de la familia se vayan incorporando. En su casa, por las noches, se reúnen a leer la biblia. Fuman, leen pasajes de la biblia y tratan de descifrarlos. Creen que Jim Morrison no está muerto, es un viejo que vive en Chihuahua al que muy pocos reconocen porque habla un español perfecto. Se lo puede encontrar algunas tardes sentado en el piso de una cantina, contando sus aventuras en la sierra Tarahumara. Así que creen en la biblia y creen en Jim Morrison. O más bien, leen la biblia a la luz de los textos de Morrison. Imaginan Galilea y Jericó como desiertos llenos de coyotes.
Esta historia, o apenas el inicio de alguna, que yo he contado varias veces a propósito de muchos asuntos distintos, es algo que no sé por qué conozco, no sé dónde escuché. A veces creo que en realidad nadie me lo contó. Que yo vi tocando al grupo algún día (aunque sé que nunca los he visto tocar) y me inventé lo demás. He llegado a pensar que alguien, por ejemplo Hugo, me dijo una vez que aquí, en las ruinas del bosque cercano a mi casa, viven los miembros de un grupo de rock, y que entonces yo imaginé el resto. Pero sucede que he contado ese fragmento de historia muchas veces, lo he usado como argumento para sostener no sé cuántas teorías, tanto que ahora es para mí una historia familiar, tan familiar como enfermarse o lavarse la cara. Se me ocurre que esta reiteración de la historia en mi cabeza se debe, entre otras cosas, a que nunca la he escrito; permanece latiendo como una ramificación que nadie sabe dónde comienza.

Pero llego a esa otra fiesta, también es una despedida pero para el Conde, yo no sé de qué se despide, quizá de la soltería porque en algún momento se acerca a nosotros, estoy con Hugo y Polo, y nos presenta a una chica que es la antítesis del Conde y de ese lugar y de toda esa gente, una chica que no habla, que sonríe no sé si forzada o por cortesía o para no decir nada o porque es lo único que sabe o puede hacer, sonríe y baja la cabeza, no habla, y el Conde la abraza, la atrae hacia sí por los hombros como si estuviera abrazando a la mujer equivocada o más bien como con temor de que pudiera escaparse, y luego nos la presenta como su novia, su prometida, nos vamos a casar, dice, y nos vamos a Arkansas y yo la amo, dice, nos queremos mucho, he encontrado a la mujer de mi vida, nos dice como si ella no estuviera ahí y él pudiera confesar ese tipo de verdades o de estupideces. Pero entonces no es ninguna verdad, pienso como primera reacción: el Conde está borracho o ella es su prima y esto es una broma o ella es sordomuda y esto sigue siendo una broma, pero no, hay algo imposible en esa falsa broma. El Conde continúa su confesión a gritos y llena de frases extraídas de alguna ruin canción, es mi contraparte, dice, fue amor a primera vista, somos complementarios, como los gemelos cósmicos, dice, y ella sonríe, absolutamente llena de pánico creo yo, hasta que alguien llama al Conde y él la deja por ahí para salir corriendo.
Es una fiesta, como digo, a primera vista frustrada y, si se conservaran fotografías, las fotografías no podrían más que mostrar un escenario patético. Estamos en un local comercial a la orilla de una gran avenida, transitada y escandalosa. El local está abandonado, pero conserva los acabados propios de una tienda de pisos o de llaves y dispositivos para baños. Hay algunas sillas de latón, un par de mesas, vasos de unicel y bolsas y servilletas tiradas. Cuando llego nos ofrecen cacahuates en un plato de plástico y media botella de cerveza. Alguien intenta conectar una guitarra eléctrica a una bocina rota.
Sin embargo, también hay gente eufórica en ese lugar desangelado, personas muy diversas entre sí para quienes aquello no es, ni de cerca, una fiesta frustrada, quizá porque para ellos es inconcebible tal cosa como una fiesta frustrada.
Entre ellos, el primero entre ellos, el Conde, quien va de un grupo a otro, sudoroso, con la camisa cada vez más desabrochada o rota, y quien de pronto toma esa guitarra eléctrica, que no sabe tocar, y comienza a cantar algo de los Rolling Stones cuya letra muy pronto convierte, a gritos y entre carcajadas, en otra cosa: un alarido regocijado que incluye, desde luego, solemnes y absurdas declaraciones de amor a su prometida y que incluye, desde luego, la más absoluta fe en el poder de su instantáneo regocijo, el convencimiento profundo de que eso es lo único que vale la pena hacer en ese momento.
Hugo está de este lado del escenario, contemplando al Conde conmigo. Con poca fe intentamos conservar una imagen nítida de esos segundos, que para el Conde deben de ser nada, material del olvido, y para nosotros, nuevamente, una señal emitida desde otro mundo.

