martes, 11 de septiembre de 2007

Material de lectura

Enrique Serna
(Fragmento)

a Marie-Ange Brillaud

—¿Cómo que no vienes? —reclamó Mireya—. Pero si ya compramos los boletos del avión y no tienen reembolso.
—Lo siento, mamá —se disculpó Flor—. Me encantaría poder acompañarlos, de veras, pero resulta que ayer corrieron al gerente administrativo, y ahora tengo el doble de chamba. No me puedo tomar vacaciones con tantas broncas en la oficina.
—Pues nos hubieras avisado con tiempo, para cancelar el viaje —insistió Mireya, que no creía en la disculpa ni en la falsa pesadumbre de su hija.
—Te juro que me da una pena horrible, ¿pero quién se iba a imaginar este desbarajuste? Dile a mi papi que me disculpe y diviértanse mucho.
So pretexto de tener que despachar asuntos urgentes, Flor colgó sin dar más explicaciones, como para dejar en claro que había dicho la última palabra y no aceptaría ningún chantaje sentimental. Su abrupta despedida ofendió a Mireya más aún que su deserción. De unos años para acá, Flor la trataba como si fuera una vendedora impertinente, o algo peor, una limosnera de compañía. ¿Para eso le había prodigado cariño desde la cuna? ¿Para tener que soportar sus bofetadas y sus desprecios? Estaba tan indignada que al sorber el café derramó unas gotas calientes sobre su falda. Maldito pulso, necesitaba controlar esa temblorina o acabaría derramando toda la taza. Mientras se limpiaba las manchas con la punta de una servilleta húmeda, intentó adivinar los verdaderos motivos de su hija. Flor no necesitaba trabajar para vivir, ni había tenido nunca problemas para tomarse vacaciones en cualquier época del año. Simplemente quería evitarse el fastidio de convivir con sus padres durante cinco días de sopor, en un paraíso ecológico sin distracciones mundanas. Debemos de parecerle un par de viejos ridículos y aburridos, pensó, y quizá tenga razón. Pero entonces, ¿por qué no se negó desde el primer momento? Cuando Nicolás la invitó a la selva del Amazonas, hasta le brillaron los ojos de gusto. ¿O estaba fingiendo para complacer a su padre? Sí, en el restaurante no se atrevió a desairarlo, porque a pesar de todo, su autoridad le impone, pero a la primera oportunidad encontró una buena excusa para zafarse. No huye de mí, siempre nos hemos llevado bien. Lo que no soporta es tener una estrecha convivencia con su papá. Prefiere quererlo desde lejos, asomarse una vez al mes a la jaula del gorila, sin meter la mano entre las rejas. Total, para aguantar las mordidas estoy yo, ¿verdad, cabrona?Era martes y, por fortuna, ese día Nicolás se quedaba toda la tarde jugando dominó en el Club de Industriales, con sus excompañeros de la vieja guardia política. Después de comer sola su dieta vegetariana, fue al salón de belleza para hacerse la manicure, respondió algunos mensajes por internet, y a las siete de la noche el chofer la llevó a la reunión de su círculo de lectoras en casa de Karen Lozano, la anfitriona del mes. En el trayecto de San Jerónimo a Polanco se quedaron atascados más de media hora en el segundo piso del Periférico, pero le gustaba tanto asistir a esas reuniones que apenas si reparó en las molestias del tráfico. No se las daba de culta, porque tenía una pasmosa facilidad para olvidar títulos y nombres de autores, y jamás había podido hincarle el diente a las novelas difíciles de Saramago o de Salman Rushdie. Pero devoraba los best sellers de moda, cuanto más gordos mejor, y en las reuniones se distinguía por ser una de las lectoras más participativas. Esa noche la tertulia estuvo dedicada a una novela erótica, Las edades de Lulú de Almudena Grandes, que discutieron con un alborozo ingenuo de colegialas tardías. Pasada la ronda de comentarios críticos, la envidiable potencia sexual de los galanes de la heroína les dio pábulo para escarnecer la virilidad soñolienta de sus maridos. A juzgar por el tono visceral de los sarcasmos, Mireya sacó en claro que no era la única esposa sometida a un régimen de abstinencia forzosa. Pero en vez de consolarse por el infortunio colectivo, le molestó ver su frustración multiplicada por veinte. Si tanto les fastidiaba la herrumbre conyugal, ¿por qué no tenían el valor de independizarse? Ya no eran jóvenes, la menor del grupo andaría por los 45, pero de cualquier modo, ninguna edad, por avanzada que fuera, justificaba esa resignación fatalista, esa atrofia de la voluntad. ¿Tenían miedo a envejecer solas o demasiado apego a la cartera de sus maridos?
Regresó a casa al cuarto para la una, un poco sobreexcitada por la ingesta de café, y apenas entró a la alcoba escuchó roncar a Nicolás, que una vez más se había dormido con la ropa puesta, despatarrado en posición transversal, chorreando baba por los belfos colgantes. Cuando no se iba de francachela con los amigos del dominó prolongaba hasta la medianoche los coñacs de la sobremesa: el caso era que siempre llegaba trastabillando a la cama. Tenía la tez amarillenta salpicada de manchitas negras (las “flores de muerto” de la vejez), el cabello entrecano muy tupido y una papada de tres pliegues que se inflaba con cada ronquido. Rezumaba alcohol hasta por las orejas, y sin embargo, por la fuerza de la costumbre, su hedor a fruta descompuesta había dejado de repugnarle. Con una paciencia de santa le quitó los zapatos, el cinturón, la corbata, sin perturbar su sueño, y lo empujó suavemente al lado izquierdo de la cama. Repetía la misma faena dos o tres veces por semana, al grado de considerarla parte de sus quehaceres domésticos, como regar las azaleas del jardín o ir de compras al súper. Pero esa noche, herida por el desaire de Flor, se avergonzó más que nunca de su abnegación servil, pues comprendió que su hija no sólo quería evitar a Nicolás: también la despreciaba a ella por ser una mujercita genuflexa, indigna, consustanciada con la pestilencia. Pensará que me merezco tener un marido así, que somos tal para cual, y quizá tenga razón: en el fondo soy masoquista. Odio a este bulto apestoso, pero me sentiría huérfana si no durmiera con él.

