jueves, 26 de julio de 2007

De Senectud

José Kozer

Voy

a cumplir 67 años, el momento exige cordura, tomemos por caso la lectura, cuánto más va a aguantar el ojo: ojo, la
cabeza ya no da para Wittgenstein
(¿dio alguna vez?). Mejor leer, qué
placer, El conde de Montecristo;
aguar el vino tinto. La papa, hervida.
La conversación trillando trivialidad:
Evitar por todos los medios se nos
lleve la contraria, a la primera
desavenencia salir pitando (más
bien rengueando) en verano portar
sudadera, ojo, que un simple catarro
nos lleva al otro barrio, nos pelan al
moñito, nos fuimos a bolina. Nada
adverso. Evitar reversos. Vista y
pensamiento deslizarse suave por
ralas superficies lustrosas, lo rugoso
(recordad) alude a las arrugas. Lagos
calmos. Ríos mansos. Pasos cautos.
Pies sobre firme. Hacer, un verbo
lento. Pocas polisílabas. Música
dieciochesca. De Bach, suites y
conciertos, no más cantatas. El
pudú es una cabra de monte o
ciervo de los Andes: a diario
añadir al personal acervo otro
dato (que a la semana se pierde
en el acervo que la persona (yo)
no recuerda). Persistir, eso sí, en
dos o tres quehaceres (llamémosles
así): y son: leer a la tarde el poema
que bien me sé de Marcial; b) leer
al alba y al acostarme el sutra del
corazón; y c) ¿dónde está a? Y c)
viajar y viajar, cosmoramas en
mano. A pies juntillas seguir ciertas
estrategias, daré un ejemplo: bajar
a recoger el correo a la hora en que
sé las cacatúas del edificio ya se
fueron, no hay nadie donde los
buzones. No las aguanto, cacareando
(metiches) vidas muertas persistiendo
en averiguarlo todo (¿cuánto ingresas
al mes?) (¿a qué se dedican tus hijos?)
(parece cierto que la mayor le salió
tortillera): madre que las parió. Se ve
cómo me sulfuran. Solución: lo dicho
(fin del ejemplo) (fin del tanto resollar).
A la cama. Y a cumplir esos 67 años
como me venga en gana. Sean, donde
sea; ese día particular, lo aseguro de
antemano, no tendrá (escuchad) más
de 24 horas (en números redondos).
Sesenta y siete tacos y el gallo de
Chuang Tzu no alcanza todavía la
imperturbable consistencia de la
madera, su talla carnal vuelta
inamovible. ¿La alcanzará? No
me atañe la pregunta. Me atañe
recibir la paz una mañana más de
labios de Guadalupe, los mismos
labios que me darán la paz en su
momento (un momento más)
aunque no dé
más.

En los años profundos

Pierre Jean Jouve
Traducción de Rosana Ricárdez

(Fragmento)

