martes, 30 de octubre de 2007

Respuesta a Julián Herbert*

Jorge Fernández Granados

Mi texto titulado Panoramas perversos o acerca de la construcción artificial del prestigio, que se publicó en el número 145 de la revista Tierra Adentro, no es un estudio exhaustivo sobre el tema, ni siquiera un ensayo preparado exprofeso para dicha publicación. Se trata simplemente del penúltimo capítulo de un libro de ensayo en proceso titulado De cánones (Versiones y perversiones del canon en la poesía mexicana finisecular. 1966-2006). En esta obra se dedican los capítulos centrales al estudio —este sí a fondo— de tres antologías: Poesía en movimiento (1966) de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis; y dos realizadas por Gabriel Zaid: Ómnibus de poesía mexicana (1971) y Asamblea de poetas jóvenes de México (1980). Cuando el número de marras de Tierra Adentro estaba en proyecto me fue solicitada una colaboración, de ser posible con “un texto de crítica, polémico o provocador, sobre el tema de la poesía reciente en nuestro país”. Propuse entonces, abreviado y adaptado para el caso, este penúltimo capítulo del conjunto puesto que en él abordo a grandes rasgos este tema y asimismo porque considero —y lo sigo haciendo— que no ha habido una antología que haya no digamos superado sino siquiera continuado competentemente alguna de estas tres célebres compilaciones en México. Veo, por las extensas apostillas de mi colega (más numerosas que las del artículo aludido) que cumplí por lo menos con esa expectativa.
Posiblemente por esta falta de un adecuado marco de referencia para leer el artículo, mi colega, sin mediar alusión alguna a su persona, apresuradamente “se pone el saco” y sobreinterpreta mis comentarios. El horizonte al que ahí yo me refiero abarca casi treinta años y más de cien antologías, compendios, muestras y panoramas de la poesía mexicana publicados tanto en el país como en el extranjero. A decir verdad, poco qué ver con la —por cierto tan narcisista— bibliografía que él cita.
Por un lado, supongo que implica cierto honor ser leído tan acuciosamente hasta en un artículo de circunstancia pero, por otro, el resultado es una comedia de enredos: hablo de una cordillera donde él consigna tres colinas. La culpa es en parte mía: generalizo, no paso la lista de títulos y nombres, omito objetos específicos. Por supuesto, ¿hay un método más ágil para abarcar de un vistazo una cordillera?
En fin, de la prosa pasional de aquellas apostillas logro extraer sin embargo los siguientes nodos obsesivos que conviene despejar:
Ambigüedad metodológica: No hay tal. Nunca he hecho crítica “sobre las rodillas” porque, justamente, es lo que me empeño en denunciar en mi ensayo. De cánones... parte, desarrolla y concluye sus tesis a lo largo de varios capítulos. Ofrezco como es debido al final del libro (y en cualquier momento a mi colega, si la requiere) la bibliografía completa del tema. Por obvias razones de espacio —pero sobre todo de sentido común— no era la revista Tierra Adentro el lugar idóneo para publicarla.
Indefinición del objeto de estudio: El objeto no de estudio sino apenas de un puñado de comentarios con toda intención muy generales son las antologías de poesía mexicana publicadas a partir de 1980. Nunca pretendí ni podría pretender agotar este tema en un capítulo y menos aún en un artículo. Parto, eso sí, de una tesis central en dicho texto. Al respecto, y puesto que mi colega se detiene en todo menos en ella, no me queda menos que reiterarla: “Por rigurosa, rentable o ‘bienintencionada’ que sea, toda antología oculta su verdadera naturaleza: es a fin de cuentas un ejercicio de poder. Un sometimiento, disfrazado de gusto estético, de una vasta realidad extensa, mayor y verdadera, a una realidad acotada, que supone no sólo contener o representar a aquélla sino corregirla.”
Anatematización del género: Es inexacto que acepte o rechace “en bloque” este tipo de publicaciones. Es verdadero que detecto en la mayoría de ellas motivaciones más o menos comunes y subterfugios literarios que a mí me resultan cuestionables en su origen. Señalo con toda puntualidad tres, que también aquí reitero (pues me parecen de absoluta vigencia, por desgracia, en el medio literario):

¿Cuales son, específicamente, los mecanismos de poder que una antología conlleva? Sin dejar de reconocer, como he pretendido en este ensayo, sus excepciones, esto es, las genuinas empresas intelectuales y los valiosos instrumentos de crítica literaria que hay en algunas, observo tres constantes en casi todas ellas:
1. De entrada, su autor, o autores, incurren en un espejismo jerárquico: quien se propone como juez busca imponerse como depositario de la justicia. Aún en el caso de acertar en sus evaluaciones, es innegable que parte de una sobrevaloración de la autoridad de su propio juicio, la cual lo lleva —por ingenuidad, protagonismo o pura ambición— a confundirlo con la verdad. En otros términos, el más infantil de los sofismas: “lo que me gusta es bueno y es bueno porque me gusta”.
2. Enseguida, el afianzamiento de un reducto doctrinario: nadie hace una antología contra sí mismo; por el contrario, suele ser una proyectiva apología. Lo que su autor afirma entre líneas con ella es entre otras cosas el árbol genealógico de su gusto (y de paso de su propia obra literaria, cuando ésta existe). Aunque procure revestir esta doctrina de una desinteresada pasión crítica, obedece a una indirecta estrategia de legitimación.
3. Por último, la motivación menos sutil y más común: figurar. Aparecer a como dé lugar en un escenario del que se teme ser excluido. Quien realiza una antología sabe que es otro modo de hacerse presente en un epicentro literario. Se adivina la doble moral del anfitrión: el único invitado sin invitación puesto que es el convocador de la fiesta. Aún en el caso de no incluirse, es evidente que quien firma una obra de este tipo se ha incluido a sí mismo, desde una agazapada posición de autoridad.


* Un fragmento del artículo de Julián Herbert puede consultarse en el archivo del mes de julio, en este blog.

Teoría de la visión al pie de un poema de Seferis

Eduardo Chirinos

Qερινὸ ἡλιοστὰσι, IA´

[1]

yo te miraba con toda la luz y oscuridad que poseo así
termina un poema así comienza otro ¿o es acaso el mismo?
nunca estuve en grecia nunca respiré la brisa de los pinos
el monstruo ha muerto su hedor inunda las playas su luz
trae otros cielos otros mares igualmente azules ese mar
está muy lejos cubre de ceniza esta página oscurece mi boca

[2]

mirar sin luz es un arte lo aprendí de niño cerraba
los ojos hasta hacerlos doler hasta olvidarme de mí
qué hermoso decía la dama de negro la dama de blanco
me sentaba en sus rodillas tapaba en silencio mis orejas
me enseñaba a leer decía el exceso de luz oscurece
cuídate del brillo cuando escribas solo y sin luz

[3]

el poema habla de otra cosa habla del mar que dicen
calma del final de una isla muy hermosa de la brisa
cálida deslizándose en tu piel habla de un pulpo
arponeado en los bajíos de su tinta oscureciendo
el agua de la eternidad que precede a la belleza

[4]

compartimos el pan y la sal compartimos el hacha
que partió el árbol compartimos la mesa las flores
la música que escuchamos al dormir es la misma
al despertar nuestro monte no es de egina los pinos
se adormecen ¿cómo he de mirarte?

[5]

la dama de negro dijo antiguamente se creía
que la luz eran rayos que brotaban de los ojos ver
era nombrar el mundo despejar su tiniebla la dama
de blanco dijo antiguamente se creía que la luz
borraba el contorno de las cosas las volvía claras
hasta desaparecer le pregunté cómo era posible
me dijo escribes poemas ¿acaso no lo sabes?

[6]

¿alguna vez escalaré el monte danzaré junto a los pinos
sentiré en mi boca el sabor amargo de la sal alguna vez

veré la tinta del pulpo resollando en la espuma
la luz de este poema oscureciendo el mar?

[7]

no dijo la dama de blanco tu deber es escribir haya
o no haya sol tocar el revés de la cartografía hundirte
en la tinta del pulpo y mirar si es posible mirar pero
no ver sí dijo la dama de negro tu deber es callar haya
o no haya sol torcer hacia adentro la lengua aceptar
el placer y no escribir si es posible no escribir

[8]

he abierto el libro en el solsticio de verano
sus páginas me devuelven una voz que no es la mía
esa voz sabe de mí con familiaridad enumera uno
por uno mis defectos la interrogo es inútil esa voz
conserva un mechón de cabellos amarillos la prenda
de un amor imposible el concierto de tchaikovsky
la hora exacta de la muerte de mi abuelo páginas
enteras que había borrado y escrito le dije tú ganas
¿qué quieres de mí?

[9]

hay rayos que parten del sol rayos que parten del ojo ellos
crean las cosas al tocarlas y así existen si duermes desaparece
el mundo si despiertas se hunde por el sumidero adónde va
no lo sé pregúntale a leonardo a paracelso pregúntale el ojo
es una geometría de círculos un planeta que gira sin importarle
nada sin detenerse a contemplar el sol qué turbio el sol
cubre de ceniza esta página oscurece mi boca

[10]

siempre lo mismo el mar azul el polvo de egina la tinta
del pulpo encharcada en la voz o en el papel siempre
lo mismo aunque la escena cambie de sueño o de deseo
aunque la belleza diga no y la verdad cierre sus ojos

yo te miro con toda la luz y oscuridad que poseo

Los siervos*

Virgilio Piñera
(Fragmento)

*Publicada originalmente en Ciclón, núm. 6, vol. I, noviembre de 1955.

Personajes por orden de aparición:
Orloff Primer Ministro
Fiodor Secretario del Partido
Kirianin General del Ejército
Nikita Filósofo del Partido y Siervo
Stepachenko Espía
Adamov Señor encubierto
Kolia Obrero
Un oficial

ACTO ÚNICO

Cuadro Primero

Decorado: Un despacho. Óleo de Lenin al fondo. A la izquierda, óleo de Stalin. A la derecha, gran mapamundi. Debajo del cuadro de Lenin, mesa de trabajo. Al centro de la escena, cuatro butacas de cuero rojo. Junto a una de las butacas, una lámpara de pie, encendida. Orloff, Kirianin y Fiodor están sentados en las butacas.