Ensayo sobre la realidad

Gabriel Bernal Granados
(Fragmento)

Un poema engloba la realidad entera. No el mundo y todo lo que hay, lo que hubo y habrá en él, como en la esfera multiforme de Borges, sino los diferentes pedazos que para el ojo constituyen la realidad. El ojo y su imperfección de mirar. Los elementos, sin embargo, reposan en una suerte de ensamblaje caótico, perfecto. Y nosotros, perplejos, nos aproximamos. Tímidas aproximaciones a la realidad a través de la palabra, como en la larga meditación de Rilke sobre la rosa, “el irremplazable, / perfecto y dúctil vocablo, / que el contexto de las cosas encuadra”...

Abandon entouré d’abandon,
tendresse touchant aux tendresses...
C’est ton intérieur qui sans cesse
se caresse, dirait-on;
se caresse en soi même,
par son propre reflet éclairé.

( Abandono rodeado de abandono / y ternura tocando las ternuras... / Es tu interior que, sin tregua, / se acaricia, diríase; / se acaricia en sí mismo, / por su propio reflejo iluminado.
Rainer Maria Rilke, Les roses / Las rosas, versiones castellanas de Eduardo Lizalde, 1996.)

Espacio que se regodea y refleja en sí mismo, realidad autónoma, que se piensa y se agota, se habita y deshabita, documento nada fácil de asir. Como un pájaro: la rosa, universo delicado en cuyos pétalos se encuentra tatuado el secreto de todo lo demás.
El ojo y la rosa.
El espejo, el ojo y la rosa.Empero, en nada ayuda el lirismo si queremos referirnos a la realidad y a su engañoso misterio, a su trama / Traum / “hasta que todo el verano se vuelve una alcoba, / una alcoba en un sueño”. Como De Chirico y Delvaux, Rilke está poseído todavía por la estética del sueño. Su realidad, por más concreta, rotunda, absoluta que ésta sea, es inasible. Edifica. Paraíso delicado que el poeta de Praga construye con la yema de sus dedos femeninos. No cuestiona el poema en cuanto herramienta mecánica de aprehensión de la realidad. Lo corona. Deja que se escriba a sí mismo y por sí mismo signifique. Sabe que es un brazo. Un espejo. Retina que congela las imágenes sin describir. Enarbola y cuestiona más allá. El poema se vuelve metafísico no por virtud de los objetos que nombra sino por la realidad a la que aspira, habiendo sentido sin embargo la derrota amarga del decir en sí. Espacio retórico vacío que se colma por ese descuido de la Nada que nombramos Ser...