Más temprano, según descubro un día que llego más temprano, el hombre toma su desayuno afuera de la caseta. Saca una mesa pequeña y una silla más baja aún, por lo que parece no sentarse sino encuclillarse. Toma medio litro de leche, un pan dulce y una manzana. La leche en el extremo derecho, el pan al centro y la manzana a un lado, como en segundo plano. Incluso en el desayuno hay plato fuerte, me dice. Lleva muchos años, más de veinticinco, desayunando afuera de su puesto, salvo que llueva. Y no lee el periódico; en vez de eso mantiene una postura erguida, y no mira sus alimentos sino que observa a la gente. Alguno diría: de forma retadora. Pero no siempre desayunó lo mismo. Al principio, dos o tres panes dulces y coca cola o refresco de grosella. Descubrimos que nunca hemos visto una grosella, de hecho no sabemos cómo son. Suponemos que rojas, un poco agrias.
—Aquí lo conocí, yo estaba desayunando cuando pasó —me dice.
Le pregunto cómo le tomaron la foto que aparece en el reportaje del Esto. Lleva, como digo, un traje de baño corto y ajustado, de un material que uno imagina grueso e irrompible. Sobre la frente mantiene en equilibrio un balón de futbol de gajos octagonales, seguramente Garcís, y por lo mismo su vista se dirige hacia arriba, hacia el balón. Pero además, la posición del cuerpo es, no tengo dudas, la misma con la que salían retratados los héroes de lucha libre de la época: piernas flexionadas, pecho un poco abultado y hacia el frente, brazos separados y en escuadra y, detalle importante, los dedos abiertos y rígidos, manos imitando garras.
Un reportero vino hasta aquí porque en el periódico supieron de un sujeto que hacía yoga, tenía el récord estatal de dominadas con un balón de fut y había cruzado nadando algunos lagos. Lo del yoga, me dice, más bien no tenía que ver con mis hazañas atléticas, pero el reportero quiso sacarlo, fue muy necio con lo del yoga. Él no sabía nada del yoga, nunca había oído la palabra, pero entonces le expliqué y le enseñé algunas posiciones de las difíciles, exacto, dice el hombre, me acuerdo que hice la posición esa que ya no me acuerdo cómo se llama, pararse de nuca, no pararse de cabeza sino de nuca, yo aguantaba mucho tiempo así, el tiempo que fuera, seguro ha de llamarse Cisne de cabeza o Bambú de primavera, ya ve.
El hombre cree que por eso el reportero le pidió salir en la foto con esa postura. Algo me dice de un luchador japonés de la época, o de poco antes quizá, Sugi-Sito, que el reportero mencionó como si los lectores fueran a captar de inmediato esa alusión errónea y retorcida. Según el vendedor de periódicos, Sugi-Sito era un magnífico luchador. Supone que fue él quien introdujo en México la técnica de las patadas voladoras.

Rojas nistágmico

Carmen Boullosa
(Fragmento)