I

Existe en estas regiones algo inagotable y misterioso. Una cualidad que no alcanza su fin. Existen también regiones contiguas, estén recluidas en los cien valles azules de montañas excavadas en lo alto o estén, por el contrario, sobre el pedestal de roca, de luz y de abstracción. Entre estos lugares, como los umbrales del cielo donde las masas glaciares y los picos descascarillados están situados sobre los bordes de un paisaje descarnado y feliz —y las tierras italianas repletas de lagos, de árboles, de majestuosas iglesias pintadas—, el viajero sube y baja y siempre se encuentra con los mismos Alpes y los mismos santuarios. Ahí se encuentra cerca de los alerces, observa la roca plateada de línea clásica y, en la inmensidad, las aguas verdes: cree, si su espíritu lo favorece por completo, sentir el espíritu de Dios imperecedero. Aquí están los montones de verdor y los turbios sueños de la vida, el sentimiento de pecado, en pueblos e iglesias, y el supersticioso espíritu de redención a través de la piedad popular.
Pensaba abandonar este paraíso el mismo día. Iba a dejar el valle de formas frescas y soñadoras de la Bondasca, el alma llena de poesía de mis 16 años, por otras comarcas menos peligrosas, y veía en la abertura de las sólidas montañas boscosas los cinco o seis dientes desgarrados, el color del platino, que dominan el valle entero: ¿cuánto tiempo pasaría antes de que lo volviera a ver? ¿Acaso el macizo mismo no estaba bajo un signo extraño puesto que llevaba el nombre de Disgrazia? Yo había llegado caminando al pueblo de Sogno, que en una suerte de amoroso balcón verde observa de lado esas altas desgracias. Yo tenía el corazón delicado, al punto de sentir el sufrimiento de las flores. Era un verano pleno, ningún viento, y el torrente lejano en la parte inferior del valle tenía el brillo de un viejo sable: percibía la vasta tierra que tenía bajo los ojos como la esplendida tierra de los muertos. Descubrí entonces que mi espalda estaba apoyada contra el muro de una casita revocada, con barrotes en la estrecha ventana, enclavada en el prado. La hierba, prensada como una melena, como una cabellera, se retorcía con dulzura contra la piedra, y había, entre la pared quemada por el sol, hierba en desorden y una ventana abandonada, un secreto tal que me sentía conmovido hasta las lágrimas. El pasado y el porvenir de la naturaleza se resumían en la pared lisa de la casita, de modo que bastaba agrandarla o reducirla en el tiempo para obtener la naturaleza íntegra, con su felicidad y su muerte. Sólo entonces me di cuenta de que la casita, empotrada en la pared, formaba parte de un cementerio. A la sombra del campanario blanco, por la puerta carcomida, quise ir al cementerio. El cementerio era una terraza dispuesta por debajo de la terraza natural del pueblo, terraza de gran sol, con su pequeño muro que parecía sobre el abismo y, enfrente, y más alto, y al cielo, ¡los endiablados dientes de la Disgrazia! ¡Si hubiera podido pasar mi vida en la más clara de las casitas! Pero este cementerio… yo estaba asombrado de no ver tumbas. Al contrario de otros cementerios tan italianos del valle, éste estaba hecho sólo de hierba, de una hierba que carecía de elevaciones. Sin embargo, al avanzar, mi pie tropezó con una placa de hierro inclinada que portaba un número. De gran humildad eran las tumbas en Sogno, e imaginaba el registro, conservado en la iglesia, frente al cual estaban consignados los nombres y las historias. La placa con la que tropecé era la número 37 —la cifra del hombre, la cifra de la mujer—. Y me perdía en conjeturas pero “seguía” el tallo que, de esta pobre placa oxidada, debía descender directo al corazón del despojado, hombre o mujer.
Estaba completamente pasmado y, cuando salí del cementerio, repetía la cifra 37. Con la punta de la navaja inscribí sobre el muro mi nombre, LÉONIDE, con el fin de que, portándolo, eternizara un minuto solemne. Después trepé al muro y me encontré en la grande pradera fuera del pueblo. Era un paisaje pintado, un verdadero cuadro a mediodía, esas cercas de piedra grises, el verde salpicado de flores, y esas nubes resplandecientes al fondo. Tenía un gran sentimiento de culpa. Caminaba, me parecía, con la cabeza gacha. También tenía calor. Recibía sobre el rostro un soplo caluroso y tierno, como la emanación de la carne. Miraba “el borde”, allá donde el pueblo se perdía a lo alto, a donde llegaría en dos o tres cuartos de hora y de donde debería regresar. En efecto, el viento estaba tan perfumado como la carne, insistente; tenía asimismo el color dulzón de mi abandono.
Pero ¿cómo hablaba yo de abandono? Justo en ese momento, sí, se produjo el brillante fenómeno, y sólo más tarde me daría cuenta de que la idea de abandono y la aparición se habían presentado inmediatamente. Primero vi la sombrilla, como globo cambiante, un poco amarilla y un poco rosa. Percibí la mancha sobre el terciopelo irisado y melancólico de los prados. De repente temblaba de pies a cabeza. Después de un tiempo de dudas, la forma pareció despejarse de la materia del paisaje y habitarlo: una dama vestida de muselina clara, cabeza desnuda, que revelaba su arrastre al caminar. Unos largos guantes apretaban la piel de sus brazos. El vestido era abundante como una nube. Las extremidades y el andar me parecían de una belleza griega. Al subir la cuesta, su pecho se alzaba. Había tantas partes atractivas en ella que no distinguí su rostro; o más bien, vi su rostro, pero al momento no le encontré nada de particular. Oval y tranquilo. No, lo extraordinario era eso que rebasaba su rostro; tenía una mata, un edificio de cabellos; una cabellera, a la vez llena como un nido de serpientes, espumosa y radiante como el sol, cuyo color era entre violeta, rubio y rojo apagado, por reflejos, y en conjunto de un tono indefinible, ceniciento. Esta cabellera, parecidísima al Fenómeno Futuro,* no la conocía, nunca la había visto, no pensaba que pudiera existir. La joven caminaba lentamente. Sin duda, su belleza de estatua no era más que indiferencia ante una mirada extranjera. De hecho, no debía verme; yo era demasiado pequeño para el paisaje. Era extremadamente bella, de una belleza de estatua. Y se sabía bella. Se acercaba. Iba a pasar por el sendero en el que me encontraba.

