sábado, 16 de julio de 2011

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lunes, 27 de junio de 2011

Migajas para una despedida

Luis Armenta Malpica



La poesía empieza
cuando ya has olvidado qué es lo que te asustaba
pero aún tienes miedo.
Benjamín Prado

No se ha muerto mi padre
pero casi.

           Es la palabra quieta
de este poema. Es el hijo
incompleto que me calla.
           Sombra del trigo estepa
sin pisadas. El invierno se siente
a cada impulso: un aire
dolorado de espigas
familiares y lobos en las sienes.
            Asombro que demora los relojes en las caras
adultas igual que las abuelas hicieron
con el péndulo (detenido cuando alguien nos dejaba más
solos en el mundo).

Esta su muerte empieza desde hace varios
libros y alguna rasgadura.
(Los que no pueden ver
expresan sombras.)

La tristeza es impropia de los hombres.

La lentitud de lo que no hemos dicho
se nos siembra en los ojos.

          Yo pienso en este frío en el que hundo las manos
con los aullidos párpados.
           Encuentro una palabra que aterida me llama. En la escritura
del corazón hay un empeño
por encontrar la tinta que en el pecho se amase.

Nos rendimos al viaje de polvo
revestidos. Mi padre y sus costumbres
tan dulces y dañinas. Yo y la ceguera por todo
lo que una huella quiebre.

             Desde la oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos
libres para asir el silencio que llegue
con la lluvia. Agua que nos responda
por qué se deja atrás lo que incendiamos
para que hubiera luz.

Un corazón de padre se agita en este poema.

           Por el llanto del pez conocemos los mares y esa suerte
de suponer que todo se renueva si horneamos otro pan contra las olas.

Él entra en la penumbra
guiado por las migajas que he dejado al azar
siguiéndolo en la muerte.

            Porque no sé si cavo (o quepo) en lo que soy de él
nuestro miedo es la vela.

Hierba quemada

Nadia Villafuerte

A causa de aquellos artículos en el periódico, pero sobre todo de los carteles aparecidos una mañana en su casa, Bardem dejó de fotografiar a sus hijos.
No se sintió aludido al principio; al principio quizá fue una ligera indig­nación. Después estaría confundido. La más escueta ficha artística de su trabajo decía:

Bardem Damiani, 1934, Génova. Las exploraciones de la niñez y de la pubertad caracterizan sus imágenes. La mayoría de sus trabajos han sido muy cuestionados. Según los críticos, estos retratos “capturan las emociones confusas de la identidad sexual de una edad transitoria”. El fotógrafo italiano ha redescubierto para muchos una fotografía sin estridencias ni artificios, que conecta nuestro subconsciente a través de imágenes repletas de poesía.