En algunas escenas de la película Devil-Dolls (1936), la cómplice en la hechura de muñecas perfectas, Malita, mueve los ojos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda a gran velocidad, conserva la cabeza fija mientras traza con las pupilas un ir y venir veloz, como un péndulo o en zigzag, palabras no precisas porque la línea de su camino es horizontal. (Rodrigo Rojas me explica que los términos apropiados son “nistagmo” —aunque éste puede ser también sobre un eje vertical—, o “movimientos sacádicos”.)
He visto este ir y venir en los ojos de los pasajeros del subway de Nueva York, cuando éste pasa de largo frente a una estación o se cruza con un tren en sentido opuesto. Es un movimiento involuntario. Los ojos siguen la luz, se mudan de la luz a la luz; tocan la oscuridad y corren a la luz. Cuando uno cae en la cuenta de estos ojos nistágmicos, cuando advierte este gesto extraordinario —así rutinario e involuntario—, se tiene la sensación de estar en medio de un ejército de poseídos o iluminados.
En el caso de Malita, la personaje de la Devil-Dolls, el movimiento es voluntario. Sus ojos no están en nistagmo constante. Es un acierto de la actriz (Rafaela Ottiano) o del director (Tod Browning), un gesto que le cuadra a Malita, cómplice en la fabricación de muñecas perfectas que son, en realidad, personas reducidas y sin voluntad propia. Es como si de pronto sus ojos siguieran el movimiento de esas figuras que contienen la luz de la vida y que, metidas en la oscuridad de su cambio de tamaño y aparente rigidez, dan cuenta de súbito de la luz de su milagro para, en un tris, regresar a la oscuridad de su prisión, otra vez inertes, rígidas muñecas.
Es la mirada que ve el instante; está ligada al tiempo, pero no tiranizada por éste porque camina en su propio riel. Se retira, se acerca a su objetivo, otra vez la luz.
En la poesía de Gonzalo Rojas he topado con estos ojos nistágmicos que responden con rapidez y agilidad únicas a la luz, ojos que bailan una danza horizontal, de la luz a la oscuridad, de la oscuridad a la luz, en una cabeza que conserva el eje, sobre un cuerpo que viaja. Son ojos perpetuamente móviles sobre una cabeza ensimismada, ojos que se menean huyendo de la oscuridad. Ojos del que ve el fenómeno (por decirle así) de la vida, y que la vacía —de cera ha de ser su tinta— sobre o en el poema.
Pero me dirá el Objetor: “cómo crees, Boullosa, estás mal; la poesía de Gonzalo Rojas no es visual sino esencialmente… esencialmente…” Antes de que yo lo rebata diciéndole “la mirada de los movimientos sacádicos es de cierta manera ciega, movida o guiada únicamente por la luz pero no por los objetos; no he dicho que sea una poesía visual”, la lengua del Objetor, buscando la palabra que pueda definir la poesía de Gonzalo Rojas, hace lo que los ojos de los pasajeros del subway, va y viene soltando horizontales: “táctil, memoriosa, sensual”. Me sumo a su ejercicio: echar mano de palabras para intentar definir o cazar esa naturaleza tan particular, tan única, de la poesía de Gonzalo Rojas, y me permito acotar nuestra enumeración (pero noten: cuando este diálogo entre el Objetor, y Boullosa ocurre, no hay citas, sino sólo ir y venir de palabras, con premura, como una sucesión de bautizos de pobre que le han dado poca plata al cura, con algo que desagrada —con razón— tanto a Gonzalo Rojas, la prisa; aquí sí me permito una u otra acotación):
Digo: terrestre.
El objetor: Erótica —“una cama que vuela por el mundo”.
Digo: poesía-cuerpo.
Dice: espiritual —“comes mujer para comer espíritu”.
Digo: desciframiento cifrándose.
Dice: busca hacer luz del misterio.
Digo: alegre.
Él: vital.
Seguimos con “trágico”, “diabólico”, “irónico”, “eléctrico”, “complejo”, “seductor”, “contradictorio”, “bivalente”, “mujer”, ante la que Objetor contradice: “¡qué va!, ¡es masculina!”.
Estoy dispuesta a rebatirle el “masculina” que me parece, por decir lo menos, burdo, pero sé que como soy mujer y de mi generación es más conveniente no enredarme en una batalla que pinta perdida. Tengo un estigma que me honra: nosotras no queríamos una habitación propia, sino un mundo que nos permitiera jugar con todas las piezas sobre el tablero completo, y aquí estamos, las mujeres. No me distraigo más porque Objetor y yo seguimos:
Yo: silencio
Él: joven.Tengo que repetir su última afirmación: “Joven, joven”. Porque la juventud y lo nuevo de la poesía de Gonzalo Rojas son. Desde La miseria del hombre, su poesía se siente contemporánea.

Los culpables

Marco Tulio Aguilera

Juan Villoro, Los culpables, Editorial Almadía, Oaxaca, México, 2007.