Las potestades incorpóreas

Alberto Garrandés

¿Cuántas veces había sucumbido al brillo mate del desierto, sin haberlo visitado nunca? Relatos de viajeros ilustres, novelas de fama discutible, películas de distintos países y fotografías viejas... Todo aquello lo acercaba a la limpieza inhóspita de las dunas, y sin embargo, a pesar de su distanciado conocimiento, era como si, en una existencia anterior, el desierto hubiese calado hondo en él porque, sencillamente, estaba allí mismo, en su ropa y en su piel, y también en la profundidad de sus ojos...
Detrás había quedado la pared trasera del templo, con su verde blanquecino y sus anfractuosidades aparentes. Una ancha franja de ninfeas resecas, a punto de uniformar su coloración terrosa en un gris cromático que tendía al dorado sucio, separaba a Diana de la amplia escalinata. Sintió, al andar, que había llegado al punto más lejano posible, donde la noche interior —no la noche inminente de aquel paraje sin objetos ni ruidos— empezaba a brotar por la piel hasta constituirse en una pátina fría semejante a la que dejan los pavores del destierro. ¿Adónde había llegado en realidad? Volteaba la cabeza y la mole del templo brillaba tenuemente, casi acogedora, pero la irradiación dispersa del sol moribundo bañaba las arenas en sentido inverso, con una opacidad impersonal y fría.
Aun así, Diana avanzó por la arena amarillenta, gruesa, y empezó a oír el canto lejano del aire encima de las dunas que iban levantándose en la distancia. No eran, sin embargo, dunas hijas de la furia de los vientos, sino grandes formaciones macizas y bajas, dispuestas allí por el capricho de un clima regular, cuyas modificaciones se sucedían muy de vez en vez, cuando ciertas tormentas azotaban el templo y el polvo cristalino, como una sílice empeñada en erosionarlo todo, adornaba los corredores y se incrustaba en las junturas de los bloques de piedra otorgándoles un aspecto fantástico.
La noche estaba a punto de caer y cerró los ojos temblando, para no ver cómo morían en el horizonte los últimos cendales del resplandor. De pronto se hizo un silencio extraño, lavado por la definitiva ocultación del sol, y Diana calculó, antes del advenimiento de las sombras, el rumbo que iba a conducirla hacia las dunas más próximas. Arriba las estrellas hacían su entrada con brillo discreto y supo que no habría luna esa noche. El aire aquietado parecía una gigantesca masa traslúcida, recorrida de modo intermitente por los rápidos gestos —palabras, voces ininteligibles— de una brisa sin origen preciso.
Su paso por la arena dejaba una huella medio barrida que le iba a servir de referencia para el regreso, pero el acto de regresar no era más que una noción limitada y vana, porque ida, regreso y estancia no significaban nada más allá de la mera ejecución de aquellas acciones tan nítidas y, al mismo tiempo, tan difusas. Sus pies desnudos marcaban el trazo del camino y escogió, de entre las dunas que encubrían el horizonte, una prominencia redondeada, pero de cresta filosa y curva. El roce del viento —amagos de naturaleza inteligente, como llegó ella a pensar mientras el miedo le crecía dentro— llenaba sus ropas de arena. Y aunque la noche comenzaba a enfriar, tomó la decisión de quitárselas y sacudirlas. Respiró hondo, miró hacia el templo —desdibujado a causa de la suspensión del polvo— y se encomendó a las fuerzas que la habían acompañado hasta allí, olvidada, por el momento, de las espantosas solicitaciones del aire.
Pero en la falda de la duna, suave y casi amable, había una especie de calor que manaba de su centro mismo. Tuvo esa impresión, que no significaba sino un deseo, o una conjetura. Cierta incandescencia en calma se conducía a través de la arena hasta llegar a la superficie, y entonces la falda se volvía generosa y acogedora. ¿Protegería ese calor su pobre vida, a expensas de aquel paraje apacible y riguroso? Pensó en las bestias de la noche, en las criaturas que brotaban de la tierra o que se formaban dentro del aire negro, y se sometió al absoluto del silencio, al absoluto oscuro de un territorio por el cual debía pasar y en el que todo acto era un signo.