Escena Primera.
Orloff, Kirianin y Fiodor
Orloff: Acá entre nosotros, confesemos, camaradas, que Nikita es un maestro. ¡Declararse siervo a estas alturas! Tal cosa no es posible, y sin embargo...
Fiodor: Puede ser una conspiración.
Kirianin: Imposible, camarada. El miedo te hace ver fantasmas. Toda la tierra y todos los hombres están comunizados. (Pausa.) Parece que el camarada olvida el triunfo de la revolución mundial. ¡Y en toda la línea!
Orloff: Camarada Kirianin, no perdamos el tiempo relatando lo que ha hecho el comunismo en un siglo. Discutamos sobre las medidas a tomar con el camarada Nikita.
Kirianin: ¡Nikita! ¡Nikita! De Nikita a nikitismo sólo hay un paso. Y entonces... ¡la debacle!
Fiodor: Pues bien, ése es el paso que Nikita no debe dar. Parémosle en seco.
Kirianin: Muy fácil decirlo, pero... hacerlo. (Pausa.) Camarada Orloff, propongo la desaparición del camarada Nikita.
Orloff: Nada de desapariciones por ahora. Los mártires son peligrosos. Que Nikita siga viviendo ignorado.
Kirianin: Todo esto me sorprende en Nikita. Es el filósofo oficial del Partido. Ahí están sus libros: cuarenta tomos escritos martillando sobre el igualamiento del género humano, y todo eso para declararse siervo de la noche a la mañana. (Pausa.) Sin duda, hay algo podrido en Nikita.
Orloff: Cuando un hombre se convierte en acción no puede hacer otra cosa que actuar. Si Nikita luchó para subir, ahora tiene que luchar para bajar.
Kirianin: Eso es lo que vamos a impedir que haga. Si el Partido ha subido hasta su punto más alto, si de ahí en adelante no hay más altura, no veo por qué tengamos que empezar el descenso. (Pausa.) Si Nikita quiere bajar, que baje las escaleras de su casa...
Orloff: El momento es bien grave para gastar bromas. (Pausa.) No olviden ustedes que Nikita ha lanzado un manifiesto preconizando el servilismo, declarándose siervo y pidiendo entrar al servicio de un señor.
Kirianin: Pero ni en Rusia ni en todo el planeta quedan señores.
Fiodor: Eso quisiera saber: ¿siervo de qué señor?
Orloff: Nada de esto tiene importancia. Lo esencial es que Nikita se ha declarado siervo. (Pausa.) Y esa declaración ha sido publicada en Pravda por el propio Nikita. ¡Qué descaro!
Fiodor: ¿Y cuál ha sido la reacción de las masas?
Orloff: Bien, para decir verdad, no han reaccionado en ningún sentido. Cuando se ha llegado a la cima del mejor de los mundos, es difícil reaccionar. (Pausa.) Las masas han leído el manifiesto sin leerlo.
Kirianin: Entonces no veo la razón de esta conferencia. He suspendido mi cacería. (Se levanta.) Creo que estoy a tiempo todavía...
Orloff (haciéndole sentar de nuevo): Me extraña, camarada Kirianin, tanta ligereza. Si es cierto que las masas, ebrias de felicidad, leen sin leer, no es menos cierto que Nikita pueda empeñarse en hacer que las masas lean leyendo.
Fiodor: ¡Formidable! Así empezó el Partido y así puede acabar el Partido. (Pausa.) Sin duda, el momento es grave.
Kirianin: Podríamos reeducar a Nikita.
Orloff: ¡Cuándo se ha visto que un comunista pueda ser reeducado!
Kirianin: Nikita es comunista, Nikita se declara siervo. Nikita se reeduca, por tanto, un comunista puede ser reeducado.
Fiodor: Eso es precisamente el clavo ardiente en este asunto. Teóricamente, un comunista no puede descomunizarse. Digo teóricamente pensando en los viejos tiempos del capitalismo. En esos tiempos, un comunista débilmente comunizado, podía pasarse al campo capitalista. Pero camaradas, ¡hoy! Hoy los cientos de millones del planeta Tierra son todos comunistas. Si no hay capitalismo, si sólo hay comunismo, ¿a qué campo pretende pasarse Nikita?
Orloff: Muy claro: al campo del servilismo. (Pausa.) Nikita quiere empezar de nuevo.
Kirianin: ¡Es un viejo romántico! (Da un puñetazo sobre el brazo de la butaca.) ¡Chochea, sí, chochea!
Orloff: ¡Calma, mucha calma! Nada resolveremos gritando y gesticulando. (Pausa.) El problema es este: encontrar una solución al caso Nikita.
Kirianin: ¿Cuál es la solución?
Orloff: Por el momento, ninguna.
Fiodor: Yo propongo una desaparición discreta.
Orloff: Nada de desapariciones. Mientras Nikita esté visible para todo el mundo nadie lo verá, pero si Nikita se hace invisible para todo el mundo, todo el mundo arderá en deseos de verlo.
Kirianin: Pero Nikita podría morir de “muerte natural”...
Orloff: Entonces el pueblo, al enterarse de la muerte natural de Nikita, leerá, leyéndolo, el manifiesto. De ahí a elevarle un sepulcro frente al sepulcro del Antisiervo, no hay más que un paso.
Kirianin: ¡Uf! Eso sí sería grave: masas servilizadas desfilan en silencio ante la tumba de Nikita, el gran servilista.
Orloff: Te ríes, pero ésa sería, prácticamente, la situación. (Pausa.) No, nada de desapariciones.
Fiodor: Entonces dejémoslo al tiempo. El tiempo se encarga de todo. Es con el tiempo con lo que hemos llegado a la dominación mundial.
Orloff: Pero también tiene Nikita su parte en el festín del tiempo.
Kirianin: Nikita es una bomba de tiempo.
Orloff: Justo eso: una bomba de tiempo. (Pausa, se pone de pie.) El Partido nunca supo de una situación como ésta. Estamos inmovilizados.
Kirianin: ¡Movilicémonos! (Camina a grandes pasos.)
Fiodor: ¡Movilicémonos! (Camina a grandes pasos.)
Orloff (desplomándose en la butaca.): ¡Inmovilicémonos! (Pausa.) Debemos lograr a toda costa que siga Nikita pasando desapercibido a las masas.
Fiodor: ¿Cómo lograrlo? Camarada Orloff, no apruebas la “muerte natural” de Nikita, tampoco un gran proceso público...
Orloff: ¡No, ni hablar de eso! Sería una hecatombe.
Fiodor: Bien, no proceso público, no proceso secreto, no ejecución pública ni privada. Y entretanto, Nikita amenazando...
Kirianin: El camarada Orloff dice que no habrá peligro en tanto el servilismo de Nikita siga pasando desapercibido a las masas. (A Orloff.) ¿Me he expresado bien?
Orloff: Sí, ¿y qué más?
Kirianin: Pues bien; empecemos nosotros mismos por hacernos los desapercibidos.
Orloff: No es mala idea. (Reflexionando.) Aunque tiene un pero: Nikita sabe que nosotros sabemos...
Kirianin: No se lo demostraremos. Hagamos la comedia. Es un modo de ganar tiempo.
Fiodor: También Nikita hará su comedia, también ganará tiempo. (Pausa.) Yo estoy por los procedimientos sumarísimos.
Orloff: Si al menos quedaran en el mundo unos cuantos capitalistas...
Kirianin (estupefacto): ¿Capitalistas?
Orloff: Así como suena: ¡capitalistas! Si todavía existiera un reducto del capitalismo el servilismo de Nikita estaría liquidado.
Fiodor: No entiendo.
Orloff: Muy sencillo; diríamos esto: Nikita es un traidor, Nikita se ha pasado al bando de los perros capitalistas. A la semana nadie se ocuparía de Nikita.
Kirianin: ¡Qué tiempos aquellos! ¡Era la Edad de Oro! Entonces se podía gritar: ¡Abajo el capitalismo! En cambio, hoy no contamos con un solo enemigo.
Orloff: Nikita es un enemigo.
Kirianin: Un enemigo intocable. Nos impide gritar contra él, escribir contra él, y meterle unas balas en el pellejo.
Orloff: He ahí el problema: Nikita es un enemigo contra el cual nada pueden nuestras viejas consignas y nuestras gastadas técnicas. (Pausa.) Será cuestión de empezar de nuevo.
Fiodor: Juguemos su juego.
Kirianin: Caeríamos de lleno en el nikitismo.
Orloff: He ahí la broma: Nikita tiene juego y nosotros no tenemos juego. Nosotros somos comunistas y nada más; él es comunista y también es nikitista.
Fiodor: ¿Qué sabemos del nikitismo? Nada de nada.
Kirianin: Bueno, sabemos que Nikita se ha declarado siervo.
Orloff: ¿Y qué hay con eso? (Pausa.) Camarada, te reto a que encuentres el manual comunista que trata del nikitismo. ¿Con qué se come eso?
Kirianin: Estamos perdiendo el tiempo con exquisiteces intelectuales. Menos palabras y más acción.
Fiodor: ¡Ja, ja! Más acción. (Pausa.) ¿Y quién la vende? ¡Nikita!
Orloff: ¡Triste verdad! Nikita tiene todas las acciones en su mano.
Fiodor: No hemos adelantado un paso. En pocos minutos Nikita entrará en este despacho y todavía no tenemos un plan de acción definido.
Kirianin: Finjamos que el servilismo nos resulta indiferente. (Pausa.) Al menos, el servilismo declarado, porque en cuanto al otro... ¡Ja, ja, ja!
Orloff: ¿Qué dejas entrever, camarada?
Kirianin: Hablo muy claramente: somos señores encubiertos pero señores al fin y al cabo.
Fiodor: No lo podemos negar.
Orloff: Pero sí se lo negaremos a Nikita hasta en tanto no podamos pulverizar a Nikita.
Kirianin: Interroguémosle encubiertamente.
Fiodor: De todos modos será un interrogatorio, y Nikita sabrá que lo estamos interrogando.
Kirianin: ¿Con qué pretexto lo llamaremos?
Orloff: Para discutir simples procedimientos de forma. Por ejemplo, ese discurso sobre la felicidad del mayor número sería un excelente pretexto.
Kirianin: Nos exponemos a que nos diga que, visto que la felicidad del mayor número es un hecho consumado, él desea empezar a ser el primer infeliz de la infelicidad del mayor número... (Pausa.) No, no despertemos a la fiera.
Orloff: En cuanto a eso, vive tranquilo. Nikita es un viejo zorro. Dudo mucho que asome la oreja en esta entrevista.
Kirianin: ¡Qué eufemismo!
Orloff: Bueno, en este interrogatorio. (Pausa.) ¿Lo llamamos?
Kirianin: Manos a la obra.
Fiodor: Mucha prudencia. Comportémonos como iguales de Nikita. No dejemos ver nuestro señorío.
Orloff: Cierto, con Nikita hay que andar con pies de plomo. (Pausa.) Ahora, charlemos con Nikita. (Toca el timbre.) Con pies de plomo. (Se dirige lentamente a la mesa y coge unos papeles.) Con pies de plomo...

Telón

Escena Segunda
Orloff, Fiodor y Kirianin. Entra Nikita.

El mismo decorado.

Nikita: ¡Salud, camaradas!
Orloff, Fiodor, Kirianin (a coro): ¡Salud!
Nikita: ¿Alguna novedad, camaradas? He llegado ayer del Cáucaso y no he tenido tiempo para leer nuestra venerable Pravda.
Orloff (llegando junto a Nikita) No hay novedades, camarada. Todo marcha perfectamente. (Pausa.) ¿No tomas asiento?
Nikita: Gracias, prefiero estar un rato de pie. Llevo dos horas sentado en mi despacho...
Orloff (hojeando los papeles): Te hemos llamado para discutir unas cuestiones de forma.
Nikita: ¿Sobre qué asunto?
Orloff: Sobre la felicidad del mayor número posible.
Nikita: Veamos.
Orloff (leyendo): “La felicidad del mayor número, habiendo sido felizmente alcanzada, no podrá existir necesariamente otra felicidad mayor que la felicidad alcanzada por el mayor número.” (Pausa.) ¿Encuentras en este párrafo, Nikita, algún vicio de forma?
Nikita: La forma es perfecta, inobjetable.
Orloff: ¿Y en cuanto al fondo?
Nikita: Habiendo alcanzado la felicidad del mayor número —cuestión de fondo que ya no se plantea, puesto que hemos alcanzado la felicidad del mayor número— sólo nos quedan por ventilar puras cuestiones de forma sobre la felicidad alcanzada por el mayor número.
Fiodor (a Kirianin): El viejo zorro no caerá en la trampa. (A Nikita.) ¡Bravo, Nikita! ¡Dialécticamente irrefutable! (Pausa.) Se me ha ocurrido, en vista de que el Partido ha salvado todas las etapas de las cuestiones de fondo, que ha llegado el momento de desarrollar hasta sus últimas posibilidades todas las cuestiones de forma...
Nikita: Me hago cargo, camarada Fiodor.
Fiodor: Pues bien, nos parecería una gran cosa que el camarada Nikita se dedicara, de hoy en adelante, a redactar los cientos de miles de cuestiones de forma, que son el resultado de los cientos de miles de cuestiones de fondo.
Nikita: Quiere decir que el Partido, habiendo superado la fase activa, está ahora en fase contemplativa.
Orloff: El Partido repitió la hazaña del Creador. Es el único Partido que ha logrado semejante tour de fource. (Se repantiga en la butaca, se frota las manos.) Y bien, Nikita, después de recrear el mundo a nuestra imagen y semejanza nos hemos dedicado a contemplar el mundo.
Nikita: También nos parecemos al Creador, que duerme con un ojo abierto... y el fusil al hombro. Al menor asomo de rebelión: ¡pin, pan, pum!
Orloff: En el mejor de los mundos las posibilidades de rebelarse son mínimas.
Kirianin (mirando fijamente a Nikita): ¿Rebelarse? ¿Pero quién tomaría las armas contra la felicidad?
Orloff: No sigo bien tu pensamiento, Nikita. Hablas de rebelión. El Partido ha hecho tan bien las cosas que no tiene necesidad de mantener abierto ninguno de los dos ojos. Puede dormir a pierna suelta. (Pausa.) Me extraña sobremanera que el camarada Nikita, comunista de pies a cabeza, plantee la posibilidad de una rebelión armada.
Nikita: Me extraña sobremanera que el camarada Orloff tome mis palabras al pie de la letra y se retrotraiga a los tiempos heroicos de las barricadas. He sido llamado aquí, si no me equivoco, para departir sobre puras cuestiones de forma. Una de ellas, y en ella se me ocurrió pensar por pura cuestión de forma, fue la pura cuestión de forma del ojo abierto mientras se duerme en previsión de... Porque, así como no hay cosa más dulce —y cito a Dante— que acordarse del tiempo feliz en la desgracia, no hay igualmente cosa más dulce que acordarse del tiempo desgraciado en la felicidad... Y esto, por supuesto, en pro del desarrollo intensivo de las puras cuestiones de forma.
Orloff: Yo quisiera hacer comprender al camarada Nikita que cuando se habla del desarrollo intensivo de las puras cuestiones de forma es sólo con vista al presente feliz que vive el Partido, y no con vista al pasado azaroso que ha vivido el Partido.
Kirianin: El pasado del Partido está muerto y enterrado.
Nikita: No me opongo a ello, pero como aquí estamos tratando del desarrollo intensivo de las puras cuestiones formales, yo quiero poner mi grano de arena. Propongo que la brillante frase del camarada Kirianin —“el pasado del Partido está muerto y enterrado”— sea cambiada por esta otra: “El Partido del pasado está muerto y enterrado.”
Orloff: ¿Estarías dispuesto a firmar esa proposición?
Nikita: Aunque el camarada Orloff sabe de sobra que las publicaciones en nuestra república son anónimas, yo acepto sin embargo poner mi firma al pie de mi proposición formal, pero con una condición.
Orloff, Kirianin, Fiodor (a coro): ¿Cuál?
Nikita: Que se especifique muy claramente que si he firmado dicha proposición ha sido para cooperar con mayor eficacia al desarrollo intensivo de las puras cuestiones de forma y que, por lo tanto, mi firma es sólo una pura, inocente cuestión de forma.
Orloff, Kirianin, Fiodor (a coro): ¡Traidor!
Nikita (flemático): De acuerdo. Soy un traidor, pero... formal. Aunque lo quisiera no podría ser un traidor real. No existe otro Estado al que yo pueda revelar secretos de Estado que, por otra parte, serían sólo secretos sobre puras cuestiones de forma.
Orloff (sombrío): Dejemos ya las puras cuestiones de forma y vayamos al grano...
Nikita (interrumpiéndole): Bueno, al grano formal...
Orloff (se acerca a Nikita hasta tocar la frente de éste con su dedo): ¡Ese grano —grano cochino, grano infeccioso, grano renegado— eres tú, Nikita! (Pausa.) ¡Te has declarado siervo!
Nikita (hace una reverencia, besa a Orloff la mano, cae de rodillas): Siervo soy, señor. (Camina de rodillas y besa los pies de Kirianin y Fiodor.)
Orloff: Levántate, Nikita. Nos repugna tu pantomima.
Nikita (trata de pararse, pero vuelve a caer de rodillas): No puedo, señor, no puedo pararme, sólo puedo prosternarme. (Continúa arrodillado con la cabeza en el suelo.)
Kirianin (a Orloff): Buena la hemos hecho. Ahora no podremos seguir en el desapercibimiento.
Fiodor (sacando su pistola): Voy a matar a ese perro inmundo.
Orloff (le quita la pistola): ¡Estás loco! Eso sería la chispa. Mañana tendríamos miles de siervos arrodillados en la plaza Roja. Localicemos la peste.
Kirianin: Exacto: localicemos la peste. Aislemos al apestado.
Orloff (a Nikita): Escucha bien, Nikita.
Nikita (agarrando el pie calzado con bota de Orloff y poniéndolo sobre su cabeza): Escucho, mi amo.
Orloff: Supongo que te has declarado siervo por una cuestión formal. (Mira ansiosamente a Kirianin y a Fiodor.)
Nikita (Incorporándose): Nada de cuestiones formales, señor. Sólo sé que soy un siervo, humildísimo siervo de cualquier amo.
Kirianin: ¿No estás contento con la felicidad colectiva?
Nikita: ...Excelentísimo señor, no me place la felicidad colectiva. Prefiero la felicidad personal de ser el humildísimo siervo de tan grandes señores.
Orloff: Bien sabes que un comunista sólo puede ser comunista y no otra cosa. (Agarra a Nikita por los hombros y lo sienta en la butaca.) Un comunista jamás se arrodilla ante nadie. Por eso suprimimos a Dios.
Nikita (se desliza de la butaca y cae nuevamente de rodillas): No puedo, señor, no puedo sino arrodillarme. (Pausa.) Además, señor, no soy comunista, soy servilista. (Vuelve a poner la cabeza en el suelo.)
Orloff (a Kirianin): Tiene el siervo metido en el cuerpo.
Kirianin: Torturémosle.
Fiodor: Nikita te lo pediría de rodillas. ¡Qué mejor cosa para un siervo que ser torturado por su señor!
Kirianin: ¡Diablos! No hay por dónde agarrar a este hombre.
Orloff: Di mejor a este siervo. Su servilismo nos domina.
Kirianin: Se me ocurre algo formidable. Vamos a obligarle a hacer el señor.
Orloff: ¡Magnífica idea! Será la única tortura acertada. (Pausa.) ¡Manos a la obra!
Fiodor: No entiendo bien la cosa.
Orloff: Ustedes caerán de rodillas, en tanto que yo, pistola en mano, exigiré a Nikita daros de puntapiés en el trasero. (Pausa.) Esto lo haremos a título de ensayo. Los días siguientes turnaremos nuestros traseros a fin de repartir comunistamente sus patadas, y así proseguiremos hasta que Nikita quede completamente desintoxicado. (Pausa.) Caed ahora de rodillas.

