miércoles, 6 de febrero de 2008

Sobre la historia natural de la reconstrucción

Carlos A. Aguilera
(Fragmento)

En una de las fotos de Stefan Moses, uno de los pocos fotógrafos alemanes que ha continuado la “mirada” que August Sander desarrollara a principios del siglo XX en su serie Últimos hombres, se observa a una mujer del Museo de Higiene de Dresde decorando las vísceras de varios esqueletos humanos y colocándolos sobre una mesa, en orden. Estos muñecos pedagógicos, por llamarlos de alguna manera, y esta mujer —semiescondida, chiquitica, miope, cuadrada, sorprendida en el momento exacto de la “trepanación”—, casi pudieran pensarse como una metáfora perfecta del totalitarismo y las distintas uniformizaciones políticas que ha vivido el mundo en su historia más reciente. Una metáfora del horror, si pensamos éste como el intento ideológico de convertir a todos en uno, tal y como mostró Zamyatin en su novela Nosotros. Una metáfora de lo que siempre estará por regresar.
Para esto, Moses, que ha venido realizando desde los años sesenta exposiciones sobre los alemanes de ambas partes del muro, con una simplicidad e ironía muchas veces precisa, se coloca delante de los maniquíes (o detrás, según se mire), y encuadra una imagen donde a esta progenitora apenas se le ve aunque se torna todo el tiempo presente. Gran Hermano, al mismo tiempo que se esconde, controla.
¿Pudiera devenir esta foto resumen de todo lo que ha vivido Dresde desde la República de Weimar a la fecha? Creo que sí, e incluso pudiera decir que vendría a ser la portada perfecta para un libro como el de Kurt Vonnegut, un clásico de cómo se articulan comedia y sinrazón bajo eso que algunos filósofos han llamado “nuestra época trágica”. Estoy seguro que esos maniquíes fotografiados por Moses hablarían más sobre el libro que casi todos los cover que he visto de Matadero 5 en varios países e idiomas.
Vonnegut, quien en la noche del famoso bombardeo de Dresde y desde días antes se encontraba preso en una de las jaulas que el régimen nazi había preparado para sus enemigos en la “Florencia del Elba”, cuenta cómo las bombas de la Royal Air Force caían como garrapatas desde el cielo (un cielo oscuro y a la vez intenso) y cómo los edificios y personas saltaban a su vez en dirección contraria como insectos despedazados que aún quisiesen volver a saltar... Cuando todo cesó, hace una pausa el autor de Desayuno de campeones, todo era polvo, mal olor y huecos vacíos. Sólo eso.
Sin duda, una de las cosas que más llama la atención en Dresde, y quizás en todo el Este alemán, es el vacío. Primero porque debido a los bombardeos de las noches del 13 y 14 de febrero de 1945, el centro de la ciudad y, según los historiadores, en un radio de quince kilómetros a la redonda quedó todo muerto. Segundo, porque esos huecos provocados por la ideología (ya sabemos, no hay nada más ideológico que una bomba) fueron rellenados, también, por la ideología misma. En este caso, por esos espantosos edificios prefabricados que el socialismo diseminó como ratoneras por toda la ciudad y que durante años representó el orgullo de Honecker y los que como él convertían el hábitat humano en pura especulación marxista.
Esta situación incluso llegó a Cuba con sus microciudades prefabricadas, sus desastres urbanísticos, y hoy, quizá por el malestar que produce vivir en una suerte de ruina mal hecha, genera más conflictos que ganancias para la maquinaria despótica cubana. Muchos de estos lugares, por ejemplo en La Habana, son verdaderos emporios de trapicheo económico, si es que al mercado negro se le puede llamar keynesianamente economía, y diferentes focos de malestar o protesta proceden exactamente de estos leprosarios donde todos viven en un roce perverso y la privacidad ha sido tachada en nombre de la Patria, la Nación o cualquier otro de los emblemas totalitarios. ¿Es posible convertir al hombre en un perro cuando es obligado a vivir como una rata? Me preguntó una vez un dentista mientras conversábamos en Berlín, y esto parece ser lo que nunca entendió la zoofilia comunista. Perro o rata, rata o perro..., el ser humano nunca podrá ser las dos cosas a la vez, por mucho que se empeñe cualquier manual de marxismo-leninismo o la mayéutica colectiva en su variante más represiva, que es por lo general la que se aplica en países de control total. Por mucho que se empeñen los emperadores en turno.
Si traigo a colación este manual de zoología política es porque con frecuencia me pregunto qué tipo de personas habrán vivido en las casas abandonadas (vacías) que se pueden encontrar en Dresde, qué habrán comido o hecho durante sus últimos años, a quién habrán vigilado, qué habrán visto... Estoy seguro de que cada uno pudiera ser el Oskar Matzerah de una novela, la novela imposible sobre el Este alemán, al mismo tiempo que la negación de ella misma. Convertir a las personas en simples emigrantes o “animalitos” temerosos resultaría muy fácil, bastaría con ponerlos a moverse infinitamente de un lugar a otro o clavarlos en un punto fijo y ordenarles: “No se muevan.” Sin embargo, tal y como sabemos, la mayoría de las veces estamos fluctuando entre dos fronteras, la del deseo de irnos y la del deseo de permanecer: perpetuum mobile y mutismo. Y esta frontera es siempre lo más difícil. Nos obliga a caminar muchas veces, aunque no lo querramos, por el límite.