El escritor abrió los ojos y vio la libélula iluminada con violencia, como si el voltaje hubiera subido. La habitación se hallaba más clara que nunca, a pesar de las sombras habituales de Villa Gema, y no sintió ruido alguno salvo los murmullos recoletos de las calles que bordeaban la casona por la parte de atrás. Se levantó, entró descalzo en el baño y abrió la llave del lavamanos. El agua corrió con un rumor bajo, como de regurgitación, y se miró al espejo. Comprendió que necesitaba afeitarse, arreglar su aspecto, y, al mismo tiempo, desechó la idea abatido por una pereza que se hallaba insólitamente ligada a las fichas recién escritas, huérfanas aún de la emoción en la que él ansiaba sumergirlas. La libélula refulgía quieta y fantasmal, como un pájaro muerto en mitad de su vuelo. El espejo le devolvía un rostro a punto de ser suyo, el rostro de quien se encuentra impelido a realizar un esfuerzo de cuyo fin conoce muy poco.
El agua fría lo despabiló y, al pensar en el café de Gema, en el inminente espectáculo de las tazas amarillas, estudió las ocasiones —ya que le resultaba imposible evitar el juego de la civilidad a escala menor— de recomponer su misantropía y su obsesión con el enmascaramiento de la intimidad. Fue entonces cuando decidió arreglarse la barba, darle al bigote algunos cortes para mantenerlo a raya y lavarse la cara y los brazos. Temía tropezar dos veces con las mujeres en la cocina —el agua caliente para su baño, la ceremonia del café— y pensó que una sola vez ya era bastante. Aunque no se creía capaz de confesar tales sentimientos públicamente, les temía a las tentativas de fisgoneo y a la curiosidad de la casera.
¿Por qué el desierto? ¿Porque era limpio, preciso, dueño de objetos austeros? Le parecía un sitio abstracto, pues cultivaba una impávida vecindad con algunas monocromías de vanguardia que a Alejandro no le decían absolutamente nada. Sin embargo, el desierto estaba vivo. Respiraba con prudente dilación y se dejaba acariciar por el aire caprichoso que habitaba en su mismo ámbito, sin salirse de allí, apresado por una suerte de simpatía solemne y juguetona. Excepto en los días de tormenta, cuando la acometividad y los desafueros no anhelaban expresar más que la metáfora de su furia, o de su fuerza, el aire —cristalino, esclarecido por la deserción del polvo— se hacía diverso y transformaba su ir y venir en mimos o ademanes que apenas tenían dónde mostrarse. Pero había una mujer. Una mujer sola que iba manifestándose allí como una pincelada móvil, y entonces el aire hacía lo suyo, con una coquetería difícil de explicar.
Diana llegó a la falda de la duna y un repentino cansancio la obligó a recostarse. La superficie parecía deleznable, pero poseía una consistencia muy práctica. En lontananza, emborronado por la compactación inmóvil de la atmósfera inferior, el templo dejaba de ser aquella masa imponente y llena de sentido para metamorfosearse en una mácula abstrusa a la que Diana debía renunciar. La falda de la duna la acogió bien, pero la arena dentro de la ropa continuaba siendo una molestia insoportable.
Cuando la noche terminó de abrir sus puertas, se desnudó por completo y trepó hacia la cresta. Allí la calidez se dispersaba con pujanza mayor. Hizo un bulto con la ropa y se lo puso debajo de la cabeza antes de tenderse y relajar los músculos. Las estrellas brillaban más, el cielo sin luna era más oscuro y los silbidos del aire dejaron de escucharse.
Al verla en la cima de la duna, blanca y expuesta, quieta y en apariencia subordinada a un sueño imperfecto, Alejandro se dio cuenta de que algo paradójico ocurría. La imagen estaba allí, trazada por él mismo dentro de esa curva profunda donde la conciencia es, de momento, un intervalo protector de quimeras lúcidas e instintivas. Sin embargo, se dejó ganar por la sorpresa —como si la desnudez de la joven no fuera cosa de él, o de su voluntad— y permaneció atisbando la escena. El cuerpo de Diana resaltaba sin brillo. El aire de la cima era menos denso y aun así ostentaba una quietud esencial.
El olor del café trascendió la puerta y llenó la habitación. Todavía no se había repuesto de la sorpresa que le causaba la visión de la chica entregándose a los peligros de la noche vacía, pero el café lo desataba de aquel ámbito —tan suyo y, al mismo tiempo, tan exótico— y lo hacía regresar a la casona, o más bien a lo que ella representaba para él. Gema estaría preparando ceremoniosamente un café digno de su juego nuevo. Se encontraría en su lugar de siempre, contenta por la rehabilitación de la estufa y, sobre todo, por la inminencia de un trance en sociedad, la pequeña y frágil sociedad de tres desconocidos.
