miércoles, 6 de febrero de 2008

Las desventuras de la “teoría”

Gustavo Adolfo Morán
(Fragmento)

A.A. V.V., La luz que va dando nombre. Veinte años de poesía en México (1965-1985), Secretaría de Cultura, Puebla, 2007, 208 p. (Prólogo de Alí Calderón y Jorge Mendoza; selección de José Antonio Escobar, Jorge Mendoza y Álvaro Solís)

Las generalizaciones son contraseñas de ingreso que, tras la lectura, deben de abandonarse. En México, y en los países donde la democracia —incipiente, plena— posibilita diversos modos de manifestarse, la proliferación de la escritura —expresada en la abundancia de publicaciones periódicas que instituciones públicas o privadas ponen en circulación— dificulta las taxonomías: por más que éstas se empeñen en albergar juicios duraderos, la movilidad de quienes escriben torna ficticias esas instantáneas. No habiéndolas, la mirada crítica elabora discursos temporales que requieren de mayor sagacidad para revestir de firmeza sus apuestas. Quienes, con malicia o sin ella, interpretan la realidad literaria en papeles que el tiempo trastorna, poseen los méritos que revisten los agitadores del orden: los acontecimientos los arrastran, los condenan o les ofrecen pedestales rara vez perdurables. Con frecuencia, en un gesto que se quiere ganado por la candidez, invocan “sanidad” literaria en tanto emiten guiños destinados a conseguir espacios de poder.Aunque Gabriel Zaid elevó la voz en su Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) por la vigencia de un mapa poético que se detuvo en 1966, las posteriores fotografías de grupo con paisaje que son las antologías no han dejado de merodear ese comienzo de lustro. (Asamblea de poetas, no está por demás decirlo, repara más en el número que en la calidad, más en la voluntad del testimonio que en el examen de la poesía.) Así, Poetas de una generación (1940-1949), de Jorge González de León, prolongaría y cubriría al mismo tiempo los siguientes años a 1966. Así, en otra aproximación, El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002, de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo Varela, arranca su selección con Jorge Fernández Granados, un poeta nacido en 1965.
Más objetada por los intereses que nacen de la vida pública que por razones estrictamente literarias, El manantial latente… abre sus páginas con Fernández Granados también, sin duda, por una razón más, una razón de orden especulativo que el autor de Resurrección ayudó a construir. Sus reflexiones sobre la poesía de fin de siglo enriquecieron, se infiere, las aproximaciones teóricas de Lumbreras y Bravo Varela. Las “intencionalidades o actitudes frente a la escritura” que Fernández Granados atribuyó a cada punto cardinal poseen un fondo no menos lúdico que descriptivo: Norte: Cultivadores de la imagen; Sur: Poesía referencial o de la experiencia, etc. Por su parte, El manantial latente… ordenó su muestra en “cinco estratos de discurso”: experiencial, metalingüístico, imaginístico, adánico e inefable.
Si en el año 2002 la muestra de El manantial latente… incluía a 38 poetas, en 2007 La luz que va dando nombre. Veinte años de poesía en México (1965-1985) propone casi el doble: 74 vates con mucha barba, unos, y, con mucha falda, otras. El primero, Jorge Fernández Granados; Samuel Espinosa, el último, nacido en 1985. ¿Y qué hay de original o de nuevo en esta antología? Nada, o casi nada, aunque las apariencias y las ganas de creerlo obliguen a pensar lo contrario. Primera impresión: La luz que va dando nombre… parece el “lanzamiento” de doce poetas originarios o residentes en Puebla; el 16.2 %, planteado en términos estadísticos. Segunda impresión: Alí Calderón y sus contertulios no tienen paciencia; la prisa los condena.
Lo que el prólogo de La luz que va dando nombre… enuncia con visos de novedad —en una prosa que, conforme se despliega, exhibe más sus contradicciones—, Calderón & Mendoza pronto lo echan por la borda. Aseguran que la suya es una “antología de poemas, no de poetas”. Se escudan en Borges: “Que un poema haya o no haya sido escrito por un gran poeta sólo es importante para los historiadores de la literatura (…) Quizá sea mejor que el poeta no tenga nombre.” Ofrecen partir, modestos como son, “de la verdad débil, no totalizante, no infalible —mucho menos infalible—, que se resume en el aforismo de Nietzsche: ‘No hay hechos, sólo interpretaciones’.” Su criterio infalible: el “lenguaje literario (que) sustenta nuestra antología y la organiza”. Así que encuentran en la poesía mexicana reciente ocho tipos o lenguajes literarios: connotación de sentimientos, trabajo del significante, neobarroco, imágenes de la naturaleza, música, humor e ironía, automatismo, norma juvenil o slang citadino. Hasta aquí lo sustancial. Sustancial, sí, como propuesta. Lo demás es cuestionable por su pobreza sociologizante o porque el prólogo se empeña en polemizar, distante de la honradez intelectual, con quien se ponga el saco.
La enésima querella que entablan en diez líneas con El manantial latente… es una boutade en medio de un discurso indeciso: “académico” y a ras de suelo, pero también irresponsable. “Académico”: después de glosar, en la página nueve, el planteamiento de Fernández Granados, la cita innecesaria —recurso de pedantes— de Bertil Malberg. Irresponsable: ningún otro calificativo merece la referencia, en la página diez, a Pablo Molinet. Como si de Jesucristo superestrella se tratara, la aparición intempestiva de ese nombre eleva el párrafo a las alturas que exhibe la prosa del pendenciero alebrestado por las copas: “Liquidar —como lo ha dicho Pablo Molinet— en cinco líneas el trabajo de una cantidad de poetas es querer convertirse en pontífice de la poesía mexicana.” ¿Importa el lector? Está claro que no.
Como La luz que va dando nombre... y su adhesión “a la verdad débil”, los prologuista de El manantial latente… escribieron que “no puede jactarse [el libro] de crear dictámenes definitivos sobre la producción lírica actual de nuestros país; reconocemos que las bajas y altas de los poetas que conforman esta promoción será, en los próximos años, una dinámica regular”. ¿Entonces para qué pleitear?
La verbosidad que Calderón & Mendoza esgrimen al señalar que en la poesía mexicana siempre ha habido bandos es el último suspiro de quienes anhelan contendientes para justificar sus ambiciones. Cancelada la utopía, disminuido el deseo por el reblandecimiento de la ley, los bandos que continúan viendo los prologuistas de La luz que van dando nombre… son, más bien, fantasmas: fantasmas que carecen de lustre porque a su alrededor ningún Hamlet asoma. Obran como si los prologuistas fuesen san Jorge y, por su inmaterialidad, el amenazante Dragón en el que descubren la peligrosidad del otro bando. Es artículo de fe solicitar que “poetas, críticos y lectores (sean) honestos hasta el fanatismo (…), fieles siempre, rabiosa e irremediablemente, a la palabra poética”, salvo que Calderón & Mendoza carecen de candidez: cada paso que dan se distingue por el lustre del huarache.

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