martes, 30 de octubre de 2007

La invención del invierno

Alejandro Badillo
(Fragmento)

Estaba en el balcón, apoyado en el barandal, tratando de encontrar algún equilibrio en los árboles, sin poder evitar que el resplandor de la única lámpara de la calle le iluminara las manos. Esa noche, como las anteriores, había escuchado los pasos de la niña ciega, justo en la entrada del edificio. Inclinó la cabeza para seguir de cerca los sonidos, el crujir de la madera bajo los pies leves y blancos. Imaginó un poco de arrogancia en su desplazamiento, la mano que apartaba sombras para ir al encuentro de objetos conocidos: la grieta en la pared, el florero cuya ubicación le daba un punto de referencia, una nueva seguridad para seguir avanzando. Fue por el vaso con ginebra mientras los pies se detenían, tal vez desconcertados por un obstáculo en el camino, buscando en la duda un poco de aire frío bajo la puerta. No pudo beber en el lapso de silencio que siguió y, con la mano sosteniendo la barbilla, se limitó a observar los hielos en el vaso, el reflejo de la luz en el cristal que alcanzaba la punta de los dedos. Quiso salir al corredor, asomarse al cubo de la escalera, pero supo que ella estaba jugando, que su figura se mantenía muy quieta contra la pared, el pecho con una pequeña cruz de oro que subía y bajaba. Volvió a la contemplación del vaso, sopesando la última conversación con el hombre, la propuesta dicha entre humo y una espesa penumbra. Los pasos se reanudaron afectados por un ritmo distinto, desordenado, que prolongaba el desconcierto, el engaño de perderse en otros pasos, los del inquilino anónimo cuyo recuerdo comenzaba a ser un fantasma. Comprendió entonces la naturaleza de la derrota, el azar que lo tenía en el cuarto con la espalda encorvada, el frío en los labios, buscándole los ojos. Apretó la mandíbula y los dedos. Supuso que podía hacer un esfuerzo, tocar sus cabellos, mirarle los ojos. Ensayó como si la tuviera ahí, dispuesta a escuchar un alegato inútil, algún lloriqueo: razones suficientes para disponer de ella y alargar la vida de otra. Al terminar, resignado, alzó el vaso y saludó el pacto entre los dos que ella aún desconocía y cuyos pormenores bosquejaba todas las noches. Mantuvo en alto el vaso unos instantes más, en busca de un consuelo retardado y ajeno. Al primer trago los pies de la niña sacudieron su inmovilidad, reanudaron la marcha y comenzaron a subir por las escaleras, al principio muy lentamente, después más rápido, apresurados por el miedo, por la incipiente sospecha. Dejó el vaso en la mesa, escuchó con complacencia el final del recorrido, los pies blancos, los dedos finos hurgando el contorno de las sombras. Las manos tantearon la puerta hasta encontrar la perilla, la giraron con cuidado, como si ensayara una maniobra clandestina cuyo único objetivo era el juego, la burla del silencio. El alcohol bajó por su garganta mientras trataba de convertirse en alguien amable, alguien capaz de decir buenos días, un saludo que ayudara a definir su rostro; una mirada que ella pudiera imaginar, limpiarla en sus noches de niña sola. Movió los dedos, atrapó sin querer un trazo de luz que perduraba en el amarillo de las uñas, en los nudillos ruinosos y enfermos. El timbre del teléfono sonó:
—¿Hola?
—Soy yo… ¿qué respuesta tienes?
—La misma… necesito el dinero —dijo buscando consuelo en las palabras, en la voluntad de imaginar la voz al otro lado de la línea.
—Ya tienes los datos… ésta semana sus padres se van de viaje y la criada que la atiende duerme en un cuarto aparte. No habrá problema.
—No sé si pueda —respondió teniendo una idea más certera de sus párpados hinchados, de los ademanes de hombre lento, gordo.
—Ella vale mucho…
—Sabes que no es fácil —respondió buscando consuelo en la luz de los faroles que ahora caía como una densa cortina amarilla. El equilibrio de los árboles se rompía interrumpiendo el sueño de los pájaros.
—Te doy un consejo… No lo pienses mucho.
—Pienso en Gertrudis
La impaciencia le ponía tensa la quijada, le hacía nadar en agua espesa. La línea había quedado en silencio y él pudo ausentarse para fijar los ojos en la oscuridad y buscar alguna excusa. La imaginación pronto lo llevó a la muerte, a Gertrudis en una cama de hospital. Gertrudis con el corazón exhausto, renqueante como un viejo prematuro. Gertrudis en una habitación blanca, rodeada por el silencio blanco de los hospitales. Un tenue olor a cloro se metía en los pliegues de las ropas mientras un pitido rompía el silencio, se traducía de inmediato a gráficas impersonales, líneas verdes, rojas, otra vez verdes. Él estaba ahí, mirándola de lejos, escéptico, como si estuviera contemplando un mal sueño. Gertrudis sostenía por un momento el contacto con sus ojos, pero casi de inmediato bajaba la vista, la desviaba como si necesitara evaluar la pequeñez de su mundo, las arrugas de la sábana, las venas cansadas, casi transparentes de sus brazos. A veces imaginaba que soñaban los mismos sueños: espacios en blanco, entrelazados, que no se extendían en el tiempo, que llenaban sus cabezas con un goteo pesado y consistente. En medio de la pereza despertaba con la sensación de una voz que murmuraba sus nombres, una y otra vez, como si estuviera empeñada en repetir los pormenores de una despedida demasiado anunciada, dicha hasta el hartazgo. Gertrudis con el corazón renqueante. Gertrudis con un latido somnoliento.
—Pienso en Gertrudis —repitió antes de colgar y volver a diluir el recuerdo. La noche era silenciosa y sin desvestirse se acostó en la cama. Luchó unos instantes para no mover el cuerpo, para sentirse mueble inerte, abandonado. Pero los dedos de los pies aún se movían, como si sintieran la aproximación del agua. Buscó en el techo alguna figura conocida, pero sólo pudo pensar en el insomnio, en el punto luminoso que le abría los ojos y cuyo único objeto era consumirlo entre las sábanas. Resignado, escuchó el crujir de la madera. Fue entonces, en la espera inútil del sueño, que decidió el rapto.