Pensó en el modo en que iba progresando el tejido de sus vidas allí, tras el portón de Villa Gema, y volvió a experimentar aquel viejo y abstracto temor. Sin embargo, a pesar de todo, el portón era un objeto de firmeza secular y los cobijaba del estruendo, o de la desesperación del otro mundo, y les infundía una confianza cada vez mayor porque se alzaba de continuo entre ellos y la Ciudad Sumergida.
Magra sin ser macilenta, de una delgadez que distaba mucho de lo enjuto gracias a una apostura casi dibujada, Diana dormía envuelta en el calor de la duna. Y aunque entonces su cuerpo se deshacía en la distancia, Alejandro no dejó de percatarse del rastro dejado en él por la imagen de la joven. El rastro no pasaba de ser un tímido temblor, como el segmento final de un centelleo, pero se encontraba allí y no podía hacer nada para evitarlo. De hecho no estaba haciendo nada para desembarazarse de ese centelleo que expiraba dentro de su carne y sus venas, y sólo veía un rostro recién compuesto ante el espejo. El semblante y la mirada de quien acaba de salir de una cámara oscura en busca de una certeza.
Llena hasta la mitad, la ficha más reciente había adquirido la curvatura del rodillo. La extrajo, escribió con bolígrafo —de tinta roja— una frase que no debía olvidar, e insertó una ficha nueva. Tecleó durante un rato, sin interrupción, hasta que la ficha estuvo llena y saltó por sí sola fuera de la máquina. Se sintió, de momento, eximido de la culpa que nace en la presunción del tiempo perdido. Y pensó, al ver los renglones y las palabras, que tal vez Gema guardaba alfileres grandes y algún frasco de alcohol. Los tipos de la máquina ya estaban algo tupidos y algunas letras se habían marcado con un relleno fastidioso.
La temperatura de la sala ya era otra y los libros habían terminado de secarse. Diana estaba sentada en silencio en el extremo de la escalera, las rodillas muy juntas, semicubiertas por un vestido ancho de tela gaseosa, de color crema. Tardó unos segundos en descubrirla allí, tan inmóvil, absorta en una vigilancia que a él le pareció exagerada. En algunos libros la humedad había dejado arrugas incómodas, pero se trataba de un efecto inevitable que sólo el tiempo iba a remediar.
—Vamos a llevarlos a tu cuarto —dijo ella.
Reordenaron los volúmenes para trasladarlos con comodidad, y entre los dos los devolvieron al lugar que ocupaban antes, en la larga fila que él revisaba todos los días. El cuarto no se veía ordenado, en especial el exiguo ámbito de donde salía la escritura. Pero el marasmo de la iluminación, que se debía en parte a la hermética solemnidad de la libélula, le daba cierto orden a las cosas. Diana se dio cuenta de que el piso tenía polvo. El polvo hacía de las suyas y se incrustaba a causa de recientes humedades.
Fue cautelosa:
—Le he dicho a Gema que puedo ayudarla a limpiar.
No se dirigía a él, ni siquiera lo miraba, y sin embargo el comentario hacía valer su peso. Alejandro empezó a sonreír y condescendió a una sonrisa cabal.
—Mejor nos vamos a la cocina.
Antes de que él cerrara la puerta, ella dijo:
—La foto que me regalaste me gusta mucho.
Iba a comentar que aquella imagen deparaba algo vertiginoso e insólito, pero en Diana determinadas palabras no nacían con facilidad.
—Es tan extraña... —agregó.
Había mirado otra vez la imagen de la dama desnuda, con escarpines, peluca y guantes, echada como si tal cosa sobre la silla de estilo en aquel jardín tenue, casi incorpóreo, que parecía fluir dentro de sí mismo a pesar de hallarse confinado por el borde de piedras. Había escudriñado la foto, movida por una especie de recelo imposible de definir. Y había notado que en la dama desnuda, aun cuando se expresaba muy bien la ligereza del dormir, o del tránsito hacia el dormir, se configuraba además una expresión difícil, o imperfecta, o aberrante. En la cara de la mujer se había dibujado una remota aflicción que parecía brotar del hundimiento de sus párpados y el arranque de la boca. De modo que, si en efecto se encontraba dormida, el sueño podía deberse más al cansancio de la tristeza que a la fatiga producida por algún esfuerzo relacionado con su belleza y su desnudez.
—Sí. Es extraña —aseguró Alejandro.