Los culpables, libro de cuentos de Juan Villoro, es un volumen que se caracteriza por poseer unidad de tono, un sostenido sentido de la ironía, personajes de alguna manera semejantes en sus condiciones de vida y en sus concepciones del mundo y economía de recursos para lograr textos redondos, plenos y de lectura que va de lo agradable a lo apasionante.
“Mariachi”, el primer texto, es un relato que hace pensar en una película que pasa velozmente frente a los ojos del lector. El protagonista es un mariachi (mariachi a pesar suyo, por fuerza del destino y el autoabandono a las fuerzas del destino); lo que quiere es ser astronauta y enamorarse de una mujer de pelo blanco. El texto es divertido, ágil, sorprendente, como una película de Woody Allen, pero menos deprimente. Los personajes en general son extravagantes, el protagonista va de una ocurrencia a otra y deja que el mundo le imponga reglas y le otorgue mujeres, con las que se acuesta una tras otra y, si no tiene una hembra al alcance de la mano, se masturba en el primer rincón que encuentra. El mariachi es lo que yo llamaría un “frenáptero” —personaje de mente alada, que siempre está rompiendo las reglas de realidad simplemente para divertirse, para ponerle salsa a un asunto que podría resultar soporífero—. El mariachi, apodado el Gallito de Jojutla, se transforma en un sex simbol —a pesar suyo... todo sucede a pesar suyo—. Dice: “Soy un astro, perdón por repetirlo, de eso no me quejo, pero nunca he tomado una decisión. Mi padre se encargó de matar a mi madre, llorar mucho y convertirme en mariachi. Todo lo demás fue automático. Las mujeres me buscan a través de mi agente. Viajo en jet privado cuando no puede despegar el avión comercial. Turbulencias. De eso dependo. ¿Qué me gustaría? Estar en la estratosfera, viendo la Tierra como una burbuja azul en la que no hay sombreros.”
Este mariachi es internacional y especial. Habla como español. Repite constantemente cutre, follar, polla y otras lindas voces de la madre patria, y lo hace con gracia, sin presunción. El estilo (ya lo dije) es supremamente ágil, usa frases cortas, efectivas, nada de descripciones morosas. Termina por configurar uno de los mejores cuentos que haya leído en los últimos tiempos —tan huérfanos de buenos cuentistas como Ribeiro o Pedro Gómez Valderrama (habría que recordar que Rubem Fonseca sigue vivo y cada libro suyo es una lección de buen contar.)
La lectura del segundo cuento, “Patrón de espera”, me suscita una pregunta: ¿qué es lo que hace que yo (este lector que soy) tenga interés, incluso pasión, por una escritura? Un estilo inteligente, brillante, agradable, divertido, es una primera contestación. Las otras respuestas serían muchas, pero invariablemente deben concluir con ésta: un buen cuento me debe dejar tan satisfecho como una buena comida con sus aderezos, cárnicos y vegetales, vinos, entremeses y postres (a veces pienso que me gustaría ser muy gordo para permitirme comer mucho sin sufrir indigestiones).
Veamos el inicio de este segundo cuento: “Estoy tan disgustado con la realidad que los aviones me parecen cómodos. Me entrego con resignación a las películas que no quiero ver y la comida que no quiero probar, como si practicara un disciplinado ejercicio espiritual. Un samurai con audífonos y cuchillo de plástico. Suspendido, con el teléfono celular apagado, disfrutando el nirvana en el que no hay nada que decidir...”
Villoro no dice grandes verdades ni anuncia cataclismos, pero tiene la virtud de picarnos dos nervios: el del gusto y el de la curiosidad. No sólo en lo grande y vistoso es certero Villoro, sino en el manejo de la sutileza. Veamos si no esta frase, aparentemente tan inocente, y en el fondo de profunda raigambre sexual: “El infame cuentista describía bien un gesto nervioso, la forma en que ella se toma el pelo para formar un tirabuzón. Clara sólo lo suelta cuando decide algo que no puede comunicar.”