(Kirianin y Fiodor caen de rodillas.)

Orloff (a Nikita): Camarada Nikita.

(Nikita no se mueve.)

Orloff: Siervo Nikita.
Nikita (incorporándose): ¿Qué quiere, mi señor?
Orloff (le apunta con la pistola): Te ordeno ser el señor de estos dos siervos. Dales en el trasero unas cuantas patadas de desprecio.
Nikita (poniéndose de pie): ¡Oh, señor, qué alegría! Ya tengo partidarios. (Se arrodilla junto a Kirianin y Fiodor.) Ahora somos tres siervos. Pidamos a este magnífico señor que nos dé unas cuantas patadas en el trasero.
Orloff (violento): ¡Nikita, poneos de pie!
Nikita (lloroso): ¡Oh, señor, no puedo sino arrodillarme!
Orloff (le apunta de nuevo con la pistola): ¡Te voy a matar como a un perro! ¡Levántate! (Nikita se pone de pie.)
Orloff (le pone el cañón de la pistola en la sien): ¡Insúltalos!
Nikita (balbuceando): Señor...
Orloff: El señor eres tú, ¿me entiendes? ¡Adelante!
Nikita (haciendo un gran esfuerzo): Perros siervos... (Pausa.) ¡Oh, no puedo, señor, no puedo, soy también un perro siervo!
Orloff: ¡Adelante! He dicho.
Nikita: Perros siervos... (Pausa.) No puedo, amo mío. No puedo hacer el papel de vuestra señoría. Prefiero la muerte.
Orloff (le da un empujón): ¡Anda! Da de patadas a tus siervos. (A Fiodor y Kirianin.) ¡Presentad el trasero a Nikita!

(Fiodor y Kirianin presentan el trasero.)

Nikita: No podría patear el trasero a un señor y estos son señores disfrazados de siervos. Sería un crimen de leso trasero. Por menos que eso el difunto zar ejecutaba a millones de siervos.
Orloff: Esos siervos son los santos de nuestra religión. Murieron para que no hubiese más siervos sobre la tierra.
Nikita: Y yo voy a morir para que hayan siervos en la tierra. Es una fatalidad. Tengo la plena seguridad que voy a encontrar un amo, aunque ese amo me envíe al patíbulo. Ese amo está ahí, ya lo veo, lo oigo, lo toco casi, es mi verdugo, pero lo adoro porque mi trasero no puede hacer el siervo si no tiene su patada. (Pausa.) ¡Señor, matadme, pero no patearé esos traseros! Haría traición a la sociedad de los traseros.
Orloff (cambiando de tono): Fiodor, Kirianin, ¿qué quiere decir esa posición? Estamos aquí con el camarada Nikita para discutir cuestiones de pura forma, y francamente, no veo ningún vicio de forma en vuestros traseros.

(Fiodor y Kirianin se ponen de pie.)

Orloff (guardando la pistola): Camarada Nikita, ¿de modo que la frase “la felicidad del mayor número, habiendo sido felizmente alcanzada, y no pudiendo existir otra felicidad que la felicidad alcanzada por el mayor número”, no adolece de ningún vicio de forma?
Nikita: La forma es perfecta, inobjetable.
Orloff: ¡Magnífico! Entonces pasemos a la frase siguiente.
Nikita: Pasemos, camarada, a la frase siguiente.
Orloff: “Si la religión es el opio de los pueblos, no habiendo religión no hay opio, debido a la felicidad alcanzada por el mayor número...”

Telón

La invención del invierno

Alejandro Badillo
(Fragmento)

Estaba en el balcón, apoyado en el barandal, tratando de encontrar algún equilibrio en los árboles, sin poder evitar que el resplandor de la única lámpara de la calle le iluminara las manos. Esa noche, como las anteriores, había escuchado los pasos de la niña ciega, justo en la entrada del edificio. Inclinó la cabeza para seguir de cerca los sonidos, el crujir de la madera bajo los pies leves y blancos. Imaginó un poco de arrogancia en su desplazamiento, la mano que apartaba sombras para ir al encuentro de objetos conocidos: la grieta en la pared, el florero cuya ubicación le daba un punto de referencia, una nueva seguridad para seguir avanzando. Fue por el vaso con ginebra mientras los pies se detenían, tal vez desconcertados por un obstáculo en el camino, buscando en la duda un poco de aire frío bajo la puerta. No pudo beber en el lapso de silencio que siguió y, con la mano sosteniendo la barbilla, se limitó a observar los hielos en el vaso, el reflejo de la luz en el cristal que alcanzaba la punta de los dedos. Quiso salir al corredor, asomarse al cubo de la escalera, pero supo que ella estaba jugando, que su figura se mantenía muy quieta contra la pared, el pecho con una pequeña cruz de oro que subía y bajaba. Volvió a la contemplación del vaso, sopesando la última conversación con el hombre, la propuesta dicha entre humo y una espesa penumbra. Los pasos se reanudaron afectados por un ritmo distinto, desordenado, que prolongaba el desconcierto, el engaño de perderse en otros pasos, los del inquilino anónimo cuyo recuerdo comenzaba a ser un fantasma. Comprendió entonces la naturaleza de la derrota, el azar que lo tenía en el cuarto con la espalda encorvada, el frío en los labios, buscándole los ojos. Apretó la mandíbula y los dedos. Supuso que podía hacer un esfuerzo, tocar sus cabellos, mirarle los ojos. Ensayó como si la tuviera ahí, dispuesta a escuchar un alegato inútil, algún lloriqueo: razones suficientes para disponer de ella y alargar la vida de otra. Al terminar, resignado, alzó el vaso y saludó el pacto entre los dos que ella aún desconocía y cuyos pormenores bosquejaba todas las noches. Mantuvo en alto el vaso unos instantes más, en busca de un consuelo retardado y ajeno. Al primer trago los pies de la niña sacudieron su inmovilidad, reanudaron la marcha y comenzaron a subir por las escaleras, al principio muy lentamente, después más rápido, apresurados por el miedo, por la incipiente sospecha. Dejó el vaso en la mesa, escuchó con complacencia el final del recorrido, los pies blancos, los dedos finos hurgando el contorno de las sombras. Las manos tantearon la puerta hasta encontrar la perilla, la giraron con cuidado, como si ensayara una maniobra clandestina cuyo único objetivo era el juego, la burla del silencio. El alcohol bajó por su garganta mientras trataba de convertirse en alguien amable, alguien capaz de decir buenos días, un saludo que ayudara a definir su rostro; una mirada que ella pudiera imaginar, limpiarla en sus noches de niña sola. Movió los dedos, atrapó sin querer un trazo de luz que perduraba en el amarillo de las uñas, en los nudillos ruinosos y enfermos. El timbre del teléfono sonó:
—¿Hola?
—Soy yo… ¿qué respuesta tienes?
—La misma… necesito el dinero —dijo buscando consuelo en las palabras, en la voluntad de imaginar la voz al otro lado de la línea.
—Ya tienes los datos… ésta semana sus padres se van de viaje y la criada que la atiende duerme en un cuarto aparte. No habrá problema.
—No sé si pueda —respondió teniendo una idea más certera de sus párpados hinchados, de los ademanes de hombre lento, gordo.
—Ella vale mucho…
—Sabes que no es fácil —respondió buscando consuelo en la luz de los faroles que ahora caía como una densa cortina amarilla. El equilibrio de los árboles se rompía interrumpiendo el sueño de los pájaros.
—Te doy un consejo… No lo pienses mucho.
—Pienso en Gertrudis
La impaciencia le ponía tensa la quijada, le hacía nadar en agua espesa. La línea había quedado en silencio y él pudo ausentarse para fijar los ojos en la oscuridad y buscar alguna excusa. La imaginación pronto lo llevó a la muerte, a Gertrudis en una cama de hospital. Gertrudis con el corazón exhausto, renqueante como un viejo prematuro. Gertrudis en una habitación blanca, rodeada por el silencio blanco de los hospitales. Un tenue olor a cloro se metía en los pliegues de las ropas mientras un pitido rompía el silencio, se traducía de inmediato a gráficas impersonales, líneas verdes, rojas, otra vez verdes. Él estaba ahí, mirándola de lejos, escéptico, como si estuviera contemplando un mal sueño. Gertrudis sostenía por un momento el contacto con sus ojos, pero casi de inmediato bajaba la vista, la desviaba como si necesitara evaluar la pequeñez de su mundo, las arrugas de la sábana, las venas cansadas, casi transparentes de sus brazos. A veces imaginaba que soñaban los mismos sueños: espacios en blanco, entrelazados, que no se extendían en el tiempo, que llenaban sus cabezas con un goteo pesado y consistente. En medio de la pereza despertaba con la sensación de una voz que murmuraba sus nombres, una y otra vez, como si estuviera empeñada en repetir los pormenores de una despedida demasiado anunciada, dicha hasta el hartazgo. Gertrudis con el corazón renqueante. Gertrudis con un latido somnoliento.
—Pienso en Gertrudis —repitió antes de colgar y volver a diluir el recuerdo. La noche era silenciosa y sin desvestirse se acostó en la cama. Luchó unos instantes para no mover el cuerpo, para sentirse mueble inerte, abandonado. Pero los dedos de los pies aún se movían, como si sintieran la aproximación del agua. Buscó en el techo alguna figura conocida, pero sólo pudo pensar en el insomnio, en el punto luminoso que le abría los ojos y cuyo único objeto era consumirlo entre las sábanas. Resignado, escuchó el crujir de la madera. Fue entonces, en la espera inútil del sueño, que decidió el rapto.