Niente!, vociferó al leer la única nota decorosa; acto seguido se fue a emborrachar. Pasó mucho tiempo en los bares, viendo desde las enormes o diminutas ventanas —si las había— la marcha militar de los demás, desfilan­do obedientes frente a sus narices.
Era verano cuando tres cartulinas aparecieron pegadas a su puerta. Pornógrafo, la palabra marcada en rojo sobre aquel papel. También habían dejado, bajo una piedra para que el aire no se la llevase, una hoja de cuader­no que parecía brillar en mitad del jardín. La leyó una vez y sintió rabia. La leyó dos y fue como si el autor de la nota lo estuviese viendo en ese momento con su ojo acusatorio. Quemó el papel pero él sabía de palabras capaces de quedar sujetas con pinzas en el pequeño tendedero de la mente.
A finales de mes lo despidieron del trabajo. La suspensión, las acusaciones, la tensión por el ominoso asunto en casa o frente al maldito catolicismo provinciano, como él decía, des­moronaron el de por sí frágil la­zo entre ellos. ¿Y quiénes eran ellos? Aldo, Belina, Sera, sus hijos; Dina, su mujer. El circo producto de su infeliz promiscuidad: una esposita más tres chicos ligeros de sangre y cuya virgen maldad flotaba alrededor, enrareciendo el contacto.
Ellos, los que terminaron yéndose una noche. “No por esto, bien lo sabes, es el dinero, el dinero im­porta. Volveremos cuando puedas darnos una noticia mejor”, concluyó Dina y se marchó con aquellos críos que, después de todo, habían mamado la po­drida leche de los pechos maternos. De aquel mes, recuerda la expresión dura de Sera: sabía lo que pasaba —intuyó—, no comprendía exactamente qué, pero su rostro era ya precoz abriendo muy bien los ojos para captar los de­talles: las maletas, el cuarto antes lleno de calor y ahora semivacío, el pa­ñuelo con el que Bardem apretó el cuello de Dina frente a los hijos asustados. “Quiero quedarme contigo”, murmuró Sera, pero sonaba imposible. Incluso para él habría sido una amenaza: las palabras de la nota anónima habrían cobrado sentido. Muchas veces se preguntó cómo transcurrirían los fines de semana de ese acusador que fue capaz de perturbarlo todo con un puñado de letras, ahí donde imperaba una simulada normalidad, cierto sosiego.
Algo fue peor que las líneas escritas con trazo preciso sobre aquella hoja de cuaderno. No el que se hubiera quedado solo, sin amigos ni trabajo, no la existencia evasiva de Dina —eso era bueno, por eso la amaba, confesó en una ocasión a su mujer—. No la fragilidad de Aldo, ni la serenidad de Be­lina (“¡Ya tienes pechos! ¡Ya te nacieron las tetitas como criaturas gemelas!”, le dijo Bardem en una sesión, burlándose de ella; Belina en cambio se mantu­vo imperturbable igual que un ave petrificada en el cielo lácteo). No las cami­natas por el muelle con neblina, ni los paseos al bosque, sin más animosidad que el del latido indócil de sus corazones cuando todos se acostaban sobre la hierba.
Sera no estaba más. Conservaba cientos de negativos e impresiones, quizá las más importantes fotos de su destruida e incipiente carrera, pero a ella no.
“¿Así estoy bien?”, preguntó aquel domingo; tenía seis años y le gustaba de ella la falta de dulzura, la carencia de ingenuidad. En la fotografía (20 x 25, bromuro y gelatina, verano: Bardem recuerda sobre todo que con ellos siem­pre hubo excesivo sol manchando las escenas), Sera está sentada en un sofá estilo imperio. Lleva un vestido negro con escarola de encaje, su cabello largo enfatiza las facciones expresivas (la boca y el filo de una mueca ya amarga, las ojeras bajo la mirada impúdica). Se divirtieron realizando la secuencia que Bardem llamó Velatorio. El detalle estaba ahí si se le veía bien: algo que no pudo ocultar la ojera: un golpe. El moretón rodeaba su ojo izquierdo y ese mínima añadidura transformaba el contexto en el que la pequeña repitió: “¿Así estoy bien, papá?” “Mejor que nunca”, respondió el fotógrafo, aturdido por aquel rostro golpeado y por el cuello suave, flagrante, una invitación a la mordedura o al estrangulamiento.