El segundo cuento transcurre en un avión: un protagonista masculino compara dos geometrías, dos lógicas: la que impera en el cielo, mientras vuela, y la que domina en tierra, a partir de que aterriza. Brevedad y efectividad son dos puntos a favor para este segundo golpe de Villoro (pienso, aventuro, tal vez rectificando un aserto anterior, que hay buenos cuentistas en México: Serna, Pitol —en algunos libros, particularmente en Nocturno de Bujara—, Zepeda, Parra, un narrador de Monterrey cuyo mundo es muy particular.
En “El silbido”, tercer cuento, el protagonista es un futbolista en desgracia. Narcos, chinos negociantes, mujeres, rodean a este personaje, que comparte con los anteriores una especie de sino difícil de sobrellevar, como es el del mariachi y el del viajero frecuente de los textos anteriores. Lo curioso de los tres cuentos es que, basándose en anécdotas donde los protagonistas son víctimas de algo, reciben por parte del narrador tratamientos paródicos, que convierten la lectura en una fiesta. Los tres se resignan a sufrir y gozar de sus destinos sin meter las manos, dejándose vivir y convirtiéndose en una especie de neo existencialistas con fuertes tintes mexicanos –lo que les da un colorido muy especial. De nuevo las observaciones inteligentes o absurdas mantienen una atención constante por parte del lector: “Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. He visto fotos de gente que juega en campos minados. En cualquier guerra hay personas desesperadas, suficientemente desesperadas para que no les importe perder un pie con tal de chutar un balón. Tal vez si yo estuviera en la guerra sentiría que no hay nada más chingón que patear algo redondo como el cráneo de tu enemigo.”
“Los culpables”, texto que da nombre al libro, es una especie de estampa de un rancho en el medio oeste norteamericano, donde se reúnen varios hermanos, supuestamente mexicanos, a escribir un guión, liquidar una herencia, fermentar sus rencores y ver pasar el tiempo en un paisaje donde los migrantes, los cazamigrantes y los narcos se disputan el árido territorio. El relato es escueto, directo, y como en los anteriores cuentos, está narrado en primera persona por un hombre al que poco le importa su destino. Es como si lo que les pasara a los protagonistas de Villoro realmente les importara poco, como si su destino fuera por completo fatal e inamovible.
“El crepúsculo maya” relata el viaje de dos amigos por las zonas arqueológicas de Yucatán y Oaxaca. Dos amigos y una mujer que siendo de uno termina siendo del otro. El ambiente y la personalidad de los protagonistas me recuerdan de alguna manera a Meursalt —creo que así se llama— de El extranjero. Hay un aire de extrañeza en todo lo que sucede, una especie de falta de sentido, semejante a la que campea en los textos anteriores del volumen. Lo que sin duda puede decirse de estos cuentos de Villoro es que son diferentes por completo a lo que he leído de escritores mexicanos. Hay, también, o por lo menos yo lo percibo, un sondeo en el espíritu contemporáneo mexicano, lejano a lo que podría llamarse la tendencia antropológica de lo que escribe Fuentes.
El texto final, “Amigos mexicanos”, es una noveleta de corte policiaco en la que está presente el México de hoy y su relación caricaturesca con Estados Unidos. Los protagonistas parecen extraídos de una película de Buñuel: un periodista norteamericano que busca hacer un reportaje sobre el México atroz, un guionista “duro” que le sirve de guía y gurú por este país lleno de gente y situaciones extravagantes: el secuestro “expres”, la “ordeña” de cajeros, la gente “encajuelada” en coches, muñecas pretendidamente chinas que son fabricadas en Tuxtepec por chinos...
El estilo de nuevo es ágil, sorprendente, lleno de inteligencia y de rasgos de ingenio. Algo bien claro es el hecho de que Villoro maneja su territorio con profundo conocimiento, cariño y sentido del humor. Todo lo anterior hace que la lectura de esta noveleta, y de los cuentos anteriores, resulte en una experiencia diferente y agradable. De alguna manera Villoro acepta su realidad, una realidad atroz. Villoro, en este libro, ayuda al lector a conocer este país y a vivirlo con apasionamiento. Parece decir: si aquí nos tocó vivir, por lo menos disfrutemos de lo que nos corresponde.