II

Había estado en el balcón la primera vez que miró sus ojos. La luz de los faroles distraía su atención, le impedía concentrarse en sus manos, las despojaba de su tristeza, de atributos mágicos que les daba porque le disgustaba contemplar sus manojos de venas, la vejez de los nudillos, la asimetría en las líneas que abrían caminos en las palmas y que anticipaban nuevas derrotas. Después de estudiarlas apenas tenía ánimo para dar vueltas en la habitación, para pensar en Dios, en su naturaleza silenciosa que ponía en duda su existencia, una bondad apenas perceptible en su vida y que él adivinaba inútil, tan sólo suficiente para dejar manchas de humedad en la habitación. Antes de su llegada al edificio había soñado con una niña ciega, con su mirada cubierta por una película blanca y muy fina, casi un velo de sal o de seda, sin embargo descubrió dos ojos limpios, grandes, de una belleza inerte. Esa noche, aburrido de sus manos, la contemplaba caminar con torpeza por el jardín: un animalillo expectante, tratando de descubrir el sonido de algún nuevo insecto, esperando encontrar alguna flor desprendida por las notas doloridas de la lluvia. En la búsqueda había volteado en dirección al balcón, alertada, tal vez, por un ruido que él había provocado sin querer. La respiración se hizo más lenta. El aire se estancó y dejó de mover una maceta colgante. Ella balanceó la cabeza; estrechó los párpados, inquisitiva, como quien aguza la vista en la oscuridad en busca de una vela. No pudo evitar el verde de los ojos que ahora le parecía impuro, contaminado por diminutos paisajes de sombra, algún brillo exagerado. Pensó entonces que su desgracia era el exceso de vida, la oscuridad provocada por un sacrificio de luz. Miró de nueva cuenta sus manos; alguna nube manchaba la luna, se diluía como un chorro de tinta derramado en el agua. Su pensamiento se volvió ciego un instante y vagó con torpeza, así pudo rememorar el accidente de su vida, la postal enviada desde la costa a Gertrudis; después hubo un poco de somnolencia, una ligera inmovilidad en la memoria y sólo pudo ver un relámpago detenido en el cielo, los restos de nube que aún perduraban y que se enroscaban como dos gatos enfurecidos, en celo.

III

“Sus ojos se oscurecen con el tiempo”, murmuró satisfecho de su verdad recién descubierta. Estaba al otro lado de la puerta, agazapado, sin un plan preciso para ejecutar el rapto. Inclinó la cabeza, imaginó a la niña silenciosa, con los pies descalzos, jugando a extender la mano, moverla lentamente, hacia la derecha, como si descubriera por accidente un limo oculto bajo los dedos o como si estuviera segando un campo de trigo imaginario. Hacía frío a pesar de que faltaban meses para el invierno. Tal vez no alcanzaría el dinero del rescate, tal vez Gertrudis, su corazón, comenzaran a cuartearse antes de llegar con el dinero. Del otro lado de la puerta llegaba un débil siseo. Pensó en una llama diminuta, insuficiente para contener el frío que serpenteaba por el piso, que subía hasta la bombilla para pulir su luz y llenar el corredor de muerte. La niña ciega, sentada en una silla demasiado alta, balanceaba los pies desnudos, lo hacía con cuidado, como si estuviera agitando un estanque lleno de peces. Con un poco de dificultad, bajaba de la silla y permanecía indecisa, formando coordenadas, inventando pasos que la llevaran al encuentro de antiguas islas de luz aún existentes en la madera y que le ofrecían un camino seguro hacia la puerta. Dio algunos pasos. Del otro lado la aproximación era percibida como amenaza. Ella, de alguna forma, se había familiarizado con los movimientos de su cuerpo, con el espacio que ocupaba su respiración cuando estaba nervioso. El trayecto hacia la puerta era más seguro, ya no un tiro al blanco en la penumbra sino una aproximación segura, paciente, hecha para hacerlo sentir avergonzado. Se alejó de la puerta y subió, derrotado, las escaleras. Estuvo en su cuarto caminado, dando vueltas, asomándose a intervalos al jardín. Dibujó hasta que los dedos se le entumieron. A medianoche sonó el timbre del teléfono: una conversación muy parecida a la del día anterior, la promesa firme de realizar el rapto. Después de colgar la bocina la habitación quedó en silencio, bajó de la cama y comenzó a recorrer la habitación a ciegas, tanteó el aire, intentó recordar la disposición de los muebles. Soltó una maldición cuando las rodillas golpearon el filo de un cajón abierto. Unos momentos bastaron para que se sintiera tranquilo, aspiró con fuerza, como si estuviera recolectando el perfume de una selva oscura y así llegó con seguridad a la mesa de centro. La mano derecha exploró un diario carcomido, lo empujó a una esquina derribando sin querer un objeto cuyo ruido le hizo pensar en un salero. Lo comprobó cuando al seguir avanzando algunos granos invadieron el interior de las uñas. Hubo un presentimiento, similar al que sueña con un cadáver en la playa y los dedos comenzaron a rascar la madera, a expulsar la sal con angustia. Sólo tuvo paz cuando el último grano se desprendió. Volvió a la cama. Sin abrir los ojos encontró el interruptor de la lámpara y la apagó. Las puntas de los dedos temblaban, antes de abandonar la cómoda rodearon —triunfales— la superficie de un cenicero.

IV

La vida en el hospital avanzaba y se detenía. A veces la vista iba de sus manos a los azulejos blancos, al murmullo en el pasillo que confundía con una incipiente lluvia. A la misma hora, en el cuarto de al lado, se elevaba una voz femenina, una oración que —estaba seguro— había escuchado de niño. La noche dejaba paso a una madrugada estéril, menos confusa. Gertrudis dormía y era entonces cuando le contaba del plan, en voz baja, esperando —tal vez— un absurdo consentimiento. Murmuraba restos de frases, hilaba fechas, proyectaba los hechos a un futuro promisorio. Después de un rato se arrepentía y hablaba de su soledad, la iba enfocando poco a poco hasta reducirla, despojarla de su heroísmo y volverla una serie de acciones inconexas: narró la compra de un panqué con pasas, siluetas dispersas en el andén del metro, el letrero apagado de un café de chinos. Se miró entrando al edificio, volviendo a unir las piezas del día. Con voz tranquila le contó a Gertrudis cómo lo dominaba el insomnio, cómo permanecía al borde de la cama, imitando los gestos de un hombre que ofreciera a su vida un poco de indiferencia. Tenía entonces la necesidad de acompañar con la mirada la trayectoria de algún insecto, de gritarle a la gente que quería dormirse y, después, con inusual rebeldía, destruir sus dibujos, derramar el resto de la ginebra entre las sábanas. Mientras Gertrudis dormía estaba extrañamente apaciguado, más dispuesto a los detalles, aceptar que sólo quería mirar sus manos, extenderlas, sentir su peso sobre la almohada cuando le hablaba…
¿Piensas que la vida está contenida en las manos? Compro pliegos de papel, hago reproducciones de ellas y las pego en las paredes. Después de una sesión prolongada de dibujo los dedos dejan incompleto un último trazo y se entumecen, como si estuvieran sufriendo un repentino ataque de hipotermia, entonces los alejo de la sombra, y busco un poco de luz blanca para calentarlos. Ahí examino cada milímetro de piel, cada arruga, cada línea que representa la suma de mis padres y mis abuelos. ¿Puede variar, con cualquier decisión, el trayecto de una línea? ¿Puede alterarse la conjunción de una con otra? Sólo sé que no puedo dejar de mirarlas, que dibujo sus contornos y el vacío que resta lo lleno con mapas, datos inútiles, signos tuyos y míos. ¿Crees que exista una clave secreta en ellas, algún código que nos permita resolver nuestras vidas? En las noches la textura de mis manos es frágil, de papel de china. Palpo con ellas el frío de las sábanas, imagino que rodeo una luna tumefacta que se hace agua para que no olvide que están vacías, huecas. Tengo las manos huecas, Gertrudis, y por ahí te me escapas en las noches, por ahí nos vamos los dos y cuando despierto sólo retengo algún rastro, el olor de una lluvia antigua.

El resplandor de la ventana atraía insectos nocturnos. Atraídos por la luz golpeaban una y otra vez el vidrio. No podía seguir hablando. En realidad había dicho todo. Cansado, por hacer algo, trató de imitar con las manos el inútil revoloteo. De la nube de insectos se desprendió una falena parda, aún húmeda por la lluvia. Dejó de mirar la ventana cuando escuchó que la puerta se abría. Una enfermera morena, delgada, entró para tomar datos y cambiar el suero. Gertrudis no despertó aunque durante el procedimiento apretó los párpados, como si en el sueño sintiera un dolor lejano, quizá placentero. La falena seguía tras la ventana, aunque el escarceo amoroso con la luz la había dejado exhausta, patas arriba, con estertores en las alas que la enviaban a la muerte. Somnoliento, recargó la cabeza junto a las piernas de Gertrudis. El pitido de la máquina era un lenguaje secreto que además de registrar los latidos del corazón medía también la vergüenza, el frío en los ojos. Entró en el sueño para sentirse redimido, para entrar a un terreno donde aún podía incendiar los días, reconocer pasajes de su vida convertidos en una serie de escenas absurdas y felices.

La cauta analogía

Gabriel Wolfson

Pierre Gascar, El reino vegetal Universidad Veracruzana, 2007, traducción de Diana Luz Sánchez, 143 p.

A la pregunta “¿Cuál es mi libro preferido?”, Antonio Gamoneda dedica dos breves ensayos en El cuerpo de los símbolos. Y no es que se halle en la zozobra de optar por uno u otro ni, como lo aclara, ante la oportunidad de salir con una de aquellas “originalidades vanidosas” con que más de uno suele engalanarse. Su elección es clara desde el principio: el Pedacio Dioscórides Anazarbeo, traducido y comentado en el siglo XVI por el doctor Andrés Laguna, hijo de judío converso, estudiante en Salamanca y París y miembro del grupo de médicos del papa Julio III. Se trata de una “catalogación comentada de los vegetales, según sus virtudes salutíferas o maléficas”. La razón de los ensayos estriba en determinar la particularidad estética de los párrafos del médico segoviano. Aparece un primer argumento: “la palabra arcaica, cuando reaparece en una sensibilidad —la nuestra— moldeada en la sintaxis contemporánea, se carga de función estética”, que explicaría la fascinación que podría producir un libro como el Dioscórides pero, claro, no sólo él. En cambio, Gamoneda encara lo que hace a Laguna singular: “un disturbio lingüístico que es poéticamente positivo”, resultado de la escritura de un sujeto que cuando intentó hacer versos produjo medianía, pero que se convirtió en un gran poeta al hallarse “poseído por la ciencia”, al centrarse en describir distintas plantas practicando “transustanciaciones en que las palabras sutilizaron su comunal sustancia y accedieron al hermetismo de la poesía”. No puedo ahora no citar algunos de los ejemplos que ya citaba Gamoneda: “El Agárico es útil (…) a las cámaras de la sangre”, “El azeyte de almendras conviene a la tosse, al asma y a todas las pasiones del pecho”, o esta pequeña maravilla: “El Algalia que los Toscanos llaman Zibetto y algunos Griegos Zapetio, y Zambacho, es una suciedad que se engendra junto a los compañones de cierta especie de gato, semejante a la Foena, cuando le hacen sudar. La cual, en vehemencia y gratia de olor, no deue nada al Almizque. Su virtud es caliente y húmida: por donde sirue a la suffocation de la madre, instalándose en el ombligo. También despierta la facultad genital, y según los contemplativos afirman, da increyible deleyte en el acto Venéreo, si se untan los dos competidores…”
Poco más de cuatro siglos después, el escritor, periodista y activista francés Pierre Gascar encontró también en ese orbe de flores decaídas, arbustos discretos y musgo vertiginoso la oportunidad para potenciar las virtudes salutíferas o maléficas ya no de las plantas sino del lenguaje. Caben aquí un par de ejemplos, tomados entre muchos posibles, y que hablan ya de la eficaz labor de la traductora (si no me equivoco, Sergio Pitol habló alguna vez de que en inglés, por ejemplo, los escritores aluden a distintos árboles concretos: roble, arce, encino, etc., mientras que en español suelen ser más generales: árboles, bosque. Con Gascar, desde luego, esa concreción se extremó, lo cual también produjo algunos de los mejores momentos de su libro):

Las frondas de los helechos están tan recortadas y su textura es tan fina que la luz, aunque ya filtrada por las copas arbóreas que las dominan, las atraviesa aun cuando se entrecrucen, formando una doble espesura, y recrea bajo el arrullo de sus palmeras algo así como otro bosque, otra iluminación vegetal. En cuclillas frente a los helechos descubrimos, en medio de una luz entre verde y dorada, una imagen de los bosques de la era primaria…

Ante mis ojos veía pasar materias anónimas, a fin de cuentas más irrisorias que extrañas, especies de algas negras desmenuzables, como carbonizadas por la desecación, hongos minúsculos y huecos que podían deshacerse de un soplo, cáscaras muertas, verduscas y arrugadas que sin duda eran líquenes, madejas de musgos filamentosos, pétalos decolorados, trebejos de una herboristería antigua en la que reconocía, sola en un cajón, igual que una bestia especialmente peligrosa en una jaula del zoológico, la raíz de la mandrágora, cargada de leyendas diabólicas y con su característica forma de horquilla.