En esa cifra

Coral Bracho

Filtra ese espacio
entre viñedos, entre palabras
que no reflejen. Que sus líneas se tracen
entre hilos finos; que una hechizada resonancia
lo extienda,
dentro y fuera, un mar oscuro
levante y vuelque su fuerza en él,

su fuego oculto
atizando; abismo y dádiva el hondo

antiguo cauce: llama de fluido rastro
e irradiados senderos,
de frágil
y ardiente urdimbre; un mismo aliento y eco
monte y sombra,
savia y ola brevísima; un mismo arrastre

y huella su desbordada superficie al trasluz,
grave, entramada cordillera su incendio suave,
su sonoro perfil;

que una selva lo inunde, lo avasalle
y entre sus frases arda;
que su trazo se encienda en ese gesto,
en esa cifra heredada, esa semilla.

La causa tipográfica

Matías Serra Bradford
(Fragmento)

Luis Chitarroni, Peripecias del no (Diario de una novela inconclusa), Interzona, Buenos Aires, 2007.

A
Peripecias del no delata los avatares de una revista literaria mítica, imaginaria. La invención y la puesta en escena de ese mundo nos remiten de inmediato —y es ésta una novela de remisiones, de remitentes— a un Dr. Moreau que en otra isla crea una serie de marionetas cuyas diligencias y pasividades pueden seguirse en pantallas debidamente emplazadas en diversos rincones de la isla. Sobre cada tela se proyecta una cinta sin fin, páginas y páginas de los textos que cada uno de los autómatas publicó o desistió de publicar en esa revista. Durante algunos pasajes se vislumbran circunstancias de la vida de esos inadmisibles colaboradores, ventrílocuos del profesor desquiciado que los engendró. En esos loops (que Peripecias del no pone en marcha por medio de textos y nombres que reaparecen ad infinitum) el autor resulta un Moreau o Morel del siglo xxi y obra una puesta en escena de la literatura argentina —de una literatura nacional cualquiera—, enjaulada en las imágenes que se forjó de sí misma. La impresión que nos provoca la novela (inconclusa por repetición de jugadas) es súbita y categórica: ya estuvimos allí. Al menos una vez pusimos un pie en la orilla de aquello que el exceso de costumbre llama literatura: el anonimato, el plagio, los premios, los prólogos de favor, la vidriosa reputación. No se sabe cuándo o cómo, pero ese paraje no resulta del todo ajeno. Sí se sabe qué se produce al desembarcar en esas playas: una alineación. Una hipnosis. El autor nos conduce hasta la sala de proyecciones y desde su consola emite tramos de lo que en ese mismo momento están proyectando las pantallas que diseminó por la isla.
Esto que acaba de describirse no es exactamente lo que se lee en Peripecias del no; es sólo una de las imágenes que el lector puede hacerse de la novela. Si es ésta, en efecto, la imagen, es probable que en el libro se respire, no tan absurdamente, una gran distancia con respecto a la literatura. Segundo disfraz: un libro cuyo único tema es en apariencia la literatura, y la literatura permanece —perservera— a kilómetros de distancia. El autor descree de las convenciones novelescas —el Chitarroni novelista, no lector—, pero por sobre todo descree de las máscaras que cortejan y desfilan de la mano de la literatura: una contratapa, un prefacio, el falso doble fondo del reconocimiento, la literatura como carrera. La distancia que Chitarroni pone con respecto a la idea de ficción es hija, acaso, de