Una ficción con el aliento de la vida

Claudia Reina

Goran Petrović, La mano de la buena fortuna, Editorial Sexto Piso, México, 2007, 317 p.

¿Es posible que dos personas se encuentren dentro de un libro y puedan moverse con libertad por sus escenarios? Sí, responde el autor serbio Goran Petrović: si se realiza una lectura simultánea de la misma historia, sin importar en qué lugares del mundo se encuentren los lectores.
Anastas Branica concibe un texto construido sólo mediante descripciones, con el fin de habitar allí con su amada, a la que conoció por casualidad en las páginas de un libro. Cuando ella lo abandona, Anastas decide hacer una novela con sus descripciones e imprimirla. Es así como otros lectores tienen acceso al mundo creado por él. Están ahí Zlatana, la antigua cocinera de Branica; Natalia Dimitrijević, quien estuvo enamorada en secreto de Anastas, y su dama de compañía Jelena; el profesor Tiosavljević, quien se ha instalado en un pabellón de la casa para hacer algunos estudios del lugar; Pokimica, el jardinero del lugar y antes agente espía del gobierno; la familia Lacrimosa; dos huéspedes de los que nunca se revela su identidad, que quieren apropiarse del universo creado por Branica y han contratado a Adam Lozanić, corrector de pruebas en una revista y estudiante, para que empiece a hacer cambios en el mobiliario y los alrededores de la casa.
Ahora ya no se trata de imaginar lo que se narra en las páginas de un libro. Petrović ha dado un paso más: lo narrado puede vivirse. Y todavía otro más: no sólo puede vivirse aquello que ha sido descrito por el narrador, sino que el lector puede encontrarse con cosas nuevas en ese mundo. En la novela, el profesor Tiosavljević se dedica a hacer investigaciones arqueológicas en el terreno que imaginó Branica y ha hecho hallazgos inusitados, como el descubrimiento de una concha petrificada, trozos de una sonaja primitiva, el fragmento de una oda a un patricio romano, etc. Es decir que una vez que Anastas concluyó la narración ésta cobró vida y se enraizó en la historia y en el mundo.
Incluso Petrović ha dado un tercer paso adelante: lo narrado puede modificarse, así como lo hacen los dos inquilinos desconocidos a través del corrector que contratan para que haga algunos cambios en el mobiliario y el jardín de la casa. Él utiliza las palabras como herramientas con las que no sólo describe sino da vida. Lozanić recibe el encargo de revisar las telas de la casa y cambiar las partes defectuosas.
Las palabras no sólo le dan materialidad a lo nombrado con ellas, también a aquello que se encuentra en el ámbito del espacio mental. Natalia Dimitrijević empieza a perder la memoria y un día se despierta angustiada porque ha perdido un recuerdo. Lo que hace no es escarbar en su memoria para recuperarlo sino que recorre la casa asomándose debajo de las camas, levanta las alfombras, los manteles, escudriña los rincones. Cuando el olvido se hace más persistente, el no recordar las palabras hace que no pueda utilizar los objetos; como cuando necesita subir una escalera: “Jelena, querida, y ¿cómo voy a subir ahora?... Se me olvidó cómo se llama lo que usamos para subir. La dama de compañía responde: La escalera, señora. Una palabra común, escalera… Vaya despacio, siga la oración, su sentido.”
En este libro —que aparece en su segunda edición con un texto nuevo: “México.jpg”, un relato del viaje del escritor a la Feria de Guadalajara—, se vuelve realidad todo lo que un autor o un lector desearon alguna vez en el momento de escribir un libro o de leerlo: vivir la literatura. Anastas Branica lo hace por primera vez cuando de pequeño lee una historia donde aparece el mar y de pronto se descubre en la playa, se acerca al agua y se moja en ella. Más tarde vuelve a su casa empapado, lleno de arena e incapaz de dar una explicación coherente a sus padres. Natalia Dimitrijević le enseñó a Jelena que en un libro la trama o los personajes no eran lo más interesante sino aquello que no se mencionaba y el lector podía descubrir por sí mismo. Natalia era capaz de desviarse en la lectura hacia una plaza de la que no hubiera una mención, andar por callejones, alimentar a las palomas, o simplemente quedarse sentada en un sitio apartado, lejos de los renglones usuales.
En La mano de la buena fortuna leer significa experimentar realidades a las que no se tienen acceso. Vivirlas y no imaginarlas. Retirarse íntegramente (en cuerpo y mente) a un libro, como Zlatana, que a diferencia de los demás habita la casa permanentemente y lleva desaparecida del mundo cincuenta años, hasta que los inquilinos desconocidos la echan de vuelta a la realidad y las autoridades al no saber qué hacer con ella la recluyen en una institución para indigentes, donde pregunta constantemente a los demás: “¿Tampoco a ustedes los quieren en los cuentos?”
Es así como en La mano de la buena fortuna la literatura ya no compite con la realidad, la iguala, a veces la sobrepasa, y se vuelve la vida misma gracias a las palabras, que se convierten en fuerzas creadoras capaces de absorber al lector a un mundo paralelo al ya conocido. La vieja fórmula que utilizó Dios para crear la tierra se aplica en el universo literario de Petrović: las palabras llevan el aliento de la vida.