De Gascar, autor prolífico, en nuestra lengua se conoce muy poco. Habría que referirse a la biografía de George Louis Leclerc, conde de Buffon, publicada también por la Universidad Veracruzana en traducción de Alfonso Montelongo, quien por cierto me dio a conocer el libro que ahora reseño. En 1974 se publicó en Barcelona su novela La amenaza, según se nos informa en el prólogo, y ahora agrego el siguiente dato: su novela más famosa, El tiempo de los muertos, con la que ganó en 1953 el premio Goncourt, fue traducida y publicada en Chile por la editorial Lautaro en 1958, edición que, es de suponer, agotada. Pero Gascar, nacido en 1916 y muerto en 1997 y que en realidad se llamaba Pierre Fournier, escribió cerca de cuarenta libros, que transitan por casi todos los géneros de prosa: ensayo, cuento, nouvelle, novela, periodismo, biografía e incluso guión cinematográfico, variedad que, de acuerdo con su traductora, también se ofrece en sus temas e intereses: biología, fotografía, arquitectura, geología, ecología. De su vida sabemos muy poco: fue prisionero del ejército alemán de 1940 a 1945, participó en la asociación Amigos de la Tierra en su sección francesa, ya en su vejez recibió dos premios importantes, uno de ellos el Roger Caillois en 1994. Imaginémoslo como uno de esos sujetos que atravesaron el siglo xx, que recorrieron sus cimas ideológicas y sus atroces encrucijadas, y que en todo caso nunca dejaron de dirigir su curiosidad y su entusiasmo hacia los nuevos tiempos.
Bastan estos datos para suponer que los cuentos de El reino vegetal, publicado originalmente en 1981, poseen una base autobiográfica. El primero de ellos, “Los helechos”, cuenta la historia de un grupo de maquisards trasladados a Rawa-Ruska, campo alemán para prisioneros rusos y franceses. Igual que en Primo Levi, el narrador obtiene una ventaja por hablar alemán y fungir de traductor, y por formar parte de un grupo más pequeño encargado de un trabajo especial: dar mantenimiento al cementerio del campo. Porque si bien Rawa-Ruska no era un campo de exterminio, las condiciones en su interior no distaban mayor cosa del resto de los campos nazis. El cementerio está lejos del campo; próximo a él, un bosque al que tiene que internarse este grupo de encargados, bajo la vigilancia de un guardia, en busca de maderas para levantar una cerca. Ahí la primera, pequeña y descomunal recompensa para estos prisioneros: la posibilidad de caminar por el bosque, verse rodeados por la vida vegetal del campo, tan opuesta a la del otro, árido, oscuro, estéril, donde duermen. Y la segunda ventaja: hacerse de unas buenas hojas de helecho para formar con ellas una especie de colchón que poner encima de las “camas” de tablones rudimentarios. Aquí es imposible no volver a pensar en Levi al leer la reflexión de Gascar: la voz de un químico —aquél—, de un biólogo —éste— que observa el conjunto de lo que se cuece en el campo, capaz de registrar impresiones precisas, por encima incluso de la inmediatez de la supervivencia: “Dentro de una comunidad encerrada en sí misma y donde todos se hallan en un estado de semejante indigencia, el menor objeto procedente del exterior adquiere fácilmente un valor casi mágico, como si su poseedor, al que empieza a odiarse profundamente, fuera a obtener gracias a algún secreto una ventaja distinta de lo que promete dicho objeto, casi siempre trivial. Este fenómeno se verificaba con los helechos.” Así, las camas de paja de helecho despiertan otras suspicacias y recelos en el resto de los prisioneros, “como si el hecho de que adornáramos las tumbas de nuestros muertos con la aprobación y ayuda de los alemanes hiciera olvidar que, de maneras diversas, los difuntos habían sido víctimas de la inhumanidad germana”. Y en este momento, cuando la trama de miseria, equívocos riesgosos y supuestas complicidades parece ganar la partida, Gascar reintroduce su registro más descriptivo, aquel que oscila entre la poesía romántica y la apasionada exactitud del laboratorista, y habla de los helechos como de una de las especies vegetales más primitivas, capaces de imprimir su huella en las rocas y así atestiguar las peripecias humanas a lo largo del tiempo. Al comienzo del cuento, el narrador describe el campo de prisioneros sin ningún aspaviento, como un dato cotidiano, casi forzoso (podría recordarse la pintura de la situación bélica al comienzo de “Bola de sebo” de Maupassant, con la diferencia de que en Gascar no se trata de un irónico narrador omnisciente, sino de un protagonista de la historia); sus frases son “tuvieron que”, “se había vuelto necesario”, “no hacía sino seguir la costumbre”, “hubo que crear”. Después, como contraste frente a ese tono desatencioso, que narraba la historia casi como un hecho necesario, se va perfilando el helecho, y con él la convicción, nunca llevada a la superficie, de que ese tono era poco importante frente a la certeza final de hallarse en el campo de los muertos, la certeza de que el cementerio donde trabajaba ese grupo de prisioneros privilegiados no estaba lejos del campo sino ahí mismo, y de que el helecho, además de su frescor y su bondad, constituía esa terquedad de la naturaleza que nos antecedió y que se adherirá a nuestros despojos como un elocuente jeroglífico.
El reino vegetal está compuesto de seis cuentos, similares en extensión y en que cada uno gira en torno a una especie vegetal. He comentado largamente el primero; quiero decir que los otros cinco no desmerecen en intensidad, y que la palabra “belleza”, tan inmanejable en estos tiempos, podría aplicárseles sin ninguna dificultad. Se trata de textos en donde si bien las tramas son importantes, están bien construidas e invitan al lector a perderse en ellas, lo más notable y atendible es la pura posibilidad de que las historias ocurran, la creación de entornos, la emergencia de percepciones precisas y lúcidas, el atisbo de la esencia profunda de las situaciones adonde de pronto han caído los personajes. Siempre es un “yo” el que habla en el libro, pero decir esto no es ni problemático ni demasiado significativo: son casi con seguridad las vivencias de Gascar, pero nos las cuenta no porque hayan sido suyas y lo definan, sino por su capacidad de iluminar, porque recuperan la posibilidad de la experiencia. En El reino vegetal leemos la voz de un veterano: la prosa de Gascar es clara; sus exposiciones, exhaustivas y justas, sin didactismo pero sin temor a enseñar lo que ha de ser mostrado: la fluidez de quien posee saberes distintos y de forma natural los halla emparentados. Por eso el libro concluye con “Nostoc”, el texto menos cuentístico del volumen pero más explícito en cuanto al valor del reino vegetal: eso es lo que importa, parece decirnos Gascar lo demás es literatura. Ya en “Los hongos”, el segundo relato, Gascar atisba un símbolo: se nos cuenta la historia de un niño parisino, parte de cuya familia, sin embargo, de la región de Perigord, lo considera un citadino sin ninguna habilidad para encontrar hongos comestibles en el bosque. El hongo en sí es ya una especie híbrida, tal como el niño está a caballo entre su ciudad habitual y el deseo de pertenecer a su familia de campesinos. Comienza a hallar hongos venenosos, anómalos, y él, claro, intuye que ésa es su propia condición en medio de su momentánea tribu. Sin embargo al final da con la verdadera singularidad: un hongo blanco que crece no sobre la tierra o sobre un tronco sino encima de otro hongo grande y negro, como un animal que hubiera trepado en él, y que al apretarlo entre los dedos estalla, suelta un poco de polvo marrón y se reduce a nada: un hongo prodigioso, un hongo exponencial y proliferante que, en vez de encarnar una más de las posibles metáforas del niño o de su familia, constituye una analogía que se cierra sobre sí misma.
Habría que repasar así sea brevemente los otros cuentos del libro, con los que Gascar va conformando su díptico: el reino vegetal y la historia. Ante algunos intentos totalizadores del siglo xx, y que a menudo hicieron de los grandes temas un reclamo publicitario, Gascar propone su modesta colección de relatos que, como sin querer, van tocando tales encrucijadas: el nazismo, los conflictos regionales europeos, el totalitarismo de la China de Mao en “El Pen ts’ao”, o el progresismo, el desarrollismo técnico y bienpensante de los setenta en “El trigo y la amapola” —las dos especies que acompañan las representaciones de la diosa Deméter—, donde unos técnicos occidentales preocupados por los hambrientos y recién bautizados tercermundistas descubren que, en su intento de erradicar el consumo de opio y a la vez potenciar la alimentación de los países pobres —nuevos y atroces misterios eleusinos—, han estado a punto de exterminar las cepas primitivas del trigo y la amapola. Cada paso de estas buenas conciencias alojadas en algún organismo suizo acaba siendo inevitablemente una conversión perversa de la vida, un regateo que contempla los “precios” (daños colaterales, diríamos ahora) que se han de pagar para obtener una noble y múltiple ganancia. Al final descubren las últimas cepas del trigo y la amapola, las que “poseían las cualidades de la especie en el más alto grado”, en los campos abandonados de la Afganistán invadida por los soviéticos. Incluso en “El sauce” podemos leer un capítulo más de esta melancólica saga del siglo xx: un propietario debe deshacerse de un sauce de su jardín con la ayuda del campesino que lo cuida. Una vez talado, el tocón resiste los sucesivos intentos, que lo convierten en un grotesco ejemplo de las metamorfosis provocadas por las tecnologías del exterminio, hasta que el narrador descubre en su tenaz raíz un reflejo de su propio envejecimiento, de la vida “invertida”, del “reverso de la vida”, el recogimiento que precede a la muerte.
En México, y en general en nuestra lengua, conocemos muy pocos cuentistas franceses. En el prólogo del libro, Diana Luz Sánchez, la traductora, alude a Paul Morand y a Sartre. Yo agregaría, entre los más recientes (o menos clásicos) a Michel Tournier y a uno excepcional, Pierre Michon. En el último relato del libro, “Nostoc”, Gascar relata a través de su doble pasión botánica y caminante (en realidad no hay escisión en él: el libro y el paseo se complementan, se originan mutuamente) el descubrimiento de este humilde vegetal, un alga, la única que vive fuera del agua desde hace millones de años: “A veces globuloso aunque de manera irregular, a veces plisado y dibujando lóbulos de contornos imprecisos, en su masa semitranslúcida se observan algunas zonas sin ninguna estructura orgánica: materia vacía desprovista de fibras y nervaduras, gel homogéneo en el que la realidad, hasta entonces representada únicamente por el elemento líquido, se fijó por primera vez.” Como dije al principio, en este cuento la trama casi desaparece, o en todo caso se trata de una trama puramente interior, construida a base de sucesivos hallazgos sobre el nostoc: resulta que en su apariencia menor, oscura, marginal hasta casi el autodesprecio, el nostoc no sólo nos antecede en millones de años y no sólo registrará el tiempo en que dejemos los humanos de existir, sino que tal vez esté ahí cuando el sol se haya enfriado por completo y acaso aún “logre obtener de alguna lejana estrella rojiza un poco de vida hinchándose, a falta de las prolongadas lluvias del otoño ya desaparecidas en el silencio último, con el rocío del infinito”. Cuento metafísico, en él esta alga se presenta incluso como la alteridad del propio reino vegetal, el “otro” marginal y desatendido pero que contiene en sí, fantasmagóricamente, el secreto del ser: el pensamiento cautamente analógico de Gascar se topa por fin con un vegetal que, más allá de atestiguar la historia humana, testimonia la pura posibilidad de existencia, la contingencia de lo viviente. Con todo esto no nos costará ningún trabajo situar a Gascar entre aquellos pocos cuentistas franceses, experimentados, casi secretos, insustituibles.

martes, 11 de septiembre de 2007

Material de lectura

Enrique Serna
(Fragmento)