En 1968 —el año astillado lo llamó él— conoció a Dina. Dina insistió en que viajaran a Milán y así lo hicieron. Ella era reportera pero tuvo que emplear­se en una casa para retrasados mentales. Vino el declive; Bardem, poco a poco vuelto un alcohólico, se sintió protegido por el calor maternal de una mu­jer cuyo trabajo consistía, entre otras cosas, en conseguir algo de calma a los momentos de constante peligro de esos tristes enfermos arañando su pasado en las paredes.
Dejó Bardem que el presente lo intoxicara de sucesos: el matrimonio, la efímera dicha de la celda familiar, los chicos bulliciosos que le recordaban el paso epocal pero tanto removían su entusiasmo, la sencillez con que inició su profesión.
Nada funcionó bien en Milán, volvieron a Génova. 1976, época en que comenzó a fotografíar a sus hijos. Fue una etapa feliz. Una espesura en desor­den creció alrededor. Vino la primera exposición, la segunda, luego la reprimenda: la duda de si en su trabajo había pornografía. Acaeció lo de la pérdida del empleo. Dina no aguantó. De nuevo el fracaso para Bardem. Se sintió en­fermo, infectado de un mal invisible que emponzoñaba lo que estuviera a su alcance. “Toqué fondo”, repetía. Era hora de abandonar Italia. No le intere­saba Norteamérica. Habría podido dirigirse a Nueva York, en donde había estado muy joven, la tierra del nunca jamás y el érase una vez, pero no lo hizo. Recordó que un amigo suyo había partido rumbo a La Habana y se quedó va­rado allá, junto a una de esas mujeres que él imaginaba lo suficientemente fogosas como para incendiar su retorno.
Corría 1979. Cargó la Pentax consigo, cerró la puerta del basurero que habitaba y ya no podía alquilar, pidió a Dina, su ex-mujer, dinero. Fue Dina quien compró su boleto y lo vio partir; un alivio para ella, aunque también sintiera lástima: el hombre era un pobrediablo, un débil de carácter que se había dejado destruir cuando su carrera iniciaba y prometía reconocimiento, en definitiva, un falso provocador o en verdad un depravado. Dina le pregun­tó muchas veces cuál era la razón de su ofuscamiento: Bardem se limitaba a callar y a romperle las medias. Quizás él mismo no lo sabía, tal vez nunca deseó ser fotógrafo y todo fue una circunstancia pasajera, pensaba, sumido en la me­lancolía de no saber qué más hacer, a dónde dirigirse, cómo mirar hacia otros rostros que no fuesen la sombra de Sera, Sera deshaciéndose cuando sus pies descalzos tocaban el lago helado de su insomnio.
Bienvenido a Managua, decía el cartel, a lo lejos; Bardem aguzó los sentidos tratando de entender el abrupto paisaje, igual a un lente que quiere enfocar los contornos sin lograrlo. Se instaló en la casa del periodista, que se había montado provisionalmente en el hotel Continental. Recordó a Dina y ese talante suyo para adaptarse a cuidar niños retrasados, a falta de un tra­bajo estable como la reportera que fue. “¿No te asustan?”, le inquiría cuando ella llegaba y se desvestía para tomar una ducha. “A mí me darían pánico… Los ojos estrábicos, los hocicos babeantes, las mandíbulas desencajadas”. Dina lo escuchaba hablar y lo veía como un desconocido, repitiendo: “Fue un error”, frente a quien había sido, en el flirteo, un “sensible artista”.
Primero fue el muro del idioma. Aquellas bo­cas parlando con la lengua floja le provocaban risa. Des­pués, acostumbrarse a la humedad y sus vestigios de moho, a la devastación de las calles. No tenía ningún sentido el estar ahí, se dijo el primer mes, luego descubrió que la estancia era cómoda. No se ne­cesitaba casi nada para vivir. Había conflicto, por tanto, cierta igualdad de condiciones: todos eran miserables, ningu­na expectativa se imponía en el horizonte, salvo sucum­bir a los repentinos tiroteos. Bastaba con respe­tar el toque de queda, no meterse en lo que no le incumbía; bastaba, para gente como él, con tomar notas de una ruina que no era suya para sacar algún pro­vecho, no un beneficio de trabajo sino uno personal: ocuparse mien­tras se desintoxicaba un poco; llenar, con la música de su trajín nuevo, la inmensidad de sa­berse exiliado.
No hay a dónde ir, nunca, pero algo debe uno hacer mientras tanto, ¿no?, era su frase de no-batalla en su vida nueva, convencido de que las fotografías no volverían a salir de su cámara, no al menos de la ma­nera en que él pensó, no con la silueta que lo tentaba a oscuras.
En la casa del periodista, desde su recámara esti­lo americano, abrió y cerró las cortinas muchas veces, tantas que las cortinas parecían en realidad telones de un teatro donde se representaba continuamente la guerra. Mientras esta se desplegó, Bardem recordó la suya: el trazo de las palabras escritas en aquel papel que apareció en su patio en Génova, acu­sándolo, no lo abandonaban.