Apostillas a un artículo de Jorge Fernández Granados

Julián Herbert

(Fragmento)

En el número 145 de la revista Tierra Adentro (abril-mayo 2007) dedicado a la poesía, Jorge Fernández Granados nos ofrece el artículo “Panoramas perversos, o acerca de la construcción artificial del prestigio”. Su tema es la “reciente (…) multiplicación de panoramas, muestras y nóminas [de poesía ¿mexicana?[1]] surgidas de la acumulación acrítica de opiniones más o menos clonadas unas de otras y la mayoría sin el elemento cardinal que da pie a un criterio propio: la experiencia individual de la lectura de la obra de cada autor”.[2]
Se trata de un texto tan prometedor como decepcionante. Prometedor: columbra vicios culturales que desvirtúan el fenómeno lectura-crítica-escritura de poemas en México; vicios cuya consecuencia mayor es una “espiral lapidaria [donde] el prestigio sólo genera más prestigio, y el olvido, más olvido”. Decepcionante: su perímetro de indagación, su objeto de estudio y su método de análisis se presentan (y sobre todo se documentan) de manera confusa, cuando no engañosa; y —desde la curul del crítico literario— el autor comete las mismas pifias que denuncia.
La primera inconsistencia que percibo es la ambigüedad con que se establece un marco de referencia crítica. El texto abre diciendo: “Un fenómeno creciente en el actual contexto literario mexicano —pero tal vez no sólo ahí— es lo que podría llamarse el laboratorio clónico”. El inicio de la frase propone un ámbito claro, pero la acotación entre guiones lo deteriora sumando una imprecisión a otra, pues la expresión “tal vez” hace sonar al texto tan inseguro como enigmático, y el abstracto “allí” que se anticipa nunca es definido por su nombre o caracterizado desde perspectiva geográfica, política o sociológica alguna.
Con todo, es ésta una inflexión que podría obviarse (un simple comentario oracular o malicioso) si el resto del artículo no hiciera eco del desliz. Por el contrario, y aunque la información y la mayoría de las opiniones que vierte sólo atañen a la literatura mexicana,[3] Fernández Granados generaliza en distintos pasajes de su texto: “resulta inherente a este método de compilación el incurrir en prejuicios y reiteraciones”; “El género de la antología suele verse como compendio”; “el considerar a cualquier antología un manual didáctico implica”; “toda antología oculta su verdadera naturaleza”. En resumen: Fernández Granados se propone criticar las recientes antologías de poesía mexicana,[4] afirma sin presentar argumentos que “tal vez” sus conclusiones puedan ser válidas en otros contextos (omite especificar en cuáles) y, ya entrados en gastos, decide que es el género mismo de la antología lo que está juzgándose, lo que sería irreprochable si el autor fuera puntual cuando define el (o los) ámbito(s) de su reflexión; al no serlo, transmite la engañosa idea de que su caracterización del “actual contexto literario mexicano” es la medida de cualquier ejercicio antológico. Dudo que un proceso intelectual como éste sea el más sano para orientar a los “lectores no especializados”, cuyo futuro es declarado como preocupación del artículo que gloso.
La segunda duda que me surge es de tipo instrumental: ¿de qué “compendios”, concretamente, se nos habla? ¿Es tan aguda su “multiplicación” que resulta inconcebible nombrarlos?
[1] Enseguida aclaro el porqué de mi interrogante.
[2] Todos los entrecomillados provienen del artículo que se comenta.
[3] Considera “modelo irrepetible” la Asamblea de poetas jóvenes de México de Gabriel Zaid; habla de un país de “más de cien millones de habitantes”; cita pasajes de Alberto Vital y Samuel Gordon que extrae de sendos textos sobre literatura mexicana; critica “el auge y la sorprendente continuidad de algunas instituciones culturales” y “Los programas de becas y estímulos a la cultura” (descripción del medio burocrático que no podría aplicarse —pongo por caso— a la mayoría de los países latinoamericanos); habla de “las obras de este género en México”, etcétera.
[4] ¿O las antologías de poesía publicadas en México?... El autor tampoco es claro a este respecto.