su largo noviazgo con los ensayistas ingleses. Acaso el hartazgo de la escritura ajena —de la escritura ajena en manuscrito; Chitarroni trabaja de editor hace más de veinte años— conduce al apetecible precipicio —mano derecha ajena en codo izquierdo propio— de no corregir más. Tercer ardid: un libro escrito en la fascinación y el hastío de quien vive y trabaja con libros. El libro de alguien herido mortalmente por la literatura. Secuelas a la vista del testigo más dormido: maniobras distractivas, disuasivas, para hacer creer —o peor, ni siquiera molestarse en eso— que se está haciendo literatura. Peripecias está plagada de correspondencias y repartos entre lo que ve circular el Chitarroni editor y el antólogo, y la forma y fondo de los periplos de sus marionetten und puppen. Peripecias es un libro compulsivo; un libro así sólo puede hacerlo la compulsión de escribir, no el horizonte de querer publicar. Así, nos vemos leyendo una novela hecha con lo que un título promete, lo que promete un nombre. Chitarroni es consciente de esas potencias y las enarbola como en ninguna otra ficción reciente o vencida. De allí el mandato de nombrar, de sembrar títulos a destajo. De allí las misivas a sí mismo dirigidas en el diario que es la novela. No debe perderse de vista —más allá de las imágenes más o menos viables que el lector pueda armar del libro— que Peripecias es un diario. Asume todos los tics, formalidades, reservas, cadencias y asimetrías del diario de un escritor. Y la lectura de un diario implica otro acuerdo de lectura; se trata de un pacto de no agresión (exigencia, expectativa) frente al fragmento como forma, la interrupción y pausa incesantes. La pausa y el corte como forma de vida. En este caso, convengamos, un diario para salirse de sí mismo. Ahorremos camino repitiendo a Iain Sinclair: “Los libros tenían su propia vida. Sobrevivían al bochorno de la autoría.” Éxito del diario: ritornelli (otra vez: retorno de títulos, nombres, párrafos verbatim.) La proliferación de títulos de relatos que no se transcriben hablan del granero de promesas y juramentos que un escritor se hace a sí mismo, y de los cuales Chitarroni se apiada y se mofa en un raro enroque apenas reglamentario. La novela es, por ende, un simulacro, y que ese simulacro funcione es su conquista. Simulacro dulcificado cuando se lee como si el propio Chitarroni —maestro de ceremonias por horas— abriera y cerrara el libro; es sobre todo en las primeras y últimas páginas que el tono roza más tangiblemente —o menos impostadamente— el terreno autobiográfico. De allí, también, que pueda leerse, igual que casi todo diario, como libro póstumo: lo que otros dejarían para después. (¿Pero no que Max Brod escribía mal?) “Por esos agravios constantes de la simetría en los destinos”, en el prólogo a Los cuatro elementos —obra completa en prosa de C.E. Feiling, caso excepcional en las letras hispanoamericanas— Chitarroni elucida un capítulo de una novela verdaderamente inconclusa de Feiling y sin buscarlo insinúa un modo de aproximación a su propio libro: “el cuaderno es una especie de diario técnico de posibilidades. Orienta y permite gran cantidad de hipótesis”.

Del arrojo al “sano juicio”

Julio Eutiquio Sarabia
(Fragmento)

Gabriel Bernal Granados, En medio de dos eternidades, Libros Magenta,
México, 2007, 224 p.