Lo que más le incomodó en aquellos años fue el silencio volátil, era como andar en un campo sembrado de minas. Podía estar con la mujer del mercado, o caminando de regreso a su cuarto en el viejo Continental, cuando un estruendo cristalizaba el aire.
Todo era pólvora, eso fue bueno para Bardem, que no tuvo fin ni propósito alguno en la batalla de un país extranjero, más que guarecerse de sí mismo. Pero no era el único, porque Otto Smicks, Eduard Rodríguez y los demás periodistas a quienes conoció, habían llegado a Centroamérica de la misma forma. “No son gente sana”, se dijo Bardem; se necesitaba estar atrofiado de la mente para buscar el peligro latiendo en las esquinas, lejos de quienes poseían una vida colmada y no requerían, como ellos, huir de sus historias personales.
Estaba Smicks: quién sabe qué razón lo llevó a renunciar a su tierra yéndose a México primero, donde dio clases, para embarcarse después en la locura de Nicaragua. Quién sabe qué ocultaba más allá de lo que hacía esas noches: noches de visitar los cuartos de los periodistas, rogarles que le permitieran copiar cintas en que se oyesen tiros para transmitir después —a sus compatriotas holandeses— grabaciones semejantes a una nueva versión de Pearl Harbour. “¿Qué te parece?”, insistía luego, después de correr el caset por quinta vez. “¿Qué crees que le haga falta?” “Una bomba atómica”, concluía Bardem. Nunca supo si el hombre de mentón cuadrado y ojos celestes tenía algún objeto de deseo que no fuese su tarea por leer la cuartilla con pésima dicción y dramatismo, o prender la grabadora convertida en arma, lanzando proyectiles de todo calibre.
Estaba el comisario fotográfico aquél, Eduard Rodríguez (alto y rubio a pesar de ser de México, elegante como embajador inglés, muy formal y también muy prosaico a la hora de los chistes) que una madrugada los alcanzó en el 311 (cada vez más parecido al camarote de los Hermanos Marx), colgó su chaleco en el ropero y abrió la maleta en la que se dejaron ver camisas bien planchadas pero también un tomo de la Editorial Progreso de Moscú. “Servirá para entender esto”, dijo Rodríguez, con el tono heroi­co que sólo puede tenerse en la juventud, y Bardem no supo si sería frívolo conmoverse frente al talante ingenuo de quien estaba ahí, no para desquitar el sueldo sino para sumarse, con su oficio, a la lucha de la libe­ración. Pensó Bardem que aun así seguían siendo sospechosas las nobles intenciones de sus compañeros. ¿Qué hacía en esa ciudad sin centro la muchacha neo­yor­quina Luca Andrei, emergiendo, heroica, de las municiones? ¡Ah, far­santes! Seguramente cuando niños coleccionaron un zoológico de soldados romanos, guarkas etíopes, la caballería de Alejandro Magno y sus legiones moldeadas de plomo, añorando desde entonces los deseos lúdicos de pre­senciar una matanza, se dijo el italiano, riéndose, en el fondo, de la camada de perros en que se convertía el grupo masculino de prensa, cuando para seducir a la gringa, salían con ella a los frentes y sudaban adrenalina, reptando bajo un fuego cruzado, impulsados a competir entre sí por la imagen más aterradora, aunque en realidad deseosos de saber quién ganaba la ba­talla libidinal.
Pero, si hubo de ser franco, Bardem tampoco tuvo tiempo de saber nada sobre los milicos que en el retén decían: “No rechiste. Nosotros le damos o no le damos según nos dé la gana”, ordinarios en sus odios y limi­taciones.
Las horas, los días, los meses constituían un bastión contra la muerte, disipando cualquier otro objetivo. Lo era para aquel coche tapizado de cartulinas con la palabra tv en los cuatro vidrios; como para la mujer que, llorando, obligaba a ver el cadáver de su hija quinceañera, ametrallada la víspera. Lo era para el centenar de niños apuntándole a Bardem con armas inservibles, para que les tomara fotos; como para sí mismo, a veces acucli­llado frente a un hecho que, a fuerza de repetirse, perdía su misterio.
No se lo creía: ese estar a la mitad de lo desconocido, la indiferencia antigua y feliz y, sin embargo, así se mantuvo, no un año sino varios, los suficientes como para aprender palabras nuevas.
Pronunció, por ejemplo, la palabra guapa aunque lo dijera falsamente a los oídos de una mujer y otra, esforzándose en demostrarles que si él no podía convertirse en futuro esposo, al menos podría servirles como antídoto para sus tristezas. Supo pronunciar Masaya sintiendo el desconcertante apego a una tierra ajena que recorría hasta desparecer en la ruina de las construcciones. Ahí, pensó Bardem, daba lo mismo meter la mona que comprar un kilo de azúcar para el café de la noche; ver volar un avión y escombrar la basura, esconderse o decir estoy cansado.