a Marie-Ange Brillaud

—¿Cómo que no vienes? —reclamó Mireya—. Pero si ya compramos los boletos del avión y no tienen reembolso.
—Lo siento, mamá —se disculpó Flor—. Me encantaría poder acompañarlos, de veras, pero resulta que ayer corrieron al gerente administrativo, y ahora tengo el doble de chamba. No me puedo tomar vacaciones con tantas broncas en la oficina.
—Pues nos hubieras avisado con tiempo, para cancelar el viaje —insistió Mireya, que no creía en la disculpa ni en la falsa pesadumbre de su hija.
—Te juro que me da una pena horrible, ¿pero quién se iba a imaginar este desbarajuste? Dile a mi papi que me disculpe y diviértanse mucho.
So pretexto de tener que despachar asuntos urgentes, Flor colgó sin dar más explicaciones, como para dejar en claro que había dicho la última palabra y no aceptaría ningún chantaje sentimental. Su abrupta despedida ofendió a Mireya más aún que su deserción. De unos años para acá, Flor la trataba como si fuera una vendedora impertinente, o algo peor, una limosnera de compañía. ¿Para eso le había prodigado cariño desde la cuna? ¿Para tener que soportar sus bofetadas y sus desprecios? Estaba tan indignada que al sorber el café derramó unas gotas calientes sobre su falda. Maldito pulso, necesitaba controlar esa temblorina o acabaría derramando toda la taza. Mientras se limpiaba las manchas con la punta de una servilleta húmeda, intentó adivinar los verdaderos motivos de su hija. Flor no necesitaba trabajar para vivir, ni había tenido nunca problemas para tomarse vacaciones en cualquier época del año. Simplemente quería evitarse el fastidio de convivir con sus padres durante cinco días de sopor, en un paraíso ecológico sin distracciones mundanas. Debemos de parecerle un par de viejos ridículos y aburridos, pensó, y quizá tenga razón. Pero entonces, ¿por qué no se negó desde el primer momento? Cuando Nicolás la invitó a la selva del Amazonas, hasta le brillaron los ojos de gusto. ¿O estaba fingiendo para complacer a su padre? Sí, en el restaurante no se atrevió a desairarlo, porque a pesar de todo, su autoridad le impone, pero a la primera oportunidad encontró una buena excusa para zafarse. No huye de mí, siempre nos hemos llevado bien. Lo que no soporta es tener una estrecha convivencia con su papá. Prefiere quererlo desde lejos, asomarse una vez al mes a la jaula del gorila, sin meter la mano entre las rejas. Total, para aguantar las mordidas estoy yo, ¿verdad, cabrona?Era martes y, por fortuna, ese día Nicolás se quedaba toda la tarde jugando dominó en el Club de Industriales, con sus excompañeros de la vieja guardia política. Después de comer sola su dieta vegetariana, fue al salón de belleza para hacerse la manicure, respondió algunos mensajes por internet, y a las siete de la noche el chofer la llevó a la reunión de su círculo de lectoras en casa de Karen Lozano, la anfitriona del mes. En el trayecto de San Jerónimo a Polanco se quedaron atascados más de media hora en el segundo piso del Periférico, pero le gustaba tanto asistir a esas reuniones que apenas si reparó en las molestias del tráfico. No se las daba de culta, porque tenía una pasmosa facilidad para olvidar títulos y nombres de autores, y jamás había podido hincarle el diente a las novelas difíciles de Saramago o de Salman Rushdie. Pero devoraba los best sellers de moda, cuanto más gordos mejor, y en las reuniones se distinguía por ser una de las lectoras más participativas. Esa noche la tertulia estuvo dedicada a una novela erótica, Las edades de Lulú de Almudena Grandes, que discutieron con un alborozo ingenuo de colegialas tardías. Pasada la ronda de comentarios críticos, la envidiable potencia sexual de los galanes de la heroína les dio pábulo para escarnecer la virilidad soñolienta de sus maridos. A juzgar por el tono visceral de los sarcasmos, Mireya sacó en claro que no era la única esposa sometida a un régimen de abstinencia forzosa. Pero en vez de consolarse por el infortunio colectivo, le molestó ver su frustración multiplicada por veinte. Si tanto les fastidiaba la herrumbre conyugal, ¿por qué no tenían el valor de independizarse? Ya no eran jóvenes, la menor del grupo andaría por los 45, pero de cualquier modo, ninguna edad, por avanzada que fuera, justificaba esa resignación fatalista, esa atrofia de la voluntad. ¿Tenían miedo a envejecer solas o demasiado apego a la cartera de sus maridos?
Regresó a casa al cuarto para la una, un poco sobreexcitada por la ingesta de café, y apenas entró a la alcoba escuchó roncar a Nicolás, que una vez más se había dormido con la ropa puesta, despatarrado en posición transversal, chorreando baba por los belfos colgantes. Cuando no se iba de francachela con los amigos del dominó prolongaba hasta la medianoche los coñacs de la sobremesa: el caso era que siempre llegaba trastabillando a la cama. Tenía la tez amarillenta salpicada de manchitas negras (las “flores de muerto” de la vejez), el cabello entrecano muy tupido y una papada de tres pliegues que se inflaba con cada ronquido. Rezumaba alcohol hasta por las orejas, y sin embargo, por la fuerza de la costumbre, su hedor a fruta descompuesta había dejado de repugnarle. Con una paciencia de santa le quitó los zapatos, el cinturón, la corbata, sin perturbar su sueño, y lo empujó suavemente al lado izquierdo de la cama. Repetía la misma faena dos o tres veces por semana, al grado de considerarla parte de sus quehaceres domésticos, como regar las azaleas del jardín o ir de compras al súper. Pero esa noche, herida por el desaire de Flor, se avergonzó más que nunca de su abnegación servil, pues comprendió que su hija no sólo quería evitar a Nicolás: también la despreciaba a ella por ser una mujercita genuflexa, indigna, consustanciada con la pestilencia. Pensará que me merezco tener un marido así, que somos tal para cual, y quizá tenga razón: en el fondo soy masoquista. Odio a este bulto apestoso, pero me sentiría huérfana si no durmiera con él.

Ensayo sobre la realidad

Gabriel Bernal Granados
(Fragmento)

Un poema engloba la realidad entera. No el mundo y todo lo que hay, lo que hubo y habrá en él, como en la esfera multiforme de Borges, sino los diferentes pedazos que para el ojo constituyen la realidad. El ojo y su imperfección de mirar. Los elementos, sin embargo, reposan en una suerte de ensamblaje caótico, perfecto. Y nosotros, perplejos, nos aproximamos. Tímidas aproximaciones a la realidad a través de la palabra, como en la larga meditación de Rilke sobre la rosa, “el irremplazable, / perfecto y dúctil vocablo, / que el contexto de las cosas encuadra”...

Abandon entouré d’abandon,
tendresse touchant aux tendresses...
C’est ton intérieur qui sans cesse
se caresse, dirait-on;
se caresse en soi même,
par son propre reflet éclairé.

( Abandono rodeado de abandono / y ternura tocando las ternuras... / Es tu interior que, sin tregua, / se acaricia, diríase; / se acaricia en sí mismo, / por su propio reflejo iluminado.
Rainer Maria Rilke, Les roses / Las rosas, versiones castellanas de Eduardo Lizalde, 1996.)

Espacio que se regodea y refleja en sí mismo, realidad autónoma, que se piensa y se agota, se habita y deshabita, documento nada fácil de asir. Como un pájaro: la rosa, universo delicado en cuyos pétalos se encuentra tatuado el secreto de todo lo demás.
El ojo y la rosa.
El espejo, el ojo y la rosa.Empero, en nada ayuda el lirismo si queremos referirnos a la realidad y a su engañoso misterio, a su trama / Traum / “hasta que todo el verano se vuelve una alcoba, / una alcoba en un sueño”. Como De Chirico y Delvaux, Rilke está poseído todavía por la estética del sueño. Su realidad, por más concreta, rotunda, absoluta que ésta sea, es inasible. Edifica. Paraíso delicado que el poeta de Praga construye con la yema de sus dedos femeninos. No cuestiona el poema en cuanto herramienta mecánica de aprehensión de la realidad. Lo corona. Deja que se escriba a sí mismo y por sí mismo signifique. Sabe que es un brazo. Un espejo. Retina que congela las imágenes sin describir. Enarbola y cuestiona más allá. El poema se vuelve metafísico no por virtud de los objetos que nombra sino por la realidad a la que aspira, habiendo sentido sin embargo la derrota amarga del decir en sí. Espacio retórico vacío que se colma por ese descuido de la Nada que nombramos Ser...

En esa cifra

Coral Bracho

Filtra ese espacio
entre viñedos, entre palabras
que no reflejen. Que sus líneas se tracen
entre hilos finos; que una hechizada resonancia
lo extienda,
dentro y fuera, un mar oscuro
levante y vuelque su fuerza en él,

su fuego oculto
atizando; abismo y dádiva el hondo

antiguo cauce: llama de fluido rastro
e irradiados senderos,
de frágil
y ardiente urdimbre; un mismo aliento y eco
monte y sombra,
savia y ola brevísima; un mismo arrastre

y huella su desbordada superficie al trasluz,
grave, entramada cordillera su incendio suave,
su sonoro perfil;

que una selva lo inunde, lo avasalle
y entre sus frases arda;
que su trazo se encienda en ese gesto,
en esa cifra heredada, esa semilla.

La causa tipográfica

Matías Serra Bradford
(Fragmento)

Luis Chitarroni, Peripecias del no (Diario de una novela inconclusa), Interzona, Buenos Aires, 2007.

A
Peripecias del no delata los avatares de una revista literaria mítica, imaginaria. La invención y la puesta en escena de ese mundo nos remiten de inmediato —y es ésta una novela de remisiones, de remitentes— a un Dr. Moreau que en otra isla crea una serie de marionetas cuyas diligencias y pasividades pueden seguirse en pantallas debidamente emplazadas en diversos rincones de la isla. Sobre cada tela se proyecta una cinta sin fin, páginas y páginas de los textos que cada uno de los autómatas publicó o desistió de publicar en esa revista. Durante algunos pasajes se vislumbran circunstancias de la vida de esos inadmisibles colaboradores, ventrílocuos del profesor desquiciado que los engendró. En esos loops (que Peripecias del no pone en marcha por medio de textos y nombres que reaparecen ad infinitum) el autor resulta un Moreau o Morel del siglo xxi y obra una puesta en escena de la literatura argentina —de una literatura nacional cualquiera—, enjaulada en las imágenes que se forjó de sí misma. La impresión que nos provoca la novela (inconclusa por repetición de jugadas) es súbita y categórica: ya estuvimos allí. Al menos una vez pusimos un pie en la orilla de aquello que el exceso de costumbre llama literatura: el anonimato, el plagio, los premios, los prólogos de favor, la vidriosa reputación. No se sabe cuándo o cómo, pero ese paraje no resulta del todo ajeno. Sí se sabe qué se produce al desembarcar en esas playas: una alineación. Una hipnosis. El autor nos conduce hasta la sala de proyecciones y desde su consola emite tramos de lo que en ese mismo momento están proyectando las pantallas que diseminó por la isla.
Esto que acaba de describirse no es exactamente lo que se lee en Peripecias del no; es sólo una de las imágenes que el lector puede hacerse de la novela. Si es ésta, en efecto, la imagen, es probable que en el libro se respire, no tan absurdamente, una gran distancia con respecto a la literatura. Segundo disfraz: un libro cuyo único tema es en apariencia la literatura, y la literatura permanece —perservera— a kilómetros de distancia. El autor descree de las convenciones novelescas —el Chitarroni novelista, no lector—, pero por sobre todo descree de las máscaras que cortejan y desfilan de la mano de la literatura: una contratapa, un prefacio, el falso doble fondo del reconocimiento, la literatura como carrera. La distancia que Chitarroni pone con respecto a la idea de ficción es hija, acaso, de su largo noviazgo con los ensayistas ingleses. Acaso el hartazgo de la escritura ajena —de la escritura ajena en manuscrito; Chitarroni trabaja de editor hace más de veinte años— conduce al apetecible precipicio —mano derecha ajena en codo izquierdo propio— de no corregir más. Tercer ardid: un libro escrito en la fascinación y el hastío de quien vive y trabaja con libros. El libro de alguien herido mortalmente por la literatura. Secuelas a la vista del testigo más dormido: maniobras distractivas, disuasivas, para hacer creer —o peor, ni siquiera molestarse en eso— que se está haciendo literatura. Peripecias está plagada de correspondencias y repartos entre lo que ve circular el Chitarroni editor y el antólogo, y la forma y fondo de los periplos de sus marionetten und puppen. Peripecias es un libro compulsivo; un libro así sólo puede hacerlo la compulsión de escribir, no el horizonte de querer publicar. Así, nos vemos leyendo una novela hecha con lo que un título promete, lo que promete un nombre. Chitarroni es consciente de esas potencias y las enarbola como en ninguna otra ficción reciente o vencida. De allí el mandato de nombrar, de sembrar títulos a destajo. De allí las misivas a sí mismo dirigidas en el diario que es la novela. No debe perderse de vista —más allá de las imágenes más o menos viables que el lector pueda armar del libro— que Peripecias es un diario. Asume todos los tics, formalidades, reservas, cadencias y asimetrías del diario de un escritor. Y la lectura de un diario implica otro acuerdo de lectura; se trata de un pacto de no agresión (exigencia, expectativa) frente al fragmento como forma, la interrupción y pausa incesantes. La pausa y el corte como forma de vida. En este caso, convengamos, un diario para salirse de sí mismo. Ahorremos camino repitiendo a Iain Sinclair: “Los libros tenían su propia vida. Sobrevivían al bochorno de la autoría.” Éxito del diario: ritornelli (otra vez: retorno de títulos, nombres, párrafos verbatim.) La proliferación de títulos de relatos que no se transcriben hablan del granero de promesas y juramentos que un escritor se hace a sí mismo, y de los cuales Chitarroni se apiada y se mofa en un raro enroque apenas reglamentario. La novela es, por ende, un simulacro, y que ese simulacro funcione es su conquista. Simulacro dulcificado cuando se lee como si el propio Chitarroni —maestro de ceremonias por horas— abriera y cerrara el libro; es sobre todo en las primeras y últimas páginas que el tono roza más tangiblemente —o menos impostadamente— el terreno autobiográfico. De allí, también, que pueda leerse, igual que casi todo diario, como libro póstumo: lo que otros dejarían para después. (¿Pero no que Max Brod escribía mal?) “Por esos agravios constantes de la simetría en los destinos”, en el prólogo a Los cuatro elementos —obra completa en prosa de C.E. Feiling, caso excepcional en las letras hispanoamericanas— Chitarroni elucida un capítulo de una novela verdaderamente inconclusa de Feiling y sin buscarlo insinúa un modo de aproximación a su propio libro: “el cuaderno es una especie de diario técnico de posibilidades. Orienta y permite gran cantidad de hipótesis”.

Del arrojo al “sano juicio”

Julio Eutiquio Sarabia
(Fragmento)

Gabriel Bernal Granados, En medio de dos eternidades, Libros Magenta,
México, 2007, 224 p.