Esta curiosidad me llevó incluso a pensar en cierto momento en un libro que tratara únicamente sobre esas casas y fábricas abandonadas, esos comedores que poseían aún, algunas, el hule sobre la mesa o restos de empapelado en las paredes. Para ello hablé con un fotógrafo amigo, alguien que ya había hecho fotos “de lo vacío” en la ex Yugoslavia y Estados Unidos, y de cómo la arquitectura, combinada con la estupidez y la historia, no necesitaba otro aditamento para ser exacta (él diría bella) que ese “estar ahí congelada en sí misma”. Con esta idea nos pusimos en marcha. Y si el proyecto no llegó a su final —aún deben estar por algún lado las fotos que varias veces hicimos— fue por razones externas a nuestro deseo de llevar a cabo esa especie de novela posmoderna de lo alemán. Ya sabemos, perro o rata, rata o perro, como me repetía socráticamente el dentista caminando por la antigua Stalinallee y, en medio, el martillo aplastante de la cotidianidad.
Quizás una de las cosas que mejor ayude a entender esto que vengo diciendo sean las imágenes que en 1990 hiciera Moses del conocido dramaturgo alemán Heiner Müller en Berlín-Hellersdorf. Müller se encuentra delante de uno de estos grandes monstruos prefabricados con un tabaco en la mano, mientras alrededor, y suponemos por casualidad, un grupo de niños juega en un parque. El edificio (los edificios), que por la perspectiva y angulosidad de sus líneas parece imponente, nos lleva de inmediato a eso que con tanto énfasis el autor de Medea material y Cuarteto se preguntó en sus textos: ¿dónde termina-comienza el territorio público y cómo hacer para crear dentro de ese “nosotros” un bios privado que no pueda ser engullido por la garganta estatal? ¿Cómo devenir realmente individuo?
Como sabemos, de esto es precisamente de lo que se trata bajo el comunismo; la pregunta que, por mucho que la disfracemos, permanecerá siempre sin respuesta: la urpregunta. Y los edificios estilo Honecker, que al igual que en la época de Hitler no eran más que la decadencia de un movimiento anterior (en este caso, un neoclasicismo ridículo), son jaulas parlantes. No sólo porque eran más feos que todos los que se construyeron en ese momento al otro lado del muro —los sesenta y setenta fueron en todos los lugares, arquitectónicamente hablando, espantosos—, sino porque en el Este eran hechos en nombre del Hombre, la solidaridad humana y la grandeza de algo que nadie veía por ninguna parte. En nombre de “la victoriosa lucha contra la enajenación capitalista”, como cacarearon en diferentes momentos los altoparlantes del Komitern. Y no hay cosa peor que cuando el hábitat propio se convierte en artefacto ideológico, trofeo de guerra.
¿Tendría esta misma sensación Heiner Müller cuando Stefan Moses le sacaba las fotos? Eso ya nunca lo sabremos. Sin embargo en el rostro del dramaturgo hay un rictus irónico, una mueca, como de aquel que dice: “yo sé, yo sé...”, y sonríe bajito. Al final, los esqueletos del Museo de Higiene pudieran ser comparados a los edificios sajoneshabaneros por su serialidad, su afán pedagógico-propagandístico y su lado monstruoso; lado que ni siquiera se redime cuando pensamos en la “carencia”. Edificios y esqueletos representaban (representan aún) el triunfo del arte según la ideología, de la ideología mala quiero decir; esa que convierte en estereotipo lo cotidiano y construye pautas para la literatura, la arquitectura, la creación en general. Esa que nunca se equivoca. Y como escribiera Steiner, el reverso de la libertad no es la cárcel, la guerra o el despotismo, entendiendo esto último sobre todo como no-solución política. “El reverso de la libertad misma es el cliché.”
¿Entraría una reflexión sobre el cliché en ese proyecto Dresde que mencionaba antes? Lo más seguro es que sí. Y lo que me preguntaba cada vez que salíamos a realizar fotos era cómo hacer visible en nuestra metanovela ese vacío que se pega al estereotipo y termina convirtiéndose en la repetición para miles de personas: la abulia. Recuerdo que especialmente curioso nos resultó un conjunto de edificios medianos que se encuentran en el camino hacia Pirna... Conjunto que en el viejo Mitsubishi de mi amigo, el fotógrafo, alcanzábamos desde mi casa en veinte minutos, si teníamos la suerte de no perdernos en el hueco esquizo que es toda ciudad en la noche. Y con lluvia o sin ella nos obligaba a realizar interminables sesiones para poder captar lo visible sobre aquel cementerio de edificios que se extendía ante nosotros.
No es que estos edificios fueran interesantes en sí mismos. Podría afirmar con cierto cinismo que ni siquiera eso eran. Lo que les confería a estos “mamuts” otro estatus era precisamente su abandono, su valor-nulo-de-uso, la vida chiquitica que imaginaba había deambulado alguna vez por ellos y que ahora se contraía a cero. Ver que junto al timbre de la puerta colgaban aún nombres que nadie se había detenido a borrar: una tal familia Schmidt, un Magister Stepputat (magister en qué, se pregunta uno...), un tal Kohle..., le daban a ese futuro libro de interiores y textos una coherencia perversa, un punctum. Y una novela es sobre todo hacer que un pequeño núcleo vaya creciendo hasta que se convierta en algo dificil e intragable, para el propio creador, digo. Algo que probablemente nunca más volverá a leer el resto de su vida. De ahí que muchos escritores no puedan pasar de escribir la segunda o tercera novela, e incluso cuando lo logran, muchas veces acceden a ella desde la locura, como es el caso de Robert Walser, en Suiza, quien después del Jakob von Gunten sólo garrapateó pequeños microrrelatos hasta que se internó en un manicomio y desapareció.
¿Puede llegar a hablar la literatura de otra cosa que no sean experiencias privadas, ficciones, memoria colectiva, sujeto frágil, pasado?

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