La niebla en San Blas

Jorge Esquinca

Perro, Mike, cuéntame
esa historia de la niebla en el puerto.
No había niebla y la historia
trata de un coquero, hombre
sencillo y afortunado.
Tenía un carrito de cocos,
vendía el agua y la carne
con limón y chile en bolsas de plástico.
¿Pero la niebla, Mike,
no decías que todo estaba
cubierto de niebla?
No. Era tarde soleada.
Antes déjame te digo
en qué consistía su fortuna.
Su dicha era su mujer.
La más bella de San Blas.
Nos tenía hechizados.
Estaba que se caía de buena.
Todo sucedió en una cantina
jodida, como ésta,
con su piso de tierra,
sus mesas de Corona,
su olor a mar, su rocola
y sus canciones de José Alfredo.
¿Pero la niebla, Mike,
no me contaste que apenas
podían verse las caras?
No. Espérate. La mujer
era el deseo de todos,
sí, pero nos lo callábamos,
digo, por un elemental respeto
al coquero, que era buen amigo.
Todos, menos el hijo
del presidente municipal,
ese cabroncito
alardeaba todo el tiempo,
decía que la reina aquella
tenía que ser suya.
Esa tarde, ya ebrio, el muy pendejo
comenzó a cacarear en presencia
del coquero, en su mera cara.
Que si él andaba en Mustang
y el otro en pinche bici,
que si él era galán
y el otro prieto y feo.
¿Pero y la niebla, Mike?
Ya dije que entonces no había niebla.
El coquero aguantaba vara,
aunque de lejos se veía
que se lo estaba cargando
la chingada del coraje.
Era hombre de silencios.
El otro siguió jodiendo, decía
que iba a sonsacarle a la mujer,
que iba a ponerle casa,
que con él iba a saber
lo que es coger sabroso.
Fue demasiado. Sin decir palabra,
en un mismo movimiento,
el coquero agarró su machete
y le rebanó de un golpe
la tapa de los sesos.
Tan fácil como lo cuento,
como quien parte un coco ya maduro.
¿Y entonces, Mike, perro?
Entonces sí. Ya caía la noche
y llegó la niebla, se posó
con su culo blando sobre San Blas.
Sólo se podía ver
el rojo reguero de sangre
y al muerto, sentado en su silla,
todavía agarrando su cerveza.
Del coquero nunca supimos más.
Se trepó a la bici y enfiló calle abajo.
Como si se lo hubiera tragado
la densa niebla de esa noche.
                                                     (M.A.H.R., in memoriam)