II

Había estado en el balcón la primera vez que miró sus ojos. La luz de los faroles distraía su atención, le impedía concentrarse en sus manos, las despojaba de su tristeza, de atributos mágicos que les daba porque le disgustaba contemplar sus manojos de venas, la vejez de los nudillos, la asimetría en las líneas que abrían caminos en las palmas y que anticipaban nuevas derrotas. Después de estudiarlas apenas tenía ánimo para dar vueltas en la habitación, para pensar en Dios, en su naturaleza silenciosa que ponía en duda su existencia, una bondad apenas perceptible en su vida y que él adivinaba inútil, tan sólo suficiente para dejar manchas de humedad en la habitación. Antes de su llegada al edificio había soñado con una niña ciega, con su mirada cubierta por una película blanca y muy fina, casi un velo de sal o de seda, sin embargo descubrió dos ojos limpios, grandes, de una belleza inerte. Esa noche, aburrido de sus manos, la contemplaba caminar con torpeza por el jardín: un animalillo expectante, tratando de descubrir el sonido de algún nuevo insecto, esperando encontrar alguna flor desprendida por las notas doloridas de la lluvia. En la búsqueda había volteado en dirección al balcón, alertada, tal vez, por un ruido que él había provocado sin querer. La respiración se hizo más lenta. El aire se estancó y dejó de mover una maceta colgante. Ella balanceó la cabeza; estrechó los párpados, inquisitiva, como quien aguza la vista en la oscuridad en busca de una vela. No pudo evitar el verde de los ojos que ahora le parecía impuro, contaminado por diminutos paisajes de sombra, algún brillo exagerado. Pensó entonces que su desgracia era el exceso de vida, la oscuridad provocada por un sacrificio de luz. Miró de nueva cuenta sus manos; alguna nube manchaba la luna, se diluía como un chorro de tinta derramado en el agua. Su pensamiento se volvió ciego un instante y vagó con torpeza, así pudo rememorar el accidente de su vida, la postal enviada desde la costa a Gertrudis; después hubo un poco de somnolencia, una ligera inmovilidad en la memoria y sólo pudo ver un relámpago detenido en el cielo, los restos de nube que aún perduraban y que se enroscaban como dos gatos enfurecidos, en celo.