I
Aunque doce años aún no alcanzan los veinte, los veinte que refiere el tango y que no son nada porque la literatura es una especie de libro de arena, por fin aparece una selección de los ensayos que a lo largo de ese periodo Gabriel Bernal Granados fue dando a conocer en publicaciones periódicas. El curioso lector, intrigado por la dimensión del volumen, recurrirá a la aritmética y descubrirá enseguida que de ese “rescate” contenido en las páginas de En medio de dos eternidades sobreviven apenas en promedio dos textos por año. Veinticuatro ensayos distribuidos en cuatro secciones casi simétricas. Como si hubiesen sido curados de la misma manera que los cuadros de una exposición, fulge en el acomodamiento de los ensayos un talante poético que se manifiesta plenamente en las aproximaciones a la obra de Jorge Eduardo Eielson, Gonzalo Rojas, Eduardo Milán, Reynaldo Jiménez, Roberto Tejada y Roberto Rico.
En medio de dos eternidades, habrá que anotarlo desde ahora, es un territorio en que si bien la prosa no parece tener las resquebrajaduras o los altibajos que advienen con el tiempo, no puedo evitar la sensación de que al incursionar en las primeras páginas de cada ensayo estoy pasando las hojas del álbum en el que se resguardan las fotografías de una mudanza. De cada escritor, me figuro, Bernal Granados fijó instantáneas con la meticulosa paciencia de los espíritus que desconfían de las muletas que son a menudo las notas a pie de página.
Advertido el lector de las cuatro secciones, se me ocurre que En medio de dos eternidades acepta dos maneras de abordarlo, como los libros de relatos o los de poesía; dos maneras elementales —ocioso es decirlo—, y sin embargo nunca encontradas entre sí. Una, dejando que el capricho se imponga desde el índice y que su homónimo, el dedo acusador, señale el número de página en el cual la curiosidad se satisfaga o el gusto, esa silenciosa variedad de las termitas, se deleite en hallazgos y sorpresas. El impulso que demanda un procedimiento así se verá envuelto sin duda en una prosa cuya lectura no es menos placentera que la de los libros referidos, se ocupe aquélla del discurso poético o del discurso narrativo; trate escritores como Edgar Allan Poe o Juan José Arreola, como William Carlos Williams o Salvador Elizondo.
El otro modo —el convencional, el que me dispongo a seguir— sugiere que uno se detenga en el Prefacio y, sin demora, se allegue los datos ahí ofrecidos para saber a qué clase de libro ha de enfrentarse y a qué inteligencia obedecen esos textos que originalmente fueron “reseñas, artículos y ensayos” pero que ahora, zanjando la distancia —y los humores—, comparecen como “ensayos de literatura” a secas, así, según se anuncia en la portada. Ahí en ese par de páginas que constituyen el Prefacio se informa, sin entrar en detalles, que no están todos los autores ni todas las cuartillas que generaron doce años. Tampoco sabremos si lo desechado era, desde su nacimiento, coyuntural o si las mutaciones del gusto provocaron su expulsión definitiva.
Esta precisión es bienvenida porque propicia la conjetura sobre los años de formación en los cuales Bernal Granados forjó su santoral laico. Quiero decir que debió tropezar con autores cuya presencia estaba destinada al establecimiento de un diálogo constante y, al mismo tiempo, por esa frecuentación, éstos se transformaban en la herramienta indispensable que convirtió el gusto de Bernal Granados en un gusto crítico. En suma, “la materia y la forma”, como el autor llega a decir en “Calasso, el asesino mismo”. De esas lecturas formativas dan testimonio cierto sabor y cierta brevedad inherentes a algunos textos que vivieron primero, me parece, como reseñas, como escritos cargados de una intencionalidad, por así decirlo, “utilitaria”: el servicio al lector, no menos generoso que la impostergable necesidad de llamar la atención sobre obras desdeñadas afortunadamente por la mercadotecnia editorial.Este proceder discriminatorio —la selección o la poda que Bernal Granados efectuó de su labor— introduce la sospecha de que muy poco quedó del arrojo juvenil y mucho ganó el “sano juicio”, pues a juzgar por la concepción del volumen nada hay que sugiera la existencia de cabos sueltos. “Sano juicio” porque los ensayos de Bernal Granados están gobernados por una inteligencia que se distingue por su sobriedad y su equilibrio. Aventurados en cuentas, Bernal Granados, quien naciera en 1973, debió contar con 22 años cuando, con arrojo, se decidió por el ejercicio del criterio como una prolongación o una faceta más en su vida de poeta, editor y traductor. En rigor, una vuelta a los orígenes: poesía y pensamiento. Desde entonces, o en el trayecto, el ensayista descubrió que el fragor de las pasiones acusaba mayores posibilidades de seducción si en lugar de la frase atrabiliaria su prosa adquiría la limpidez como atributo.