I
Aunque doce años aún no alcanzan los veinte, los veinte que refiere el tango y que no son nada porque la literatura es una especie de libro de arena, por fin aparece una selección de los ensayos que a lo largo de ese periodo Gabriel Bernal Granados fue dando a conocer en publicaciones periódicas. El curioso lector, intrigado por la dimensión del volumen, recurrirá a la aritmética y descubrirá enseguida que de ese “rescate” contenido en las páginas de En medio de dos eternidades sobreviven apenas en promedio dos textos por año. Veinticuatro ensayos distribuidos en cuatro secciones casi simétricas. Como si hubiesen sido curados de la misma manera que los cuadros de una exposición, fulge en el acomodamiento de los ensayos un talante poético que se manifiesta plenamente en las aproximaciones a la obra de Jorge Eduardo Eielson, Gonzalo Rojas, Eduardo Milán, Reynaldo Jiménez, Roberto Tejada y Roberto Rico.
En medio de dos eternidades, habrá que anotarlo desde ahora, es un territorio en que si bien la prosa no parece tener las resquebrajaduras o los altibajos que advienen con el tiempo, no puedo evitar la sensación de que al incursionar en las primeras páginas de cada ensayo estoy pasando las hojas del álbum en el que se resguardan las fotografías de una mudanza. De cada escritor, me figuro, Bernal Granados fijó instantáneas con la meticulosa paciencia de los espíritus que desconfían de las muletas que son a menudo las notas a pie de página.
Advertido el lector de las cuatro secciones, se me ocurre que En medio de dos eternidades acepta dos maneras de abordarlo, como los libros de relatos o los de poesía; dos maneras elementales —ocioso es decirlo—, y sin embargo nunca encontradas entre sí. Una, dejando que el capricho se imponga desde el índice y que su homónimo, el dedo acusador, señale el número de página en el cual la curiosidad se satisfaga o el gusto, esa silenciosa variedad de las termitas, se deleite en hallazgos y sorpresas. El impulso que demanda un procedimiento así se verá envuelto sin duda en una prosa cuya lectura no es menos placentera que la de los libros referidos, se ocupe aquélla del discurso poético o del discurso narrativo; trate escritores como Edgar Allan Poe o Juan José Arreola, como William Carlos Williams o Salvador Elizondo.
El otro modo —el convencional, el que me dispongo a seguir— sugiere que uno se detenga en el Prefacio y, sin demora, se allegue los datos ahí ofrecidos para saber a qué clase de libro ha de enfrentarse y a qué inteligencia obedecen esos textos que originalmente fueron “reseñas, artículos y ensayos” pero que ahora, zanjando la distancia —y los humores—, comparecen como “ensayos de literatura” a secas, así, según se anuncia en la portada. Ahí en ese par de páginas que constituyen el Prefacio se informa, sin entrar en detalles, que no están todos los autores ni todas las cuartillas que generaron doce años. Tampoco sabremos si lo desechado era, desde su nacimiento, coyuntural o si las mutaciones del gusto provocaron su expulsión definitiva.
Esta precisión es bienvenida porque propicia la conjetura sobre los años de formación en los cuales Bernal Granados forjó su santoral laico. Quiero decir que debió tropezar con autores cuya presencia estaba destinada al establecimiento de un diálogo constante y, al mismo tiempo, por esa frecuentación, éstos se transformaban en la herramienta indispensable que convirtió el gusto de Bernal Granados en un gusto crítico. En suma, “la materia y la forma”, como el autor llega a decir en “Calasso, el asesino mismo”. De esas lecturas formativas dan testimonio cierto sabor y cierta brevedad inherentes a algunos textos que vivieron primero, me parece, como reseñas, como escritos cargados de una intencionalidad, por así decirlo, “utilitaria”: el servicio al lector, no menos generoso que la impostergable necesidad de llamar la atención sobre obras desdeñadas afortunadamente por la mercadotecnia editorial.Este proceder discriminatorio —la selección o la poda que Bernal Granados efectuó de su labor— introduce la sospecha de que muy poco quedó del arrojo juvenil y mucho ganó el “sano juicio”, pues a juzgar por la concepción del volumen nada hay que sugiera la existencia de cabos sueltos. “Sano juicio” porque los ensayos de Bernal Granados están gobernados por una inteligencia que se distingue por su sobriedad y su equilibrio. Aventurados en cuentas, Bernal Granados, quien naciera en 1973, debió contar con 22 años cuando, con arrojo, se decidió por el ejercicio del criterio como una prolongación o una faceta más en su vida de poeta, editor y traductor. En rigor, una vuelta a los orígenes: poesía y pensamiento. Desde entonces, o en el trayecto, el ensayista descubrió que el fragor de las pasiones acusaba mayores posibilidades de seducción si en lugar de la frase atrabiliaria su prosa adquiría la limpidez como atributo.

jueves, 26 de julio de 2007

De Senectud

José Kozer

Voy

a cumplir 67 años, el momento exige cordura, tomemos por caso la lectura, cuánto más va a aguantar el ojo: ojo, la
cabeza ya no da para Wittgenstein
(¿dio alguna vez?). Mejor leer, qué
placer, El conde de Montecristo;
aguar el vino tinto. La papa, hervida.
La conversación trillando trivialidad:
Evitar por todos los medios se nos
lleve la contraria, a la primera
desavenencia salir pitando (más
bien rengueando) en verano portar
sudadera, ojo, que un simple catarro
nos lleva al otro barrio, nos pelan al
moñito, nos fuimos a bolina. Nada
adverso. Evitar reversos. Vista y
pensamiento deslizarse suave por
ralas superficies lustrosas, lo rugoso
(recordad) alude a las arrugas. Lagos
calmos. Ríos mansos. Pasos cautos.
Pies sobre firme. Hacer, un verbo
lento. Pocas polisílabas. Música
dieciochesca. De Bach, suites y
conciertos, no más cantatas. El
pudú es una cabra de monte o
ciervo de los Andes: a diario
añadir al personal acervo otro
dato (que a la semana se pierde
en el acervo que la persona (yo)
no recuerda). Persistir, eso sí, en
dos o tres quehaceres (llamémosles
así): y son: leer a la tarde el poema
que bien me sé de Marcial; b) leer
al alba y al acostarme el sutra del
corazón; y c) ¿dónde está a? Y c)
viajar y viajar, cosmoramas en
mano. A pies juntillas seguir ciertas
estrategias, daré un ejemplo: bajar
a recoger el correo a la hora en que
sé las cacatúas del edificio ya se
fueron, no hay nadie donde los
buzones. No las aguanto, cacareando
(metiches) vidas muertas persistiendo
en averiguarlo todo (¿cuánto ingresas
al mes?) (¿a qué se dedican tus hijos?)
(parece cierto que la mayor le salió
tortillera): madre que las parió. Se ve
cómo me sulfuran. Solución: lo dicho
(fin del ejemplo) (fin del tanto resollar).
A la cama. Y a cumplir esos 67 años
como me venga en gana. Sean, donde
sea; ese día particular, lo aseguro de
antemano, no tendrá (escuchad) más
de 24 horas (en números redondos).
Sesenta y siete tacos y el gallo de
Chuang Tzu no alcanza todavía la
imperturbable consistencia de la
madera, su talla carnal vuelta
inamovible. ¿La alcanzará? No
me atañe la pregunta. Me atañe
recibir la paz una mañana más de
labios de Guadalupe, los mismos
labios que me darán la paz en su
momento (un momento más)
aunque no dé
más.

En los años profundos

Pierre Jean Jouve
Traducción de Rosana Ricárdez

(Fragmento)

I

Existe en estas regiones algo inagotable y misterioso. Una cualidad que no alcanza su fin. Existen también regiones contiguas, estén recluidas en los cien valles azules de montañas excavadas en lo alto o estén, por el contrario, sobre el pedestal de roca, de luz y de abstracción. Entre estos lugares, como los umbrales del cielo donde las masas glaciares y los picos descascarillados están situados sobre los bordes de un paisaje descarnado y feliz —y las tierras italianas repletas de lagos, de árboles, de majestuosas iglesias pintadas—, el viajero sube y baja y siempre se encuentra con los mismos Alpes y los mismos santuarios. Ahí se encuentra cerca de los alerces, observa la roca plateada de línea clásica y, en la inmensidad, las aguas verdes: cree, si su espíritu lo favorece por completo, sentir el espíritu de Dios imperecedero. Aquí están los montones de verdor y los turbios sueños de la vida, el sentimiento de pecado, en pueblos e iglesias, y el supersticioso espíritu de redención a través de la piedad popular.
Pensaba abandonar este paraíso el mismo día. Iba a dejar el valle de formas frescas y soñadoras de la Bondasca, el alma llena de poesía de mis 16 años, por otras comarcas menos peligrosas, y veía en la abertura de las sólidas montañas boscosas los cinco o seis dientes desgarrados, el color del platino, que dominan el valle entero: ¿cuánto tiempo pasaría antes de que lo volviera a ver? ¿Acaso el macizo mismo no estaba bajo un signo extraño puesto que llevaba el nombre de Disgrazia? Yo había llegado caminando al pueblo de Sogno, que en una suerte de amoroso balcón verde observa de lado esas altas desgracias. Yo tenía el corazón delicado, al punto de sentir el sufrimiento de las flores. Era un verano pleno, ningún viento, y el torrente lejano en la parte inferior del valle tenía el brillo de un viejo sable: percibía la vasta tierra que tenía bajo los ojos como la esplendida tierra de los muertos. Descubrí entonces que mi espalda estaba apoyada contra el muro de una casita revocada, con barrotes en la estrecha ventana, enclavada en el prado. La hierba, prensada como una melena, como una cabellera, se retorcía con dulzura contra la piedra, y había, entre la pared quemada por el sol, hierba en desorden y una ventana abandonada, un secreto tal que me sentía conmovido hasta las lágrimas. El pasado y el porvenir de la naturaleza se resumían en la pared lisa de la casita, de modo que bastaba agrandarla o reducirla en el tiempo para obtener la naturaleza íntegra, con su felicidad y su muerte. Sólo entonces me di cuenta de que la casita, empotrada en la pared, formaba parte de un cementerio. A la sombra del campanario blanco, por la puerta carcomida, quise ir al cementerio. El cementerio era una terraza dispuesta por debajo de la terraza natural del pueblo, terraza de gran sol, con su pequeño muro que parecía sobre el abismo y, enfrente, y más alto, y al cielo, ¡los endiablados dientes de la Disgrazia! ¡Si hubiera podido pasar mi vida en la más clara de las casitas! Pero este cementerio… yo estaba asombrado de no ver tumbas. Al contrario de otros cementerios tan italianos del valle, éste estaba hecho sólo de hierba, de una hierba que carecía de elevaciones. Sin embargo, al avanzar, mi pie tropezó con una placa de hierro inclinada que portaba un número. De gran humildad eran las tumbas en Sogno, e imaginaba el registro, conservado en la iglesia, frente al cual estaban consignados los nombres y las historias. La placa con la que tropecé era la número 37 —la cifra del hombre, la cifra de la mujer—. Y me perdía en conjeturas pero “seguía” el tallo que, de esta pobre placa oxidada, debía descender directo al corazón del despojado, hombre o mujer.
Estaba completamente pasmado y, cuando salí del cementerio, repetía la cifra 37. Con la punta de la navaja inscribí sobre el muro mi nombre, LÉONIDE, con el fin de que, portándolo, eternizara un minuto solemne. Después trepé al muro y me encontré en la grande pradera fuera del pueblo. Era un paisaje pintado, un verdadero cuadro a mediodía, esas cercas de piedra grises, el verde salpicado de flores, y esas nubes resplandecientes al fondo. Tenía un gran sentimiento de culpa. Caminaba, me parecía, con la cabeza gacha. También tenía calor. Recibía sobre el rostro un soplo caluroso y tierno, como la emanación de la carne. Miraba “el borde”, allá donde el pueblo se perdía a lo alto, a donde llegaría en dos o tres cuartos de hora y de donde debería regresar. En efecto, el viento estaba tan perfumado como la carne, insistente; tenía asimismo el color dulzón de mi abandono.
Pero ¿cómo hablaba yo de abandono? Justo en ese momento, sí, se produjo el brillante fenómeno, y sólo más tarde me daría cuenta de que la idea de abandono y la aparición se habían presentado inmediatamente. Primero vi la sombrilla, como globo cambiante, un poco amarilla y un poco rosa. Percibí la mancha sobre el terciopelo irisado y melancólico de los prados. De repente temblaba de pies a cabeza. Después de un tiempo de dudas, la forma pareció despejarse de la materia del paisaje y habitarlo: una dama vestida de muselina clara, cabeza desnuda, que revelaba su arrastre al caminar. Unos largos guantes apretaban la piel de sus brazos. El vestido era abundante como una nube. Las extremidades y el andar me parecían de una belleza griega. Al subir la cuesta, su pecho se alzaba. Había tantas partes atractivas en ella que no distinguí su rostro; o más bien, vi su rostro, pero al momento no le encontré nada de particular. Oval y tranquilo. No, lo extraordinario era eso que rebasaba su rostro; tenía una mata, un edificio de cabellos; una cabellera, a la vez llena como un nido de serpientes, espumosa y radiante como el sol, cuyo color era entre violeta, rubio y rojo apagado, por reflejos, y en conjunto de un tono indefinible, ceniciento. Esta cabellera, parecidísima al Fenómeno Futuro,* no la conocía, nunca la había visto, no pensaba que pudiera existir. La joven caminaba lentamente. Sin duda, su belleza de estatua no era más que indiferencia ante una mirada extranjera. De hecho, no debía verme; yo era demasiado pequeño para el paisaje. Era extremadamente bella, de una belleza de estatua. Y se sabía bella. Se acercaba. Iba a pasar por el sendero en el que me encontraba.