III

“Sus ojos se oscurecen con el tiempo”, murmuró satisfecho de su verdad recién descubierta. Estaba al otro lado de la puerta, agazapado, sin un plan preciso para ejecutar el rapto. Inclinó la cabeza, imaginó a la niña silenciosa, con los pies descalzos, jugando a extender la mano, moverla lentamente, hacia la derecha, como si descubriera por accidente un limo oculto bajo los dedos o como si estuviera segando un campo de trigo imaginario. Hacía frío a pesar de que faltaban meses para el invierno. Tal vez no alcanzaría el dinero del rescate, tal vez Gertrudis, su corazón, comenzaran a cuartearse antes de llegar con el dinero. Del otro lado de la puerta llegaba un débil siseo. Pensó en una llama diminuta, insuficiente para contener el frío que serpenteaba por el piso, que subía hasta la bombilla para pulir su luz y llenar el corredor de muerte. La niña ciega, sentada en una silla demasiado alta, balanceaba los pies desnudos, lo hacía con cuidado, como si estuviera agitando un estanque lleno de peces. Con un poco de dificultad, bajaba de la silla y permanecía indecisa, formando coordenadas, inventando pasos que la llevaran al encuentro de antiguas islas de luz aún existentes en la madera y que le ofrecían un camino seguro hacia la puerta. Dio algunos pasos. Del otro lado la aproximación era percibida como amenaza. Ella, de alguna forma, se había familiarizado con los movimientos de su cuerpo, con el espacio que ocupaba su respiración cuando estaba nervioso. El trayecto hacia la puerta era más seguro, ya no un tiro al blanco en la penumbra sino una aproximación segura, paciente, hecha para hacerlo sentir avergonzado. Se alejó de la puerta y subió, derrotado, las escaleras. Estuvo en su cuarto caminado, dando vueltas, asomándose a intervalos al jardín. Dibujó hasta que los dedos se le entumieron. A medianoche sonó el timbre del teléfono: una conversación muy parecida a la del día anterior, la promesa firme de realizar el rapto. Después de colgar la bocina la habitación quedó en silencio, bajó de la cama y comenzó a recorrer la habitación a ciegas, tanteó el aire, intentó recordar la disposición de los muebles. Soltó una maldición cuando las rodillas golpearon el filo de un cajón abierto. Unos momentos bastaron para que se sintiera tranquilo, aspiró con fuerza, como si estuviera recolectando el perfume de una selva oscura y así llegó con seguridad a la mesa de centro. La mano derecha exploró un diario carcomido, lo empujó a una esquina derribando sin querer un objeto cuyo ruido le hizo pensar en un salero. Lo comprobó cuando al seguir avanzando algunos granos invadieron el interior de las uñas. Hubo un presentimiento, similar al que sueña con un cadáver en la playa y los dedos comenzaron a rascar la madera, a expulsar la sal con angustia. Sólo tuvo paz cuando el último grano se desprendió. Volvió a la cama. Sin abrir los ojos encontró el interruptor de la lámpara y la apagó. Las puntas de los dedos temblaban, antes de abandonar la cómoda rodearon —triunfales— la superficie de un cenicero.

IV

La vida en el hospital avanzaba y se detenía. A veces la vista iba de sus manos a los azulejos blancos, al murmullo en el pasillo que confundía con una incipiente lluvia. A la misma hora, en el cuarto de al lado, se elevaba una voz femenina, una oración que —estaba seguro— había escuchado de niño. La noche dejaba paso a una madrugada estéril, menos confusa. Gertrudis dormía y era entonces cuando le contaba del plan, en voz baja, esperando —tal vez— un absurdo consentimiento. Murmuraba restos de frases, hilaba fechas, proyectaba los hechos a un futuro promisorio. Después de un rato se arrepentía y hablaba de su soledad, la iba enfocando poco a poco hasta reducirla, despojarla de su heroísmo y volverla una serie de acciones inconexas: narró la compra de un panqué con pasas, siluetas dispersas en el andén del metro, el letrero apagado de un café de chinos. Se miró entrando al edificio, volviendo a unir las piezas del día. Con voz tranquila le contó a Gertrudis cómo lo dominaba el insomnio, cómo permanecía al borde de la cama, imitando los gestos de un hombre que ofreciera a su vida un poco de indiferencia. Tenía entonces la necesidad de acompañar con la mirada la trayectoria de algún insecto, de gritarle a la gente que quería dormirse y, después, con inusual rebeldía, destruir sus dibujos, derramar el resto de la ginebra entre las sábanas. Mientras Gertrudis dormía estaba extrañamente apaciguado, más dispuesto a los detalles, aceptar que sólo quería mirar sus manos, extenderlas, sentir su peso sobre la almohada cuando le hablaba…
¿Piensas que la vida está contenida en las manos? Compro pliegos de papel, hago reproducciones de ellas y las pego en las paredes. Después de una sesión prolongada de dibujo los dedos dejan incompleto un último trazo y se entumecen, como si estuvieran sufriendo un repentino ataque de hipotermia, entonces los alejo de la sombra, y busco un poco de luz blanca para calentarlos. Ahí examino cada milímetro de piel, cada arruga, cada línea que representa la suma de mis padres y mis abuelos. ¿Puede variar, con cualquier decisión, el trayecto de una línea? ¿Puede alterarse la conjunción de una con otra? Sólo sé que no puedo dejar de mirarlas, que dibujo sus contornos y el vacío que resta lo lleno con mapas, datos inútiles, signos tuyos y míos. ¿Crees que exista una clave secreta en ellas, algún código que nos permita resolver nuestras vidas? En las noches la textura de mis manos es frágil, de papel de china. Palpo con ellas el frío de las sábanas, imagino que rodeo una luna tumefacta que se hace agua para que no olvide que están vacías, huecas. Tengo las manos huecas, Gertrudis, y por ahí te me escapas en las noches, por ahí nos vamos los dos y cuando despierto sólo retengo algún rastro, el olor de una lluvia antigua.

El resplandor de la ventana atraía insectos nocturnos. Atraídos por la luz golpeaban una y otra vez el vidrio. No podía seguir hablando. En realidad había dicho todo. Cansado, por hacer algo, trató de imitar con las manos el inútil revoloteo. De la nube de insectos se desprendió una falena parda, aún húmeda por la lluvia. Dejó de mirar la ventana cuando escuchó que la puerta se abría. Una enfermera morena, delgada, entró para tomar datos y cambiar el suero. Gertrudis no despertó aunque durante el procedimiento apretó los párpados, como si en el sueño sintiera un dolor lejano, quizá placentero. La falena seguía tras la ventana, aunque el escarceo amoroso con la luz la había dejado exhausta, patas arriba, con estertores en las alas que la enviaban a la muerte. Somnoliento, recargó la cabeza junto a las piernas de Gertrudis. El pitido de la máquina era un lenguaje secreto que además de registrar los latidos del corazón medía también la vergüenza, el frío en los ojos. Entró en el sueño para sentirse redimido, para entrar a un terreno donde aún podía incendiar los días, reconocer pasajes de su vida convertidos en una serie de escenas absurdas y felices.

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