Las potestades incorpóreas

Alberto Garrandés

¿Cuántas veces había sucumbido al brillo mate del desierto, sin haberlo visitado nunca? Relatos de viajeros ilustres, novelas de fama discutible, películas de distintos países y fotografías viejas... Todo aquello lo acercaba a la limpieza inhóspita de las dunas, y sin embargo, a pesar de su distanciado conocimiento, era como si, en una existencia anterior, el desierto hubiese calado hondo en él porque, sencillamente, estaba allí mismo, en su ropa y en su piel, y también en la profundidad de sus ojos...
Detrás había quedado la pared trasera del templo, con su verde blanquecino y sus anfractuosidades aparentes. Una ancha franja de ninfeas resecas, a punto de uniformar su coloración terrosa en un gris cromático que tendía al dorado sucio, separaba a Diana de la amplia escalinata. Sintió, al andar, que había llegado al punto más lejano posible, donde la noche interior —no la noche inminente de aquel paraje sin objetos ni ruidos— empezaba a brotar por la piel hasta constituirse en una pátina fría semejante a la que dejan los pavores del destierro. ¿Adónde había llegado en realidad? Volteaba la cabeza y la mole del templo brillaba tenuemente, casi acogedora, pero la irradiación dispersa del sol moribundo bañaba las arenas en sentido inverso, con una opacidad impersonal y fría.
Aun así, Diana avanzó por la arena amarillenta, gruesa, y empezó a oír el canto lejano del aire encima de las dunas que iban levantándose en la distancia. No eran, sin embargo, dunas hijas de la furia de los vientos, sino grandes formaciones macizas y bajas, dispuestas allí por el capricho de un clima regular, cuyas modificaciones se sucedían muy de vez en vez, cuando ciertas tormentas azotaban el templo y el polvo cristalino, como una sílice empeñada en erosionarlo todo, adornaba los corredores y se incrustaba en las junturas de los bloques de piedra otorgándoles un aspecto fantástico.
La noche estaba a punto de caer y cerró los ojos temblando, para no ver cómo morían en el horizonte los últimos cendales del resplandor. De pronto se hizo un silencio extraño, lavado por la definitiva ocultación del sol, y Diana calculó, antes del advenimiento de las sombras, el rumbo que iba a conducirla hacia las dunas más próximas. Arriba las estrellas hacían su entrada con brillo discreto y supo que no habría luna esa noche. El aire aquietado parecía una gigantesca masa traslúcida, recorrida de modo intermitente por los rápidos gestos —palabras, voces ininteligibles— de una brisa sin origen preciso.
Su paso por la arena dejaba una huella medio barrida que le iba a servir de referencia para el regreso, pero el acto de regresar no era más que una noción limitada y vana, porque ida, regreso y estancia no significaban nada más allá de la mera ejecución de aquellas acciones tan nítidas y, al mismo tiempo, tan difusas. Sus pies desnudos marcaban el trazo del camino y escogió, de entre las dunas que encubrían el horizonte, una prominencia redondeada, pero de cresta filosa y curva. El roce del viento —amagos de naturaleza inteligente, como llegó ella a pensar mientras el miedo le crecía dentro— llenaba sus ropas de arena. Y aunque la noche comenzaba a enfriar, tomó la decisión de quitárselas y sacudirlas. Respiró hondo, miró hacia el templo —desdibujado a causa de la suspensión del polvo— y se encomendó a las fuerzas que la habían acompañado hasta allí, olvidada, por el momento, de las espantosas solicitaciones del aire.
Pero en la falda de la duna, suave y casi amable, había una especie de calor que manaba de su centro mismo. Tuvo esa impresión, que no significaba sino un deseo, o una conjetura. Cierta incandescencia en calma se conducía a través de la arena hasta llegar a la superficie, y entonces la falda se volvía generosa y acogedora. ¿Protegería ese calor su pobre vida, a expensas de aquel paraje apacible y riguroso? Pensó en las bestias de la noche, en las criaturas que brotaban de la tierra o que se formaban dentro del aire negro, y se sometió al absoluto del silencio, al absoluto oscuro de un territorio por el cual debía pasar y en el que todo acto era un signo.
El escritor abrió los ojos y vio la libélula iluminada con violencia, como si el voltaje hubiera subido. La habitación se hallaba más clara que nunca, a pesar de las sombras habituales de Villa Gema, y no sintió ruido alguno salvo los murmullos recoletos de las calles que bordeaban la casona por la parte de atrás. Se levantó, entró descalzo en el baño y abrió la llave del lavamanos. El agua corrió con un rumor bajo, como de regurgitación, y se miró al espejo. Comprendió que necesitaba afeitarse, arreglar su aspecto, y, al mismo tiempo, desechó la idea abatido por una pereza que se hallaba insólitamente ligada a las fichas recién escritas, huérfanas aún de la emoción en la que él ansiaba sumergirlas. La libélula refulgía quieta y fantasmal, como un pájaro muerto en mitad de su vuelo. El espejo le devolvía un rostro a punto de ser suyo, el rostro de quien se encuentra impelido a realizar un esfuerzo de cuyo fin conoce muy poco.
El agua fría lo despabiló y, al pensar en el café de Gema, en el inminente espectáculo de las tazas amarillas, estudió las ocasiones —ya que le resultaba imposible evitar el juego de la civilidad a escala menor— de recomponer su misantropía y su obsesión con el enmascaramiento de la intimidad. Fue entonces cuando decidió arreglarse la barba, darle al bigote algunos cortes para mantenerlo a raya y lavarse la cara y los brazos. Temía tropezar dos veces con las mujeres en la cocina —el agua caliente para su baño, la ceremonia del café— y pensó que una sola vez ya era bastante. Aunque no se creía capaz de confesar tales sentimientos públicamente, les temía a las tentativas de fisgoneo y a la curiosidad de la casera.
¿Por qué el desierto? ¿Porque era limpio, preciso, dueño de objetos austeros? Le parecía un sitio abstracto, pues cultivaba una impávida vecindad con algunas monocromías de vanguardia que a Alejandro no le decían absolutamente nada. Sin embargo, el desierto estaba vivo. Respiraba con prudente dilación y se dejaba acariciar por el aire caprichoso que habitaba en su mismo ámbito, sin salirse de allí, apresado por una suerte de simpatía solemne y juguetona. Excepto en los días de tormenta, cuando la acometividad y los desafueros no anhelaban expresar más que la metáfora de su furia, o de su fuerza, el aire —cristalino, esclarecido por la deserción del polvo— se hacía diverso y transformaba su ir y venir en mimos o ademanes que apenas tenían dónde mostrarse. Pero había una mujer. Una mujer sola que iba manifestándose allí como una pincelada móvil, y entonces el aire hacía lo suyo, con una coquetería difícil de explicar.
Diana llegó a la falda de la duna y un repentino cansancio la obligó a recostarse. La superficie parecía deleznable, pero poseía una consistencia muy práctica. En lontananza, emborronado por la compactación inmóvil de la atmósfera inferior, el templo dejaba de ser aquella masa imponente y llena de sentido para metamorfosearse en una mácula abstrusa a la que Diana debía renunciar. La falda de la duna la acogió bien, pero la arena dentro de la ropa continuaba siendo una molestia insoportable.
Cuando la noche terminó de abrir sus puertas, se desnudó por completo y trepó hacia la cresta. Allí la calidez se dispersaba con pujanza mayor. Hizo un bulto con la ropa y se lo puso debajo de la cabeza antes de tenderse y relajar los músculos. Las estrellas brillaban más, el cielo sin luna era más oscuro y los silbidos del aire dejaron de escucharse.
Al verla en la cima de la duna, blanca y expuesta, quieta y en apariencia subordinada a un sueño imperfecto, Alejandro se dio cuenta de que algo paradójico ocurría. La imagen estaba allí, trazada por él mismo dentro de esa curva profunda donde la conciencia es, de momento, un intervalo protector de quimeras lúcidas e instintivas. Sin embargo, se dejó ganar por la sorpresa —como si la desnudez de la joven no fuera cosa de él, o de su voluntad— y permaneció atisbando la escena. El cuerpo de Diana resaltaba sin brillo. El aire de la cima era menos denso y aun así ostentaba una quietud esencial.
El olor del café trascendió la puerta y llenó la habitación. Todavía no se había repuesto de la sorpresa que le causaba la visión de la chica entregándose a los peligros de la noche vacía, pero el café lo desataba de aquel ámbito —tan suyo y, al mismo tiempo, tan exótico— y lo hacía regresar a la casona, o más bien a lo que ella representaba para él. Gema estaría preparando ceremoniosamente un café digno de su juego nuevo. Se encontraría en su lugar de siempre, contenta por la rehabilitación de la estufa y, sobre todo, por la inminencia de un trance en sociedad, la pequeña y frágil sociedad de tres desconocidos.
Pensó en el modo en que iba progresando el tejido de sus vidas allí, tras el portón de Villa Gema, y volvió a experimentar aquel viejo y abstracto temor. Sin embargo, a pesar de todo, el portón era un objeto de firmeza secular y los cobijaba del estruendo, o de la desesperación del otro mundo, y les infundía una confianza cada vez mayor porque se alzaba de continuo entre ellos y la Ciudad Sumergida.
Magra sin ser macilenta, de una delgadez que distaba mucho de lo enjuto gracias a una apostura casi dibujada, Diana dormía envuelta en el calor de la duna. Y aunque entonces su cuerpo se deshacía en la distancia, Alejandro no dejó de percatarse del rastro dejado en él por la imagen de la joven. El rastro no pasaba de ser un tímido temblor, como el segmento final de un centelleo, pero se encontraba allí y no podía hacer nada para evitarlo. De hecho no estaba haciendo nada para desembarazarse de ese centelleo que expiraba dentro de su carne y sus venas, y sólo veía un rostro recién compuesto ante el espejo. El semblante y la mirada de quien acaba de salir de una cámara oscura en busca de una certeza.
Llena hasta la mitad, la ficha más reciente había adquirido la curvatura del rodillo. La extrajo, escribió con bolígrafo —de tinta roja— una frase que no debía olvidar, e insertó una ficha nueva. Tecleó durante un rato, sin interrupción, hasta que la ficha estuvo llena y saltó por sí sola fuera de la máquina. Se sintió, de momento, eximido de la culpa que nace en la presunción del tiempo perdido. Y pensó, al ver los renglones y las palabras, que tal vez Gema guardaba alfileres grandes y algún frasco de alcohol. Los tipos de la máquina ya estaban algo tupidos y algunas letras se habían marcado con un relleno fastidioso.
La temperatura de la sala ya era otra y los libros habían terminado de secarse. Diana estaba sentada en silencio en el extremo de la escalera, las rodillas muy juntas, semicubiertas por un vestido ancho de tela gaseosa, de color crema. Tardó unos segundos en descubrirla allí, tan inmóvil, absorta en una vigilancia que a él le pareció exagerada. En algunos libros la humedad había dejado arrugas incómodas, pero se trataba de un efecto inevitable que sólo el tiempo iba a remediar.
—Vamos a llevarlos a tu cuarto —dijo ella.
Reordenaron los volúmenes para trasladarlos con comodidad, y entre los dos los devolvieron al lugar que ocupaban antes, en la larga fila que él revisaba todos los días. El cuarto no se veía ordenado, en especial el exiguo ámbito de donde salía la escritura. Pero el marasmo de la iluminación, que se debía en parte a la hermética solemnidad de la libélula, le daba cierto orden a las cosas. Diana se dio cuenta de que el piso tenía polvo. El polvo hacía de las suyas y se incrustaba a causa de recientes humedades.
Fue cautelosa:
—Le he dicho a Gema que puedo ayudarla a limpiar.
No se dirigía a él, ni siquiera lo miraba, y sin embargo el comentario hacía valer su peso. Alejandro empezó a sonreír y condescendió a una sonrisa cabal.
—Mejor nos vamos a la cocina.
Antes de que él cerrara la puerta, ella dijo:
—La foto que me regalaste me gusta mucho.
Iba a comentar que aquella imagen deparaba algo vertiginoso e insólito, pero en Diana determinadas palabras no nacían con facilidad.
—Es tan extraña... —agregó.
Había mirado otra vez la imagen de la dama desnuda, con escarpines, peluca y guantes, echada como si tal cosa sobre la silla de estilo en aquel jardín tenue, casi incorpóreo, que parecía fluir dentro de sí mismo a pesar de hallarse confinado por el borde de piedras. Había escudriñado la foto, movida por una especie de recelo imposible de definir. Y había notado que en la dama desnuda, aun cuando se expresaba muy bien la ligereza del dormir, o del tránsito hacia el dormir, se configuraba además una expresión difícil, o imperfecta, o aberrante. En la cara de la mujer se había dibujado una remota aflicción que parecía brotar del hundimiento de sus párpados y el arranque de la boca. De modo que, si en efecto se encontraba dormida, el sueño podía deberse más al cansancio de la tristeza que a la fatiga producida por algún esfuerzo relacionado con su belleza y su desnudez.
—Sí. Es extraña —aseguró Alejandro.